Jane Eyre y Cumbres Borrascosas

Anne, Emily y Charlotte Brontë en una pintura de su hermano Patrick Branwell.

Juan Carlos Suárez Revollar

Es difícil no recordar Cumbres Borrascosas (Emily Brontë) a la hora de leer Jane Eyre (Charlotte Brontë) . Bastante menor es Agnes Grey (Anne Brontë), pese a sus evidentes méritos literarios. Las tres novelas se publicaron el mismo año: 1847. Aunque de distinta naturaleza, los puntos en común parecen ser mayores que las diferencias, pero son también coincidencias superficiales. Esa leve influencia tendría su origen en la propia gestación, pues fueron escritas al mismo tiempo, y por ello es posible que las tres hermanas conocieran las historias de las otras dos estando su redacción en proceso.

Acaso lo más saltante es ese ambiente lúgubre que se siente a lo largo de sus páginas, con ribetes góticos de encierro y represión hacia el protagonista. Heathcliff (de Cumbres Borrascosas) y Jane Eyre están desamparados —y a su modo, también Agnes Grey—, y llegan, por circunstancias de la providencia, a un lugar que no les pertenece. Viven bajo la protección de unas gentes que los detestan porque, en un momento de su vida, han perdido al alma caritativa que los acogió, y por eso se convierten en parias en su propia casa, atormentados por quien debiera cumplir las funciones de su hermano: Hindley en Cumbres Borrascosas, John Reed en Jane Eyre. Pero a diferencia de los personajes de Faulkner, quienes viven resignados a su destino en ese Yoknapatawpha de ensueños, ellos enfrentan al mundo, y aunque no vencen, adaptan a ellos parte de él.

Si bien de fondo realista, el clima gótico —y hasta fantasmagórico— de ambas novelas es inconfundible, y puede por momentos salir airosa en escenas de típicas historias góticas o de fantasmas: el mejor ejemplo, el caótico ambiente de encierro de El castillo de Otranto, de Horace Walpole.

El dato escondido en Jane Eyre, como si se tratase de un buen policial, se sostiene hasta su resolución. Es a partir de entonces —después de que Jane huye de la casa Rochester— que la novela pierde fuerza, al igual que la protagonista: ya no es la muchacha resuelta, libertaria, que enfrenta a su opresor, la tía Reed, o Mr. Brocklehurst en el internado; sino una lánguida mujer que cede a la imposición de su primo St. John.

Eso no ocurre en Cumbres Borrascosas, que desde la propia inserción de varios narradores —la base de su estructura— y el diseño de personajes sólidos y tan tangibles como la gente de carne y hueso, jamás decae el hilo narrativo ni el ascenso dramático. La trama —que tiene el aliento de una gran tragedia griega— salta entre pequeños pero cientos de hechos y ve pasar el tiempo de modo vertiginoso.

Leer ambas novelas como el anverso y el reverso de un díptico puede ser exagerado. La unidad de cada una es indiscutible. Solo las grandes creaciones son capaces de alcanzar vida propia y trascender al autor, al contexto, a la historia. Jane Eyre y Cumbres Borrascosas pertenecen a esa clase de ficciones.

Publicado en el Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo el 5 de mayo de 2012.

Crítica de literatura: Charles Dickens

Dickens, 200 años

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

«He nacido» es la frase inicial de David Copperfield, una de las novelas más bellas de Charles Dickens. Del nacimiento de este imprescindible escritor inglés (el 7 de febrero de 1812) se celebra en todo el mundo los dos siglos.
Charles Dickens (Inglaterra, 7 de febrero de 1812 – 9 de junio de 1870).

Leer a Charles Dickens es conocer a miles de personajes —y a veces, reconocerse en ellos— cuyo retrato linda entre la caricatura, por su carácter chispeante, y la profundidad extravagante de sus conflictos internos. Aun los malvados tienen asomos de bondad, porque en ellos no hay más que meras parodias del mal. No es difícil sentir simpatía por los antihéroes y villanos que pueblan sus novelas: Fagin, por ejemplo, el explotador de Oliver Twist; el despiadado Thomas Gradgrind, de Tiempos difíciles, cambiado por la adversidad; o el amargado Ebenezer Scrooge, de Cuento de Navidad, quien a lo largo de la historia, y tras algunas patéticas situaciones, sufre una transformación total.

Desde la publicación seriada de Los papeles póstumos del Club Pickwick, a partir de 1836, el éxito de sus novelas fue en aumento. Las aventuras del gordinflón, barrigudo y miope Samuel Pickwick y su pícaro sirviente, Sam Weller, son acaso el mejor homenaje al Quijote y Sancho. En esa senda, Historia de dos ciudades se constituye en una de sus novelas más ambiciosas. Es inolvidable la concatenación de aventuras, de caos y de horror que la forman, pero también de sentimientos tan humanos como la compasión o el amor.

Dickens era capaz de retratar la miseria, la carencia y el mundo delincuencial, pero redirigiendo la atención hacia una historia siempre conmovedora con una carga altísima de emotividad. Pocos escritores podían llegar al lector como él. Puede que su secreto sea haber puesto la anécdota al servicio de este (como la publicación era seriada, solía adecuar la trama a las reacciones del público). Por eso en muchas de sus novelas son notorios los cambios repentinos en las circunstancias y el accionar de los personajes, y abundan las coincidencias inverosímiles que hacen posibles los finales felices, los castigos a los malvados o las recompensas a los sufridos y bondadosos. La Providencia era el propio Dickens, en la forma del criminal agradecido que juguetea con el destino de Pip, en Grandes esperanzas; o el fortuito encuentro de Oliver Twist con su pasado, y el trastoque que ello significa con su presente, en que triunfa el bien que él representa.

A diferencia de Honoré de Balzac, el otro gran novelista de la misma época, quien se centraba en personajes que terminaban siempre derrotados en sus intentos de ascender o de mantenerse en el gran mundo, los de Dickens vivían en la miseria y, por ello, tenían una motivación mucho más modesta. Mientras el primero reproducía tipos y los adaptaba a la realidad que él conocía, el segundo los disfrazaba hasta atenuar sus horrendos defectos, acentuando otros y haciendo de ellos tipos reconocibles, un tanto risibles, pero carentes de maldad.

Los personajes niños de Dickens tienen un constante halo de pureza —Nell de Almacén de antigüedades, y su equivalente, la protagonista de La pequeña Dorrit, o también Oliver Twist y David Copperfield—, pero también de desamparo y fragilidad. El contraste con algunos de los otros que los rodean (rufianes, sinvergüenzas, malvados) resalta esa imagen de inocencia.

De Dickens ha escrito Jorge Luis Borges que era «un hombre de genio», y que en su obra «no solo cultivó lo sentimental, sino lo humorístico, lo grotesco, lo sobrenatural y lo trágico»; y, por ello y más, «legó al mundo una galería de personajes que, sin dejar de ser un tanto caricaturales, son imperecederos también».

Dickens construyó una imagen completamente diferente de la Inglaterra victoriana. Pese al carácter sórdido de las situaciones que retrataba, predominaba una visión romántica del mundo. Muchos de los mejores momentos de toda la literatura se los debemos a él. Van doscientos años, y su vigencia continúa, perdurable y ya definitiva.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo el 11 de febrero de 2012.