Un sistema enfermo

*Escrito con motivo de la violenta represión y posterior masacre de más de 50 personas en todo el Perú por el gobierno de Dina Boluarte poco después de asumir la presidencia de la república.

Siete muertos hasta ahora, y podrían ser más, sin contar a los heridos de extrema gravedad y con pronóstico reservado.

Quisiera saber si la presidenta y sus ministros, si los congresistas y sus asesores, si los policías y sus jefes pueden conciliar el sueño por las noches después de ser copartícipes y corresponsables de esas muertes. ¿Al menos son capaces de sentir un poco de vergüenza por aquello que han ocasionado?

Son siete vidas las que se han perdido. Siete personas cuyas esperanzas ya nunca serán y a quienes los años ya no agotarán. Siete familias están rotas y cuando la convulsión social termine solo pasarán al olvido.

¿Es tan difícil dialogar en lugar de usar contra quienes protestan la etiqueta de «terroristas» o «gente azuzada» por el Movadef? El Movadef no es capaz ni de organizar una rifa.

Que haya algunos delincuentes, terroristas o vándalos en las marchas está muy lejos de convertirlas en marchas de delincuentes, terroristas o vándalos. ¿Es tan difícil entender? ¿Es tan difícil intentar al menos comprender el verdadero trasfondo de las protestas?

La violencia seguirá creciendo y dudo que este gobierno ya sea sostenible, considerando toda la movilización dentro del Perú y la falta de reconocimiento internacional.

Uno de los causantes de esta crisis, el Congreso, ha dejado de ser legítimo desde hace varias elecciones. ¿Puede al menos establecerse un mecanismo para evitar su impunidad o para que los congresistas puedan ser desaforados sin la participación del propio Congreso?

Desde la legalidad, la única salida pasa precisamente por el Congreso, de entre cuyos integrantes saldrá el próximo presidente una vez que Dina Boluarte entienda que el país se le ha ido de las manos y acabe por renunciar.

Es lo que hay porque así está escrito en la Constitución. Un principio humano es que el error siempre es posible. Podemos fallar pero también corregir. Y si la Constitución permite un sistema tan nefasto —el error—, puede que el camino sea su reforma total o parcial para devolver el poder a las mayorías y que los 130 congresistas comiencen por fin a rendir cuentas a sus votantes y ya no a intereses personales propios y de los dueños de sus partidos.

Publicado en Másdatamazonia el 14 de diciembre de 2022

¿Pero qué es una novela juvenil?

Uno de los sectores editoriales que más ha crecido es el de la literatura juvenil, base de la mayoría de planes escolares de lectura. En el siguiente artículo se presenta una reflexión sobre este tipo de novelas y damos algunas claves para identificar aquellas más adecuadas para la lectura conjunta de docentes y estudiantes.

Juan Carlos Suárez Revollar

Ciertos códigos destacan en las novelas juveniles. Pese a estar también presentes en las adultas, son característicos en las primeras y solo opcionales en las segundas. Suelen privilegiar la aventura, la facilidad de lectura, la trepidación de imágenes y, claro, un lenguaje sencillo, sin piruetas idiomáticas o lingüísticas. Tópicos recurrentes son la fantasía, los conflictos de maduración, la oposición entre el mundo infantil y el adulto, o los avatares del amor y la amistad. Y aunque también lo son en la novela clásica no juvenil, la diferencia está en su escritura más empática con el lector adolescente.

La novela juvenil opta habitualmente por personajes jóvenes, de edades afines a las del lector. Se asegura así que coincidan sus sentimientos, creencias, preocupaciones y modos de pensar. A menudo es más cercana a la acción que a la reflexión. Por eso durante siglos las novelas de aventuras —de Emilio Salgari, Julio Verne o Alejandro Dumas— fueron las favoritas de los lectores iniciáticos, quienes conforme avanzaban en su aprendizaje literario, cambiaban sus preferencias por libros más complejos, como los de Gustave Flaubert, León Tólstoi o Joseph Conrad. El paso de Dumas a Conrad requiere de varias etapas: digamos, con Oscar Wilde y Edgar Allan Poe en el intermedio. Esta calificación por niveles de dificultad no pone a uno por encima de los otros. La profundidad de cada autor obedece al desarrollo de sus propias preocupaciones estéticas y temáticas, independientemente de las premuras de sus editores, como ocurriera con Salgari.

