Crónica: Bosque de piedras de Viuda Lumi

El camino que une los distritos de Pucará y Pazos, al pie del bosque de piedras de Viuda Lumi.

Un pueblo de rocas y cielo

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

El bosque de piedras de Viuda Lumi se ubica en el distrito de Pucará, a unos 25 km de Huancayo (Junín, Perú), y a poca distancia de la frontera con el distrito de Pazos (Huancavelica, Perú).

Una primera sensación al poner los pies en Viuda Lumi es la soledad. Una soledad interrumpida por los coches que, cada treinta o cuarenta minutos, atraviesan pesadamente este camino que parece perderse entre la niebla del horizonte. Por aquí las rocas han adquirido formas a las que los pobladores reconocen como un sapo, un cóndor o, más allá, un ratón o una lagartija. Nos encontramos a 4200 m s.n.m. y a esta altura cualquier esfuerzo te pasa factura de inmediato. Y lo comprobamos al intentar ascender el cerro a pie.

Kilómetros abajo, un anciano nos dice que, hace más de un siglo, por aquí pasaron las tropas de Cáceres para vencer al ejército chileno. En efecto, estamos en la localidad de Marcavalle, muy cerca de donde ocurrió la célebre Batalla de Marcavalle y Pucará, durante la Guerra del Pacífico de 1879-1883. Pero el anciano también nos cuenta una leyenda sobre la formación de Viuda Lumi, que resulta otra variante del castigo divino recibido por la mujer del Lot bíblico.

Viuda Lumi significa en quechua wanka piedra de la viuda. Se encuentra en la parte más elevada del camino que une los distritos de Pucará y Pazos, uno perteneciente a la región Junín y el otro a Huancavelica. Por eso, debido a su altura, hay instaladas en las cumbres decenas de antenas que afean pequeñas porciones del paisaje, pero permiten estar comunicadas a las localidades de la zona. Salvo este detalle, la vista es imponente y grata la estadía. Prometemos regresar pronto.

Publicado en Bitácora N°60. Noviembre de 2018.

Crítica de literatura: Ventura García Calderón, La venganza del cóndor

Primera edición de ‘La venganza del cóndor’, publicada en Madrid en 1924.

La mirada exótica del Perú profundo

Juan Carlos Suárez Revollar

Era 1911. Ventura García Calderón (1886-1959) llevaba varios años en París, pero regresó al Perú por unos meses para adentrarse en la sierra de Ancash y buscar yacimientos de plata. Este episodio fue muy importante para su futura obra, pues recogió abundante material que le iba a servir para La venganza del cóndor, que se publicaría trece años después.

Título fundamental de la narrativa de García Calderón, se trata de un volumen que reúne 24 cuentos ambientados en las profundidades de un Perú salvaje, primitivo y místico, donde se impone la fuerza y la constante oposición entre razas, principalmente de blancos e indígenas.

Ventura García Calderón (1886-1959).

Se ha acusado a García Calderón de hacer un retrato inexacto —y hasta caricaturesco— de los indígenas peruanos. Además de ellos, los cuentos de La venganza del cóndor tienen como personajes a gentes foráneas al mundo andino. A través de estos últimos, el Perú profundo es contemplado desde el exterior. Ese es su mayor acierto, pues sabedor de sus limitaciones en el conocimiento de la psicología del indígena, el autor evita el punto de vista de este y, más bien, usa el de los criollos y recién llegados, quienes se maravillan por una cultura que están lejos de comprender (lo cual, atinadamente, se refuerza).

El libro ofrece una visión eminentemente exógena, pero también muy crítica, de la interacción entre blancos e indios en las tres regiones naturales del país. Desde ya, se reconoce sus mundos enfrentados, en permanente colisión, en que los primeros oprimen a los segundos y ejercen sobre ellos una actitud hostil.

Ilustración de Raúl Vizcarra para el cuento «Yacu-Mama», publicado en «Variedades» en 1923.

Los blancos son retratados como seres violentos, casi irracionales, armados siempre de un chicotillo y revólver. El salvajismo los hace matar y matarse entre sí, como en el cuento «En los cañaverales», donde asistimos al nacimiento de un tirano latifundista de esa clase. Pero también hay blancos que consiguen integrarse con la naturaleza y conocer parte de sus misterios debido a que no se le oponen, sino, al contrario, le ofrecen su respeto y devoción.

Ilustración de Raúl Vizcarra para el cuento «Yacu-Mama», publicado en «Variedades» en 1923.

A este mundo en crisis se suma un nuevo elemento, llamado a restablecer el equilibrio: el misticismo, sobre el que los indios ejercen cierto dominio gracias a una suerte de alianza con las fuerzas de la naturaleza. Hay un saber impenetrable entre ellos y viven fusionados con su entorno terreno, pero también con el espiritual, de apus y poderosos antepasados. La naturaleza se muestra infalible, destructiva y feroz, y no se deja dominar. Acaba por igual con blancos e indios, negros y chinos.

En algunos cuentos —como en «La selva de los venenos»— la superstición se impone a la lógica del relato y determina las decisiones de los personajes y su percepción del contexto. «Historias de caníbales», por su parte, lleva la barbarie a su máxima avanzada y la entremezcla con la mística y la superstición. Se trata de una interesante trama cuyo planteamiento iba a ser repetido por algunos autores para plasmar la inmersión del europeo insensato en las profundidades de la Amazonía hasta ser devorado por esta.

Ilustración de Clifford Webb del cuento «Yacu-Mama» para la edición británica de 1938.

García Calderón se las arregla también para sugerir que el problema del indio es el inevitable hombre blanco. Una muestra es «Fue en el Perú», que con los códigos de la leyenda, cuenta el nacimiento de Jesucristo entre los indios. La opresión a los hijos de Judea es similar a la sufrida por los indios: viene de gentes poderosas y foráneas que les arrebataron lo que con justicia les pertenecía. Su trama desesperanzadora nos remite a «El gran inquisidor», de Fiodor Dostoievski.

Pero también mueve al autor el ánimo de escribir una literatura de denuncia social. Por eso el retrato de los personajes opresores —los curas, por ejemplo— es tan estereotipado e implacable. Estos relatos son los más débiles del libro.

Ilustración de Clifford Webb del cuento «Chamico» para la edición británica de 1938.

El sexo es otra constante en estas tierras primitivas y obsesas. Por eso está tan presente en muchos relatos, como «Amor indígena», «Chamico», «El hombre de los 48 hijos» o, el mejor, «La llama blanca», que además del horrible retrato de indígenas zoofílicos y paganos, retoma el tema del «inaferrable fantasma» de la existencia humana, o Moby Dick.

La impecable prosa de García Calderón ayuda a disimular la violencia en un territorio donde la vida nada vale. Se toma además la libertad —tan literaria— de fabular, y esboza su propia visión del Perú profundo, no necesariamente como fue, sino como podría haber sido.

