Odebrecht y la impunidad

Por: Juan Carlos Suárez

Es difícil evitar una mirada pesimista al sistema de justicia —y no solo en el Perú— ante los delitos y crímenes de la clase política. A lo largo del siglo XX y en lo que va del XXI, los políticos que han podido ser condenados son más bien pocos si se comparan con todos aquellos que consiguieron eludir a la justicia y acabaron asilados o simplemente prófugos (basta ver los listados de criminales de lesa humanidad en cualquier parte del mundo). Sin contar a aquellos que lograron entorpecer y dar largas a los juicios e investigaciones hasta ser absueltos.

Mal que mal, Odebrecht nos hizo un favor: con su facilidad para codearse con la élite del poder y su poco escrúpulo a entregar sumas enormes, sentó las bases de lo que ahora constituye un proceso sin apenas antecedentes en América Latina. Pero lo más importante, le quitó la careta a una clase política acostumbrada a arengar sobre el honor y la honestidad en su trayectoria. Es posible que los sobornos de Odebrecht fueran un secreto a voces entre funcionarios de alto nivel. ¿Por qué nadie lo denunció?

Otro efecto importante que deja Odebrecht es el cambio en la configuración de poder para una próxima elección. Además de Ollanta Humala y Alejandro Toledo, dos fuerzas políticas determinantes en los procesos electorales desde la década del ochenta quedan anuladas: el APRA y, más recientemente, el fujimorismo. Ambos partidos se debatirán hoy día en una pugna interna que, incluso, podría acabar por borrarlos del mapa. Al menos en el APRA, la facción alanista no se resigna a perder el control del partido y ha recurrido a una acción no demasiado ética: lanzar la carrera política de un muchacho de 14 años, el hijo menor de Alan García, como su sucesor. Resulta de una teatralidad que linda con lo ridículo, tan similar a las sucesiones en monarquías y sectas religiosas. Desde ya, el APRA hace mal en retrasar una reestructuración. La única forma de evitar una estrepitosa derrota en la próxima elección es renovar totalmente su dirigencia partidaria. Postular viejos rostros daría un mensaje de continuismo, fatal en esta coyuntura.

Con el fujimorismo ocurre algo parecido. Keiko Fujimori —otra sucesora— nunca mostró la suficiente competencia para liderar un partido que, en algún momento, ostentó la mayor cuota de poder en el Perú. Acaso su hermano Kenji es más capaz en ese aspecto: muestra definitivamente ese carisma que Keiko no está preparada para representar. Pero eso no basta. Además de compartir el apellido con su hermana y su padre, también lleva encima el mismo pasivo político y los aliados-cómplices que tanto daño hicieron al Perú en la década del noventa. El retorno de la facción dura en el fujimorismo obedece solo a una acción desesperada. Pero también refleja una renovación interna que nunca ocurrió.

Erramos al reducir los problemas del Perú únicamente a las malas prácticas de una gran empresa contratista. La cultura del soborno a cambio de una buena pro —de la que Odebrecht, aunque a gran escala, también es parte— se encuentra con facilidad en casi cualquier nivel del Estado. He escuchado quejarse a pequeños contratistas y proveedores de gobiernos locales o entidades públicas de la necesidad de pagar bajo la mesa para ganar una licitación. De no hacerlo —repiten con impotencia y una pizca de cinismo— se contrataría a otro empresario menos celoso con esta práctica. Pero hay más: para que ese soborno pueda ocurrir, se necesita la complicidad de funcionarios y autoridades elegidas por voto popular. Es decir, se trata de una práctica sistemática y, horror, institucionalizada. No es gratuito, por eso, que en el estudio de Transparencia Internacional sobre la corrupción publicado en 2017, nuestro país aparezca tercero en América Latina entre los países donde se paga más sobornos.

Otra oportunidad que abre el proceso a Odebrecht es, precisamente, el enorme potencial de las colaboraciones eficaces para luchar contra la corrupción. Urge combatir los sobornos en las contrataciones del Estado a todo nivel. También son un secreto a voces las comisiones y diezmos pagados a funcionarios, alcaldes o gobernadores. Y esta vez, ya incluyéndonos como protagonistas, volveríamos a preguntar: ¿por qué ninguno de nosotros lo denuncia?

Como con Odebrecht, la corrupción en las contrataciones del Estado a nivel local obedece a un complejo entramado de favores políticos con el empresariado (a veces, también están involucrados otros agentes con intereses en su área de gestión: traficantes de tierras, de narcóticos, de madera y minerales o incluso tratantes de personas). Hablamos aquí de, por ejemplo, un arreglo entre alcaldes, gerentes municipales o regidores con pequeños contratistas que les pagan comisiones o les dieron aportes durante el proceso electoral. Se trata de montos que no suelen pasar de unos pocos miles de soles y que solo podrían notarse de hacer una sumatoria de las decenas de contratos de cada entidad pública en las que ocurren esos actos de corrupción.

Un elemento importante para el proceso a Odebrecht y la consiguiente caída de expresidentes, candidatos presidenciales y altos funcionarios involucrados fue que coincidiera con el caso Lavajuez. Solo así fue posible neutralizar la influencia de esos políticos a través de aquellos cómplices a los que por años fueron infiltrando en el sistema de justicia. Como Odebrecht por un lado y Lavajuez por otro, constituyen una muestra apenas de una corrupción fácil de detectar entre el conjunto de todas las contrataciones del Estado y el sistema de justicia peruano. Hay, entonces, un largo camino por recorrer.

Es evidente que el factor Odebrecht aún no ha terminado por alterar el orden político en América Latina. Pero sí empieza a darnos la percepción de que es posible nivelar a las personas en cuanto al acceso a la justicia. Y recrea la esperanza de que, por fin, la recurrencia de la impunidad estaría comenzando a cambiar. Como siempre, podríamos ser optimistas en ese aspecto pero sin dejar de mantenernos vigilantes. Porque la historia nos ha enseñado que la clase política —casi— siempre se sale con la suya.

Publicado en Gatonegro N°26 de abril de 2019.