Crónica: Sebastián Rodríguez, fotógrafo del minero morocochano

‘Grupo de mineros’. Foto: Sebastián Rodríguez. Archivo Familia Rodríguez Nájera.

Sebastián Rodríguez, fotógrafo del minero morocochano

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Este año se cumple medio siglo de la muerte del fotógrafo huancaíno Sebastián Rodríguez. Su obra, redescubierta hace poco gracias a la investigación de la estadounidense Fran Antmann, constituye uno de los archivos fotográficos más valiosos de la actividad minera en un país en vías de desarrollo a inicios del siglo XX.

Hay una imagen vivaz, tierna e imponente en cada una de las fotografías que Sebastián Rodríguez tomó a lo largo de más de 40 años en el asiento minero de Morococha (provincia de Yauli, en la región Junín). Nacido en Huancayo en 1896, entró en contacto muy joven con el prestigioso fotógrafo limeño Luis Ugarte, para quien trabajó como asistente a lo largo de una década. Fue a través suyo que consolidó su vocación. Poco después de independizarse —ya en 1928— acabó emigrando a una pequeña ciudad minera de la sierra central: Morococha.

La fundación de Morococha se remonta a mediados del siglo XVIII. Con cierres y reaperturas, funcionó a lo largo de los años con algunas de las peores condiciones laborales en el sector minero. Sin embargo, el importante movimiento económico que significaba atrajo a obreros, técnicos, negociantes y grandes empresarios. Para finales del siglo XIX su población superaba el medio millar, pero se consolidó cuando la Morococha Mining Company aglutinó la mayor parte de sus operaciones. Fue Cerro de Pasco Copper Corporation —era la misma empresa con nuevo nombre— la que tomó los servicios de Sebastián Rodríguez para el registro de sus empleados. Uno de los primeros contactos con Morococha de los nuevos mineros era la visita al estudio fotográfico a fin de ser retratados para el archivo de la compañía. Rodríguez desempeñó ese trabajo durante 40 años hasta que le fuera robada su vieja cámara Agfa. Para la estudiosa Fran Antmann eso le afectó tanto que podría ser una de las causas de su muerte, acaecida en 1968.

Como se trataba del único fotógrafo de la ciudad, no era raro que también se ocupase de registrar eventos familiares, matrimonios, grupos de trabajadores o, lo más característico: funerales, pues los accidentes y, por consiguiente, las muertes, eran muy habituales. El grueso de sus fotografías las tomó entre las décadas de 1930 y 1940. Destacan, por ejemplo, la titulada ‘Grupo de mineros’, donde se puede observar las pésimas condiciones laborales y de seguridad; ‘El contratista Froilán Vega con su grupo de Chanquiris’, que muestra la pirámide social del lugar, con las mujeres pallaqueras abajo, pues ganaban apenas medio jornal; ‘Velorio de un minero muerto a causa de un accidente’, con una escena ya habitual en un lugar donde la muerte era cotidiana; o la dolorosa ‘El violador y su víctima’, pieza maestra del conjunto, donde se ven retratados el anciano perpetrador, la niña víctima y dos guardias civiles.

El folclorólogo huancaíno Luis Cárdenas Raschio (1933-2012), quien también fuera fotógrafo y propietario de uno de los archivos fotográficos más valiosos de toda la región Junín, lo recordaba como un personaje algo retraído pero muy amable. “De Sebastián Rodríguez aprendí algunas técnicas”, me contó antes de fallecer. “Entonces la fotografía era privilegio de pocos, pero igual no se negaba a enseñar”.

Para Andrés Longhi, del colectivo Ojos Propios, Sebastián Rodríguez es a Junín como Martín Chambi a Cusco. “Sebastián Rodríguez es el fotógrafo del coraje: coraje el suyo, coraje el de su familia; coraje el que inspiró a tantos a trabajar por difundir sus fotografías”, añade.

Además del robo de su cámara, también afectó a su obra fotográfica la salida obligada de su familia de Morococha, pues la casa que ocupaban les fue requerida por la empresa. En ese trajín, gran parte de su archivo se deterioró o se perdió. Cuentan que hasta hace no mucho, era posible comprar algunas fotos suyas en Morococha y los alrededores.