Tras varias décadas de ataques contra La venganza del cóndor —muchas veces por razones extraliterarias—, una nueva lectura, libre de ideologías y prejuicios, nos revela otro de los grandes libros que pueblan la narrativa peruana.

Portada de la primera edición francesa, publicada en París, en 1925.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 6 de octubre de 2012.

Entrevista al autor de Cautivos de mar y tierra

Primera obra en su tipo en la historia de Junín

La recientemente publicada novela Cautivos de mar y tierra (Acerva, 2017), de Juan Carlos Suárez Revollar, es una historia que transcurre en África Central durante la I Guerra Mundial. La interesante trama es también un proyecto muy ambicioso de su autor y promete hacerse parte representativa de nuestra literatura.

Una entrevista de: Luis Puente de la Vega Rojas

En esta época de planes lectores escolares, ¿podemos decir que Cautivos de mar y tierra funcionaría para ese público?
Cautivos de mar y tierra es en el fondo una novela de aventuras, un género que siempre ha tenido más empatía entre lectores jóvenes. Pero tiene un trasfondo algo más complejo, que sobrepasa la mera acción. Acaso sea por eso que permite diversas lecturas, en ocasiones completamente distintas entre sí. No sé si es buena idea ubicar las novelas según los nichos de mercado. Sí funciona, digamos, en términos editoriales. Lo que pasa es que por pensar así olvidamos que la literatura debiera ser universal y adaptable a cualquier lector sin importar sus rangos de edad, sexo o religión.

Juan Carlos Suárez Revollar, el autor de ‘Cautivos de mar y tierra’, en la biblioteca de su casa (Foto: dpto. de prensa Acerva Ediciones).

Coméntanos un poco sobre su gestación…
Cuando la empecé a escribir tenía en mente un proyecto diferente, que iba a ser incluso literatura fantástica. Pero la historia me arrastró por un contexto colonial en un estado de guerra. Una situación extrema transforma por completo al ser humano. Lo hizo con toda la trama de esta novela, con cada uno de sus personajes y, pensándolo bien, también conmigo. Ahora sé que lo mío es la narrativa realista. Ambientar una historia en un territorio lejano, hace cien años, implica mucha disciplina e investigación. Lo grato es cuando notas que los personajes se hacen cada vez más tangibles y casi los sientes respirar.

A pesar de lo difícil que es escribir un libro, la mayoría de autores coinciden en que el paso más complicado es la publicación.
Es un gran paso decidir que la novela a la que entregaste tanto tiempo y trabajo está lista para su publicación. A menudo uno anda tratando de alcanzar un estado utópico de perfección. Y no paras de releer y corregir, hasta que ya no puedes mejorar nada, sino solo transformar. Si con todo eso, el libro todavía funciona, debes entender que es hora de publicar.

La mayoría de narradores, incluido Vargas Llosa, ha empezado publicando cuentos por ser un formato más «amigable». ¿Por qué tú te aventuras a ir de frente a la novela?
Creemos que el cuento es más fácil que la novela por su brevedad, pero la intensidad que es capaz de alcanzar le quita todo lo amigable si eres exigente. Hay casos de escritores que han pasado años enteros batallando con un pequeño fragmento. Cautivos de mar y tierra es novela y no cuento porque la historia no podía presentarse de otra manera. Aborda muchos temas, parte de su trama ocurre en varios continentes e intenta profundizar en cada personaje. Como cuento eso habría sido imposible.

¿En definir eso tuvo que ver tu experiencia como editor de literatura?
Definitivamente sí. En los últimos cinco años he editado una veintena de novelas. En ese transcurso aprendí muchísimo. Y las observaciones que en ocasiones pedía corregir a sus autores, pues procuraba no cometerlas en Cautivos de mar y tierra. Ser editor duplica el nivel de exigencia con tu propia obra. Pero con todo eso, escribir esta novela fue una de las mejores experiencias que he vivido jamás.

Un punto importante de Cautivos de mar y tierra es que trata sobre la amistad, la lealtad y la condición humana, temas de por sí aristotélicos…
Precisamente por eso la literatura es universal. No importa de dónde vengamos ni cómo sea nuestra forma de vida, hay características propias del ser humano de las que jamás nos podremos desprender. Y la literatura las aborda, les da forma, reflexiona sobre ellas. ¿Cómo es, si no, que en pleno siglo XXI nos seguimos conmoviendo cuando el Quijote es apaleado por intentar traer algo de justicia a los hombres?

Cautivos de mar y tierra de Juan Carlos Suárez Revollar

¿El lector huancaíno tiene una predilección por la novela histórica?
Huancayo tiene una tradición literaria diversa y rica, de la que las novelas históricas son más bien las menos frecuentes. En narrativa el relato corto es el que predomina. Y en la poesía hay verdaderas piezas maestras. Ahora se vive un tiempo de cambio muy profundo a nivel social, que finalmente es el que determina la clase de literatura que se produce y lee. Lo bueno es que cada año se siguen publicando nuevas novelas en Huancayo. Eso significa que tenemos una literatura llena de vida.

Al sumergirme en Cautivos de mar y tierra me pareció sentir a Joseph Conrad y su novela El corazón de las tinieblas. ¿Es así?
Digamos que el punto en común de ambas novelas es que ocurren, al menos en apariencia, en un mismo espacio geográfico. Pero no creo que haya más coincidencias entre ellas. Se trata de historias y estilos completamente diferentes. Quizá la causa de esa impresión sea mi empeño en mostrar un deslumbramiento permanente por El corazón de las tinieblas y haberla mencionado en el apéndice del libro.

Para terminar, ¿por qué «cautivos»?
Desde el punto de vista de la novela, la cautividad es la del ser humano dentro de un entorno más grande, digamos por sociedades enfrentadas o incluso por la naturaleza. El hombre cree haberla dominado, y no hay nada más falso. Por eso los personajes de Cautivos de mar y tierra viven en constante tensión, rozando a menudo la muerte ya sea por enfermedades tropicales o a manos de sus semejantes. Y sobre todo eso, se impone la voluntad de vivir, la rebeldía para seguir adelante y no dejarse endurecer por las circunstancias. ¿Qué mejor sentimiento que la amistad para hacer frente a la inhumanidad de un mundo así?

Publicado en la revista El Huacón, edición 199, del 22 de mayo de 2017.

Crítica de literatura: El diablo en la ideología del mundo andino, de Isabel Córdova Rosas

Portada de la edición española de ‘El diablo en la ideología del mundo andino’, de la escritora huancaína Isabel Córdova Rosas (foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

¡Diablos en la literatura oral andina!

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

La literatura oral ha constituido, desde el albor de los tiempos, la mejor forma de transmitir saberes e ideas de una generación a otra, a través de historias que funcionaban como parábolas o lecciones de vida. Con el paso de los años, y ya en tierras americanas, los conquistadores españoles comprendieron que podía utilizarse como una potente herramienta de control social.

