Crónica: Pumpunya, la atalaya del Mantaro

El valle del Mantaro (Huancayo, Perú) va tomando forma conforme ascendemos por el cerro Pumpunya.

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

Recorrer el valle del Mantaro (Junín, Perú) en bicicleta —por el contacto con el entorno a través del binomio esfuerzo-avance— dista mucho del turismo convencional. Acompáñanos en esta travesía al mirador de Pumpunya, en Chongos Bajo.

Hay dos partes muy diferenciadas en el camino hacia Pumpunya. La primera consta de 14 kilómetros asfaltados, ligeros y con aire a parranda. Nos lleva por Chilca, Huancán, Huayucachi, Viques y Chupuro (el punto más bajo, a 3175 m s. n. m.). Allí comienza un ascenso constante y pedregoso de cinco kilómetros hasta el mirador, a 3576 m s. n. m., desde donde podremos contemplar de lado a lado el valle del Mantaro.

A lo largo del tramo nos toparemos con imponentes paisajes propios de la sierra peruana.

La clave, además de una condición física aceptable, es tener operativo el sistema de cambios de tu bicicleta para llevar una transmisión liviana y buenos frenos para el retorno. No olvides llevar líquido, algo de carbohidratos y tu casco. De caerte, podría hacer la diferencia entre una anécdota dolorosa o un grave accidente.

Pumpunya pertenece a Chongos Bajo. Una mujer nos cuenta que sus primeros pobladores «oían por las noches unos “¡pum, pum!” de alguna parte de la tierra». De ahí el nombre de «Pumpunya». En nuestro recorrido, en vez de tomar el sinuoso desvío hacia la plaza, seguiremos por la carretera a Chongos Alto. Según se asciende el cerro, la vista del valle se va dibujando, cada vez más clara, hasta la última curva, donde se nos revela en todo su esplendor.

 

Pumpunya para principiantes
Aunque algo más lejos, otra ruta de acceso es a través del puente La Breña y el malecón Las Brisas, pasando por Pilcomayo, Huamancaca, Tres de Diciembre y Chupuro. Recuerda que si vas en auto o motocicleta, en la carretera que comprende desde los barrios de Chonta, Pumpunya y la vía a Chongos Alto hay cierto tráfico de combis y camiones, muchos de los cuales bajan deprisa. Estaciona en las zonas visibles y más anchas, aun si eso implica caminar hasta el mirador. Una recomendación para el descenso en bicicleta es cuidarse de las curvas, pues la tierra suelta podría hacerte derrapar y caer. Y presta atención a los perros: dos o tres de ellos no son demasiado amistosos con los ciclistas.

Los materiales de construcción en la zona son principalmente de barro y piedra.
Antigua arquitectura en barro y piedra. Al fondo, el cerro de Pumpunya que deberemos subir para llegar al mirador.
Desde las viviendas del lugar, ya es natural despertar con una amplia vista del valle.

Publicado en Bitácora N°40 (Perú, 2017).

Crónica: Pumalanla, la roca donde duerme el puma

A la izquierda, la roca que da nombre a Pumalanla.

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

En el distrito de Ahuac (Junín, Perú) se ubica Pumalanla, una enigmática comarca donde vivieron los antecesores de los wankas. Su nombre significa Roca del Puma, y se ubica en la comunidad de Iscuhuatiana, en Chupaca, a 16 kilómetros de Huancayo.

Cuentan las historias que hubo en toda la sierra unos pobladores de origen legendario, anteriores a las antiguas culturas incas. Una de ellas es Pumalanla. Se trata de un complejo arqueológico, apenas reconocido, cuyo nombre significa Roca del Puma. Está ubicado en la comunidad de Iscuhuatiana, Copca (en las alturas de Ahuac), a 3680 metros sobre el nivel del mar, y a apenas ocho kilómetros de la plaza de Chupaca. En tiempos antiguos era habitado por unos sombríos hombres llamados gentiles, cuyos restos óseos todavía se pueden encontrar junto a sus utensilios partidos por ellos mismos.

En la parte alta de los restos arqueológicos de Pumalanla encontramos un camino de herradura.

La figuración de los gentiles recorre toda la sierra central con leyendas diversas. Pero todas coinciden en que se trataba de seres malvados, dueños de la tierra en un remoto pasado y que hacían de las suyas en el mundo. Dominaban algunas artes, entre ellas la adivinación, la alfarería y el tallado en piedra. Por eso, tenían bellísimas herramientas y utensilios de piedra, que parecían haber sido labrados por la naturaleza y no por la mano del hombre.

Cuando el Tayta Huamani o padre cerro —o quizás alguno de los dioses de los futuros wankas— decidió acabar con ellos lanzándoles una lluvia de fuego (algunas leyendas dicen que apareció un segundo sol que, junto con el otro, hizo arder todo a su paso, como en la versión que recoge Sergio Quijada Jara), los gentiles, impotentes y sabedores de que una nueva generación de hombres sería creada para reemplazarlos —pues podían vislumbrar, mas no evitar el futuro—, se resignaron a su suerte, pero eso sí, decidieron no dejarles ninguna de sus pertenencias. Iniciaron, de esa manera, la devastación de sus habitáculos, que redujeron a escombros. Sus utensilios fueron hechos pedazos y, cuando ya el tiempo apremiaba, escondieron bajo tierra lo que no pudieron destruir.