La novela juvenil tiene un importante potencial comercial. Es la razón por la que cada vez más escritores incursionan en ella. En esa tentativa, algunos pliegan su literatura —que, no lo olvidemos, es una forma de arte— a fórmulas prefabricadas para alcanzar la aceptación de los adolescentes. Y aunque logren cierta lectoría, el producto suele estar lejos de la buena novela. ¿Quién no se ha topado con un autor que nos subestima como lectores y propone personajes repetitivos, de emociones predecibles y simplonas, que acaban en situaciones escasamente convincentes? Ese facilismo llega a plantear tramas recurrentes: un niño extraviado y su perro; un viaje inesperado; o un gran malentendido. Y van sazonadas por giros narrativos forzados: el perro ha desaparecido y el niño, en medio de su desesperanza, encuentra a un guía sobrenatural; el viaje se torna peligroso; o el malentendido quiebra las relaciones entre los personajes. Pero el desenlace —a través de coincidencias imposibles— nos lleva a una resolución feliz y al castigo del antagonista. ¿Cómo creer una realidad ficticia como esa, tan lejana de la realidad real? Se añade además una cuota de humor, a menudo innecesaria, rimbombante y de brocha gorda, asentada en golpes, caídas o bromas maliciosas, en vez de la ironía propia de la literatura de verdad. Y omite tercamente ciertos contenidos omnipresentes en la vida, que la buena literatura escamotea como simples silencios: desde la violencia y el sexo hasta la muerte o los conflictos religiosos. ¿A qué viene esa autocensura? A la creencia errónea de que un lector joven no debe tener contacto con aquellos aspectos de la condición humana que solo los adultos estaríamos en condiciones de comprender. El resultado es una novela superficial, y sus personajes, más que encarnar un simulacro de vida, son una mera representación de valores fingidos y lecciones morales artificiosas.

¿Cómo no recordar la lección de amistad e inconformismo —de aquel que nos incita a rebelarnos contra nuestro destino y superarnos como personas— de Tom Sawyer en medio de sus muchas diabluras? ¿Cómo no quedar marcados a fuego por la nobleza de espíritu del Quijote cuando se lanza a liberar a los reclusos, a quienes ha confundido con unos aldeanos en problemas? A su modo, Roald Dahl, J. K. Rowling o, con reparos, Jordi Sierra i Fabra, cultores contemporáneos de la novela juvenil, han seguido esa senda, pero con sus propias temáticas y estilos. Se trata de novelas que, por debajo de la lectura evidente, ofrecen algo más, entre líneas, solo detectable a través de la interpretación del lector alerta.

A fin de cuentas, sea juvenil o adulta, la literatura es una simulación de vida. En medio de los sueños, hace que nuestra existencia sea un poco mejor. ¿Qué otra cosa podríamos esperar de una novela?

Publicado en Muña de abril/mayo de 2016.

Las elecciones peruanas, la mafia y El Padrino

Edición de homenaje por el 50 aniversario de El padrino.

El paisaje deprimente de la política peruana no necesita buscar a los grandes teóricos de las ciencias políticas para poderlo comprender (es chiste, sí, búscalos y léelos). El tejido del poder suele partir de acciones delictivas. O si ese poder es heredado, de acciones delictivas cometidas por generaciones anteriores.

Si bien es solo una novela, qué bien define El padrino al juego del poder. Para entender la política peruana hay que verla como un entramado de familias con poder disputándose la riqueza y los favores del Estado, del país. Vistas con la cabeza fría son muy afines a las famiglias retratadas por Mario Puzo en El padrino.