Esa es una de las conclusiones que esgrime la escritora huancaína Isabel Córdova Rosas en su ensayo El diablo en la ideología del mundo andino. Pero la afirmación más relevante del estudio es que la figuración demoníaca y todas sus variantes no formaban parte del imaginario andino prehispánico, sino, más bien, fueron introducidas con la llegada de la cultura ibérica a la sierra central.

La escritora Isabel Córdova Rosas de visita en Huancayo en 2013 (foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

Debido al limitado alcance de las leyes para reglamentar el comportamiento de las gentes, había la necesidad de buscar una forma de rebasarlas para establecer reglas de conducta que eliminaran faltas como la lujuria, el incesto o cualquier otra actuación inmoral, como parte de un control social sistemático. Es entonces que se echó mano de las mitologías occidentales: la dualidad de Dios y el diablo para cumplir la función de castigar el comportamiento pecaminoso en una esfera mística y sobrenatural que rebase el alcance humano.

El mundo de los wankas prehispánicos —nos dice Córdova Rosas— estaba dividido en tres estadios: el superior, o de las deidades; el medio, de los hombres y animales; y el interno, de los muertos y gérmenes. «El diablo o demonio —agrega— no habita en ninguno de esos espacios», ni siquiera en el último, que «jamás podría ser considerado el lugar de castigo o el infierno de la civilización occidental». Eso prueba que el diablo no existía en el imaginario andino antes de la inserción de la cultura europea.

La primera identificación formal del término diablo —o supay— en quechua fue en 1608 por el jesuita Diego González Holguín. Para entonces ya se había incorporado su figuración entre los hombres andinos. Pero no se trata del mismo diablo europeo, sino de un personaje basado en este, que incluyó elementos tomados de las tradiciones locales para matizarlo, hacerlo más creíble y, específicamente, entendible y fácil de interiorizar. En la tarea de implantarlo en la cosmovisión del aborigen —nos dice Córdova Rosas— «intervino con un rol preponderante la literatura oral para establecer el control social. De esa forma, a la prédica, al sermón y al exorcismo se unieron relatos orales con los que se trataba de inculcar la existencia del demonio y los castigos a los que se verían sometidos quienes cayeran en sus redes».

El momento de la inserción del diablo al pensamiento colectivo andino habría sido cuando el español descubrió que pervivían diversos «actos litúrgicos aborígenes destinados a rendir culto a las deidades nativas», por lo que se recurrió al diablo como culpable de esa «actitud resistente a la ideología religiosa prehispánica». La autora afirma que «fue entonces cuando se aprovechó con eficiencia la mentalidad animista y supersticiosa del aborigen para inculcar, dentro de sí, una serie de mitos sobre el diablo, que la literatura oral se encargó de difundir, acrecentar, retocar y, en la mayoría de las veces, darle un carácter burlesco».

Córdova Rosas ha identificado al menos seis categorías de la figuración demoníaca en la narrativa oral: diablos, condenados, mulas, jarjarias, joljolias y uman tactas. Destacan los relatos donde el diablo es más bien burlado y el héroe de la historia —que por sus características, sería más bien un antihéroe— sale bien librado y dueño de una inmerecida recompensa. Pero también hay una connotación erótica, pues el diablo siempre seduce a las mujeres que muestran predisposición demasiado lasciva o ambiciosa, por un lado, o ingenua y crédula por otro.

El ensayo de Córdova Rosas demuestra que la riqueza de las culturas —en particular la andina a través de la narración popular— se encuentra en su capacidad de impregnarse de las otras antes que colisionar con ellas. Esa es la magia que irradia la literatura.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 29 de setiembre de 2012.

Crónica: El deporte, la política, la guerra

Adolf Hitler y sus socios durante los Juegos Olimpicos de Berlín 1936.

El deporte, la política, la guerra

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

En la siguiente crónica, el autor reflexiona sobre el papel de los deportes en la política mundial y los conflictos bélicos durante el siglo XX. Y nos cuenta cómo el deporte, aunque de naturaleza fraterna y libertaria, ha estado manipulado por diversos regímenes según sus conveniencias políticas. A la orden estuvieron desde presiones con amenazas solapadas hasta la institucionalización del doping.

Cuenta una leyenda que algunos pueblos resolvían sus diferencias con una primitiva pelota que debían llevar hasta su territorio para ganar. Lo hacían a golpes de puño y objetos contundentes y no era raro que el desafío acabase con heridos. Es un antecedente poco importante del fútbol salvo porque, en algún momento, los deportes reemplazaron a los enfrentamientos bélicos. Ocurrió, principalmente, durante la Guerra Fría, cuando los Juegos Olímpicos heredaron el cuadro medallero inventado por el régimen Nazi y se convirtieron en un nuevo campo de batalla. Los vencedores, a menudo, lo eran porque provenían de un país económica y tecnológicamente más fuerte. Desde entonces la inversión determinó los logros deportivos, ahora asunto político y de Estado. Atrás quedó esa época en que el esfuerzo y la perseverancia podían imponerse a la falta de recursos.

El estadounidense Jesse Owens, uno de los grandes triunfadores de los juegos olímpicos de Berlín 1936.

Muchos deportistas sufrieron las consecuencias de esa politización, que en algunos países llevó a una segregación social y étnica. Uno de los más dolorosos es el del austriaco Matthias Sindelar, futbolista judío que usó su enorme prestigio para desafiar a los nazis en el último partido de Austria como país, poco después de su anexión a Alemania. El Ministerio de Deportes del III Reich organizó un partido amistoso entre ambas selecciones. Secretamente, había prohibido marcar goles a los delanteros austriacos. Pero Sindelar anotó un gol y lo celebró danzando ante los funcionarios alemanes. Después de pasar a la clandestinidad moriría por un envenenamiento con gas de estufa. Nunca se aclaró si fue accidente, suicidio o asesinato.

El austriaco Mathias Sindelar, uno de los mejores futbolistas de la historia, y otra víctima de la política que se inmiscuye en el deporte.

Las dictaduras militares de las décadas del sesenta y setenta, en América Latina, también se sirvieron del fútbol. Un ejemplo es el Mundial de Argentina 1978, durante el gobierno del general Jorge Videla. Ese 6-0 a Perú que dio la clasificación a Argentina y dejó fuera de la copa a Brasil hizo surgir la sospecha de un arreglo por la junta militar argentina. Lo probado es que el campeonato de su selección ayudó a atenuar la impopularidad de Videla y a distraer de los problemas económicos y las graves violaciones a los derechos humanos. Algo similar ya había ocurrido con la Italia fascista de Benito Mussolini, sede de la Copa del Mundo en 1934. Para empezar, su selección tenía a cuatro argentinos y un brasileño, lo cual iba contra el reglamento de la FIFA. Hoy se sabe que ganaron sus partidos con sobornos, amenazas de muerte y una ayuda arbitral escandalosa.

La mano de Dios (y de Maradona), en México 86. Acaso el partido de fútbol emblema en la historia de los campeonatos del mundo del desquite tras una guerra perdida.

