Crítica de literatura: Stieg Larsson, «Millenium»

El reino de los malditos

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Una mirada rápida a las tres partes de la trilogía Millennium parecería mostrar que los personajes son, en todos sus niveles, infames gentes de alma retorcida, con desórdenes sicológicos, intolerancia, corrupción o simplemente avaricia, a las que Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist se empeñan en combatir. Cualquiera de las tres puede leerse de manera independiente, aunque hacerlo secuencialmente configura un todo de amplia solidez. Fueron publicadas poco después de la repentina muerte de su autor, el periodista y escritor sueco Stieg Larsson, con los distintivos títulos de Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire.

Lisbeth Salander es una heroína inconfundible: con una extraña moralidad y de temperamento indoblegable, es poco comunicativa, bajita y muy delgada, llena de tatuajes y piercings y con el cabello cortado a cepillo. Viste vaqueros negros y chaquetillas de cuero con broches de acero, a la usanza de los punkis. Gracias a su increíble habilidad para reunir información y a sus conocimientos informáticos, es capaz de acceder a cualquier computadora y, por ende, a los secretos de sus propietarios (sean estos sus rivales o aliados). Esa característica le permite un nivel de omnisciencia que no alcanza ningún otro personaje en toda la trilogía. Su partner —y a su modo, su contraparte— es el periodista Mikael Blomkvist, diestro investigador y cabeza de la revista Millennium, un medio independiente y muy comprometido a la hora de denunciar a corruptos, sinvergüenzas y rufianes. Es únicamente con la combinación de esfuerzos que ambos son capaces de hacer frente y vencer a aquellos despreciables empresarios, miembros del gobierno y hasta delincuentes cuyas actividades tienen un rasgo común: violan los derechos de los otros y, en la mayoría de los casos, son misóginos, racistas o sicópatas con poder. Pero Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist no están solos. Junto a ellos hay un puñado de personajes que se juegan el futuro profesional, y aun la vida, para defender a una desconocida, por ejemplo, de la injusticia de la que ha sido víctima a lo largo de su vida, primero por un intocable padre lunático y misógino, y después por unas autoridades corrompidas hasta niveles extremos. Ese es el «bien» y el «mal» que se ha retratado tan puntillosamente en la novela: el primero vulnerable, altruista y desinteresado, cuya única arma es el buen periodismo; y el segundo dotado del poder político más infecto, de manipulación, ocultación e incluso de control de la vida y la muerte.

Un tema central de la novela es la misoginia, extendida como una epidemia en todos los estratos sociales —sobre la que Lisbeth Salander es particularmente sensible—; pero también las feroces relaciones familiares y en particular las que van en la senda padre-hijo. Hay muchos personajes memorables, como Zala, en la segunda parte, a quien es imposible no relacionar con Kurtz, de El corazón de las tinieblas, así como el dueto Salander-Blomkvist.

Los hombres que no amaban a las mujeres es una historia en la misma línea que las de Agatha Christie. Se enmarca en el viejo subgénero policial del «recinto cerrado», pero en vez de una habitación o una casa, los hechos a investigar han ocurrido casi cuarenta años atrás en una isla. Si bien Millennium arranca como un policial convencional —al menos lo es en su armazón más superficial—, en la segunda y tercera parte de la trilogía se termina convirtiendo en un híbrido de novela de espionaje y thriller político, donde los personajes luchan contra un complot de magnitudes internacionales, y ocurren hechos de tal inverosimilitud que, a no ser por la extraordinaria pericia del autor, se estropearía la historia completa. Precisamente, la trama se ha construido siguiendo cánones formales propios de la novela de aventuras, con acción creciente, acentuada por la alternancia de hechos simultáneos —y a su vez, de puntos de vista— en los bloques aislados que son la base de su estructura; aunque, claro, Larsson incorporó también elementos de casi todos los subgéneros policiales.

La organización formal es sencilla, y a grandes rasgos, incluso lineal, salvo en los pequeños retrocesos al pasado para explicar algo más sobre un hecho o un personaje, lo cual dota de profundidad a cada arista de la historia. Las técnicas narrativas presentes son de lo más diversas, y abarcan desde aquellas más comunes, como el dato oculto (podría decirse que la trilogía completa está construida con base en el ocultamiento temporal de información al lector), hasta las cinematográficas: el ojo móvil, el travelling o la cámara lenta. Por eso secuencias enteras tienen un aparente caos en el punto de vista, que salta de un personaje a otro. Lo que no hace ininteligible a la novela es que Larsson jamás pierde el hilo conductor de la historia.

