Crónica: Víctor Matos y los colores del mundo andino

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

La pintura en Huancayo tiene a unos pocos y prestigiosos representantes, entre los cuales la obra de Víctor Matos se alza como un valioso hallazgo en el arte de la región Junín.

“En primer lugar, conozco los Andes”, dice Víctor Matos, pintor representativo de Huancayo nacido en 1933. “En los Andes está el trabajo del hombre, la belleza de la mujer campesina, la hermosura del paisaje, y sobre todo, la riqueza profunda de los mitos andinos”.

En cada trazo suyo se encuentra la historia del valle, y en esa línea, la historia del propio pintor: nacido en la provincia de Yauli (Junín), en 1933, por sus ojos han pasado miles de imágenes, aún claras, de las costumbres de la zona, incluso aquellas que el tiempo ha terminado por relegar.

Su pintura son colores superpuestos de aquel mundo que, cuando niño, contemplaba como algo cotidiano: a la cutuncha, una aldeana vestida con cotones, pero que ya lleva desaparecida varias décadas. “Yo tuve contacto con aquellas personas que ahora ya no están”, dice Víctor Matos.

Entonces había unos obreros que trabajaban en las construcciones, vestidos con camisas blancas de bayeta y pantalones negros, que amasaban el barro con los pies para hacer la quincha y los adobes. Todo ello aparece en la pintura de don Víctor.

“Mi pintura tiene la intención de mostrar la imagen del personaje de esa época que concuerde con la historia, la vivencia y la mitología de aquella época”, nos dice. “El objetivo de mi pintura es darle valor al color. No soy una persona triste, y el color lo alegra más a uno, el color es alegría”.

Su pintura, llena de colorido, retrata a los Andes con alegría y calidez. “El hombre andino no ha sido un personaje triste. Fue el deseo de avasallarlo y sojuzgarlo el que intentó quitarle su vida, sus sentimientos, y lo mostraba triste, tocando su quena junto a su llamita”, añade.

Víctor Matos se gana la vida ilustrando, dibujando, y en sus ratos libres -que son más bien pocos- pintando. Como él, en su familia su hijo mayor le ha seguido los pasos, y es un respetado ilustrador de la zona.

Su práctica es tan mutable, que en sus ilustraciones puede incluso ayudarse de técnicas modernas como el retoque digital. Pero definitivamente, es en sus trabajos a mano donde su obra alcanza un gran nivel.

“¿Siente nostalgia por la progresiva desaparición de ese mundo retratado en sus pinturas?”, le preguntamos, y él responde con un no rotundo. El objetivo de su obra, nos dice, “es rescatar y reforzar la identidad de este pequeño gran pueblo que es ahora Huancayo”.

Publicado en Portal Web Radio Programas del Perú, 5 de mayo de 2012

Crónica: Luis Cárdenas Raschio y el folclor que vio y vivió

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

El folclorista más entrañable de Huancayo falleció en febrero último. Ahora, en su honor, se hará la muestra ´Legado e historia de Luis Cárdenas Raschio´.

Todavía recuerdo las largas conversaciones con Luis Cárdenas Raschio, en la tienda que regentaba en su casa de dos pisos, y que recibía a los visitantes con un letrero de tipografía muy tradicional: Artesanías del Centro.

Había nacido en 1933, en Huancayo, y trabajó por años en cosas diversas. Su oficio más memorable —o al menos, el que me relató en más ocasiones— fue en el diario Correo, en el área de fotografía.

Nadie tenía un archivo fotográfico como el suyo. Le complacía mostrarlo, explicarlo con todo detalle y calma, narrar la historia de cada foto, y tanto más, la historia de cada casona, cada personaje y detalle que aparecía en las viejas imágenes que él guardaba con cariño, con verdadera pasión.

Al morir, Cárdenas Raschio dejó un gigantesco caudal de objetos diversos acerca de la cultura en la región que recolectó y clasificó durante toda su vida. Se puede encontrar desde máscaras hasta vestuarios, y desde material arqueológico hasta documentos sobre tradiciones y relatos orales.

El arqueólogo Manuel Perales Munguía es de la opinión que, tras la muerte de Cárdenas Raschio, queda “la tarea de publicar todos sus escritos” y realizar “el registro, catalogación y conservación de todas sus colecciones de patrimonio documental y cultural mueble”.