Fue el régimen de Adolf Hitler uno de los primeros que vio los deportes como maquinaria de propaganda para demostrar su superioridad racial. Por eso dio prioridad a la organización de los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 y a la preparación de sus deportistas. Estos habían sido elegidos según los cánones étnicos que harían tristemente célebre al nazismo. Que obtuvieran la mayoría de medallas tiene su razón en haber conjugado una gran inversión con un entrenamiento serio y disciplinado. Pero como en todo deporte, un método no siempre da el mismo resultado. El Perú de Lolo Fernández venció a la invencible Austria, aunque el partido fue anulado, dicen, por mediación de Joseph Goebbels, mano derecha de Hitler. Y en la prueba insignia de las olimpiadas —los cien metros planos— ganó el afroamericano Jesse Owens, cuya victoria sería usada por los Aliados como propaganda antinazi durante la guerra.

El Perú de Lolo Fernández. La selección peruana de fútbol fue otra víctima del régimen Nazi en los Juegos Olímpicos de 1936.

La rivalidad deportiva entre los bloques soviético y capitalista —después de la guerra— se agudizó desde la década del sesenta, cuando llegó la distensión y las armas nucleares dejaron de ser exclusividad de Estados Unidos. Antes de eso, incluso, las Alemanias divididas habían enviado sus delegaciones a los Juegos Olímpicos con una sola bandera. El rol del Estado en los deportes ya no se limitaba al financiamiento y las labores burocráticas. Se hacía necesario obtener triunfos y demostrar al mundo que los mejores elementos de su población, los deportistas, eran superiores a los del enemigo. La Unión Soviética tenía un programa de entrenamiento durísimo; pero Alemania del Este quiso dar un paso más que su socio. Inició, entonces, el programa más sofisticado de desarrollo de fármacos para mejorar el rendimiento deportivo. Se sabe que reclutó a dos mil médicos solo para la investigación. Como resultado, desde 1968 hasta 1989 formó deportistas exitosísimos en los Juegos Olímpicos, solo detrás de la Unión Soviética en el medallero desde Montreal 1976. Tiempo después se sabría que fue gracias al oral-turinabol, medicamento rico en testosterona que aumenta la fuerza, la agresividad y la resistencia.

El estadounidense Lance Armstrong, despojado de sus triunfos por dopaje en los siete Tour de Francia de 1999 a 2005. Personifica, acaso, el mayor fraude en el ciclismo y los deportes (foto: Roberto Bettini).

Con el fin de la Guerra Fría y la reunificación de Alemania, en 1989, miles de médicos expertos en dopaje quedaron sin empleo e iniciaron un peregrinaje por todo el mundo en busca de equipos deportivos que los acogiesen. Para entonces los nuevos medicamentos libraban una carrera con la capacidad de detección de las pruebas antidoping, siempre tardías y poco eficaces. Por ejemplo el ciclismo tiene decenas de campeonatos declarados desiertos, años después, al descubrir que los ganadores se doparon. Pero resulta que también lo hicieron el segundo puesto, y el tercero, y el cuarto…

Llegamos, entonces, a quienes entrenan por amor al deporte y a su patria, independientemente de los triunfos. Y a quienes triunfan porque se prepararon con esfuerzo y perseverancia, pese a la falta de recursos, una constante en países como el Perú. También recordamos a Hugo Sotil cuando se saltó la prohibición de su club español para incorporarse a la selección peruana y ganar la final en la Copa América con un equipo de afrodescendientes y mestizos (producto del modelo de reivindicación de Juan Velasco Alvarado). Y al vecino Diego Armando Maradona, polémico y a veces impresentable, cuando después de la Guerra de las Malvinas jugara por su selección contra Inglaterra y le anotara dos goles: uno, el más bonito jamás marcado en una copa del mundo; y el otro, con una mano del desquite, porque las derrotas en el campo de batalla son más dolorosas que en una cancha deportiva.

Publicado en Gatonegro N°17 de junio de 2018.

Entrevista a Ugo Velazco sobre ‘El bonsái Kobayashi’

El escritor Ugo Velazco, autor del volumen de cuentos ‘El bonsái Kobayashi’ (Foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

“Gran parte de lo que escribo procede de mis sueños”

Entrevista y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

Conversamos con Ugo Velazco, ganador del concurso «El cuento de las mil palabras» 2018 —premio organizado por la revista Caretas— con «El bonsái Kobayashi» y autor del volumen de cuentos con el mismo título. En la siguiente entrevista nos habla de este libro y, además, nos contó sobre su método de trabajo en narrativa breve y gran parte de lo que ha sido la construcción de su obra literaria.

Al ver la cantidad de publicaciones que has hecho en tan poco tiempo, uno se lleva la imagen de que eres un escritor muy prolífico.
Escribo desde los 18 años, cuando estaba en la universidad. Yo escribía narrativa, pero nadie lo sabía. Todos creían que solo hacía poesía. Escribía sin tener demasiadas lecturas; si vale el término, empíricamente. A los 20 años entregué mis cuentos a un amigo y me dijo que debía publicarlos. Publiqué mi primer cuento en 2012, en El tiempo de los muertos. Entonces tenía un conjunto de 25 cuentos. Es un libro que tuvo tres ediciones ya agotadas.

¿Cómo alternas tu producción literaria entre el cuento y la poesía?
A los catorce años empecé escribiendo un cuento feo, horrible. Yo no sabía lo que era un cuento. Aprendí de Oswaldo Reynoso. Escribo poemas desde los 15 años, una poesía muy adolescente. En la universidad constituí un grupo literario, centrado principalmente en la poesía. Era para nosotros más emotiva, más directa. Entonces yo escribía cuentos en forma oculta; poesía y cuento al mismo tiempo. Leía a narradores pero más a poetas. Ambos géneros pueden calificarse diferentes, pero en el fondo tienen muchas semejanzas, son parientes muy cercanos.

‘El bonsái Kobayashi’, volumen de cuentos del escritor Ugo Velazco (Foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

La mayoría de tus cuentos abordan temas fantásticos, pero también tienen un cierto halo de absurdo.
Sucede que gran parte de lo que escribo procede de mis sueños. He heredado ese don de mi madre que, creo, tiene algo de bruja. Ella me enseñó a interpretar los sueños. Es como si yo estuviese consciente y tomando nota de lo que sueño. Mi cuento «El sobre rojo» es absurdo porque salió de un sueño. Al despertar le di forma, quité, agregué, pero el sueño está ahí. Parto del supuesto: «¿qué pasaría si un objeto del sueño llega a trasponer ese umbral y aparece en la realidad?».

Otros cuentos del libro también tienen un ambiente muy de pesadilla, desde «El bonsái Kobayashi», «La pesca» o «La tía Berenice»…
O también el cuento «Rigoberto ya estaba muerto», que toca el tema de la brujería, el daño, el maleficio; en este caso, del hijo contra el padre. Hay ahí una atmósfera tétrica. Mi segundo libro, precisamente, se titula El daño; donde hay otro cuento que trata de un danzante de tijeras y un hechizo.

