Crítica de literatura: Mario Vargas Llosa, Los cachorros

Portada de la primera edición de Los cachorros, de 1967.

La decadencia y el valor de la virilidad latinoamericana

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Los cachorros es una de las novelas cortas más impactantes del último medio siglo. Esta nueva afirmación —por ser estrictamente personal— puede sonar dudosa: constituye el pico más alto de la obra de Mario Vargas Llosa, quien alcanzó con ella un nivel de perfección formal y estructural que supera largamente al resto de sus novelas (algunas de las cuales son genuinas piezas maestras).

Publicada en 1967, abarca desde la niñez hasta la adultez de cinco amigos miraflorinos. El centro de la narración es un integrante tardío del grupo, Pichulita Cuéllar, y en particular, lo que acontece con él tras el accidente —su tragedia, como los grandilocuentes planteamientos del estadounidense William Faulkner—. Haber sido capado por el feroz perro del colegio constituye el final de toda una etapa para él. De ser el alumno más brillante, capaz, perseverante y promisorio del grupo, con un brillante futuro en ciernes, se convierte —por los privilegios que le otorgan sus padres y maestros como compensación— en holgazán, inseguro, grosero y antipático. La causa es clara: la carencia del miembro viril lo obliga a estar en permanente autoafirmación. Es decir, a pretender demostrar que es el más fuerte, intrépido y osado, cualidades todas muy asociadas con la masculinidad latinoamericana.

Los cachorros es un audaz experimento en la presentación formal de los puntos de vista y del narrador. Vargas Llosa cuenta la historia a través de un narrador-testigo que fluctúa entre los cuatro amigos de Pichulita Cuéllar; y también entre la primera y tercera persona. El narrador omnisciente y los cuatro personajes-narradores toman la posta del relato de oración en oración, y aun dentro de una misma frase.

Mario Vargas Llosa (Perú, 1936).

Gabriel García Márquez escribió que «en el primer párrafo de una novela hay que definir todo: estructura, tono, estilo, ritmo, longitud, y a veces hasta el carácter de algún personaje». Uno de los mejores ejemplos de tal afirmación se encuentra en el arranque de Los cachorros, donde se establece la multiplicidad de puntos de vista y de narradores-testigo, además del uso en una misma oración de la primera y tercera persona: «Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat».

La presentación cronológica de la novela es, en su mayor parte, lineal. Está organizada en seis capítulos, cada uno de los cuales comprende un ciclo de la vida del grupo: Cuéllar el niño modelo hasta el accidente; el inicio de la adolescencia; el final del colegio; desde los enamoramientos serios a la decepción con Teresita Arrarte; la desenfrenada y decadente vida del joven Pichulita Cuéllar hasta la resignación a quedar eunuco; y finalmente, los matrimonios y los umbrales del envejecimiento.

Pese a ciertas características individuales que insinúa el autor, los narradores mantienen más bien una personalidad grupal, que se superpone entre unos y otros, y absorbe a las respectivas novias en cuanto aparecen. Ya había un esbozo de este perfil entre los vecinos del Poeta, en La ciudad y los perros, aunque esta vez el tratamiento ha sido distinto, y el grupo ha ganado profundidad en desmedro de los individuos. Cuéllar es la excepción. Sus pensamientos y conflictos interiores nunca son revelados directamente, pero aparecen como indicios a partir de lo percibido por sus amigos, y de esa manera lo podemos conocer más que a nadie.

Vargas Llosa ha afirmado que Los cachorros es su obra con la mayor cantidad de interpretaciones críticas. Como en otros ejemplos de gran literatura, son todas válidas. Pero más que un significado o una tesis, se impone una breve novela que explora temas que también preocuparon a otros grandes novelistas de esta patria grande que es América Latina.

Hemingway & Faulkner en Los cachorros

Hay dos características saltantes de la prosa de Ernest Hemingway y William Faulkner. Mientras en el primero se encuentran diálogos sencillos, vivaces, construidos en contrapunto y aparentemente triviales pero de gran significación; en el segundo está la escritura densa, de oraciones extensas, donde diestramente se salta de punto de vista o de tiempo narrativo. Mario Vargas Llosa tomó ambas formas de contar una historia y, en un genial híbrido que es Los cachorros, integró las formas dialógicas y la fluidez narrativa de Hemingway en la compleja maraña —construida a partir de la intercalación de técnicas— de Faulkner (también habría que destacar como un antecedente los apartados titulados «El ojo de la cámara», de la Trilogía USA, de John Dos Passos).

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 8 de setiembre de 2012.