No creo haber conocido a alma tan generosa y transparente como la suya, que recibía con la misma amabilidad a propios y extraños, y ante la primera pregunta sobre lo que más sabía, el folclor, iniciaba largos monólogos que entremezclados con anécdotas propias y ajenas descubrían el otro rostro de Huancayo, el de la sierra, un rostro antiguo, en proceso de desaparecer, en el que la tradición y las costumbres se llevaban a la vieja usanza.

Pero Luis Cárdenas Raschio no solo era un respetado investigador y gran conocedor del folclor. Fue también un eficiente gestor cultural, que en solitario hizo que una vieja costumbre, el “Pagapu Wanka”, sea reconocido por la nación.

Cuando abrió “Artesanías del Centro” —donde se podía encontrar objetos de toda índole que representaban la artesanía y el folclor de la región—, pudo iniciar una serie de muchos viajes, en los que “vendía sus creaciones e intercambiaba disfraces, máscaras, instrumentos, nacimientos e historias. Sus averiguaciones tuvieron tal eco que era invitado principal en congresos de danza y folclor en varias ciudades del país y el mundo. Llegó a ser director del Departamento del Folclor en la Casa de la Cultura y jurado indispensable en incontables concursos de danza”, a decir del periodista José Soriano Marín.

Hoy se le tiene como un personaje clave de la cultura regional, y los homenajes y menciones en su honor no se hacen esperar, como la muestra “Legado e historia de Luis Cárdenas Raschio”, que se hace como parte de las celebraciones por el Día Mundial del Folclor.

Como este, cualquier evento será un feliz pretexto para conocer más de él y para seguir honrando a aquel hombre que vio y vivió el folclor de esta vasta tierra llamada Huancayo.

Publicado en Portal Web Radio Programas del Perú, 17 de agosto de 2012

Crónica: José Oregón Morales, el hombre que contaba historias

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Gran contador de historias, dramaturgo y talentoso escritor, ha representado al Perú y a Huancayo en decenas de eventos internacionales de Cuentacuentos.

Afincado desde hace más de cuarenta años en Huancayo, José Oregón Morales (Huancavelica, 1949) ya es una institución en esta ciudad. Es hijo de la famosa cantante folclórica Carmela Morales Lazo; y por ello, desde chico vivió entre dos mundos: el andino, del idioma quechua, la trilla y la chacra; y el citadino, de los cantos y el teatro.

Su literatura se nutre, precisamente, del aliento de aquellas lejanas influencias. Esa bella biografía novelada de su madre, “La casita del cedrón”, cuenta la historia de Chipsa, un Lazarillo de Tormes con faldas, y oriunda de un pueblo de la Huancavelica rural: Salcabamba.

Se trata de una novela en que el pasado —también el del propio autor— regresa a través de los ojos, llenos de ternura, de una niña preparada para asumir, con decisión y coraje, los retos que le impondrá su azarosa vida.

Pero acaso lo mejor de su obra son sus relatos, que parten del quechua y, manteniendo sus sesgos idiomáticos, cuentan la historia de decenas de personajes —entre humanos, animales y hortalizas—, animizados unos, fantásticos otros, en medio de un mundo andino utópico, que entre sus páginas se torna posible. Todo ello se puede encontrar en sus volúmenes de cuentos “Kutimanco” y “Loro ccolluchi”.

Oregón Morales fue fundador del Centro de Arte Tuky, una entidad que, pese a ser privada, impulsó como pocas en Huancayo las artes escénicas, la música folclórica, y en particular las danzas oriundas. Precisamente es ahí donde radica su mayor aporte a la cultura de la región centro: ha rescatado la indumentaria y la coreografía de las danzas autóctonas más diversas, y las ha sistematizado en publicaciones especializadas y difundido a través de sus cientos de discípulos.

Gran parte del acervo de Tuky, desafortunadamente, se perdió en un incendio que consumió su almacén principal, donde se encontraban miles de disfraces originales de danzas típicas, de todas las clases, acopiados a lo largo de más de treinta años.

La labor de José Oregón Morales es tanto más valiosa por ser difusor y traductor del quechua, idioma del que parten la mayoría de sus historias, aun las escritas en español, pues contienen sesgos idiomáticos propios de esta lengua.