Aunque ya era algo reconocido, a mediados de los noventa la estudiosa Fran Antmann inició la recopilación y difusión de su obra. Pero fue el empuje de Amanda Rodríguez Nájera, su hija, el que permitió continuar con esa labor de divulgación gracias a conversatorios, publicaciones y exposiciones que impulsó.

Hay un gran trasfondo antropológico en cada una de sus fotografías que aún se conservan. Hoy en día su obra ha ganado un enorme valor documental, histórico y, sobre todo, artístico. Desde la primera exposición en el Museo de Arte de Lima (MALI), en 2007, el prestigio de Sebastián Rodríguez se ha ido afianzando y ya se le equipara con otro gran fotógrafo peruano: Martín Chambi. Sus fotografías constituyen el mejor legado que podría recibir el lugar donde nació: Huancayo, una ciudad donde sus descendientes y muchos de sus admiradores todavía vivimos.

Publicado en Gatonegro N° 16. Junio de 2018.

 

Fotorreportaje: Colegio Santa Isabel, últimos días de cielo gris

Durante las horas de clase es difícil ver alumnos transitar por los pasillos o los campos deportivos. Pero nunca falta alguno que rompe la regla.

Últimos días de cielo gris

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

Cinco años han pasado para el colegio Santa Isabel desde la mudanza de sus antiguos pabellones y aulas a una infraestructura provisional en Palián. La nueva ubicación implicó asumir un espacio de enseñanza que no estaba pensado para durar tanto. En el siguiente fotorreportaje, la cámara de Juan Carlos Suárez hace un recorrido por la última semana de clases antes del retorno, por fin, a su local de siempre.

Las viejas costumbres suelen perdurar, aún si ocurre un cambio de morada o de generación. Desde la demolición de los pabellones del colegio Santa Isabel y su traslado a las aulas de Palián, sus cinco mil alumnos debieron adaptarse a nuevas condiciones —algunas bastante duras— para estudiar en un local que nunca perdió su condición de provisional. Pero la rutina se mantuvo: los lunes de formación, las campanadas del cambio de horas, la tediosa espera por el recreo o la salida, el asalto a los pasillos y la irrupción en cafetines y canchas de fulbito. Así es ahora y así fue hace veinte años.

Es destacable el estoicismo con el que maestros y alumnos asumieron las nuevas condiciones. El personal cambió sus oficinas por caserones construidos con ventanas y calaminas rescatadas de la antigua infraestructura y los estudiantes sus aulas por módulos prefabricados. En 2017 egresó la primera promoción que llevó los cinco años de educación secundaria en el local temporal. Por fortuna esa espera terminó y el Santa Isabel —acaso el más representativo de los colegios de Huancayo— ya se encuentra en su domicilio de siempre.

Publicado en Gatonegro N°12, enero de 2018.

Crónica: A Tayacaja Nororiente en bicicleta

La mayor parte del camino se abre paso entre quebradas y de cerro en cerro.

Un paraíso entre montañas

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

 Pocos lugares tan cercanos a Huancayo ofrecen la magia y belleza del nororiente de Tayacaja (Huancavelica), que ahora forma parte del VRAEM. Aunque la ruta es difícil, sus paisajes y pisos ecológicos bien lo valen. Acompáñanos en esta travesía a bordo de una bicicleta.

Un recorrido accidentado y hasta peligroso no basta para anular el encanto de los caminos rurales. Y son perfectos si lo tuyo es explorar espacios nuevos con la naturaleza de protagonista. Nuestro punto de partida es Huancayo y la llegada, 101 km adelante, el paraje de Chiquiac, una quebrada arenosa y ardiente a 1180 m s.n.m., por cuyo centro pasa un río Mantaro fortalecido por decenas de arroyos y torrentes a los que ha engullido. Apenas salimos debemos subir 25 km hasta los 4500 m s.n.m., en San Marcos de Rocchac. Rodar en bicicleta por la puna en pleno invierno es mala idea si no estás lo bastante abrigado. Y sabemos que nos espera un descenso largo, en el que la temperatura podría bajar hasta -10 grados.