Muchas veces el éxito de difusión de una novela obedece a factores tan azarosos que difícilmente tienen que ver con su calidad. Pero en el caso de Millennium es perfectamente justo, como ocurriera en su tiempo con otras grandes novelas de Víctor Hugo, Tolstoi o Balzac.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4, del diario Correo, el 17 de marzo de 2012.

Crítica de literatura: Charles Dickens

Dickens, 200 años

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

«He nacido» es la frase inicial de David Copperfield, una de las novelas más bellas de Charles Dickens. Del nacimiento de este imprescindible escritor inglés (el 7 de febrero de 1812) se celebra en todo el mundo los dos siglos.
Charles Dickens (Inglaterra, 7 de febrero de 1812 – 9 de junio de 1870).

Leer a Charles Dickens es conocer a miles de personajes —y a veces, reconocerse en ellos— cuyo retrato linda entre la caricatura, por su carácter chispeante, y la profundidad extravagante de sus conflictos internos. Aun los malvados tienen asomos de bondad, porque en ellos no hay más que meras parodias del mal. No es difícil sentir simpatía por los antihéroes y villanos que pueblan sus novelas: Fagin, por ejemplo, el explotador de Oliver Twist; el despiadado Thomas Gradgrind, de Tiempos difíciles, cambiado por la adversidad; o el amargado Ebenezer Scrooge, de Cuento de Navidad, quien a lo largo de la historia, y tras algunas patéticas situaciones, sufre una transformación total.

Desde la publicación seriada de Los papeles póstumos del Club Pickwick, a partir de 1836, el éxito de sus novelas fue en aumento. Las aventuras del gordinflón, barrigudo y miope Samuel Pickwick y su pícaro sirviente, Sam Weller, son acaso el mejor homenaje al Quijote y Sancho. En esa senda, Historia de dos ciudades se constituye en una de sus novelas más ambiciosas. Es inolvidable la concatenación de aventuras, de caos y de horror que la forman, pero también de sentimientos tan humanos como la compasión o el amor.

Dickens era capaz de retratar la miseria, la carencia y el mundo delincuencial, pero redirigiendo la atención hacia una historia siempre conmovedora con una carga altísima de emotividad. Pocos escritores podían llegar al lector como él. Puede que su secreto sea haber puesto la anécdota al servicio de este (como la publicación era seriada, solía adecuar la trama a las reacciones del público). Por eso en muchas de sus novelas son notorios los cambios repentinos en las circunstancias y el accionar de los personajes, y abundan las coincidencias inverosímiles que hacen posibles los finales felices, los castigos a los malvados o las recompensas a los sufridos y bondadosos. La Providencia era el propio Dickens, en la forma del criminal agradecido que juguetea con el destino de Pip, en Grandes esperanzas; o el fortuito encuentro de Oliver Twist con su pasado, y el trastoque que ello significa con su presente, en que triunfa el bien que él representa.

A diferencia de Honoré de Balzac, el otro gran novelista de la misma época, quien se centraba en personajes que terminaban siempre derrotados en sus intentos de ascender o de mantenerse en el gran mundo, los de Dickens vivían en la miseria y, por ello, tenían una motivación mucho más modesta. Mientras el primero reproducía tipos y los adaptaba a la realidad que él conocía, el segundo los disfrazaba hasta atenuar sus horrendos defectos, acentuando otros y haciendo de ellos tipos reconocibles, un tanto risibles, pero carentes de maldad.

Los personajes niños de Dickens tienen un constante halo de pureza —Nell de Almacén de antigüedades, y su equivalente, la protagonista de La pequeña Dorrit, o también Oliver Twist y David Copperfield—, pero también de desamparo y fragilidad. El contraste con algunos de los otros que los rodean (rufianes, sinvergüenzas, malvados) resalta esa imagen de inocencia.