En los cuentos de El bonsái Kobayashi tú tienes preferencia por los personajes narradores, e incluso se diría que son ellos los protagonistas.
Me gusta la primera persona porque se acerca más al lector. Hay como un diálogo entre ambos, como cuando alguien cuenta un chisme a otro. No me gusta la tercera persona porque se entromete.

Otro aspecto que llama la atención es el de tus protagonistas, a menudo niños, que se desplazan al espacio de un personaje ya mayor y extremadamente enigmático.
Mis personajes preferidos son siempre niños y ancianos. Los veo mucho más interesantes que los jóvenes o adultos. Los niños son la representación de lo puro, lo nuevo, lo ingenuo. Y los viejos están al otro lado; a puertas de conocer aquello que tanto tememos e ignoramos. Un viejo no solo representa la sabiduría, sino posiblemente el conjunto de todos los vicios y males que ha acumulado a lo largo de su existencia. Hacerlos encontrar en un cuento no solo es interesante, sino necesario. Por ejemplo en «El bonsái Kobayashi», el niño es asimilado, poseído, transformado por el viejo.

Se respira en estos cuentos un ambiente de decadencia: hay casas que están por caer, objetos acumulados y empolvados por los años y el desuso.
El tiempo es para mí un tema muy inquietante, terrorífico. En mi libro El tiempo de los muertos hablo de la taxidermia, o desapariciones. Inconscientemente siento que es un mecanismo de defensa para hacer frente al paso del tiempo. Me asusta el paso del tiempo y que nosotros no podamos hacer nada. Por su causa se muere la gente. Las casas viejas o los objetos empolvados son una manifestación del paso del tiempo.

Y precisamente el tiempo protagoniza «Las casualidades no existen», un cuento de ciencia ficción que nos remite a Aldous Huxley, pero principalmente al  Arthur Clarke de El centinela y 2001. Una odisea del espacio
Leer a Huxley hizo que mi temor al tiempo se hiciera casi patológico. Yo he sido siempre pesimista. Por más que el ser humano se esmere en hacer bien las cosas, nuestro destino ya está marcado. Soy muy aficionado a la astronomía y siempre me aterraron los agujeros negros. Por eso me preguntaba para qué estamos aquí, quizá nunca debimos haber existido. Los mismo me pasa cuando leo el Apocalipsis, porque también quería ser sacerdote.

¿Aún crees en Dios?
Sí, pero mi dios es extraterrestre. No es el dios cristiano. Empecé por ahí, pero ahora creo que es una gran mentira. Si hay un dios, debe ser uno muy parecido a nosotros, solo que con un nivel de desarrollo muchísimo más adelantado. Un poco de ahí es de donde sale el cuento «Las casualidades no existen». Si padecemos el impacto de un cometa o asteroide, yo me pregunto qué probabilidad hay de que en todo este infinito universo dos cuerpos choquen, habiendo tanto espacio. Si sucede, tiene que ser premeditado por alguien con potestad sobre los astros. Nosotros somos el proyecto de alguien. En mi cuento, la imagen del dios no es omnipotente, porque él tiene un baúl. Y este dios se parece a mi abuelo. Cuando yo era pequeño tenía prohibido entrar a un cuarto en casa de mis abuelos donde había un baúl antiguo.

Ya en cuanto a tus preferencias de autor, ¿solo escribes cuentos fantásticos o tienes relatos realistas aún no conocidos?
El 95 % de lo que escribo es fantástico o absurdo. La razón es porque la fantasía me ofrece más posibilidades y recursos para construir una ficción. El realismo, por otra parte, me limita. Yo le tengo un poco de recelo, quizá porque cuando iba a la universidad leía mucha literatura rusa contestataria, política, reivindicativa, y no me puedo quitar de la cabeza esa figuración de literatura realista.

¿En qué se diferencian tus cuentos de los de, digamos, Borges, Cortázar o Arreola?
Cuando publiqué El tiempo de los muertos me dijeron que eso era Borges, aunque cuando escribí ese libro apenas había leído un par de cuentos suyos. Mis cuentos, por el hecho de ser literatura fantástica, guardan mucha relación con lo que se ha escrito antes. No creo ser tan original en ese sentido. Sí tengo cierta originalidad en el sentido de que mis cuentos hablan de desapariciones, más que de la muerte. Para mí la desaparición es más trágica que la muerte, porque es un poco absurda. Por ejemplo en «La tía Berenice», en cuanto a la desaparición de Cintia, solo está en el ámbito de la fantasía que se convirtió en una gata. O que la convirtieron. Pero lo importante es que ha desaparecido. Dejó de ser humana para ser un animal. En la muerte al menos queda el consuelo de tener un cuerpo, pero cuando uno desaparece, hay absurdo. Mis cuentos se orientan hacia eso.

Ugo Velazco, autor del volumen de cuentos ‘El bonsái Kobayashi’ (Foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

¿Cómo manejas el desenlace en los cuentos del libro y en tu estilo general como narrador?
Me cuesta bastante. El final es la cereza del pastel. Si no manejas un buen final, lo que has ido construyendo con esmero podría fracasar. Yo prefiero los finales abiertos, porque la vida es así. Siempre seguirá ocurriendo algo después. También hay finales absurdos, como la renuncia en «El sobre rojo», es una locura que aparezca en la realidad un sobre que el personaje soñó. O quizá renuncia por estrés, porque el trabajo lo estaba aplastando. El mejor final es uno que fluye naturalmente, que no sea ambiguo, pero que tampoco deje satisfecho al lector. Yo no quiero a un lector que sea feliz al momento de terminar mis cuentos. Quiero a un lector con más dudas que cuando empezó a leer, y que me odie, que reniegue.

Me da la impresión de que el libro se ambienta en una especie de Huancayo o en una ciudad inventada que se le parece muchísimo.
Sí, mi escenario es Huancayo, es nuestra región. No por regionalista, sino porque es lo que yo conozco. Pero no es un Huancayo realista, al pie de la letra. He construido una ciudad paralela donde pueden pasar estas historias. Tengo un cuento donde mi personaje se sitúa entre el Jirón Loreto y la Calle Real, donde hay un reloj desde hace años que siempre me ha inquietado. El Huancayo que describo es muy parecido al real.