William Faulkner, la obra

William Faulkner (Missisipi, 25 de setiembre de 1897 – 6 de julio de 1962).

William Faulkner, a 50 años de su muerte

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

El creador de Yoknapatawpha City, William Faulkner, falleció hace cincuenta años. Su poderosa influencia ha marcado la literatura universal de la segunda mitad del siglo XX, así como la obra de los escritores del Boom. Discípulos suyos son desde Juan Carlos Onetti y Gabriel García Márquez hasta Juan Rulfo y Mario Vargas Llosa.

William Faulkner (Missisipi, 25 de setiembre de 1897 – 6 de julio de 1962) ambientó su obra en Yoknapatawpha City, un polvoriento y ficticio territorio sureño, ubicado en Missisipi, donde han de vivir los Sartoris, los Compson, los Snopes, los Coldfield, los Sutpen y otras tantas familias integradas por los inolvidables personajes que constituyen, piedra sobre piedra, el universo faulkneriano. Se trata de unas tierras donde la guerra de secesión se ha llevado el antiguo esplendor de los grandes señores, ha destruido las plantaciones, empobrecido las arcas y liberado a los esclavos. Aún así, se siguen manteniendo los códigos de honor, las marcadas clases sociales e incluso las viejas costumbres.

El barroquismo del lenguaje es peculiar en Faulkner. Sus extensas oraciones, construidas con base en frases grandilocuentes, tienen el ánimo de ser notables, siempre relevantes. El estilo, podría decirse, recoge el mismo aliento de la tragedia griega, cuya atmósfera, además, se incorpora en casi toda su obra.

William Faulkner en la famosa foto tomada por Henri Cartier-Bresson en 1947.

Aunque desde sus primeras novelas ya se vislumbraba su gran talento —el también escritor y su maestro, Sherwood Anderson, ya estaba peleado con él, pero lo seguía «considerando una promesa»—, fue a partir de El sonido y la furia (1929) que alcanza uno de sus mayores picos. No es su mejor novela, pero sí su experimento más audaz. Dividida en cuatro partes, en ella los planos narrativos y los puntos de vista se abordan de tal forma que el orden lógico de la narración llega a ser caótico. Desfilan por sus páginas personajes imperecederos como Caddy, Quentin o Benjy, y reviven los mismos conflictos que Esquilo, Sófocles y Eurípides plasmaron en sus tragedias. Aunque Faulkner negara conocerla antes de la redacción de El sonido y la furia (los estudiosos encontrarían un ejemplar suyo fechado en 1924), la influencia de Ulises, de James Joyce, recorre toda su obra, pero es más que notable en esta novela. A partir de entonces, y en un lapso menor a una década, escribió sus mejores trabajos. Santuario (1931) es más sencilla estructuralmente, y era apenas apreciada por él, pero fue otra de sus piezas maestras. En esta novela la violencia y la decadencia —una constante en el mundo faulkneriano— imperan hasta niveles nunca vistos. Todos los personajes son malvados, psicópatas, endebles, idiotizados o cobardes. La frágil Temple Drake parece condenada a ser víctima de Popeye y sus secuaces, y su desfloración —para Mario Vargas Llosa el cráter de la novela— es una secuencia inolvidable por lo salvaje y horripilante, aunque también por lo hechicera.

Escrita después pero publicada poco antes, Mientras agonizo (1930) representa una serie de piruetas estructurales en que el punto de vista es el verdadero protagonista. Sobre una historia —como siempre— truculenta, poco menos de una veintena de personajes dominan el respectivo capítulo a través de su fluir de la conciencia. Así, hechos sencillos toman gran complejidad al volverse a contar desde nuevas perspectivas.

Entre sus mejores novelas podría citarse Luz de agosto (1932), con su aparente aliento a novela decimonónica, por ser menos atrevida en el uso de la tecnología narrativa. Y en Desciende Moisés (1942) e Intruso en el polvo (1948) continúa con esta forma de escribir. Sin embargo, salta a la vista la evolución que ha ocurrido en Faulkner: ya no es el joven dispuesto a pulverizar, a través de la técnica, toda la literatura conocida, pues la ha interiorizado y equilibrado con la historia a contar.

Es poco menos que imposible elegir una sola de las obras de Faulkner. En él la totalidad —desde Pilón (1935) y ¡Absalón, Absalón! (1936) hasta la trilogía de los Snopes (de 1940 a 1959) y Las palmeras salvajes (1939), con su famosa traducción de Jorge Luis Borges— es un imperativo. Faulkner hizo cuanto se le antojó con la literatura, y legó a la posteridad, directamente o a través de sus discípulos, grandes enseñanzas sobre el arte de narrar.