Desde lo alto del camino de herradura se puede apreciar gran parte del valle.

Miles de años después, algunos de sus refugios todavía se mantienen en pie. Y sus bellísimos utensilios, vestigios rarísimos como batanes y morteros —hallados por algunos pobladores de la actualidad a riesgo de contraer uno de los muchos males que, se dice, provoca el contacto con estos lugares—, se usan todavía y se han convertido en objetos de legado familiar.

Uno de esos asentamientos es Pumalanla, un complejo apenas investigado, pero que se constituye en un gran descubrimiento. Aún se pueden encontrar allí viejas tumbas gentiles, muchas de las cuales se hallan en tierras vírgenes. Hay además rastros de senderos de piedra y corrales sobre los campos de ichu.

En la cumbre de la montaña, a la que se llega tras una caminata de poco más de una hora, hay varios habitáculos, en cuyo suelo el afán vitalizador de la naturaleza, con el paso del tiempo, ha terminado por cubrir de hierba.
Se dice también que hay pinturas rupestres en algunas cuevas cercanas —adonde los pobladores temen entrar por la legendaria maldición de los gentiles, consistente en un daño perpetuo (como el chacho) que sus restos provocarían en las personas—, y huellas de esa vieja población que, acaso, desapareció para abrir paso a las nuevas civilizaciones de los wankas, quienes tomaron posesión de sus tierras para hacer lo que es ahora Huancayo y sus alrededores.

Publicado en Portal Web Radio Programas del Perú el 10 de agosto de 2012 y en revista Gatonegro N°19. Setiembre de 2018.

Crónica: Valle de trochas y senderos

Pequeños senderos se abren a cada paso.

Escribe: Juan Carlos Suárez Revollar
Fotos: Joel Carrillo de la Cruz

Además de nuestras carreteras asfaltadas, las afueras de Huancayo (Junín, Perú) están cuadriculadas por miles de senderos que atraviesan acogedores parajes. Acompáñanos en este recorrido en bicicleta por algunos de esos lugares que, está seguro, nunca has pisado.
Los caminos son cambiantes y, en ocasiones, inesperados.

Nada más placentero que tomar al azar un camino carrozable y, poco después, esos senderos casi intransitables que se derivan de él. Partimos temprano, cuando el aire de la mañana todavía duele sobre la piel. Desde una vía al oeste de Huancán giramos al sur por una ruta cubierta de fango y baches. Hay que avanzar lento para evitar que las ruedas nos salpiquen más de lo necesario. Por contraparte a estas molestias propias de meses lluviosos, donde apenas crecían hierbajos ahora bullen la vida y el verde.
A la primera oportunidad tomamos un caminito angosto y rodeado de eucaliptos. El sol ha comenzado a brillar, imparable. Salvo alguna subida ocasional, el terreno es amigable, hasta que acabamos en una vía pedregosa interrumpida por un riachuelo inusualmente caudaloso. Nos arriesgamos a seguir, pese a que si más adelante debemos volver sobre nuestros pasos, será difícil cruzarlo.

El camino de Viques a Vista Alegre.

Pronto salimos a Chupuro. Pero alérgicos en esta jornada a las carreteras asfaltadas, nos desviamos a Viques, deseosos de llegar a Vista Alegre, un centro poblado que se yergue en lo alto de los cerros. La dificultad de ascender nos da dos recompensas. La primera, más pueril, una imponente vista del valle, creciente conforme se sube. La segunda, inesperada, una bandada de loros que pasa sobre nuestras cabezas. Parecen empeñados en hacer notar su presencia a gritos, como si estuviesen absortos en una larga discusión. Es la tercera vez en veinte años que veo loros silvestres en Huancayo. Nos detenemos para contemplarlos desaparecer en el horizonte poco antes de, vencidos por la cuesta, dar la vuelta y luego dirigirnos a Huacrapuquio y Cullhuas por un caminito paralelo a la gran carretera que sube desde Huayucachi. Es mediodía y hora de volver a casa, hambrientos y satisfechos con 65 km de rodar y sentir la sierra.

Explorar senderos en la sierra
El encanto de una ruta al azar está en ir lento y disfrutar del paisaje. Si te extravías, siempre te quedará el recurso de preguntar a los pobladores o consultar el GPS. Casi cualquier distrito de Huancayo —y de la sierra— tiene decenas de trochas con destinos impensados. No te desanimes si en ocasiones te toca volver por donde viniste si llegas al fin del camino. La idea es encontrar y disfrutar cada nuevo trayecto.

Los caminos carrozables se angostan y pronto aparecen decenas de trochas y senderos.
La vista del valle durante el ascenso de Viques a Vista Alegre.

Publicado en Bitácora N° 41 (Perú, 2017).