En Huancayo es particularmente apreciado por ser promotor de la literatura oral, en la forma de los espectáculos de Cuentacuentos, una manera teatralizada de narrar historias para un pequeño auditorio, que él acompaña con canciones del mundo andino junto a su inseparable guitarra. En este tipo de espectáculos él ha representado a Huancayo en festivales nacionales, y al Perú en diversos certámenes de países latinoamericanos.

Oregón Morales sigue trabajando en la escritura de su obra literaria y en continuar con la puesta en valor del idioma quechua que tanto quiere como patrimonio del país y como base del arte, de su arte.

Publicado en Portal Web Radio Programas del Perú, 16 de junio de 2012

Crónica: Picaflor de los Andes, la voz de quien es huancaíno por algo

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Se cumplen 37 años de la muerte de Víctor Alberto Gil Mallma, Picaflor de los Andes, un cantautor cuya voz ya es una institución en Huancayo.

Dice la canción “Yo soy huancaíno” que conozcan bien a quien canta, amigos míos, pues huancaíno es por algo. Aunque tiene diversas versiones, es en la voz de Víctor Alberto Gil Mallma, conocido como Picaflor de los Andes, que la canción se terminó por institucionalizar.

Nacido en Huancayo en 1930, su incursión en la música vernacular coincidió con los de otros tantos grandes exponentes del género en la región centro. Contemporáneos a él son desde Flor Pucarina —con cuyo trabajo musical se emparenta más— hasta Carmela Morales Lazo y Panchito Leight Navarro.

“Esa fue una época en que confluyeron las grandes voces con los grandes compositores”, indica el folclorólogo y escritor José Oregón Morales. “Detrás de él hay muchas grandes plumas, desde Carlos Baquerizo hasta Moticha Alanya”.

Picaflor de los Andes es un huanca que rescató los cantos de la zona, y con las adiciones de la música tradicional de Huancavelica pudo crear su propio estilo, uno personal y característico. A ello se sumó la identificación que creó su música con el sentir del huancaíno.

Si bien no es su única canción célebre, es su interpretación de “Yo soy huancaíno” la que le ha dado más éxito. Se trata de una canción que destaca el orgullo de ser huancaíno y, a su modo, se ha terminado por convertir en una suerte de himno para los habitantes de Huancayo.

Esta canción tiene su propia historia, nebulosa y con varias versiones. Aunque se encuentra firmada por Zenobio Dhaga, de quien se dice la creó durante una conversación de cantina con algunos colegas jaujinos para destacar el espíritu huancaíno, hay otra historia, acaso más creíble, que atribuye su autoría a Luis Cárdenas Raschio. La letra, entonces, no decía “Yo soy huancaíno por algo”, sino “Yo soy isabelino por algo”, en referencia al colegio Santa Isabel.

Para Oregón Morales, “Picaflor de los Andes debe ser recordado como un gran cantautor”. Es un músico y cantante que interiorizó como pocos el folclor de la región centro, y por eso puede considerársele como el cantautor más característico del espíritu huancaíno.

Publicado en Portal Web Radio Programas del Perú, 14 de julio de 2012

Crónica: Shapish, los danzantes chupacos

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

En mayo la provincia de Chupaca (Junín) se ve alegrada por cientos de danzantes que, siguiendo la larga tradición, representan la mixtura de la sierra y la selva.

Cuenta una leyenda que al llegar los guerreros incas a tierras wankas, los antiguos pobladores chupacos decidieron marcharse a la selva para evitar ser avasallados y conservar su libertad. Su plan era salir por un tiempo hasta hacerse fuertes y regresar entonces para expulsar a los incas y recuperar sus dominios.

Pero terminaron permaneciendo en esos lares por años y adquirieron las costumbres de la selva. Incluso, a pesar que en su mayoría eran varones, tuvieron descendencia allí, y aunque algunos se quedaron, la mayor parte siguió la consigna inicial de retornar para luchar por aquello que les pertenecía: las tierras de Chupaca (Junín).

Mientras oye esa historia, Abelardo Cunqui se calza los zapatos de charol. Está listo para marchar a la plaza de Chupaca donde, codo a codo con su pandilla de danzantes, intentará ganar el concurso de los Shapish: los guerreros chupacos.