Imprescindibles / William Faulkner

Santuario (1931)
Escrita, según palabras del propio William Faulkner, como «la más horrible historia que pudiera imaginar», esta novela muestra a un puñado de personajes repulsivos por su maldad, psicopatía, idiotez o cobardía (y en algunos casos, todo junto). Cuenta la historia de Temple Drake, una guapa adolescente que huye en busca de aventuras y cae en manos de un grupo de rufianes liderados por Popeye. Desde entonces, ocurren desde asesinatos y secuestros hasta violaciones y linchamientos. Pero la magia de Faulkner hace que todo esto hechice al lector, tal cual hicieran los grandes novelistas del siglo XIX.

Luz de agosto (1932)
Es la historia de Lena Grove, quien con un bebé en el vientre, sale en busca del hombre que le prometió matrimonio. Aunque continúa la misma experimentación estructural y técnica que en el resto de su obra, en Luz de agosto William Faulkner ya ha alcanzado un equilibro entre el fondo y la forma. Una historia en que las pasiones humanas pueden llevar a la condenación, como la sentida por Miss Burden hacia Joe Christmas, por lo cual el linchamiento y la castración parecen ser la única salida. Se trata de una de las mejores novelas del ciclo de Yoknapatawpha.

El sonido y la furia (1929)
Junto con Ulises, es uno de los mayores experimentos narrativos en lengua inglesa. El caos a partir de la yuxtaposición de los puntos de vista y el tiempo conforman una historia llena de ruido y de furia. El poderoso arranque, en que toda la primera parte de la novela es vista a través de los ojos de un idiota (Benjy), es más que peculiar, y ha abierto puertas nunca vistas en la literatura. La grandilocuencia del honor recubre cada uno de los truculentos hechos que la componen, y las íntimas pasiones, el amor incestuoso y la tragedia son una constante.

Publicado en el Suplemento Cultural Solo 4, del diario Correo de Huancayo el 7 de julio de 2012.

 

Jane Eyre y Cumbres Borrascosas

Anne, Emily y Charlotte Brontë en una pintura de su hermano Patrick Branwell.

Juan Carlos Suárez Revollar

Es difícil no recordar Cumbres Borrascosas (Emily Brontë) a la hora de leer Jane Eyre (Charlotte Brontë) . Bastante menor es Agnes Grey (Anne Brontë), pese a sus evidentes méritos literarios. Las tres novelas se publicaron el mismo año: 1847. Aunque de distinta naturaleza, los puntos en común parecen ser mayores que las diferencias, pero son también coincidencias superficiales. Esa leve influencia tendría su origen en la propia gestación, pues fueron escritas al mismo tiempo, y por ello es posible que las tres hermanas conocieran las historias de las otras dos estando su redacción en proceso.

Acaso lo más saltante es ese ambiente lúgubre que se siente a lo largo de sus páginas, con ribetes góticos de encierro y represión hacia el protagonista. Heathcliff (de Cumbres Borrascosas) y Jane Eyre están desamparados —y a su modo, también Agnes Grey—, y llegan, por circunstancias de la providencia, a un lugar que no les pertenece. Viven bajo la protección de unas gentes que los detestan porque, en un momento de su vida, han perdido al alma caritativa que los acogió, y por eso se convierten en parias en su propia casa, atormentados por quien debiera cumplir las funciones de su hermano: Hindley en Cumbres Borrascosas, John Reed en Jane Eyre. Pero a diferencia de los personajes de Faulkner, quienes viven resignados a su destino en ese Yoknapatawpha de ensueños, ellos enfrentan al mundo, y aunque no vencen, adaptan a ellos parte de él.

Si bien de fondo realista, el clima gótico —y hasta fantasmagórico— de ambas novelas es inconfundible, y puede por momentos salir airosa en escenas de típicas historias góticas o de fantasmas: el mejor ejemplo, el caótico ambiente de encierro de El castillo de Otranto, de Horace Walpole.

El dato escondido en Jane Eyre, como si se tratase de un buen policial, se sostiene hasta su resolución. Es a partir de entonces —después de que Jane huye de la casa Rochester— que la novela pierde fuerza, al igual que la protagonista: ya no es la muchacha resuelta, libertaria, que enfrenta a su opresor, la tía Reed, o Mr. Brocklehurst en el internado; sino una lánguida mujer que cede a la imposición de su primo St. John.

