Crónica: Rescatadores de perros

Rocío Navarro Mendoza es fundadora del albergue Sueño Compartido. Aquí, junto a Ñawi, uno de sus 86 rescatados.

Los salvadores

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

Cuando lo encontraron, un ojo le colgaba y en el otro tenía una catarata demasiado avanzada para curarse. Estaba desnutrido, muy enfermo y parecía haber vivido más tiempo que el promedio en perros. Con un nudo en el pecho, Rocío pensó que quizá lo mejor era dejarlo ir. En los cuatro años que llevaba rescatando perros, había visto morir a muchos porque la enfermedad o las lesiones ya eran irreversibles cuando llegaba para auxiliarlos. Mientras esperaba al veterinario, contempló la moribunda quietud del perro, que no dormía pese a tener su único párpado cerrado. Un mosquito revoloteaba sobre él y finalmente se posó cerca del ojo herido. Entonces el animal levantó una pata, se rascó la cabeza, una oreja y después el hocico. ¡Aún está en condiciones de espantar moscas!, pensó ella. ¿Realmente agonizaba? Ñawi —es el nombre que lleva ahora— hace su vida normal hasta donde su ceguera se lo permite. Convive en el mismo patio del albergue Sueño Compartido con otros 86 perros, todos con una historia igual de dolorosa que la suya. Pese a la exageración del número, ¡86!, parecen felices mientras esperan por un adoptante que tarda en aparecer y, para muchos, nunca llegará. Inconscientes de ese rechazo sobreentendido, veo retozar sobre la hierba a dos perros a los que falta una pata y a otro, más allá, cuya sillita de ruedas no le impide corretear con los demás. Y vuelve a mi mente algo que Rocío me dijo: por estos perros, por este albergue, lo ha sacrificado todo. Dejó su carrera, su trabajo y casi perdió a su familia. La pregunta surge sola: ¿cómo es posible que una persona lo deje todo por un animal?

Carolina Ramos de la Torre adoptó a un perro con el que logró un gran nivel de conexión.

Una opción de respuesta me la da Carolina Ramos de la Torre. Ella usa las palabras «hermano menor» y también «hijo» para referirse a su perro, un mestizo de color negro y gran corazón. También él fue salvado de la muerte: estaba entre la basura, dentro de un saco y al borde del sofoco. Su llegada cambió la vida de Carolina y su familia y se convirtió en una suerte de sostén emocional, que se potenció tras el fallecimiento de su madre. Es como si sintiese la tristeza y acudiese a un llamado, dice con el animalito en brazos, mientras este se acurruca contra su pecho.

En la relación de hombres y perros hay un estado —al que no todos consiguen llegar— donde se establece un fuerte lazo de comunicación, entendimiento mutuo y empatía. Quizá la palabra que buscamos sea «conexión». Una conexión como la que Rocío y Carolina han desarrollado y se refleja en un vínculo emocional, amistad y complicidad. Tan solo al mirarlos, siento como si hablasen, me entendieran y respondiesen, dice Fiorella Bernardillo. Apenas abre la puerta, toda una jauría sale disparada, feliz, estrechándose entre sí. Ella no tiene un albergue, pero sí la disposición de rescatar a los perros abandonados que se cruzan en su camino. Cuando se mudó de un departamento a una casa, ya criaba un perro necesitado de espacio. Después de encontrarlo, lo desparasitó y le hizo un corte de pelo. Aunque todavía estaba flaco, entendía que ya podía ser adoptado. Lo entregó, llena de desconfianza, a la recomendada por una conocida. Sus sospechas no se equivocaban: la mujer lo dejó extraviarse y Fiorella debió recorrer la ciudad por semanas en su busca. El animalito regresó a sus manos peor que la primera vez: su cuerpo estaba cubierto de llagas y tenía lesiones que hacían adivinar una violación. Fue difícil enseñarle a confiar otra vez, hacer que conviva con las personas y entienda que nadie volvería a hacerle daño. Recibió un nombre, esta vez definitivo: Chato, y se unió a los demás perros-amigos-hijos de Fiorella. Suman diez, ¡diez!, y ella reconoce que son casi demasiados. Por sus perros ha debido cambiar de casa más de una vez, la última desde una zona residencial a otra algo alejada pero mucho más espaciosa y tolerante con los animales. Flor Jáuregui, animalista desde hace 25 años, me dice más: si logras una conexión con tu perro, parecerá que entiendes su idioma. Si está herido, sentirás su dolor y percibirás en sus ojos aquello que te quiere decir. Ellos también tienen emociones, dice al recordar a Lucero, una perrita que ha marcado la vida de su familia. Era como una tercera hija. A veces casi se comportaba como un ser humano. Y lo más importante, su presencia ayudó a sanar a una de las niñas de un mal rarísimo que parecía no poder identificarse. De pronto compartían alegría, amor y la misma fuerza de vivir.

