Crítica de literatura: El duelo (de Joseph Conrad)

El honor hasta el fin de la vida

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Joseph Conrad, autor de ‘El duelo.’

Aunque polaco de nacimiento, Konrad Korzeniowski —más tarde Joseph Conrad— (1857 – 1924) escribió su obra en inglés, idioma que aprendió pasados los veintitrés años de edad. Su trabajo mayor es El corazón de las tinieblas (1902), una poderosa novela que tiene como contexto la explotación y exterminio a gran escala en El Congo por la «Compañía» del rey belga Leopold II —esto último nunca se dice—, pero desde una particular óptica. Esta selva salvaje e inexpugnable va pervirtiendo y destruyendo a todos cuantos ingresan en ella. La desconexión con la realidad en que caen los personajes llega a niveles clínicos de perturbación mental. Sus novelas contienen, en su fondo y forma, mucha complejidad, al punto de tornarse, por momentos, un tanto densas. Otra gran novela suya es Lord Jim (1900), a la que podrían sumarse La línea de sombra (1917), Nostromo (1904) y El agente secreto (1907).

De 1906 es Gaspar Ruiz (A Set of Six), una colección de seis narraciones. La más extensa de ellas es El duelo, una novela corta situada durante las guerras napoleónicas —The Duel: A Military Tale, publicada también, en un volumen independiente, en Nueva York, en 1908, con el título de The Point of Honor—. Sus protagonistas, dos oficiales franceses, se enfrentan a duelo en repetidas ocasiones y sin razón aparente a lo largo de dieciséis años (los posibles motivos van desde un lío de faldas hasta la acusación de que D’Hubert «nunca quiso a Bonaparte». Pero el más probable es el enojo de Feraud por su arresto tras su primer duelo y, ya que no podía desobedecer, y menos batirse con el general que dio la orden, el reto fue para el mensajero).

Portada de la edición norteamericana de 1908 de El duelo.

El duelo dista del estilo y la temática predominante en Conrad. La estructura es bastante sencilla, lineal, salvo en cierto fragmento en que, como en una crónica histórica, se nos adelanta lo que ocurrirá con Joseph Fouché, un despreciable y camaleónico político de fugaz aunque memorable aparición que, para complicar las cosas, es real. El narrador es omnisciente y privilegia el punto de vista del oficial Armand D’Hubert. El otro, su enemigo, es el gascón —como D’Artagnan— Gabriel Feraud. Pero a diferencia de Los tres mosqueteros y todas sus secuelas (para Conrad, en las novelas de Alejandro Dumas no había más que una «teatral e infantil vehemencia por el juego de la vida»), El duelo no engrandece el espíritu duelista, ni tampoco su motivación: el honor. Más bien aborda ambas cosas con un sesgo irónico, y torna en ridícula esa ardorosa necesidad de batirse de sus protagonistas.

D’Hubert, un oficial cultivado, de buenas maneras y origen aristócrata, es arrastrado a esta larga disputa de honor por Feraud, belicoso y lleno de ímpetus, algo limitado pero tenaz. Conrad trata mejor en su narración al primero, y establece también un vínculo de interdependencia con el otro que se va fortaleciendo con los años: sus ascensos parejos o la solidaria camaradería durante el regreso de la desastrosa campaña de Rusia. Pero más aún, aquellas extrañas acciones entre las que se cuentan la eliminación del nombre de Feraud de la lista negra de bonapartistas gracias a la mediación de D’Hubert o la protección que dará este a aquel después de su enfrentamiento final.

El duelo es una obra menor si se la compara con las grandes novelas de Conrad. Aun así, ofrece una lectura amena y crea en el lector la misma simpatía por sus personajes que los de las historias más notables de este autor.

MÁS DATOS
El duelo tiene una estupenda adaptación fílmica, con el título de Los duelistas (The duellists), dirigida por Ridley Scott y estrenada en 1978.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 10 de setiembre de 2011.

Crítica de literatura: El gran Gatsby (de Francis Scott Fitzgerald)

Los fantasmas que respiran sueños

Juan Carlos Suárez Revollar

Primera edición de El gran Gatsby (1925).

Como el propio Francis Scott Fitzgerald, Jay Gatsby trataba de impresionar a la alta sociedad. Eso explica las enormes fiestas y los pantagruélicos banquetes que organiza en su palacete para arribistas, aprovechados y unos pocos ricos. Su verdadero fin es atraer a Daisy Buchanan, la muchacha a la que amó en su juventud, pero que ahora está casada con un tipo rico y petulante —Tom—, quien es en el fondo bobo y risible. Esa es parte de la esencia de El gran Gatsby, la mejor novela que escribió Fitzgerald, allá por 1925.

