Crónica: A Tayacaja Nororiente en bicicleta

La mayor parte del camino se abre paso entre quebradas y de cerro en cerro.

Un paraíso entre montañas

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

 Pocos lugares tan cercanos a Huancayo ofrecen la magia y belleza del nororiente de Tayacaja (Huancavelica), que ahora forma parte del VRAEM. Aunque la ruta es difícil, sus paisajes y pisos ecológicos bien lo valen. Acompáñanos en esta travesía a bordo de una bicicleta.

Un recorrido accidentado y hasta peligroso no basta para anular el encanto de los caminos rurales. Y son perfectos si lo tuyo es explorar espacios nuevos con la naturaleza de protagonista. Nuestro punto de partida es Huancayo y la llegada, 101 km adelante, el paraje de Chiquiac, una quebrada arenosa y ardiente a 1180 m s.n.m., por cuyo centro pasa un río Mantaro fortalecido por decenas de arroyos y torrentes a los que ha engullido. Apenas salimos debemos subir 25 km hasta los 4500 m s.n.m., en San Marcos de Rocchac. Rodar en bicicleta por la puna en pleno invierno es mala idea si no estás lo bastante abrigado. Y sabemos que nos espera un descenso largo, en el que la temperatura podría bajar hasta -10 grados.

La construcción de la carretera Huancayo-Huachocolpa, en el noreste de Tayacaja, tiene una historia que han vivido al menos cuatro generaciones. Empezó en la década del sesenta, cuando solo existía una vía de herradura por la que se debía caminar durante tres días. Una alternativa eran las avionetas que despegaban de Huamancaca Chico y, media hora después, descendían en una pista angosta al borde del Mantaro, en el paraje de Ukuchapampa. Fue una buena opción hasta que, tras años de jugarse la vida al aterrizar, una de ellas acabó en el río y ahuyentó a las otras. Hoy el transporte es solo terrestre y, aparte de las minivan para pasajeros, predominan las camionetas 4×4, que tardan no más de cuatro horas hasta el destino que planeamos, y otras tres si se quiere llegar a Huachocolpa.

Una segunda subida tiene su recompensa con la maravillosa vista de las lagunas gemelas de Kylli, de perturbadoras aguas negras. Numerosas leyendas azuzaban el miedo a ellas: una interconexión subterránea entre ambas, un daño latente a partir de las seis de la tarde o a que tocar sus orillas era la muerte. En la actualidad, en la menos temida de las dos, se desarrolla la industria piscícola.

Al poco de llegar a Huari se nubla y una suave niebla cubre el horizonte. Optamos por seguir hasta Acobamba para almorzar, donde nos recibe una bandada de loros, que será seguida por muchísimas otras hasta nuestro destino. Desde este punto la orografía pedregosa hace más duro bajar. Ya estamos en un piso tropical, por lo que los mosquitos no tardan en aparecer.

La mayor parte del camino se abre paso entre quebradas, salvo cuando se asciende por el borde de abismos con más de un kilómetro de fondo. Por allí discurre un río cristalino que cambia de nombre conforme avanza: Acobamba, Chalwas o Toroccasa. Se dice que hay pesca abundante en sus aguas, pero varios letreros lo prohíben. Cruzarlo ya no es un problema gracias a los puentes de acero y concreto que contrastan con los dos palos largos, apenas anchos como una rueda, de los años noventa.

Una subida ligera inicia en Matibamba, a 1650 m s.n.m., y seguirá constante hasta nuestro destino. La baja velocidad sirve para notar al borde del camino cientos de nichos que nos han acompañado desde que partimos. «Es porque alguien murió ahí», nos repite un poblador. Atravesamos Manchay, pueblo célebre por su producción de plátano, chirimoya y palta, y llegamos a Potrero. La subida se hace más dura desde K’erquer, solo grata por la cercanía de la puesta de sol.

Estos pueblos han alcanzado ciertos beneficios desde el Estado a partir de su inclusión al Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM). Pero el perjuicio es mayor debido a la aprensión por calificarse ruta del narcotráfico, lo cual los descarta como opción para el turismo vivencial, rubro en que tienen enorme potencial.

Atravesamos el pueblo de Loma con los últimos rayos de sol y aceleramos para arribar a San Antonio antes del anochecer. Las camionetas que nos rebasan ya llevan las luces encendidas y hacemos lo propio con nuestras lamparitas a pilas. Aunque el destino se ve desde el cerro en que nos encontramos, resulta un largo tramo que se interna en una gran quebrada que a su vez contiene otras más.

