¿Pero qué es una novela juvenil?

Uno de los sectores editoriales que más ha crecido es el de la literatura juvenil, base de la mayoría de planes escolares de lectura. En el siguiente artículo se presenta una reflexión sobre este tipo de novelas y damos algunas claves para identificar aquellas más adecuadas para la lectura conjunta de docentes y estudiantes.

Juan Carlos Suárez Revollar

Ciertos códigos destacan en las novelas juveniles. Pese a estar también presentes en las adultas, son característicos en las primeras y solo opcionales en las segundas. Suelen privilegiar la aventura, la facilidad de lectura, la trepidación de imágenes y, claro, un lenguaje sencillo, sin piruetas idiomáticas o lingüísticas. Tópicos recurrentes son la fantasía, los conflictos de maduración, la oposición entre el mundo infantil y el adulto, o los avatares del amor y la amistad. Y aunque también lo son en la novela clásica no juvenil, la diferencia está en su escritura más empática con el lector adolescente.

La novela juvenil opta habitualmente por personajes jóvenes, de edades afines a las del lector. Se asegura así que coincidan sus sentimientos, creencias, preocupaciones y modos de pensar. A menudo es más cercana a la acción que a la reflexión. Por eso durante siglos las novelas de aventuras —de Emilio Salgari, Julio Verne o Alejandro Dumas— fueron las favoritas de los lectores iniciáticos, quienes conforme avanzaban en su aprendizaje literario, cambiaban sus preferencias por libros más complejos, como los de Gustave Flaubert, León Tólstoi o Joseph Conrad. El paso de Dumas a Conrad requiere de varias etapas: digamos, con Oscar Wilde y Edgar Allan Poe en el intermedio. Esta calificación por niveles de dificultad no pone a uno por encima de los otros. La profundidad de cada autor obedece al desarrollo de sus propias preocupaciones estéticas y temáticas, independientemente de las premuras de sus editores, como ocurriera con Salgari.

La novela juvenil tiene un importante potencial comercial. Es la razón por la que cada vez más escritores incursionan en ella. En esa tentativa, algunos pliegan su literatura —que, no lo olvidemos, es una forma de arte— a fórmulas prefabricadas para alcanzar la aceptación de los adolescentes. Y aunque logren cierta lectoría, el producto suele estar lejos de la buena novela. ¿Quién no se ha topado con un autor que nos subestima como lectores y propone personajes repetitivos, de emociones predecibles y simplonas, que acaban en situaciones escasamente convincentes? Ese facilismo llega a plantear tramas recurrentes: un niño extraviado y su perro; un viaje inesperado; o un gran malentendido. Y van sazonadas por giros narrativos forzados: el perro ha desaparecido y el niño, en medio de su desesperanza, encuentra a un guía sobrenatural; el viaje se torna peligroso; o el malentendido quiebra las relaciones entre los personajes. Pero el desenlace —a través de coincidencias imposibles— nos lleva a una resolución feliz y al castigo del antagonista. ¿Cómo creer una realidad ficticia como esa, tan lejana de la realidad real? Se añade además una cuota de humor, a menudo innecesaria, rimbombante y de brocha gorda, asentada en golpes, caídas o bromas maliciosas, en vez de la ironía propia de la literatura de verdad. Y omite tercamente ciertos contenidos omnipresentes en la vida, que la buena literatura escamotea como simples silencios: desde la violencia y el sexo hasta la muerte o los conflictos religiosos. ¿A qué viene esa autocensura? A la creencia errónea de que un lector joven no debe tener contacto con aquellos aspectos de la condición humana que solo los adultos estaríamos en condiciones de comprender. El resultado es una novela superficial, y sus personajes, más que encarnar un simulacro de vida, son una mera representación de valores fingidos y lecciones morales artificiosas.

¿Cómo no recordar la lección de amistad e inconformismo —de aquel que nos incita a rebelarnos contra nuestro destino y superarnos como personas— de Tom Sawyer en medio de sus muchas diabluras? ¿Cómo no quedar marcados a fuego por la nobleza de espíritu del Quijote cuando se lanza a liberar a los reclusos, a quienes ha confundido con unos aldeanos en problemas? A su modo, Roald Dahl, J. K. Rowling o, con reparos, Jordi Sierra i Fabra, cultores contemporáneos de la novela juvenil, han seguido esa senda, pero con sus propias temáticas y estilos. Se trata de novelas que, por debajo de la lectura evidente, ofrecen algo más, entre líneas, solo detectable a través de la interpretación del lector alerta.