Fiorella Bernardillo tiene diez perros en casa, todos rescatados por ella misma.

Igual que con Fiorella, los primeros perros que Rocío rescató acabaron en su casa. Y como es natural, esto le trajo problemas familiares. Su fin era ayudarlos a recuperarse de la mala vida que habían llevado en las calles y encontrarles un adoptante. No siempre es fácil luchar contra el prejuicio de que es imposible adoptar a un perro adulto. Desde que son cachorros hasta su vejez, los perros son como niños, dice. Se les puede entrenar y es sencillo acostumbrarlos a asumir rutinas para adaptarse a los hábitos de su nueva familia. El problema es encontrar personas que no se echen para atrás pasados unos meses. Es recurrente, además, que algunos compren en el mercado de mascotas a un cachorro al que arrojan a la calle en cuanto ha crecido. En estos casos su esperanza de vida difícilmente supera las ocho semanas, ya sea porque son atropellados, se contagian de alguna enfermedad o simplemente por el hambre y el frío. Por estas razones, su albergue da en adopción a no más de cuatro adultos por mes. Mantener 86 perros requiere mucho trabajo y compromiso de sus dos ocupantes permanentes: Rocío Navarro y Frank Rodríguez, su pareja. Por fortuna, las necesidades de mano de obra se cubren con decenas de voluntarios que, principalmente en fines de semana, asisten para bañar a los perros, prepararles el alimento, dosificarles las vacunas y, lo más delicado, ayudar en el seguimiento de la calidad de vida de los adoptados con sus nuevos dueños. Me entero aquí, además, de que el albergue está pronto a mudarse, otra vez. Funciona en un inmueble alquilado, a las afueras de Huancayo. Pero ese no es su desembolso más importante. Ni siquiera la enorme cantidad de alimentos para 86 perros. Frank me explica que las medicinas se llevan el grueso del presupuesto. Aunque tienen ciertos ingresos, como algunas donaciones y las ventas al menudeo de accesorios para mascotas durante sus campañas dominicales, nunca es suficiente. Por eso, cada cierto tiempo él debe volver a ejercer la ingeniería, lo que le permite recapitalizarse para sostener los gastos del albergue por algunos meses más.

Jamis Vilcapoma, madre de Fiorella Bernardillo, quien tiene tanto compromiso como ella para cuidar a sus diez perros.

Otro modo para rentabilizar el albergue es la terapia asistida con animales. Se trata de un método alternativo que busca una conexión de los pacientes con los perros y permite mejoras en el tratamiento del Alzheimer o el autismo. No solo podemos socorrer a los animales, dice Rocío. Ellos también lo hacen con las personas, como pasó conmigo. En lo vivido por Carolina y una de las niñas de Flor, la presencia de un perro las ayudó a alcanzar un estado psicológico saludable. El hombre puede superar la depresión y los traumas con solo tener un perro, afirma Rocío. Y Flor agrega que la naturaleza de estos animales es generosa y desinteresada: es el ser más confiable que pueda existir. Puede que alcanzar una conexión, entonces, no dependa exactamente del perro, sino de si la persona está dispuesta.

Después de su baño de fin de semana, los huéspedes del albergue se secan al sol.

A mi regreso al albergue, unos veinte perros vienen ladrando hacia mí. Casi pego un salto atrás, pero percibo en ellos esa felicidad, esa confianza —otra vez— en el ser humano. Y comprendo que no tienen intención de atacar. Al lado un par de muchachos bañan a un perro y, más allá, unas chicas reparten comida. Rocío y Frank están afanadísimos y apenas me prestan atención. Al verlos trabajar rodeados por tantos seres salvados de morir creo entender que dedicar una vida a los animales solo se explicaría por el amor hacia ellos. Y surge la pregunta: ¿qué será de estos perros el día en que, simplemente, ustedes ya no puedan más con el albergue? Rocío es tajante: eso nunca ocurrirá. Este será mi modo de vida hasta el final.

Si deseas hacer parte de tu familia a un perro del albergue Sueño Compartido (Huancayo, Perú), comunícate al 930470771.

* Esta crónica es parte de la serie Los héroes son otros.

Publicado en Gatonegro N° 23. Enero de 2019.