Eso no ocurre en Cumbres Borrascosas, que desde la propia inserción de varios narradores —la base de su estructura— y el diseño de personajes sólidos y tan tangibles como la gente de carne y hueso, jamás decae el hilo narrativo ni el ascenso dramático. La trama —que tiene el aliento de una gran tragedia griega— salta entre pequeños pero cientos de hechos y ve pasar el tiempo de modo vertiginoso.

Leer ambas novelas como el anverso y el reverso de un díptico puede ser exagerado. La unidad de cada una es indiscutible. Solo las grandes creaciones son capaces de alcanzar vida propia y trascender al autor, al contexto, a la historia. Jane Eyre y Cumbres Borrascosas pertenecen a esa clase de ficciones.

Publicado en el Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo el 5 de mayo de 2012.

Crítica de literatura: Exiliados (de James Joyce)

Almas derrotadas en busca del exilio

Juan Carlos Suárez Revollar

Primera edición del drama ‘Exiliados’, de James Joyce.

La importancia de la obra de James Joyce para la narrativa del siglo XX es enorme, aunque afirmarlo suene a verdad de Perogrullo. Su influencia en cada nueva novela o cuento, directamente o a través de sus seguidores —aquellos que, como William Faulkner o John Dos Passos, tomaron sus técnicas y las desarrollaron y ampliaron—, es más que notable.

Si bien Ulises y la dificilísima Finnegans Wake constituyen la avanzada de la experimentación en la técnica narrativa, a su modo, Retrato del artista adolescente y Dublineses se aproximan a la novela y al cuento a la usanza de Maupassant, Flaubert o Balzac.

Pero Joyce no solo fue un extraordinario narrador. Escribió también, junto a un puñado de bellos poemas, un drama excepcional. Su pieza teatral Exiliados, escrita en 1915, además de ofrecer una trama poderosa, se sirve de una serie de sencillas anécdotas que, en conjunto, sondean el alma y el ser hasta niveles críticos.

Exiliados parte de cuatro personajes —intensos, extraños, sufrientes, dubitativos, en fin, humanos— que, con sus conflictos íntimos —que se amplían y, enseguida, se afectan entre sí—, recrean una historia extraña, de clima demoledor y perturbado.

El más intenso de los personajes, y quien sirve de soporte a toda la trama, es Richard Rowan, el escritor, quien por su carácter y sus actitudes extravagantes, va arrastrando a los otros tres, la esposa (Bertha), el amigo (Robert) y la antigua amante de este (Beatrice), a un juego autodestructivo y maniático.

James Joyce (Dublín, 1882 – Zúrich, 1941).

El centro del conflicto es la pureza de Bertha, a quien este ha consentido y hasta alienta a serle infiel con Robert. En un plano metafísico, la posesión de Bertha sería el vínculo definitivo entre aquellos. Joyce lo explica como la naturaleza del amor para el alma que, «al igual que el cuerpo, puede tener virginidad. Entregarla en el caso de la mujer, y tomarla en el del hombre, es el verdadero acto del amor». Al ser el alma incapaz de amar de nuevo, no puede, tampoco, y salvo en un plano meramente carnal, servir Bertha como agente vinculante entre ambos hombres.

Pese a la poca participación de Beatrice —equivalente a la de Dante— en la acción, su rol es como un huracán: ella fue el primer intento fallido de unir a Robert y Richard. Su regreso la muestra destruida por dentro, pero también resignada a ello. Beatrice es a Bertha —como Robert a Richard—, un intento de aproximación fracasado. Ella y Robert quisieran ser como Bertha y Richard, pese a la imposibilidad de ello, y a que estos últimos se saben poca cosa, distintos, pero poca cosa al fin.

El tema de la obra es la infidelidad, pero no como la de Madame Bovary, Anna Karenina o El eterno marido. Se trata de una infidelidad espiritual, mística, que sobrepasa a la mera posesión del cuerpo. Exiliados tiene todo el aliento de la tragedia griega y, al igual que Esquilo, Joyce pone en relieve más de esos desperfectos de la naturaleza humana que hacen tan necesaria a la literatura.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4, del diario Correo, el 5 de noviembre de 2011.

Crítica de literatura: El gran Gatsby (de Francis Scott Fitzgerald)

Los fantasmas que respiran sueños

Juan Carlos Suárez Revollar

Primera edición de El gran Gatsby (1925).

Como el propio Francis Scott Fitzgerald, Jay Gatsby trataba de impresionar a la alta sociedad. Eso explica las enormes fiestas y los pantagruélicos banquetes que organiza en su palacete para arribistas, aprovechados y unos pocos ricos. Su verdadero fin es atraer a Daisy Buchanan, la muchacha a la que amó en su juventud, pero que ahora está casada con un tipo rico y petulante —Tom—, quien es en el fondo bobo y risible. Esa es parte de la esencia de El gran Gatsby, la mejor novela que escribió Fitzgerald, allá por 1925.