Para Abelardo es muy importante participar en esta festividad. Año a año, viste la túnica blanca y la pantaloneta cuyas mangas y botapiés tejió su madre a crochet. Las flechas son significativas para él, esta vez ha rociado unas gotas de agua bendita sobre las cintas que las adornan.

Aunque reconoce su heroísmo y romanticismo, el escritor y folclorista José Oregón Morales descarta la historia de los guerreros chupacos, a la que considera reciente y urdida únicamente para alabar al poblador chupaquino. Él está de acuerdo con el también folclorista Luis Cárdenas Raschio sobre el origen de esta danza.

“Los shapish -nos dicen ambos- provienen del distrito de Matahuasi, en la provincia de Concepción (Junín). Los wankas chupacos satirizaban a los españoles que regresaban de su expedición a la selva, derrotados por la naturaleza y por Juan Santos Atahualpa y sus caciques. Así llegaron a Chupaca, donde se adoptó esta danza como propia”.

Abelardo se encoge de hombros y, ya con su pandilla, danza en medio de la plaza de Chupaca; este año está decidido a ganar el “Shapish de oro”.

“El origen del nombre de los Shapish es ‘chapetón’, es decir ‘recién llegado’ -afirma José Oregón-. Incluso la faz que representa la máscara: roja por la insolación y con sarpullidos por los bichos, personifica al conquistador español que partió a la selva en busca de ‘El Dorado’, pero que se encontró con la muerte y la derrota más humillante”.

Para él, los chupacos no serían más que los portadores que se unieron a la expedición española. “No hay ningún testimonio creíble, ni siquiera un indicio en las crónicas ni en la historia acerca de los guerreros shapish”, afirma. “Incluso ‘chupaco’ significa ‘seguilón en gran expedición’”.

Los guardaespaldas se abren paso delante de los caporales. Abelardo zapatea, da un saltito y retorna a su lugar. Mientras continúa representando el enfrentamiento, agita las flechas hasta que le son arrebatadas y llega el zapateo final. Ha terminado el baile. La larga espera será hasta el próximo año.

En tanto ambas historias se disputan su veracidad, los shapish siguen bailando llenos de ímpetu, haciendo de Chupaca la ciudad que vio nacer de la tradición serrana y selvática una cultura universal.

Publicado en Portal Web Radio Programas del Perú, 11 de mayo de 2012

Crónica: La jija de Jauja, la danza que ya es patrimonio de la nación

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Cuando los primeros españoles llegaron al Perú bailaban una danza a la que llamaban ´jijona´, que se convirtió en la ´jija´ de Jauja.

La siega ha sido, cada año, todo un acontecimiento para Abraham Lazo. Ha vivido toda su vida en Sausa, distrito ubicado en Jauja (Junín). Cada año, tras la siembra y el cultivo de la cebada, llega lo mejor para él.

La jija llega con la siega. Se trata de una danza tradicional con diversas variantes, cada una cultivada en los distintos distritos y comunidades de Jauja y del valle de Yanamarca.

Cada mes de mayo, Abraham Lazo contrata a los peones que le ayudarán en la siega, y trabajan desde que los primeros rayos de sol iluminan el horizonte hasta el atardecer. Cuando las espigas yacen en tierra, los peones, cansados pero contentos, se alistan para celebrar y danzar con la orquesta que tocará al son de la jija.

La música arranca pausada y va acelerándose hasta intercalar distintas tonadas de huainos que los danzantes ejecutan al son de la música.

Cuentan las historias que cuando los primeros españoles llegaron al Perú, bailaban una danza a la que llamaban Jijona (o Giga), originaria de La Mancha, que al llegar a Jauja, se convirtió en “Jija”, con una coreografía que se asemeja a su antecesor, pero que con el correr del tiempo se ha hecho una danza completamente diferente.

Abraham Lazo cree que la producción de sus parcelas dependerá de la danza de cada año, y cada año la matiza con la imagen de la Cruz de Mayo, y claro, es su forma de dar gratitud a la Mama Pacha, o Madre Tierra.

Cuando niño, Abraham Lazo escuchó a su abuelo contar que el nombre de la jija proviene de las risas que los danzantes dejan escuchar, entremezclados con los guapidos, que se dejan oír como “jiiijaaa”.