Puede que leer una novela no nos enseñe nada. A mí, además de entretenerme muchísimo como fan de su versión fílmica, me ha dejado la incómoda sensación de reconocer en la Mafia italiana (o de donde sea) a la estructura del poder en el Perú.

Por cierto, sigo sin definir mi voto para esta elección. Me está costando encontrar al mal menor entre tantos males mayores. Ah, pero volviendo a la literatura, muy recomendada El padrino.

Odebrecht y la impunidad

Por: Juan Carlos Suárez

Es difícil evitar una mirada pesimista al sistema de justicia —y no solo en el Perú— ante los delitos y crímenes de la clase política. A lo largo del siglo XX y en lo que va del XXI, los políticos que han podido ser condenados son más bien pocos si se comparan con todos aquellos que consiguieron eludir a la justicia y acabaron asilados o simplemente prófugos (basta ver los listados de criminales de lesa humanidad en cualquier parte del mundo). Sin contar a aquellos que lograron entorpecer y dar largas a los juicios e investigaciones hasta ser absueltos.

Mal que mal, Odebrecht nos hizo un favor: con su facilidad para codearse con la élite del poder y su poco escrúpulo a entregar sumas enormes, sentó las bases de lo que ahora constituye un proceso sin apenas antecedentes en América Latina. Pero lo más importante, le quitó la careta a una clase política acostumbrada a arengar sobre el honor y la honestidad en su trayectoria. Es posible que los sobornos de Odebrecht fueran un secreto a voces entre funcionarios de alto nivel. ¿Por qué nadie lo denunció?

Otro efecto importante que deja Odebrecht es el cambio en la configuración de poder para una próxima elección. Además de Ollanta Humala y Alejandro Toledo, dos fuerzas políticas determinantes en los procesos electorales desde la década del ochenta quedan anuladas: el APRA y, más recientemente, el fujimorismo. Ambos partidos se debatirán hoy día en una pugna interna que, incluso, podría acabar por borrarlos del mapa. Al menos en el APRA, la facción alanista no se resigna a perder el control del partido y ha recurrido a una acción no demasiado ética: lanzar la carrera política de un muchacho de 14 años, el hijo menor de Alan García, como su sucesor. Resulta de una teatralidad que linda con lo ridículo, tan similar a las sucesiones en monarquías y sectas religiosas. Desde ya, el APRA hace mal en retrasar una reestructuración. La única forma de evitar una estrepitosa derrota en la próxima elección es renovar totalmente su dirigencia partidaria. Postular viejos rostros daría un mensaje de continuismo, fatal en esta coyuntura.

Con el fujimorismo ocurre algo parecido. Keiko Fujimori —otra sucesora— nunca mostró la suficiente competencia para liderar un partido que, en algún momento, ostentó la mayor cuota de poder en el Perú. Acaso su hermano Kenji es más capaz en ese aspecto: muestra definitivamente ese carisma que Keiko no está preparada para representar. Pero eso no basta. Además de compartir el apellido con su hermana y su padre, también lleva encima el mismo pasivo político y los aliados-cómplices que tanto daño hicieron al Perú en la década del noventa. El retorno de la facción dura en el fujimorismo obedece solo a una acción desesperada. Pero también refleja una renovación interna que nunca ocurrió.

Erramos al reducir los problemas del Perú únicamente a las malas prácticas de una gran empresa contratista. La cultura del soborno a cambio de una buena pro —de la que Odebrecht, aunque a gran escala, también es parte— se encuentra con facilidad en casi cualquier nivel del Estado. He escuchado quejarse a pequeños contratistas y proveedores de gobiernos locales o entidades públicas de la necesidad de pagar bajo la mesa para ganar una licitación. De no hacerlo —repiten con impotencia y una pizca de cinismo— se contrataría a otro empresario menos celoso con esta práctica. Pero hay más: para que ese soborno pueda ocurrir, se necesita la complicidad de funcionarios y autoridades elegidas por voto popular. Es decir, se trata de una práctica sistemática y, horror, institucionalizada. No es gratuito, por eso, que en el estudio de Transparencia Internacional sobre la corrupción publicado en 2017, nuestro país aparezca tercero en América Latina entre los países donde se paga más sobornos.