La personalidad de Gastby es peculiar. Ha construido un mito sobre sí mismo, y una fortuna a partir de la nada —aunque hay pocos detalles, el romántico y platónico Gatsby se ha hecho un gángster como aquellos que pueblan las novelas negras publicadas por la misma época—, únicamente para disponer del dinero necesario que le permita recuperar a Daisy, y a ese pasado en que se amaron, poco antes de separarse por ser él un pobre diablo sin fortuna. Quiere también, ingenuamente, borrar el pasado de Daisy en que ella no lo amó a él, sino a su marido. Desde su mismo nombre —el verdadero parece ser James Gatz—, mucho de lo referente a él es inventado. Así, la realidad se diluye hasta casi desaparecer, salvo por aquellos sucesos que nos devuelven a ella de golpe.

Caricatura de Fitzgerald encarnando a Gatsby.

Para dar sustancia a lo que, desde el inicio, es una historia de ensueños, Fitzgerald eligió al afable Nick Carraway como personaje narrador. Desde este punto de vista nos hace el retrato de la alucinada Nueva York anterior a la Gran Depresión. Así, somos testigos de la opulencia de la época, de las desenfrenadas fiestas, y de la serie de prodigiosos sucesos que conforman la historia de amor que es la novela. En realidad, los personajes (cínicos, egoístas, deshonestos, desvergonzados, arribistas, frívolos y ridículos) son peores de como los describe Nick, pues el autor hace muchas concesiones a través de la gentileza de su narrador, quien acaso queriendo, oculta detalles porque también él, en cierta forma, tiene los mismos defectos que los otros. El mundo de la novela es de gentes interesadas, pues es también el interés el que acerca a Gatsby y Nick, al ser éste primo de Daisy, y por eso, el perfecto intermediario para volver a trabar relaciones con ella.

Hay asomos de Fitzgerald en Gatsby, pero también en Nick. Los tres viven deslumbrados por esa extraña raza a la que pertenecen los ricos, y poco más o menos, son sus víctimas. A lo largo de la novela Nick se va desencantando y regresa finalmente a su ciudad, derrotado en su empeño inicial, y asqueado de la sociedad a la que se introdujo, deseoso de hacer fortuna, y donde sentimentales como Gatsby o él no podrían encajar. Ha sido esa sociedad la que ha matado a su amigo, mientras Wilson, el lunático con la pistola, era apenas un instrumento, pero no del marido de Daisy, sino del destino (hay un error de Fitzgerald aquí, pues el encuentro de Wilson y Tom, en que se supone éste envenena el alma del primero para que mate a Gatsby, no tiene cómo ser conocido por el personaje narrador, y por eso mismo, no podría incluirse en su relato). Sólo Nick comprende que Gatsby, en medio de los cientos de desconocidos que se sirven a sus expensas, ha estado siempre solo. Y en las últimas páginas, ya con el impotente acompañamiento del lector, ello reluce más aún.

Francis Scott Fitzgerald (Minnesota, 1896 – California, 1940).

Al igual que algunos de sus personajes más memorables, Fitzgerald creía en el dinero como la vía para alcanzar la felicidad. Cuentos suyos como «Sueños de invierno», «Lo más sensato» o «Dados, nudillos de hierro y guitarra» tienen a un joven, pobre pero emprendedor, que ama, sueña y choca estrepitosamente contra la barrera que le imponen los ricos. En El gran Gatsby los personajes deambulan intentando concretar sus ilusiones. Y Gatsby en particular se entrega a ellas, el todo por el todo, hasta su derrota final, en que pierde a Daisy y la vida. A fin de cuentas, como lo dice en la novela, puede que todo aquello que nos rodea no sea más que «un nuevo mundo, material sin llegar a ser real, donde los pobres fantasmas respiran sueños en vez de aire».

F. SCOTT FITZGERALD
Nacido en Minnesota en 1896, es junto a William Faulkner, John Dos Passos y Ernest Hemingway uno de los grandes representantes de la novela norteamericana de la primera mitad del siglo XX. Es autor de A este lado del Paraíso (1920), Suave es la noche (1934), El último magnate (1942); Flappers y filósofos (1920), Cuentos de la era del Jazz (1922), entre otros. El gran Gatsby (1925) es su novela más famosa. Murió en California en 1940.

Publicado en el suplemento cultural Solo 4 del diario Correo de Huancayo, el sábado 18 de junio de 2011.