La personalidad de Gastby es peculiar. Ha construido un mito sobre sí mismo, y una fortuna a partir de la nada —aunque hay pocos detalles, el romántico y platónico Gatsby se ha hecho un gángster como aquellos que pueblan las novelas negras publicadas por la misma época—, únicamente para disponer del dinero necesario que le permita recuperar a Daisy, y a ese pasado en que se amaron, poco antes de separarse por ser él un pobre diablo sin fortuna. Quiere también, ingenuamente, borrar el pasado de Daisy en que ella no lo amó a él, sino a su marido. Desde su mismo nombre —el verdadero parece ser James Gatz—, mucho de lo referente a él es inventado. Así, la realidad se diluye hasta casi desaparecer, salvo por aquellos sucesos que nos devuelven a ella de golpe.

Caricatura de Fitzgerald encarnando a Gatsby.

Para dar sustancia a lo que, desde el inicio, es una historia de ensueños, Fitzgerald eligió al afable Nick Carraway como personaje narrador. Desde este punto de vista nos hace el retrato de la alucinada Nueva York anterior a la Gran Depresión. Así, somos testigos de la opulencia de la época, de las desenfrenadas fiestas, y de la serie de prodigiosos sucesos que conforman la historia de amor que es la novela. En realidad, los personajes (cínicos, egoístas, deshonestos, desvergonzados, arribistas, frívolos y ridículos) son peores de como los describe Nick, pues el autor hace muchas concesiones a través de la gentileza de su narrador, quien acaso queriendo, oculta detalles porque también él, en cierta forma, tiene los mismos defectos que los otros. El mundo de la novela es de gentes interesadas, pues es también el interés el que acerca a Gatsby y Nick, al ser éste primo de Daisy, y por eso, el perfecto intermediario para volver a trabar relaciones con ella.

Hay asomos de Fitzgerald en Gatsby, pero también en Nick. Los tres viven deslumbrados por esa extraña raza a la que pertenecen los ricos, y poco más o menos, son sus víctimas. A lo largo de la novela Nick se va desencantando y regresa finalmente a su ciudad, derrotado en su empeño inicial, y asqueado de la sociedad a la que se introdujo, deseoso de hacer fortuna, y donde sentimentales como Gatsby o él no podrían encajar. Ha sido esa sociedad la que ha matado a su amigo, mientras Wilson, el lunático con la pistola, era apenas un instrumento, pero no del marido de Daisy, sino del destino (hay un error de Fitzgerald aquí, pues el encuentro de Wilson y Tom, en que se supone éste envenena el alma del primero para que mate a Gatsby, no tiene cómo ser conocido por el personaje narrador, y por eso mismo, no podría incluirse en su relato). Sólo Nick comprende que Gatsby, en medio de los cientos de desconocidos que se sirven a sus expensas, ha estado siempre solo. Y en las últimas páginas, ya con el impotente acompañamiento del lector, ello reluce más aún.

Francis Scott Fitzgerald (Minnesota, 1896 – California, 1940).

Al igual que algunos de sus personajes más memorables, Fitzgerald creía en el dinero como la vía para alcanzar la felicidad. Cuentos suyos como «Sueños de invierno», «Lo más sensato» o «Dados, nudillos de hierro y guitarra» tienen a un joven, pobre pero emprendedor, que ama, sueña y choca estrepitosamente contra la barrera que le imponen los ricos. En El gran Gatsby los personajes deambulan intentando concretar sus ilusiones. Y Gatsby en particular se entrega a ellas, el todo por el todo, hasta su derrota final, en que pierde a Daisy y la vida. A fin de cuentas, como lo dice en la novela, puede que todo aquello que nos rodea no sea más que «un nuevo mundo, material sin llegar a ser real, donde los pobres fantasmas respiran sueños en vez de aire».

F. SCOTT FITZGERALD
Nacido en Minnesota en 1896, es junto a William Faulkner, John Dos Passos y Ernest Hemingway uno de los grandes representantes de la novela norteamericana de la primera mitad del siglo XX. Es autor de A este lado del Paraíso (1920), Suave es la noche (1934), El último magnate (1942); Flappers y filósofos (1920), Cuentos de la era del Jazz (1922), entre otros. El gran Gatsby (1925) es su novela más famosa. Murió en California en 1940.

Publicado en el suplemento cultural Solo 4 del diario Correo de Huancayo, el sábado 18 de junio de 2011.