Otra oportunidad que abre el proceso a Odebrecht es, precisamente, el enorme potencial de las colaboraciones eficaces para luchar contra la corrupción. Urge combatir los sobornos en las contrataciones del Estado a todo nivel. También son un secreto a voces las comisiones y diezmos pagados a funcionarios, alcaldes o gobernadores. Y esta vez, ya incluyéndonos como protagonistas, volveríamos a preguntar: ¿por qué ninguno de nosotros lo denuncia?

Como con Odebrecht, la corrupción en las contrataciones del Estado a nivel local obedece a un complejo entramado de favores políticos con el empresariado (a veces, también están involucrados otros agentes con intereses en su área de gestión: traficantes de tierras, de narcóticos, de madera y minerales o incluso tratantes de personas). Hablamos aquí de, por ejemplo, un arreglo entre alcaldes, gerentes municipales o regidores con pequeños contratistas que les pagan comisiones o les dieron aportes durante el proceso electoral. Se trata de montos que no suelen pasar de unos pocos miles de soles y que solo podrían notarse de hacer una sumatoria de las decenas de contratos de cada entidad pública en las que ocurren esos actos de corrupción.

Un elemento importante para el proceso a Odebrecht y la consiguiente caída de expresidentes, candidatos presidenciales y altos funcionarios involucrados fue que coincidiera con el caso Lavajuez. Solo así fue posible neutralizar la influencia de esos políticos a través de aquellos cómplices a los que por años fueron infiltrando en el sistema de justicia. Como Odebrecht por un lado y Lavajuez por otro, constituyen una muestra apenas de una corrupción fácil de detectar entre el conjunto de todas las contrataciones del Estado y el sistema de justicia peruano. Hay, entonces, un largo camino por recorrer.

Es evidente que el factor Odebrecht aún no ha terminado por alterar el orden político en América Latina. Pero sí empieza a darnos la percepción de que es posible nivelar a las personas en cuanto al acceso a la justicia. Y recrea la esperanza de que, por fin, la recurrencia de la impunidad estaría comenzando a cambiar. Como siempre, podríamos ser optimistas en ese aspecto pero sin dejar de mantenernos vigilantes. Porque la historia nos ha enseñado que la clase política —casi— siempre se sale con la suya.

Publicado en Gatonegro N°26 de abril de 2019.

Opinión: Inmigrantes

Escribe: Juan Carlos Suárez Revollar

Los inmigrantes en nuestras ciudades de hoy son venezolanos, igual que hace unas décadas lo eran peruanos provenientes de poblados rurales. También ellos, entonces, enfrentaron un cierto rechazo, una cierta antipatía que aún perdura en forma de racismo y discriminación. Pero a diferencia de la vergonzosa hostilidad al inmigrante andino, en la del venezolano se suma un ingrediente político porque encarna la evidencia de una crisis humanitaria que la izquierda se empeña en negar.

El Perú es el resultado de una mezcolanza cultural riquísima, producto, precisamente, de la migración.

Es claro que el inmigrante llega con una identidad propia, que incluye el idioma, religión o raza, además de sus costumbres. Malentender su contacto con la identidad local origina la xenofobia y un nacionalismo irracional y, a menudo, con un sesgo egoísta en el mejor de los casos y homicida en el peor. En su ensayo Identidades asesinas, Amin Maalouf lo explica como una falta de tolerancia por el otro. Recordemos, en cambio, que el Perú es el resultado de una mezcolanza cultural riquísima, producto, precisamente, de la migración.