Crítica de literatura: La carretera (de Cormac McCarthy)

Las cenizas y la desesperanza

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

La carretera (2006) de Cormac McCarthy.

En La carretera Cormac McCarthy desempeña el papel de narrador de una historia, de por sí, desesperanzadora. El mundo posapocalíptico de la novela se nos muestra gélido, gris, cubierto de cenizas. Los pocos supervivientes vagan desperdigados sin rumbo en busca de los últimos restos de alimentos. Los dos protagonistas, un padre y su hijo, cuyos nombres, intencionalmente, jamás nos son revelados —pues en esta tierra de nadie ya no importan—, se asumen a sí mismos como emisarios del bien porque todavía no matan ni se comen a los otros, y a decir del niño, por ser los «portadores del fuego».

En apariencia pocas cosas ocurren en La carretera. Pero los encuentros inesperados con las hordas de caníbales en que se han convertido las gentes, los incidentes que hacen peligrar la vida de los protagonistas, o los fortuitos hallazgos de objetos de la otrora civilización son prueba de la mucha acción que hay. La inminencia de la muerte es permanente, y es por eso el eje de la historia. La carretera, solitaria e inevitable, es testigo impasible de ese viaje a la nada que han emprendido padre e hijo.

La prosa es sencilla, directa, sin ornamentos, excesos de adjetivación ni juegos de palabras. Es bastante más expositiva que narrativa. El papel del narrador se limita a mostrar lo que sucede con sus dos personajes, sin opinar o interferir con la historia. Se usa el punto de vista del padre, y salvo en unos pocos fragmentos, el del hijo (esto último se siente como un defecto); y en una única secuencia se narra en primera persona, en forma de monólogo interior. El remoto pasado antes del desastre aparece, a través de los breves raccontos, como algo ya lejano, inalcanzable. Sólo queda el presente, del cual son ambos resignados protagonistas.

La carretera es una historia del espanto y el horror en un futuro posible, y estamos seguros, una de las grandes novelas del siglo XXI.

Cormac McCarthy
Nacido en Rhode Island en 1933, es uno de los narradores más prestigiosos de la actual Norteamérica. Es autor de las novelas Meridiano de sangre (1985), Todos los hermosos caballos (1992), No es lugar para viejos (2005), entre otras. La carretera (2006) le mereció el Premio Pulitzer.

Publicado el 12 de marzo de 2011 en el suplemento cultural Solo 4 del diario Correo de Huancayo.

Crítica de literatura: Trampas para incautos (de Yeniva Fernández)

Las ficciones de los soñadores

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Trampas para incautos, primer libro de Yeniva Fernández (Revuelta Editores, 2009).

Trampas para incautos (Revuelta Editores, 2009), primer libro de la escritora limeña Yeniva Fernández (1969), tiene historias —como tales— bien planteadas. Todos los cuentos están escritos con mucha sensibilidad y con un fondo donde la cotidianidad se entremezcla con la fantasía, sin perder por eso su realidad.

El libro se divide en dos partes. La primera se titula Las trampas a mediodía, donde hay relatos de cierto interés: que tocan temas como el abandono y la soledad en “Quédate a dormir”; las trampas de la muerte, en “Palomas”; o la resignada impotencia del eterno pelele, en “Lo mejor para Mario”.

Sin embargo, lo mejor del libro está en la segunda parte, titulada Las trampas de la neblina, donde destaca largamente “Casa adentro”, cuento cortazariano, de naturaleza fantástica, con una poderosa atmósfera, una historia sólida y —salvo algunos tropiezos— muy bien contada. Otros relatos bastante buenos de este grupo advierten una aterradora claustrofobia en “Una calle”, la idea del doble gracias a un hábil artificio técnico, en “Díptico”, y la figura de la Muerte en “El acompañante”, que aunque bastante bien narrados, adolecen, como la mayoría de todos los demás cuentos del libro, del defecto de no tener un final demasiado efectivo.

Hay además buen número de descuidos en la parte lingüística y ortogramatical —responsabilidad seguramente del editor— que dificultan la lectura fluida de los cuentos. En unos casos se pierden buenas historias por la ejecución un tanto inexperta, como en “Sierra norte” y en “Esa oscuridad que regresa”, que habrían mejorado de ser más breves; en otros por el exceso de descripción o por el afán de explicar demasiado.

Sin embargo, visto como un todo, Trampas para incautos es un libro que emana mucha simpatía, que funciona y permite vislumbrar un promisorio futuro de su autora.

Publicado en el suplemento cultural Solo 4 del diario Correo de Huancayo el 12 de junio de 2010.