Una ducha tibia y la cena caliente no bastan para reparar el agotamiento. Dejamos el descenso a Chiquiac para la mañana siguiente. Estamos a 2300 m s.n.m. Desde aquí el Mantaro es apenas una raya sinuosa entre dos enormes montañas secas, cubiertas por cactus, y con un arroyo de aguas salinas imposibles de beber. Cuentan que antes de hacerse carrozable, este camino era el más difícil de atravesar. Pronto el sol calienta el suelo arenoso y aumentan los mosquitos. Llegamos al río, a 1180 m s.n.m. A lo lejos, cuatro cables son lo único que queda del gran puente colgante de Chiquiac, que en otro tiempo fuera la piedra angular del transporte para todas las comunidades de la zona.

El nuevo puente es atravesado por algunas camionetas cubiertas de polvo. Su destino es ahora el mismo que el nuestro: Huancayo. Fueron muchos kilómetros y voluntad. El Perú tiene tanto que ofrecer.

Publicado en Bitácora N°46, de setiembre de 2017.

Cautivos de mar y tierra: Hacia las raíces del Congo

El río Congo (Foto: Laith Wark).

Escribe: José Soriano Marín

El Congo es uno de los territorios más recónditos e interesantes del planeta. A propósito de la publicación de Cautivos de mar y tierra, de Juan Carlos Suárez Revollar, novela que se sitúa en ese espacio a inicios de la I Guerra Mundial, acompáñanos en esta crónica a conocer más de la historia y la geografía de ese país.
Arribo de un vapor portugués a Boma a través del río Congo (Foto: Archivo Delcampe).

Al contrario de lo que parece a primera vista, el río Congo no es navegable en toda su extensión. Desde su desembocadura en el océano Atlántico, junto al pequeño puerto de Banana, se puede recorrer en barco hasta la ciudad de Matadi, donde unas gigantescas cataratas obligan al visitante a seguir por tierra.

Hace poco más de un siglo el Congo era todavía propiedad personal del rey Leopold II de Bélgica. Bajo su mandato ocurrió uno de los peores genocidios de la historia. Él financió las primeras exploraciones y el asentamiento de una colonia, a la que se enrolaron rufianes de toda Europa, conscientes de la posibilidad de hacerse ricos a costa del saqueo del territorio y la esclavización, tortura y matanza de sus habitantes. Cálculos del historiador Adam Hochschild indican unos ocho millones de nativos asesinados hasta 1906, año en que el Congo pasó al control del Estado de Bélgica.

Cautivos de mar y tierra de Juan Carlos Suárez Revollar
‘Cautivos de mar y tierra’ es también una novela de viajes que peregrina entre el Congo y otros continentes.

Cautivos de mar y tierra se sitúa en ese mismo territorio, ocho años después, coincidiendo con el inicio de la I Guerra Mundial. La novela realiza, a través de sus personajes, un desplazamiento entre una jungla exuberante y algunas pequeñas ciudades del Congo, como Matadi, Boma y Banana. Lo más interesante de ella es que los hechos reales sirven de soporte a la ficción que inventa su autor. En el Congo actual es fácil reconocer los espacios donde ocurre. Se suma a esto el recorrido por otros escenarios, en mar o tierra, en cuatro continentes.

En 1914, cuando se inició la I Guerra Mundial, África estaba repartida entre varias potencias europeas, de las que Alemania mantenía cuatro colonias. A diferencia de lo que nos cuenta el cine, el enfrentamiento en este continente fue desigual en cuanto a tropas y logística. Con gran inferioridad numérica, las colonias alemanas no tardaron en rendirse, a excepción de África Oriental Alemana (o Tanganica), que resistió hasta el final de la guerra, en 1918. Esto es lo que muestra Cautivos de mar y tierra, pues uno de sus protagonistas es alemán en territorios de una colonia aliada.

Oficiales belgas y askaris congoleses de la ‘Force Publique’ durante la I Guerra Mundial (Foto: Archivo Real Escuela Militar de Bélgica)

En síntesis, es la historia de dos jóvenes que llegan a la colonia del Congo por causa de un naufragio. Perteneciente uno de ellos a una nación enemiga, se ven obligados a huir para sobrevivir. En ese contexto nos topamos con personajes diversos y de caracteres peculiares, que hacen aún más amena la historia.

La literatura es el móvil perfecto para llegar a lugares lejanos en tiempo y espacio. Un buen libro nos transporta a países y parajes fuera de nuestro alcance; nos abre una ventana infinita de nuevas realidades. En ese sentido, la publicación de Cautivos de mar y tierra nos acerca con audacia al continente africano, uno de los espacios más inhóspitos para el ser humano. Es un relato imperdible sobre la amistad, la condición humana y las huellas espirituales de la colonización que un joven escritor huancaíno se aventuró a regalarnos.

Publicado en Bitácora, número 42, edición de mayo de 2017.