De Dickens ha escrito Jorge Luis Borges que era «un hombre de genio», y que en su obra «no solo cultivó lo sentimental, sino lo humorístico, lo grotesco, lo sobrenatural y lo trágico»; y, por ello y más, «legó al mundo una galería de personajes que, sin dejar de ser un tanto caricaturales, son imperecederos también».

Dickens construyó una imagen completamente diferente de la Inglaterra victoriana. Pese al carácter sórdido de las situaciones que retrataba, predominaba una visión romántica del mundo. Muchos de los mejores momentos de toda la literatura se los debemos a él. Van doscientos años, y su vigencia continúa, perdurable y ya definitiva.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo el 11 de febrero de 2012.

Memoria 2017: recuento literario

Por: Gabriel Ruiz Ortega

Cautivos de mar y tierra de Juan Carlos Suárez Revollar«Juan Carlos Suárez Revollar nos entregó una inquietante y divertida novela: Cautivos de mar y tierra. Consignemos que estamos ante una primera novela marcada por la madurez. El autor ha sabido calibrar el paso del tiempo y no ha sido presa del apuro por publicar. Suárez cumple con la máxima de la ficción: perfilar personajes. Nuestro autor nos presenta a Franz Von Carnap y Matías Serna, dos jóvenes que huyen de enemigos comunes por el Congo Belga ad portas de la Primera Guerra Mundial. En la interacción de estos dos personajes Suárez se posiciona como un autor de oficio, pero también nos hace levantar las cejas ante forzadas metáforas, obedientes a la denuncia sobre la colonización. Más allá de este reparo, no me hago problemas: Suárez es el autor revelación del 2017».

* Fragmento. Para leer el artículo completo da clic en el siguiente enlace.

Memoria 2017: recuento literario

Publicado en el blog Lee por gusto el 1 de febrero de 2018.

Crítica de literatura: Demian, de Hermann Hesse

Mística y dualidad en un mundo velado

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Primera edición de la novela, publicada en 1919 con el seudónimo de Emil Sinclair.

La novela de aprendizaje alemana —o bildungsroman— de la primera mitad del siglo XX ha dado algunos títulos de muchísimo interés. Destacan Las tribulaciones del estudiante Törless (1906), Demian, historia de la juventud de Emil Sinclair (1919) y El tambor de hojalata (1959); de Robert Musil, Hermann Hesse y Günter Grass, respectivamente. Las tres abordan, con ópticas y estilos muy propios, temas completamente distintos. Mientras la de Musil es realista —al menos lo es en apariencia—, la de Grass se diluye por la mente perturbada del narrador; en tanto que en la de Hesse predominan las ideas sobre las acciones, lo cual es una constante en la obra de este autor.

Hermann Hesse no habría podido escribir Demian sin la influencia de las culturas india y china que recibiera de sus padres y abuelos, y en particular por el viaje a la India que hizo en 1911. La mística india está presente en la mayor parte de su obra posterior, ya sea como tema central o como atribuciones, guiños o acercamientos. Pero esta novela es también fruto de la guerra, que desencadenó en su autor una crisis que daría pie a su transformación personal y artística (fechada por él mismo a partir de 1915). En una carta de 1954, Hesse escribió que en «Demian —y también en Goldmund y El lobo estepario— el individuo se rebela contra el peso gigantesco del deber, y la naturaleza trata de salvaguardar sus derechos frente al espíritu, que en estos libros aparece intacto, y está la exigencia de que el hombre haga lo máximo de sí mismo o que, al menos, respete ese mundo espiritual».

Hermann Hesse (Alemania, 1877 – Suiza, 1962)

Como en toda bildungsroman, el paso a la adultez supone un proceso traumático. En Demian ello empieza a ocurrir con la aparición de Franz Kromer, quien representa el otro mundo, el del mal y la perversidad, el de la realidad tosca y violenta —aunque en una versión infantil. El tiempo ha demostrado que el mundo puede ser aun peor—. La función e importancia de este personaje, además de para torturar al entonces niño Emil Sinclair, es la de originar la evolución espiritual de este a un estadio superior. Ello ocurre a partir de su contacto con Max Demian, un extraño joven convencido de su sobrenaturalidad por su afinidad con el Caín bíblico y su extraordinario saber de ocultismo. Su madre, Frau Eva, tiene un pensamiento similar y tanto más profundo. Entre ambos conducen a Sinclair a un universo ideal, de creencias y nuevos conocimientos que le dan un sentido diferente a su vida. Pero los ideales no son alcanzables, no pueden serlo.