¿Para terminar, a qué otros autores percibes como futuros clásicos en la literatura de Junín?
En poesía estamos en una escasez tremenda. No podría decir un nombre de alguien que ya tenga una voz poética, pero sí hay algunos que tienen cierto valor. Clara Trilce tiene poemas muy buenos. Y por lo que he podido ver en estos últimos años, ha habido un aumento de narradores, pero no creo que estén trabajando con la disciplina necesaria. Pareciera que lo toman como un hobbie o un medio para tener presencia en los medios o redes sociales. Sin embargo, si yo tengo que hablar sobre un trabajo serio, en primer lugar está tu novela [Cautivos de mar y tierra]. Me parece que con su aparición, el año pasado [2017], se ha recuperado una línea que había descendido en calidad. Yo como editor he recibido montones de novelas, pero que realmente eran el borrador del borrador. Pero tu libro ha marcado una distancia enorme y sirve como modelo para los jóvenes que están escribiendo ahora en cuanto a la calidad estricta y tratamiento de la imagen y muchas cosas. Hay también un muchacho que escribió varias novelas inéditas, Jefferson Gomez, con el que tengo muchas expectativas. En cuento es muy bueno. Hay otro, Eduardo Tácunan, que me recuerda a mí cuando era universitario. Él tiene mucho talento y un uso del lenguaje serio y que, si le pone mucha disciplina, será toda una promesa.

Una entrevista exclusiva para jcsuarez.com.pe

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Crítica de literatura: Mario Vargas Llosa, Los cachorros

Portada de la primera edición de Los cachorros, de 1967.

La decadencia y el valor de la virilidad latinoamericana

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Los cachorros es una de las novelas cortas más impactantes del último medio siglo. Esta nueva afirmación —por ser estrictamente personal— puede sonar dudosa: constituye el pico más alto de la obra de Mario Vargas Llosa, quien alcanzó con ella un nivel de perfección formal y estructural que supera largamente al resto de sus novelas (algunas de las cuales son genuinas piezas maestras).

Publicada en 1967, abarca desde la niñez hasta la adultez de cinco amigos miraflorinos. El centro de la narración es un integrante tardío del grupo, Pichulita Cuéllar, y en particular, lo que acontece con él tras el accidente —su tragedia, como los grandilocuentes planteamientos del estadounidense William Faulkner—. Haber sido capado por el feroz perro del colegio constituye el final de toda una etapa para él. De ser el alumno más brillante, capaz, perseverante y promisorio del grupo, con un brillante futuro en ciernes, se convierte —por los privilegios que le otorgan sus padres y maestros como compensación— en holgazán, inseguro, grosero y antipático. La causa es clara: la carencia del miembro viril lo obliga a estar en permanente autoafirmación. Es decir, a pretender demostrar que es el más fuerte, intrépido y osado, cualidades todas muy asociadas con la masculinidad latinoamericana.

Los cachorros es un audaz experimento en la presentación formal de los puntos de vista y del narrador. Vargas Llosa cuenta la historia a través de un narrador-testigo que fluctúa entre los cuatro amigos de Pichulita Cuéllar; y también entre la primera y tercera persona. El narrador omnisciente y los cuatro personajes-narradores toman la posta del relato de oración en oración, y aun dentro de una misma frase.

Mario Vargas Llosa (Perú, 1936).

Gabriel García Márquez escribió que «en el primer párrafo de una novela hay que definir todo: estructura, tono, estilo, ritmo, longitud, y a veces hasta el carácter de algún personaje». Uno de los mejores ejemplos de tal afirmación se encuentra en el arranque de Los cachorros, donde se establece la multiplicidad de puntos de vista y de narradores-testigo, además del uso en una misma oración de la primera y tercera persona: «Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat».

La presentación cronológica de la novela es, en su mayor parte, lineal. Está organizada en seis capítulos, cada uno de los cuales comprende un ciclo de la vida del grupo: Cuéllar el niño modelo hasta el accidente; el inicio de la adolescencia; el final del colegio; desde los enamoramientos serios a la decepción con Teresita Arrarte; la desenfrenada y decadente vida del joven Pichulita Cuéllar hasta la resignación a quedar eunuco; y finalmente, los matrimonios y los umbrales del envejecimiento.

Pese a ciertas características individuales que insinúa el autor, los narradores mantienen más bien una personalidad grupal, que se superpone entre unos y otros, y absorbe a las respectivas novias en cuanto aparecen. Ya había un esbozo de este perfil entre los vecinos del Poeta, en La ciudad y los perros, aunque esta vez el tratamiento ha sido distinto, y el grupo ha ganado profundidad en desmedro de los individuos. Cuéllar es la excepción. Sus pensamientos y conflictos interiores nunca son revelados directamente, pero aparecen como indicios a partir de lo percibido por sus amigos, y de esa manera lo podemos conocer más que a nadie.

Vargas Llosa ha afirmado que Los cachorros es su obra con la mayor cantidad de interpretaciones críticas. Como en otros ejemplos de gran literatura, son todas válidas. Pero más que un significado o una tesis, se impone una breve novela que explora temas que también preocuparon a otros grandes novelistas de esta patria grande que es América Latina.

Hemingway & Faulkner en Los cachorros

Hay dos características saltantes de la prosa de Ernest Hemingway y William Faulkner. Mientras en el primero se encuentran diálogos sencillos, vivaces, construidos en contrapunto y aparentemente triviales pero de gran significación; en el segundo está la escritura densa, de oraciones extensas, donde diestramente se salta de punto de vista o de tiempo narrativo. Mario Vargas Llosa tomó ambas formas de contar una historia y, en un genial híbrido que es Los cachorros, integró las formas dialógicas y la fluidez narrativa de Hemingway en la compleja maraña —construida a partir de la intercalación de técnicas— de Faulkner (también habría que destacar como un antecedente los apartados titulados «El ojo de la cámara», de la Trilogía USA, de John Dos Passos).

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 8 de setiembre de 2012.

Crítica de literatura: Marguerite Duras, El amante

El amante se publicó en 1984 y fue ganadora del Premio Goncourt.

La difusa línea entre el placer y la muerte

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

El amante es una de esas novelas que cuentan, de manera obsesiva, un corto periodo de la vida de su protagonista. Está construida a partir de la evocación de recuerdos fragmentados de la narradora, un personaje innominado que —el lector adivina— sería una figuración de la propia Marguerite Duras. Esas reminiscencias se superponen y convierten al tiempo en algo caótico, que salta años y décadas enteras en un mismo párrafo. Pero aquel sustrato temporal está siempre estancado en un presente difuso, marchito, que anticipa lo que vendrá: un futuro tanto más decadente. Por eso la frase «demasiado tarde» —que se repite incesantemente— es la clave de la estructura en la novela.

La historia es sencilla: una adolescente de familia francesa venida a menos —en la colonia de la Indochina de los años treinta— se hace amante de un joven chino rico. Como pequeños chispazos aparecen a lo largo de la novela trozos de esa relación, que se extenderá por un año y medio.

Desde el mismo momento en que la muchacha sube por primera vez a la limusina del desconocido chino a quien hará su amante, ella se independiza, se desliga de la familia disfuncional a la que pertenece y detesta. En esa senda, busca degradarse más, y lo hace con un amante de una raza oprimida por la suya. Pero él es un chino rico que puede permitirse gastar grandes sumas en esa gente que lo desprecia, acentuando así la humillación.