Durante el mes de mayo, cientos de bailarines de toda Jauja recorren las calles en divertidas representaciones de la jija, con pasos cortos, casi marciales, y cruzan las hoces, ejecutan juegos con el sombrero, y entre piruetas y saltos, danzan, con movimientos lúdicos y alegres.

Como buen jijero, Abraham Lazo hace correr a los peones en dos filas que, formando figuras, ejecutan la danza. Sin quitarse las ropas, todavía polvorientas de las labores del día, ni de la hoz con la que segaron la cebada, ejecutan las danzas que, está seguro, le asegurarán una buena cosecha para el año próximo.

Publicado en Portal Web Radio Programas del Perú, 22 de junio de 2012

Crónica: Cuatro siglos de pan artesanal de Concepción

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

El pan artesanal en Concepción cumple cuatro siglos y como en sus inicios, se sigue fabricando de la misma manera tradicional.

Frente a la aparición de una pujante y moderna industria panificadora en las ciudades del Perú, en Concepción (provincia ubicada a 25 kilómetros al norte de Huancayo) pervive la vieja tradición de preparar el pan tal como se hacía cuatro siglos atrás.

Fueron los franciscanos quienes construyeron los primeros molinos de piedra impulsados por la fuerza del río. Para Elvira Calderón Durán, panificadora concepcionina de toda la vida y ganadora en su categoría en el festival Mistura en el 2011, la harina producida en esos molinos permite “un pan con sabor y color que sabe diferente al preparado con harina molida a máquina”.

Junto a las “cutunchas” wankas —mujeres tan características del antiguo comercio huancaíno—, se yerguen las “montacanastas” concepcioninas —antes un nombre despectivo que ahora ellas llevan con orgullo—, quienes con sus canastas de tanquish recubiertas por un impecable manto blanco, recorrían el valle, a lomo de mula, ofreciendo el pan de anís, tan tradicional que el visitante sabrá, al probarlo, que está frente a uno de los sabores de la sierra.

El proceso arranca con la habilitación del trigo. Para ello, peculiares molinos hidráulicos han estado en la ciudad, desde siempre, a disposición de los panificadores concepcioninos, aunque han ido siendo reemplazados en los últimos años por molinos eléctricos. Pero se continúa usando, como antaño, “solo la harina de trigo regional, mezclada con harina blanca”, añade Elvira Calderón.

Una vez que la harina está lista, es trasladada a los hornos, al lado de los cuales —en pequeños talleres— se prepara la masa, casi siempre en base a anís. Esos hornos tienen también su propia tradición:

En su construcción se empleaba tabiques de arcilla cocida, sobre los cuales se disponía una argamasa hecha en base a un barro en cuya preparación, además de la tierra mojada, se había incluido bosta de equinos, azúcar, vidrio molido, chancaca y —para darle durabilidad y su propia personalidad— cabello humano. Para su limpieza se emplea las ramas de tanquish, un arbusto de la zona, que sirve también para fabricar las canastas que hicieron tan conocidas a las montacanastas de Concepción.

Algunos de los principales ingredientes para la preparación del pan tradicional concepcionino son el agua tibia de anís, además del concho de chicha de jora. Entre las muchas variedades de este pan se cuentan el kusay, guaguas, llapsas, taka, alaycitos, cucuys; además el de anís, de trigo, caporal, bollos azucarados, entre muchos otros.

Con el tiempo la panificación en Concepción ha adquirido un manejo un tanto más empresarial, pero no ha perdido su alma marcada por la antigua usanza. Así, los panificadores se han organizado y ahora conforman una red que ha podido construir sus propios centros de producción artesanal, que incluye los utensilios propios de una panadería, y cuenta con cuatro hornos que han sido bautizados como “San Roque”, “Juanita”, “Don Víctor” y “San José”.

Por todo esto, el pan de Concepción ha conseguido trascender las largas distancias que separan a esta ciudad del resto del Valle del Mantaro, y aún del resto del Perú.

Publicado en Portal Web Radio Programas del Perú, 3 de agosto de 2012

Crónica: La Batalla de Concepción, revisitada

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Ocurrida hace más de un siglo, como parte de la Guerra del Pacífico, la batalla de Concepción es recordada cada año por el pueblo concepcionino como una muestra de su arrojo y valor.