La construcción de la carretera Huancayo-Huachocolpa, en el noreste de Tayacaja, tiene una historia que han vivido al menos cuatro generaciones. Empezó en la década del sesenta, cuando solo existía una vía de herradura por la que se debía caminar durante tres días. Una alternativa eran las avionetas que despegaban de Huamancaca Chico y, media hora después, descendían en una pista angosta al borde del Mantaro, en el paraje de Ukuchapampa. Fue una buena opción hasta que, tras años de jugarse la vida al aterrizar, una de ellas acabó en el río y ahuyentó a las otras. Hoy el transporte es solo terrestre y, aparte de las minivan para pasajeros, predominan las camionetas 4×4, que tardan no más de cuatro horas hasta el destino que planeamos, y otras tres si se quiere llegar a Huachocolpa.

Una segunda subida tiene su recompensa con la maravillosa vista de las lagunas gemelas de Kylli, de perturbadoras aguas negras. Numerosas leyendas azuzaban el miedo a ellas: una interconexión subterránea entre ambas, un daño latente a partir de las seis de la tarde o a que tocar sus orillas era la muerte. En la actualidad, en la menos temida de las dos, se desarrolla la industria piscícola.

Al poco de llegar a Huari se nubla y una suave niebla cubre el horizonte. Optamos por seguir hasta Acobamba para almorzar, donde nos recibe una bandada de loros, que será seguida por muchísimas otras hasta nuestro destino. Desde este punto la orografía pedregosa hace más duro bajar. Ya estamos en un piso tropical, por lo que los mosquitos no tardan en aparecer.

La mayor parte del camino se abre paso entre quebradas, salvo cuando se asciende por el borde de abismos con más de un kilómetro de fondo. Por allí discurre un río cristalino que cambia de nombre conforme avanza: Acobamba, Chalwas o Toroccasa. Se dice que hay pesca abundante en sus aguas, pero varios letreros lo prohíben. Cruzarlo ya no es un problema gracias a los puentes de acero y concreto que contrastan con los dos palos largos, apenas anchos como una rueda, de los años noventa.

Una subida ligera inicia en Matibamba, a 1650 m s.n.m., y seguirá constante hasta nuestro destino. La baja velocidad sirve para notar al borde del camino cientos de nichos que nos han acompañado desde que partimos. «Es porque alguien murió ahí», nos repite un poblador. Atravesamos Manchay, pueblo célebre por su producción de plátano, chirimoya y palta, y llegamos a Potrero. La subida se hace más dura desde K’erquer, solo grata por la cercanía de la puesta de sol.

Estos pueblos han alcanzado ciertos beneficios desde el Estado a partir de su inclusión al Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM). Pero el perjuicio es mayor debido a la aprensión por calificarse ruta del narcotráfico, lo cual los descarta como opción para el turismo vivencial, rubro en que tienen enorme potencial.

Atravesamos el pueblo de Loma con los últimos rayos de sol y aceleramos para arribar a San Antonio antes del anochecer. Las camionetas que nos rebasan ya llevan las luces encendidas y hacemos lo propio con nuestras lamparitas a pilas. Aunque el destino se ve desde el cerro en que nos encontramos, resulta un largo tramo que se interna en una gran quebrada que a su vez contiene otras más.

Una ducha tibia y la cena caliente no bastan para reparar el agotamiento. Dejamos el descenso a Chiquiac para la mañana siguiente. Estamos a 2300 m s.n.m. Desde aquí el Mantaro es apenas una raya sinuosa entre dos enormes montañas secas, cubiertas por cactus, y con un arroyo de aguas salinas imposibles de beber. Cuentan que antes de hacerse carrozable, este camino era el más difícil de atravesar. Pronto el sol calienta el suelo arenoso y aumentan los mosquitos. Llegamos al río, a 1180 m s.n.m. A lo lejos, cuatro cables son lo único que queda del gran puente colgante de Chiquiac, que en otro tiempo fuera la piedra angular del transporte para todas las comunidades de la zona.

El nuevo puente es atravesado por algunas camionetas cubiertas de polvo. Su destino es ahora el mismo que el nuestro: Huancayo. Fueron muchos kilómetros y voluntad. El Perú tiene tanto que ofrecer.

Publicado en Bitácora N°46, de setiembre de 2017.