¿Pero los inmigrantes peruanos han contribuido con la sociedad actual? Consiguieron integrarse a la economía nacional, muchas veces sorteando las trabas de una formalización poco menos que imposible. Aportaron mano de obra en una industria todavía incipiente o fundaron pequeños negocios que dan empleo y pagan impuestos. Y, de a pocos, costearon educación, salud, construyeron viviendas. Sus hijos y nietos, hoy en día, ya con estudios técnicos o universitarios, son el motor de nuestro crecimiento.

Publicado en Correo el 11 de marzo de 2018

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Opinión: El enemigo común

 

Opinión: El enemigo común

Escribe: Juan Carlos Suárez Revollar

¿Tiene algún sustento real la lucha contra la informalidad y la delincuencia que, según Henry López, el alcalde de Huancayo, encarnan los ciudadanos de Venezuela? Más bien se diría que anunciar a esta ciudad libre de venezolanos tiene otras motivaciones. La principal es una cierta simpatía hacia el régimen de Nicolás Maduro que no solo él, sino sus otros camaradas de partido nunca se han molestado en ocultar.

Desde que se inició la oleada migratoria desde Venezuela a toda América Latina la izquierda no está contenta. Y gran parte de ella ha orquestado una larga batalla mediática para satanizar a miles de personas que, antes que inmigrantes, tienen condición de refugiados y son la evidencia palpable de un sistema político y económico —otra vez— fallido.

¿Acaso una ciudad que se formó, creció y desarrolló gracias al empuje de miles de inmigrantes tendrá simpatía por una política que busca echar a gente que también vino de otras tierras?

Una estrategia más o menos efectiva que usan los caudillos para ganar popularidad es convencernos de la existencia de un enemigo común. Ayuda a unir naciones o pequeñas sociedades y las hace trabajar codo a codo para vencer y sobrevivir. Pero a menudo sirve también a esa clase dirigente para distraer de los problemas inmediatos, casi siempre originados por su incompetencia.

Dudo que proclamar la expulsión de venezolanos alcance a unir a Huancayo en una causa común. Muy al contrario, lo va a polarizar. ¿Acaso una ciudad que se formó, creció y desarrolló gracias al empuje de miles de inmigrantes tendrá simpatía por una política que busca echar a gente que también vino de otras tierras?

Publicado en portal de noticias Clandestino el 2 de abril de 2019.

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Opinión: Inmigrantes

Opinión: Días de teatro

Teatro del colegio María Inmaculada, vuelto a la vida. Con su capacidad para 270 espectadores, es uno de los más antiguos de Huancayo. En escena, ‘Una hora bajo el puente’, por el Grupo de Teatro Expresión (foto: Juan Carlos Suárez).

Escribe: Juan Carlos Suárez Revollar

A diferencia de las otras artes que también cuentan una historia, el teatro es el que más se acerca a una fusión de ficción y realidad. El actor teatral encarna una personalidad, una vida, una realidad diferente de la suya. Y debe hacerlo de manera que más bien sea el espectador quien crea en él.

Salvo excepciones, quienes cultivan el teatro en el Perú son grupos pequeños y de recursos limitados. A menudo, además de escribir, el dramaturgo también dirige e incluso actúa. Y no es raro ver a actores y directores cargar utilería y equipos poco antes de abrir el telón. No es una crítica. Fue así en tiempos de Shakespeare y Molière y seguramente también en los de Sófocles y Esquilo.

Oficializar un día especial en nuestro país —como el del teatro, la mujer, el niño o un vasto etcétera— suele significar que hay todavía un largo camino por recorrer. Una rápida excursión por colegios y edificios públicos nos revela una importante cantidad de teatros reconvertidos a auditorios y salones, todavía con el potencial de albergar telones y público. Convenzámonos de una vez de que hacer teatro en el colegio permite desarrollar muchísimas habilidades que harán de los jóvenes mejores profesionales y principalmente mejores ciudadanos.