El fervor con que los pobladores andinos ven la figura de Andrés Avelino Cáceres suele causar curiosidad en el visitante. No es raro que con cierta regularidad se recuerden las gestas —heroicas o no— en que la figura del viejo héroe de la Breña revive, junto a sus tropas, para luchar contra el invasor de las tierras del sur.

6 de julio de 2012
La Plaza de Armas de Concepción en una explanada llena de árboles y curiosos corredores, de más de 10 mil metros cuadrados. Hace exactamente 130 años, en la iglesia matriz de la ciudad (ubicada al este de la plaza), 77 soldados chilenos estaban acantonados y esperaban lo peor: sabían que una tropa peruana llegaría para acabar con ellos. Es de mañana y las autoridades lo han preparado todo para la escenificación. No es fácil dirigir a tantos actores: nada menos que 600, entre militares, comuneros y colegiales.

9 de julio de 1882
Por la mañana: Juan Gastó, con la orden de Cáceres sobre sus espaldas, ya tenía lista su tropa, un grupo de montoneros de escasa preparación y armas ridículas para la guerra —palos, piedras, herramientas de labranza, y entre todas ellas, algún fusil—, cuyo número real con el paso de los años iba a hacer imposible de identificar. Mientras los estudiosos peruanos calcularían en 55 (Jorge Basadre), los chilenos los sumarían hasta los 1.500 (Marcial Pinto Agüero).

6 de julio de 2012
A media tarde, los cientos de actores empiezan a llegar a la plaza de armas. Se quitan los bluejeans y zapatillas, que cambian por los uniformes pardos de yute que usaron los montoneros hace 130 años durante una guerra de la que muchos no regresarían.

Los montoneros se detuvieron en Lastay para tomar algunos acuerdos. Había opiniones contrarias. Finalmente decidieron atacar a las huestes chilenas. Partieron desde Comas y Andamarca. Tomaron los corredores de Leonioj y Matinchara y, sabedores del peligro cada vez más cercano, llegaron a las cercanías de la plaza, donde iniciaría la refriega.

Las tropas chilenas intentan inútilmente contener el empuje de los montoneros, y van perdiendo, palmo a palmo, el terreno de la plaza, hasta que, agotados, deben refugiarse en la iglesia.
Miles de pobladores observan. Para ellos ver vencer a los lejanos compatriotas les da satisfacción, y ven nacer, muy en el fondo, un extraño sentimiento de solidaridad, de orgullo y amor por aquel país que los vio nacer.

El ataque debía ser rápido, pero era difícil: el enemigo estaba refugiado en tierra sagrada. Los montoneros lo iban a pensar detenidamente antes de adentrarse en la iglesia matriz y matar. El coronel Luque acepta la rendición chilena, pero no sabe que es una trampa, por cuya causa muchos guerrilleros dejarán la vida. Bajada la guardia, serán atacados por las tropas invasoras. Reiniciada la refriega, cae por fin la pared lateral del bastión chileno, y de pronto, los guerrilleros, fortalecidos, acaban con sus enemigos.

Ya anochece, la escenificación ha terminado. Los actores vuelven a vestir sus ropas. Los cadáveres desperdigados por la plaza reviven y, pese a los uniformes chilenos, caminan, entre risas, con los montoneros. Las guerras, aun las escenificadas, resaltan el horror. Pero al terminar, ya en tiempos de paz, las cosas pueden regresar a su estado natural. Esa suele ser su mejor enseñanza.

Publicado en Portal Web Radio Programas del Perú, 7 de julio de 2012

Crónica: Samuel Becket revisitado, la larga espera a Godot en Huancayo

En la ciudad de Huancayo se puso en escena Esperando a Godot, de Samuel Beckett, una de las más importantes obras del teatro moderno.

El frío es más intenso que de costumbre y amenaza con empeorar con la lluvia que está pronta a caer. El teatro es formidable, pero sus paredes peladas no hacen más que empeorar la sensación de brisa helada recorriendo la galería.

El teatro, el gran teatro, suele verse únicamente en lugares cuyos nombres van antecedidos por la frase “muy lejos de acá”. Pero Esperando a Godot, de Samuel Beckett, se pudo poner en escena, por fin, en Huancayo.