Pese a su escasa aparición, Frau Eva deja una marca a fuego en la historia, y la domina al menos en toda la tercera parte. Ella es el anverso de Demian, una suerte de segunda personalidad, pero de género femenino, capaz de redirigir hacia sí la oculta atracción homoerótica que siente Sinclair por aquél.

Demian es también el anuncio de un gran cambio en Europa: la destrucción de un mundo —o su símil: el «cascarón» roto por el pájaro que volará hacia Abraxas en la novela— para el surgimiento de uno nuevo. El libro, por cierto, se escribió poco antes de finalizar la I Guerra Mundial, sobre la que Hesse mostró su oposición. Ello le acarreó tal ataque de sus contemporáneos, que finalmente lo llevó al exilio. Posiblemente esto haya pesado para que su publicación sea bajo el seudónimo de Emil Sinclair.

El mayor mérito de la novela es su capacidad de persuasión, pese a la flagrante inverosimilitud de la historia. Ciertamente, la teatralidad de los personajes o la dualidad de significados reducida a meros discursos místicos pueden llegar a exasperar al lector. La novela está llena de símbolos; muchos personajes, como Demian y su madre, lo son; al igual que tantas más situaciones y analogías. Aunque es artísticamente inferior a El lobo estepario o El juego de los abalorios, se trata de una novela poderosa, que fuera adoptada junto a su autor por tantos jóvenes como tótem, como una obra que los marcó de por vida. Acaso en ello radica su enorme valor.

Publicado el 21 de enero de 2012 en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo.

Crítica de literatura: Exiliados (de James Joyce)

Almas derrotadas en busca del exilio

Juan Carlos Suárez Revollar

Primera edición del drama ‘Exiliados’, de James Joyce.

La importancia de la obra de James Joyce para la narrativa del siglo XX es enorme, aunque afirmarlo suene a verdad de Perogrullo. Su influencia en cada nueva novela o cuento, directamente o a través de sus seguidores —aquellos que, como William Faulkner o John Dos Passos, tomaron sus técnicas y las desarrollaron y ampliaron—, es más que notable.

Si bien Ulises y la dificilísima Finnegans Wake constituyen la avanzada de la experimentación en la técnica narrativa, a su modo, Retrato del artista adolescente y Dublineses se aproximan a la novela y al cuento a la usanza de Maupassant, Flaubert o Balzac.

Pero Joyce no solo fue un extraordinario narrador. Escribió también, junto a un puñado de bellos poemas, un drama excepcional. Su pieza teatral Exiliados, escrita en 1915, además de ofrecer una trama poderosa, se sirve de una serie de sencillas anécdotas que, en conjunto, sondean el alma y el ser hasta niveles críticos.

Exiliados parte de cuatro personajes —intensos, extraños, sufrientes, dubitativos, en fin, humanos— que, con sus conflictos íntimos —que se amplían y, enseguida, se afectan entre sí—, recrean una historia extraña, de clima demoledor y perturbado.

El más intenso de los personajes, y quien sirve de soporte a toda la trama, es Richard Rowan, el escritor, quien por su carácter y sus actitudes extravagantes, va arrastrando a los otros tres, la esposa (Bertha), el amigo (Robert) y la antigua amante de este (Beatrice), a un juego autodestructivo y maniático.

James Joyce (Dublín, 1882 – Zúrich, 1941).

El centro del conflicto es la pureza de Bertha, a quien este ha consentido y hasta alienta a serle infiel con Robert. En un plano metafísico, la posesión de Bertha sería el vínculo definitivo entre aquellos. Joyce lo explica como la naturaleza del amor para el alma que, «al igual que el cuerpo, puede tener virginidad. Entregarla en el caso de la mujer, y tomarla en el del hombre, es el verdadero acto del amor». Al ser el alma incapaz de amar de nuevo, no puede, tampoco, y salvo en un plano meramente carnal, servir Bertha como agente vinculante entre ambos hombres.

