Crítica de literatura: ‘El sendero luminoso del placer’, de Willy del Pozo

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Por muy seguros que estemos de recrear todos los detalles de un recuerdo, siempre, al momento de ordenarlos para convertirlos en un relato no es posible describirlo todo, porque para ello haría falta retomar cada uno de los hechos, segundo a segundo, y volverlo a vivir. Por eso el relato omite detalles que no son relevantes y se extiende en otros que quizá fueron más breves que los suprimidos, pero que tienen mayor importancia para lo que pretendemos narrar. Esa capacidad de elegir qué contar y qué no, determina al autor como individuo, al elegir con base en su propia percepción, en sus creencias y en sus gustos personales.

Los textos que Willy del Pozo presenta en El sendero luminoso del placer tienen una característica común: están escritos en primera persona y narran los recuerdos que su autor ha ido reuniendo a lo largo de una vida errante e intensa.

Cada relato aborda un hecho en particular, anecdótico, donde el propio del Pozo es protagonista. La marcada subjetividad nos hace pensar en si realmente los hechos ocurrieron tal y como se cuentan o, más bien, el paso de los años, el olvido y principalmente la tendencia literaria del autor los ha transformado en literatura: la ficción se hace presente cubriendo los detalles donde los recuerdos son insuficientes.

Muchos finales son aparentemente de derrota. “Un desenlace irónico, a veces, cierto aroma a fracaso”, escribe el autor en el prólogo. Sin embargo, esos finales son más bien el cierre de una etapa y el inicio de otra. ¿No es el crecer una serie de etapas que nos marcan de por vida y dejan apenas el sabor grato o amargo del recuerdo?

El sendero luminoso del placer tiene un fuerte tinte de nostalgia y añoranza a lo largo de sus páginas. Aquel que fue niño una vez nos cuenta, ya adulto, lo que vivió, sintió y deseó.

Texto leído durante la presentación del libro en Huancayo.

Crítica de literatura: Triste, solitario y final (de Osvaldo Soriano)

La ficción en la ficción

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Triste, solitario y final se publicó en 1973.

Es difícil no imaginar al argentino Osvaldo Soriano (1943-1997) en su papel de fabulador mientras se lee Triste, solitario y final. Se trata de una novela extravagante, muy fresca y original, publicada en 1973. Desde el inicio nos topamos con un doble juego entre realidad y ficción, que hace añicos la línea que las divide. El protagonista es el propio autor, o más bien, un supuesto Osvaldo Soriano, también argentino, también escritor, que también escribe una novela sobre Laurel y Hardy (los de la teleserie El gordo y el flaco). Acabado de llegar a Los Ángeles, ha tomado contacto con un envejecido y derrotado —patético más bien— Philip Marlowe, el entrañable detective de un puñado de historias del norteamericano Raymond Chandler, quien se hiciera particularmente famoso por sus dos obras maestras: El sueño eterno y El largo adiós.

Triste, solitario y final se aproxima a esa clase de novelas que hacen de la ficción, como tal, su razón de ser. Un par de ejemplos cogidos al azar: El Quijote o Niebla. En ambas, en un momento dado, sus autores aparecen representados —y son objeto de irónica burla—, e interactúan con los personajes. Triste, solitario y final va más allá, pues involucra a gentes verídicas, de carne y hueso, pero que por su naturaleza, viven también entre la realidad de sus propias vidas y aquella que les toca representar: son actores en la factoría de sueños que es Hollywood, desde Laurel y Hardy, hasta John Wayne y Charlie Chaplin. El retrato de ese mundo en la novela dista, por ejemplo, del cínico y frívolo que hace Norman Mailer en The Deer Park, y más bien se lo torna teatral, grotesco, ridículo, pero en el sentido (o el sinsentido) que tomaría dentro de una de aquellas viejas comedias del cine de los veinte.
Además de la dualidad que ha adquirido por ser una ficción hasta su máxima expresión, Triste, solitario y final toma ciertas distancias de las historias de Chandler. El punto de vista es uno de los más saltantes, pues recae en Soriano y no en Marlowe. Igualmente, el narrador es omnisciente, a diferencia de El largo adiós o El sueño eterno, contadas en primera persona.

Caricatura del argentino Osvaldo Soriano (1943-1997).

Marlowe precisa de una mención aparte. De lo frío y extremadamente correcto que era, se ha convertido en un romántico frustrado, resignado y derrotado. En el pasado —que conocemos por la obra de Chandler— jamás recibía pagos por adelantado ni mucho menos incentivos. Si bien duro por fuera, era un alma generosa que no dudaba en arriesgarse o perjudicarse por aquello en que creía. Podía hacer desplantes a las femme fatales más bellas si estas intentaban envolverlo para obstaculizar su investigación. En Triste, solitario y final todo eso ha cambiado. Pero no es por inconsecuencia del personaje ni por falta de pericia del autor. Es simplemente porque, como en el propio Soriano, se trata de apenas una apariencia, de un supuesto Philip Marlowe.

El mayor mérito de la novela es su flirteo entre la realidad aparente y la ficción pura. Si bien por eso puede hastiar un poco, Triste solitario y final es un logrado divertimento que, burlesco y satírico, urde una historia de novela, de ficción, de un mundo en que las fantasías —realistas después de todo— pueden ocurrir. Al fin y al cabo, ¿no es esa la función de la novela?

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el sábado 22 de octubre de 2011.