En tanto, las gentes ingresan al teatro, una sensación de calidez recorre los palcos, pero sensación al fin, pronto se esfumará junto con los últimos resquicios de luz para dejar iluminada, únicamente, la parafernalia del escenario.

La puesta en escena de esta pieza teatral, fundamental en la dramaturgia mundial del siglo XX, la hizo el grupo Artescen, que llegó desde Chiclayo y ofreció una única función, y en un teatro —el del Colegio Andino, el único de Huancayo— que le fue cedido gratuitamente en nombre del arte.

La mayoría de las puestas en escena de esta pieza teatral pone a un par de vagabundos masculinos como protagonistas: Vladimir y Estragón. Pero esta vez, Carlos Mendoza, el director de este montaje, ha optado por poner a dos actrices en esos papeles, y les cambió el nombre por Gogó y Didí, tal cual aparece en una traducción hispana del libro.

Junto con Eugene Ionesco y —más recientemente— con Harold Pinter, Samuel Beckett revolucionó el teatro. Ya no eran tramas clásicas las que se veían en escena, sino mundos alternos que exploraban la perplejidad del alma humana.

Pronto el frío es tal —pues para empeorar las cosas, el invierno huancaíno empieza a golpear con más fuerza este año—, que sobre los abrigos, bufandas y guantes, las gentes se frotan los brazos, con disimulo y cuidado, para no hacer ruido.

El fin del primer acto, con la consiguiente oscuridad, deja al auditorio en silencio, apenas interrumpido por dudosos aplausos, y de vez en cuando, por el timbre de algún celular.

El teatro deja nuevamente aclararse las luces y la función continúa. Es el fin de la ficción, llevada a las tablas, y convertida en sueños efímeros bajo la mirada de público ensimismado por las quimeras.

Publicado en Portal Web Radio Programas del Perú, el 9 de junio del 2012

Crónica: Fiestas Patrias en el valle del Mantaro, decenas de destinos turísticos

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Durante los días patrios se organizan diversas actividades para recibir a los miles de visitantes que llegan cada año.

En Huancayo suele empalmarse las Fiestas Patrias con las celebraciones del Santiago, una tradición muy propia de la sierra central, consistente en el pago que se hace a la tierra —es decir, al señor de los cerros, el apu Tayta Huamani— como una forma de aclamar la fecundidad del agro y la ganadería.

El Santiago se suele fusionar con el Huaylarsh, pues es la danza más recurrente; y desde el 24 de julio, miles de pobladores y visitantes visten la indumentaria típica (polleras y llicllas, las mujeres; pantalón sastre y camisa, los hombres) y, con un sombrero que va entre la mano y la cabeza, recorren las calles de la ciudad, al son de la música de una orquesta itinerante, como ellos.

Pero no es la única atracción para el visitante. La provincia de Chupaca lo espera el fin de semana con el Festival de Pan y el Lechón. Se trata de una feria donde todas las integrantes de la Asociación de Lechoneras ofrecen, en una larga hilera, porciones de lechón al horno que se sirve sobre pequeños trozos de papel de despacho y, como manda la tradición, se come con los dedos.

Al mismo tiempo, el pan de Chupaca, uno de los más célebres de toda la región, se puede adquirir en sus muchas variedades.

El Valle del Mantaro tiene una larga tradición ferial, que se remonta a 400 años atrás. Y aunque la Feria Dominical es la más importante de todas, durante las Fiestas Patrias se montan, en diversas partes de la región, pequeñas ferias donde se ofrecen desde comidas típicas hasta chucherías de todo género, como artesanías, platería y más.

En la provincia de Concepción, por su parte, se hará dos atractivas ferias: la del pan artesanal, que expondrá más de 100 variedades, y que se hace por los 400 años de la “tradición del pan de anís”.

Al igual que Chupaca, Concepción es reconocida por su larga práctica en la preparación de lechón; y por eso se realizará en la plaza principal de la ciudad el “Festival del lechón”, para lo cual se ha convocado a todas las lechoneras del distrito, además de las de Orcotuna y Paccha.

Este es un pequeño muestrario de todo cuanto ofrece el Valle del Mantaro al visitante que llegue durante las Fiestas Patrias.

Publicado en Portal Web Radio Programas del Perú, el 26 de julio de 2012