A fin de cuentas, sea juvenil o adulta, la literatura es una simulación de vida. En medio de los sueños, hace que nuestra existencia sea un poco mejor. ¿Qué otra cosa podríamos esperar de una novela?

Publicado en Muña de abril/mayo de 2016.

Crítica de literatura: El duelo (de Joseph Conrad)

El honor hasta el fin de la vida

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Joseph Conrad, autor de ‘El duelo.’

Aunque polaco de nacimiento, Konrad Korzeniowski —más tarde Joseph Conrad— (1857 – 1924) escribió su obra en inglés, idioma que aprendió pasados los veintitrés años de edad. Su trabajo mayor es El corazón de las tinieblas (1902), una poderosa novela que tiene como contexto la explotación y exterminio a gran escala en El Congo por la «Compañía» del rey belga Leopold II —esto último nunca se dice—, pero desde una particular óptica. Esta selva salvaje e inexpugnable va pervirtiendo y destruyendo a todos cuantos ingresan en ella. La desconexión con la realidad en que caen los personajes llega a niveles clínicos de perturbación mental. Sus novelas contienen, en su fondo y forma, mucha complejidad, al punto de tornarse, por momentos, un tanto densas. Otra gran novela suya es Lord Jim (1900), a la que podrían sumarse La línea de sombra (1917), Nostromo (1904) y El agente secreto (1907).

De 1906 es Gaspar Ruiz (A Set of Six), una colección de seis narraciones. La más extensa de ellas es El duelo, una novela corta situada durante las guerras napoleónicas —The Duel: A Military Tale, publicada también, en un volumen independiente, en Nueva York, en 1908, con el título de The Point of Honor—. Sus protagonistas, dos oficiales franceses, se enfrentan a duelo en repetidas ocasiones y sin razón aparente a lo largo de dieciséis años (los posibles motivos van desde un lío de faldas hasta la acusación de que D’Hubert «nunca quiso a Bonaparte». Pero el más probable es el enojo de Feraud por su arresto tras su primer duelo y, ya que no podía desobedecer, y menos batirse con el general que dio la orden, el reto fue para el mensajero).

Portada de la edición norteamericana de 1908 de El duelo.

El duelo dista del estilo y la temática predominante en Conrad. La estructura es bastante sencilla, lineal, salvo en cierto fragmento en que, como en una crónica histórica, se nos adelanta lo que ocurrirá con Joseph Fouché, un despreciable y camaleónico político de fugaz aunque memorable aparición que, para complicar las cosas, es real. El narrador es omnisciente y privilegia el punto de vista del oficial Armand D’Hubert. El otro, su enemigo, es el gascón —como D’Artagnan— Gabriel Feraud. Pero a diferencia de Los tres mosqueteros y todas sus secuelas (para Conrad, en las novelas de Alejandro Dumas no había más que una «teatral e infantil vehemencia por el juego de la vida»), El duelo no engrandece el espíritu duelista, ni tampoco su motivación: el honor. Más bien aborda ambas cosas con un sesgo irónico, y torna en ridícula esa ardorosa necesidad de batirse de sus protagonistas.

D’Hubert, un oficial cultivado, de buenas maneras y origen aristócrata, es arrastrado a esta larga disputa de honor por Feraud, belicoso y lleno de ímpetus, algo limitado pero tenaz. Conrad trata mejor en su narración al primero, y establece también un vínculo de interdependencia con el otro que se va fortaleciendo con los años: sus ascensos parejos o la solidaria camaradería durante el regreso de la desastrosa campaña de Rusia. Pero más aún, aquellas extrañas acciones entre las que se cuentan la eliminación del nombre de Feraud de la lista negra de bonapartistas gracias a la mediación de D’Hubert o la protección que dará este a aquel después de su enfrentamiento final.

El duelo es una obra menor si se la compara con las grandes novelas de Conrad. Aun así, ofrece una lectura amena y crea en el lector la misma simpatía por sus personajes que los de las historias más notables de este autor.

MÁS DATOS
El duelo tiene una estupenda adaptación fílmica, con el título de Los duelistas (The duellists), dirigida por Ridley Scott y estrenada en 1978.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 10 de setiembre de 2011.