*Artículo escrito por el Día Mundial del Teatro 2018.

Opinión: Todos corruptos

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

La primera elección libre en el Perú después de más de una década, en 2001, significaba la renovación de la clase política. Por desgracia, y como lo muestran los escándalos de corrupción que involucran a todos los presidentes que gobernaron desde esa fecha, ha sido más de lo mismo.

Sobornos como el de la constructora Odebrecht han ocurrido en el pasado con una frecuencia que resulta desesperanzadora (véase para empezar, Historia de la corrupción en el Perú, de Alfonso W. Quiroz). Lo que diferencia a este hecho es la magnitud del escándalo y, claro, el nivel de poder de los agentes involucrados: desde presidentes y ministros hasta candidatos y banqueros.

Para que ese soborno pueda ocurrir se necesita la complicidad de funcionarios y autoridades. Es decir, se trata de una práctica sistemática y, horror, institucionalizada.

Llama la atención que la cultura del soborno a cambio de una buena pro —de la que Odebrecht, aunque a gran escala, también es parte— se encuentra con facilidad en casi cualquier nivel del Estado. He escuchado quejarse a contratistas y proveedores de gobiernos locales o entidades públicas de la necesidad de pagar bajo la mesa para ganar una licitación. De no hacerlo —repiten con impotencia y una pizca de cinismo— se contrataría a otro empresario menos escrupuloso con esta práctica. Pero hay más: para que ese soborno pueda ocurrir se necesita la complicidad de funcionarios y autoridades. Es decir, se trata de una práctica sistemática y, horror, institucionalizada.

¿Hay solución? No en el corto plazo. Pero empezaríamos con buen pie si como ciudadanos exigimos las sanciones que dicta la ley y, aunque no sea fácil, que votemos con más responsabilidad.

Publicado en la columna La libertad y el tiempo, en el diario Correo, el 4 de marzo de 2018.

Opinión: La marca en la era de las redes sociales

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

El concepto de marca tiene en las redes sociales un aliado que, bien aprovechado, puede derivar en grandes beneficios y en significativos ahorros en publicidad. A continuación, entérese de cuáles son las mejores alternativas para su empresa.

En el Perú hay, entre otras, tres redes sociales de importancia. La primera es Hi5, una plataforma juguetona, sencilla, diseñada para conocer gente. Su éxito fue principalmente entre el público adolescente, pero se usó también por el sector corporativo para promocionar sus productos, servicios, y principalmente sus marcas.

Las redes sociales tienen su razón de ser en la interacción. Por eso la retroalimentación es tan importante.

La aparición de Facebook y Twitter ha acentuado la necesidad de la participación de las marcas en la red. Ello, precisamente, porque estas dos plataformas son mucho más amigables y útiles que Hi5, y permiten, a diferencia de ésta, un mayor flujo de comunicación e interacción, y lo más importante, contenidos de mayor calidad, razón por la cual se han impuesto sobre las demás.

Facebook y Twitter
El éxito de Facebook y Twitter no es porque sirvan como meros escaparates publicitarios, sino por ser útiles herramientas de comunicación de ida y vuelta entre la empresa —es decir la marca que la representa— y los clientes (suyos y de sus competidores).

Un error frecuente entre las empresas que usan Facebook es que lo hacen a través de cuentas personales. Por eso, llegados a los 5 mil amigos ya no podrán seguir reuniendo seguidores, ventaja que sí ofrece la opción de cuentas como página de esta plataforma, que permite sumar ilimitadamente seguidores y no amigos. Y ahora disponen además de la capacidad de interactuar como en un perfil personal.

En Twitter la cosa no es tan diferente. Las empresas siguen y acumulan seguidores. Hay varias en nuestro país que mantienen un equipo exclusivo para administrar su cuenta. Así, han abierto una nueva ventana para resolver las consultas y quejas de sus clientes. Una de las mejor organizadas es la de @ClaroPeru. Y en medios periodísticos destacan @elcomercio y @larepublica_pe.