La muchacha somete al amante. No lo quiere ni le importa. Apenas lo desea y eso basta. El deseo y el placer son sus instrumentos para hacerle daño, para destruirlo. La desgracia es el símil del placer que obtiene de su amante. El placer es desgracia.

Hay una aspiración insistente de la autora por retratarse como niña-mujer, como una muchacha presurosa por emanciparse —a través de la maduración— de su horrible familia. La práctica del sexo le permite hacerse adulta y conseguir que su familia dependa de ella. Se sabe predestinada por la fatalidad. No la elude, la espera con estoicismo, con la satisfacción de saber que significará su liberación. El fracaso y la decadencia también contaminan al amante. Él también empieza a vivir de falsas esperanzas.

Marguerite Duras (1914-1996).

Marguerite Duras juega permanentemente con los contrastes y semejanzas. El parecido entre el endeble hermano menor y el amante, y la preferencia de la muchacha por ellos, es elocuente. Pero la fortaleza y carácter de esta se alinean más bien con el hermano mayor a quien odia. Hay una oposición inquebrantable entre ambos, un rencor causado por sus propias afinidades, sus propias similitudes.

El personaje más memorable de la novela no es el amante chino, ni siquiera el hermano mayor, sino la madre. Se trata de una mujer abnegada, nostálgica por un pasado opulento, que busca desesperadamente volver a ser rica. Se embarca por eso en las más desquiciadas empresas, condenada desde el principio a fracasar en todas. Ella es la artífice del desastre, de ese mal hijo mayor y de aquel hijo menor predestinado a morir aplastado «por la vida llena de vida del hermano mayor».

La imagen de Hélène Lagonelle es equivalente a la narradora y permite delinearla mejor. Inconsciente de su belleza, de su sensualidad, su cuerpo está listo para un placer que no le interesa. Solo ansía volver a ser la niña de mamá.
La muerte es una presencia inminente en toda la historia. Su función es destacar los atisbos de vida que todavía quedan entre unos personajes acabados. Concluida la lectura, solo cabe pensar que El amante es una breve y bellísima novela que debe contarse entre lo mejor de la obra de Marguerite Duras.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 11 de agosto de 2012.

 

Crónica: Sebastián Rodríguez, fotógrafo del minero morocochano

‘Grupo de mineros’. Foto: Sebastián Rodríguez. Archivo Familia Rodríguez Nájera.

Sebastián Rodríguez, fotógrafo del minero morocochano

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Este año se cumple medio siglo de la muerte del fotógrafo huancaíno Sebastián Rodríguez. Su obra, redescubierta hace poco gracias a la investigación de la estadounidense Fran Antmann, constituye uno de los archivos fotográficos más valiosos de la actividad minera en un país en vías de desarrollo a inicios del siglo XX.

Hay una imagen vivaz, tierna e imponente en cada una de las fotografías que Sebastián Rodríguez tomó a lo largo de más de 40 años en el asiento minero de Morococha (provincia de Yauli, en la región Junín). Nacido en Huancayo en 1896, entró en contacto muy joven con el prestigioso fotógrafo limeño Luis Ugarte, para quien trabajó como asistente a lo largo de una década. Fue a través suyo que consolidó su vocación. Poco después de independizarse —ya en 1928— acabó emigrando a una pequeña ciudad minera de la sierra central: Morococha.

La fundación de Morococha se remonta a mediados del siglo XVIII. Con cierres y reaperturas, funcionó a lo largo de los años con algunas de las peores condiciones laborales en el sector minero. Sin embargo, el importante movimiento económico que significaba atrajo a obreros, técnicos, negociantes y grandes empresarios. Para finales del siglo XIX su población superaba el medio millar, pero se consolidó cuando la Morococha Mining Company aglutinó la mayor parte de sus operaciones. Fue Cerro de Pasco Copper Corporation —era la misma empresa con nuevo nombre— la que tomó los servicios de Sebastián Rodríguez para el registro de sus empleados. Uno de los primeros contactos con Morococha de los nuevos mineros era la visita al estudio fotográfico a fin de ser retratados para el archivo de la compañía. Rodríguez desempeñó ese trabajo durante 40 años hasta que le fuera robada su vieja cámara Agfa. Para la estudiosa Fran Antmann eso le afectó tanto que podría ser una de las causas de su muerte, acaecida en 1968.

Como se trataba del único fotógrafo de la ciudad, no era raro que también se ocupase de registrar eventos familiares, matrimonios, grupos de trabajadores o, lo más característico: funerales, pues los accidentes y, por consiguiente, las muertes, eran muy habituales. El grueso de sus fotografías las tomó entre las décadas de 1930 y 1940. Destacan, por ejemplo, la titulada ‘Grupo de mineros’, donde se puede observar las pésimas condiciones laborales y de seguridad; ‘El contratista Froilán Vega con su grupo de Chanquiris’, que muestra la pirámide social del lugar, con las mujeres pallaqueras abajo, pues ganaban apenas medio jornal; ‘Velorio de un minero muerto a causa de un accidente’, con una escena ya habitual en un lugar donde la muerte era cotidiana; o la dolorosa ‘El violador y su víctima’, pieza maestra del conjunto, donde se ven retratados el anciano perpetrador, la niña víctima y dos guardias civiles.

El folclorólogo huancaíno Luis Cárdenas Raschio (1933-2012), quien también fuera fotógrafo y propietario de uno de los archivos fotográficos más valiosos de toda la región Junín, lo recordaba como un personaje algo retraído pero muy amable. “De Sebastián Rodríguez aprendí algunas técnicas”, me contó antes de fallecer. “Entonces la fotografía era privilegio de pocos, pero igual no se negaba a enseñar”.

Para Andrés Longhi, del colectivo Ojos Propios, Sebastián Rodríguez es a Junín como Martín Chambi a Cusco. “Sebastián Rodríguez es el fotógrafo del coraje: coraje el suyo, coraje el de su familia; coraje el que inspiró a tantos a trabajar por difundir sus fotografías”, añade.

Además del robo de su cámara, también afectó a su obra fotográfica la salida obligada de su familia de Morococha, pues la casa que ocupaban les fue requerida por la empresa. En ese trajín, gran parte de su archivo se deterioró o se perdió. Cuentan que hasta hace no mucho, era posible comprar algunas fotos suyas en Morococha y los alrededores.

Aunque ya era algo reconocido, a mediados de los noventa la estudiosa Fran Antmann inició la recopilación y difusión de su obra. Pero fue el empuje de Amanda Rodríguez Nájera, su hija, el que permitió continuar con esa labor de divulgación gracias a conversatorios, publicaciones y exposiciones que impulsó.