Pese a la poca participación de Beatrice —equivalente a la de Dante— en la acción, su rol es como un huracán: ella fue el primer intento fallido de unir a Robert y Richard. Su regreso la muestra destruida por dentro, pero también resignada a ello. Beatrice es a Bertha —como Robert a Richard—, un intento de aproximación fracasado. Ella y Robert quisieran ser como Bertha y Richard, pese a la imposibilidad de ello, y a que estos últimos se saben poca cosa, distintos, pero poca cosa al fin.

El tema de la obra es la infidelidad, pero no como la de Madame Bovary, Anna Karenina o El eterno marido. Se trata de una infidelidad espiritual, mística, que sobrepasa a la mera posesión del cuerpo. Exiliados tiene todo el aliento de la tragedia griega y, al igual que Esquilo, Joyce pone en relieve más de esos desperfectos de la naturaleza humana que hacen tan necesaria a la literatura.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4, del diario Correo, el 5 de noviembre de 2011.

Crítica de literatura: Triste, solitario y final (de Osvaldo Soriano)

La ficción en la ficción

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Triste, solitario y final se publicó en 1973.

Es difícil no imaginar al argentino Osvaldo Soriano (1943-1997) en su papel de fabulador mientras se lee Triste, solitario y final. Se trata de una novela extravagante, muy fresca y original, publicada en 1973. Desde el inicio nos topamos con un doble juego entre realidad y ficción, que hace añicos la línea que las divide. El protagonista es el propio autor, o más bien, un supuesto Osvaldo Soriano, también argentino, también escritor, que también escribe una novela sobre Laurel y Hardy (los de la teleserie El gordo y el flaco). Acabado de llegar a Los Ángeles, ha tomado contacto con un envejecido y derrotado —patético más bien— Philip Marlowe, el entrañable detective de un puñado de historias del norteamericano Raymond Chandler, quien se hiciera particularmente famoso por sus dos obras maestras: El sueño eterno y El largo adiós.

Triste, solitario y final se aproxima a esa clase de novelas que hacen de la ficción, como tal, su razón de ser. Un par de ejemplos cogidos al azar: El Quijote o Niebla. En ambas, en un momento dado, sus autores aparecen representados —y son objeto de irónica burla—, e interactúan con los personajes. Triste, solitario y final va más allá, pues involucra a gentes verídicas, de carne y hueso, pero que por su naturaleza, viven también entre la realidad de sus propias vidas y aquella que les toca representar: son actores en la factoría de sueños que es Hollywood, desde Laurel y Hardy, hasta John Wayne y Charlie Chaplin. El retrato de ese mundo en la novela dista, por ejemplo, del cínico y frívolo que hace Norman Mailer en The Deer Park, y más bien se lo torna teatral, grotesco, ridículo, pero en el sentido (o el sinsentido) que tomaría dentro de una de aquellas viejas comedias del cine de los veinte.
Además de la dualidad que ha adquirido por ser una ficción hasta su máxima expresión, Triste, solitario y final toma ciertas distancias de las historias de Chandler. El punto de vista es uno de los más saltantes, pues recae en Soriano y no en Marlowe. Igualmente, el narrador es omnisciente, a diferencia de El largo adiós o El sueño eterno, contadas en primera persona.

Caricatura del argentino Osvaldo Soriano (1943-1997).

Marlowe precisa de una mención aparte. De lo frío y extremadamente correcto que era, se ha convertido en un romántico frustrado, resignado y derrotado. En el pasado —que conocemos por la obra de Chandler— jamás recibía pagos por adelantado ni mucho menos incentivos. Si bien duro por fuera, era un alma generosa que no dudaba en arriesgarse o perjudicarse por aquello en que creía. Podía hacer desplantes a las femme fatales más bellas si estas intentaban envolverlo para obstaculizar su investigación. En Triste, solitario y final todo eso ha cambiado. Pero no es por inconsecuencia del personaje ni por falta de pericia del autor. Es simplemente porque, como en el propio Soriano, se trata de apenas una apariencia, de un supuesto Philip Marlowe.

El mayor mérito de la novela es su flirteo entre la realidad aparente y la ficción pura. Si bien por eso puede hastiar un poco, Triste solitario y final es un logrado divertimento que, burlesco y satírico, urde una historia de novela, de ficción, de un mundo en que las fantasías —realistas después de todo— pueden ocurrir. Al fin y al cabo, ¿no es esa la función de la novela?

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el sábado 22 de octubre de 2011.