Interacción es la clave
Las redes sociales tienen su razón de ser en la interacción. Por eso la retroalimentación es tan importante. Es claro que no toda comunicación de los seguidores será positiva. Justamente ahí estriba la habilidad que precisan tener los administradores de la cuenta para responder inmediata y pertinentemente, y evitar así conductas inapropiadas en las redes sociales, como la censura de opiniones a través de la eliminación de comentarios y contenidos del muro. Ello siempre va en desmedro de la reputación del perfil, y por tanto de la empresa.

Aprovechar el potencial que ofrecen las redes sociales puede ser, para una marca, un factor de diferenciación respecto de los competidores, y lo más relevante, de interiorización con los clientes.

Publicado por la Cámara de Comercio de Huancayo en abril de 2011

Opinión: Lecciones de la crisis irlandesa

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

En la historia económica mundial las crisis son perturbadoras presencias que reaparecen de manera cíclica y, aunque resulte inverosímil, suelen ir acompañadas por un comportamiento colectivo irracional que precipita el desastre. Queda en la memoria la terrible crisis de finales de los ochenta en nuestro país, agravada por la especulación en el precio de los comestibles e hidrocarburos. Tocó fondo con el shock económico que tanto asustó a los votantes en 1990 y que finalmente —contra sus propios compromisos electorales— Alberto Fujimori puso en marcha.

Aun cuando los escenarios entre la Irlanda anterior a la crisis y la del Perú actual son diferentes, también hay similitudes en el respectivo ‘boom’ inmobiliario de ambos países.

Por esas mismas fechas, Irlanda, una tierra tradicionalmente pobre dentro de las islas británicas, experimentaba un enorme ascenso económico. Como suele pasar tras toda una vida de carencias, el gasto individual creció y se trasladó gradualmente hacia los bienes suntuarios y, lo más peligroso, a un endeudamiento a mediano plazo en el rubro inmobiliario que el sector financiero —que obtenía con ello jugosas ganancias— no cuidó en frenar sino, al contrario, alentó con la flexibilización del acceso al crédito hipotecario (con lo que firmaría su propia perdición). Al aumentar la demanda de bienes raíces, sus precios casi alcanzaron a triplicarse, pero en vez de atenuarse por ello, ocurrió un fenómeno psicosocial —avivado por la especulación— que estimuló la necesidad de comprar lo antes posible en tanto no siguieran subiendo.

Cuando se desencadenó la crisis los precios de las viviendas se desplomaron, y las gentes, imposibilitadas de pagar, prefirieron que los bancos se las quiten, pues el monto que aún debían era muy superior al nuevo valor de sus casas. Los embargos fueron tan recurrentes, que el sector financiero se hizo con la propiedad de decenas de miles de inmuebles invendibles, pero quedó descapitalizado y no habría tardado en quebrar si el gobierno rehusaba rescatarlo.

El crecimiento económico del Perú —y en general de América Latina— ha encarecido los recursos habitualmente accesibles (entre ellos los bienes raíces). Las casas y terrenos casi han triplicado su precio en los últimos cinco años, y el endeudamiento en ese rubro continúa creciendo, en tanto los bancos que otorgan los créditos se apresuran a negar una burbuja inmobiliaria (Gestión, 14/05/2013). Aun cuando los escenarios entre la Irlanda anterior a la crisis y la del Perú actual son diferentes, también hay similitudes en el respectivo ‘boom’ inmobiliario de ambos países. Y puede ser más grave si consideramos que el del Perú ocurre en un contexto internacional de ralentización económica con grandes posibilidades de contagio, y de flexibilización crediticia hipotecaria al interior del país. Esperemos estar equivocados.

Escrito para la columna No es el Cielo. Diario El Sol del 29 de julio de 2013.