Hay un gran trasfondo antropológico en cada una de sus fotografías que aún se conservan. Hoy en día su obra ha ganado un enorme valor documental, histórico y, sobre todo, artístico. Desde la primera exposición en el Museo de Arte de Lima (MALI), en 2007, el prestigio de Sebastián Rodríguez se ha ido afianzando y ya se le equipara con otro gran fotógrafo peruano: Martín Chambi. Sus fotografías constituyen el mejor legado que podría recibir el lugar donde nació: Huancayo, una ciudad donde sus descendientes y muchos de sus admiradores todavía vivimos.

Publicado en Gatonegro N° 16. Junio de 2018.

 

William Faulkner, la obra

William Faulkner (Missisipi, 25 de setiembre de 1897 – 6 de julio de 1962).

William Faulkner, a 50 años de su muerte

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

El creador de Yoknapatawpha City, William Faulkner, falleció hace cincuenta años. Su poderosa influencia ha marcado la literatura universal de la segunda mitad del siglo XX, así como la obra de los escritores del Boom. Discípulos suyos son desde Juan Carlos Onetti y Gabriel García Márquez hasta Juan Rulfo y Mario Vargas Llosa.

William Faulkner (Missisipi, 25 de setiembre de 1897 – 6 de julio de 1962) ambientó su obra en Yoknapatawpha City, un polvoriento y ficticio territorio sureño, ubicado en Missisipi, donde han de vivir los Sartoris, los Compson, los Snopes, los Coldfield, los Sutpen y otras tantas familias integradas por los inolvidables personajes que constituyen, piedra sobre piedra, el universo faulkneriano. Se trata de unas tierras donde la guerra de secesión se ha llevado el antiguo esplendor de los grandes señores, ha destruido las plantaciones, empobrecido las arcas y liberado a los esclavos. Aún así, se siguen manteniendo los códigos de honor, las marcadas clases sociales e incluso las viejas costumbres.

El barroquismo del lenguaje es peculiar en Faulkner. Sus extensas oraciones, construidas con base en frases grandilocuentes, tienen el ánimo de ser notables, siempre relevantes. El estilo, podría decirse, recoge el mismo aliento de la tragedia griega, cuya atmósfera, además, se incorpora en casi toda su obra.

William Faulkner en la famosa foto tomada por Henri Cartier-Bresson en 1947.

Aunque desde sus primeras novelas ya se vislumbraba su gran talento —el también escritor y su maestro, Sherwood Anderson, ya estaba peleado con él, pero lo seguía «considerando una promesa»—, fue a partir de El sonido y la furia (1929) que alcanza uno de sus mayores picos. No es su mejor novela, pero sí su experimento más audaz. Dividida en cuatro partes, en ella los planos narrativos y los puntos de vista se abordan de tal forma que el orden lógico de la narración llega a ser caótico. Desfilan por sus páginas personajes imperecederos como Caddy, Quentin o Benjy, y reviven los mismos conflictos que Esquilo, Sófocles y Eurípides plasmaron en sus tragedias. Aunque Faulkner negara conocerla antes de la redacción de El sonido y la furia (los estudiosos encontrarían un ejemplar suyo fechado en 1924), la influencia de Ulises, de James Joyce, recorre toda su obra, pero es más que notable en esta novela. A partir de entonces, y en un lapso menor a una década, escribió sus mejores trabajos. Santuario (1931) es más sencilla estructuralmente, y era apenas apreciada por él, pero fue otra de sus piezas maestras. En esta novela la violencia y la decadencia —una constante en el mundo faulkneriano— imperan hasta niveles nunca vistos. Todos los personajes son malvados, psicópatas, endebles, idiotizados o cobardes. La frágil Temple Drake parece condenada a ser víctima de Popeye y sus secuaces, y su desfloración —para Mario Vargas Llosa el cráter de la novela— es una secuencia inolvidable por lo salvaje y horripilante, aunque también por lo hechicera.

Escrita después pero publicada poco antes, Mientras agonizo (1930) representa una serie de piruetas estructurales en que el punto de vista es el verdadero protagonista. Sobre una historia —como siempre— truculenta, poco menos de una veintena de personajes dominan el respectivo capítulo a través de su fluir de la conciencia. Así, hechos sencillos toman gran complejidad al volverse a contar desde nuevas perspectivas.

Entre sus mejores novelas podría citarse Luz de agosto (1932), con su aparente aliento a novela decimonónica, por ser menos atrevida en el uso de la tecnología narrativa. Y en Desciende Moisés (1942) e Intruso en el polvo (1948) continúa con esta forma de escribir. Sin embargo, salta a la vista la evolución que ha ocurrido en Faulkner: ya no es el joven dispuesto a pulverizar, a través de la técnica, toda la literatura conocida, pues la ha interiorizado y equilibrado con la historia a contar.

Es poco menos que imposible elegir una sola de las obras de Faulkner. En él la totalidad —desde Pilón (1935) y ¡Absalón, Absalón! (1936) hasta la trilogía de los Snopes (de 1940 a 1959) y Las palmeras salvajes (1939), con su famosa traducción de Jorge Luis Borges— es un imperativo. Faulkner hizo cuanto se le antojó con la literatura, y legó a la posteridad, directamente o a través de sus discípulos, grandes enseñanzas sobre el arte de narrar.

Imprescindibles / William Faulkner

Santuario (1931)
Escrita, según palabras del propio William Faulkner, como «la más horrible historia que pudiera imaginar», esta novela muestra a un puñado de personajes repulsivos por su maldad, psicopatía, idiotez o cobardía (y en algunos casos, todo junto). Cuenta la historia de Temple Drake, una guapa adolescente que huye en busca de aventuras y cae en manos de un grupo de rufianes liderados por Popeye. Desde entonces, ocurren desde asesinatos y secuestros hasta violaciones y linchamientos. Pero la magia de Faulkner hace que todo esto hechice al lector, tal cual hicieran los grandes novelistas del siglo XIX.

Luz de agosto (1932)
Es la historia de Lena Grove, quien con un bebé en el vientre, sale en busca del hombre que le prometió matrimonio. Aunque continúa la misma experimentación estructural y técnica que en el resto de su obra, en Luz de agosto William Faulkner ya ha alcanzado un equilibro entre el fondo y la forma. Una historia en que las pasiones humanas pueden llevar a la condenación, como la sentida por Miss Burden hacia Joe Christmas, por lo cual el linchamiento y la castración parecen ser la única salida. Se trata de una de las mejores novelas del ciclo de Yoknapatawpha.

El sonido y la furia (1929)
Junto con Ulises, es uno de los mayores experimentos narrativos en lengua inglesa. El caos a partir de la yuxtaposición de los puntos de vista y el tiempo conforman una historia llena de ruido y de furia. El poderoso arranque, en que toda la primera parte de la novela es vista a través de los ojos de un idiota (Benjy), es más que peculiar, y ha abierto puertas nunca vistas en la literatura. La grandilocuencia del honor recubre cada uno de los truculentos hechos que la componen, y las íntimas pasiones, el amor incestuoso y la tragedia son una constante.

Publicado en el Suplemento Cultural Solo 4, del diario Correo de Huancayo el 7 de julio de 2012.