Crítica de literatura: La casa de cartón, de Martín Adán

Primera edición de ‘La casa de cartón’ (Perú, 1928), de Martín Adán.

Barranco por un artista adolescente

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

La casa de cartón es una novela. No una novela en el sentido estricto del género, sino en una forma experimental, revolucionaria, que sigue los audaces intentos narrativos de la época, llegados desde el otro lado del mar de manos de autores como James Joyce o Marcel Proust. Entre ellos, John Dos Passos había convertido a Nueva York en protagonista de Manhattan Transfer (1925). Lo hizo influido por Joyce, quien consiguió que Dublín, a través de un gran retrato colectivo de la ciudad, tomara rasgos palpables de personalidad.

Martín Adán —seudónimo de Ramón Rafael de la Fuente Benavides— empezó a escribir La casa de cartón en 1924 y la publicó cuatro años después. Más que en una historia, se centró en delinear a su protagonista: el distrito de Barranco, donde destacan el mar, el malecón, la ciudad. La estructura sigue un modelo de collage de cuadros breves donde, en forma de estampas, hace conocer al lector la geografía barranquina y a sus pobladores de inicios del siglo XX. Estas visiones se presentan desde la mente del personaje-narrador. Predomina en el libro una técnica recién desarrollada por Joyce en Ulises (1922): el monólogo interior y el fluir de la conciencia. Ese caos narrativo, agravado por la ambigüedad del tiempo, crea la impresión de que ocurre más lenguaje que acción. Pero en su borrosa trama se superponen muchas imágenes y personajes que llegan a un ritmo vertiginoso. Todo ello hace posible leer La casa de cartón como un poema en prosa, pero también como la moderna novela que es.

Martín Adán (1908 – 1985).

La difusa historia es apenas sugerida por el narrador, un colegial innominado al que atormentan diversos conflictos. Al arrancar el libro tiene catorce y a la mitad «dieciséis años y el bozo crecido». Somos testigos de su maduración, su iniciación en el amor, su aprendizaje literario, su soledad y su interiorización del significado de la muerte. El personaje más palpable del libro (después de la ciudad) es Ramón (además el primer nombre del autor), quien como colega y cómplice, es también guía y, en cierta forma, rival del narrador —por haber poseído antes a Catita, una Penélope infiel «catadora de mozos», entusiasta por el placer antes que por sus ocasionales amantes—. Los paralelos entre ambos (además de con el propio autor) crean la perturbadora sospecha de que podría tratarse del desdoblamiento de un mismo individuo.

Martín Adán renuncia a la objetividad absoluta y la invisibilidad del autor, perseguidas por Joyce y Dos Passos, para construir un relato subjetivo e introspectivo, que hace preciso identificar los recovecos de la narración a fin de seguir el hilo de la historia.

Antes que retratar personajes, el libro reproduce, más bien, tipos. El paso de cada uno de ellos —incluso en sus fugaces apariciones— permite delinear una representación de la ciudad que los alberga, filtrada por la sensibilidad de artista adolescente del narrador. Existe la imagen constante de un Barranco cosmopolita, donde conviven limeños adinerados con pintorescos europeos que mantienen sus costumbres autóctonas. Pero, también, se halla un halo de integración y de referencias cruzadas —a través de Manuel, por ejemplo— entre lo europeo y lo nacional, entre París y Lima, entre el Moulin Rouge y el Jirón de la Unión. E igualmente, con los habitantes de otras partes del país, en particular de la sierra, retratados como personajes exóticos, vistos desde lejos y apenas insertos en la creciente urbe como obreros o empleadas domésticas, cuyo número a las afueras de la ciudad es cada vez mayor.

Edición publicada en Cuba de ‘La casa de cartón’.

En la subjetividad del narrador se aprecia el desgano y una casi sinrazón de vida. Ello es más notorio desde la muerte de Ramón, en que el relato se hace más difuso e intangible y pasa de la realidad aparente a una representación análoga a los sueños.

Aunque se les menciona con sarcasmo, aparecen a lo largo del libro referencias a decenas de autores cuya obra le sirve de base, especialmente Joyce y su personaje Stephen Dedalus, de Retrato del artista adolescente y Ulises, con los que guarda estrecha relación.

La casa de cartón no solo significó la inserción del contexto urbano en la novelística del país, sino el principal antecedente de los escritores de la generación del cincuenta, quienes, igual que Martín Adán, utilizarían las modernas técnicas narrativas provenientes de Europa y Estados Unidos para revolucionar la literatura peruana.

Publicado en suplemento cultural Solo 4 del diario Correo, el 03 de noviembre de 2012.

William Faulkner, la obra

William Faulkner (Missisipi, 25 de setiembre de 1897 – 6 de julio de 1962).

William Faulkner, a 50 años de su muerte

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

El creador de Yoknapatawpha City, William Faulkner, falleció hace cincuenta años. Su poderosa influencia ha marcado la literatura universal de la segunda mitad del siglo XX, así como la obra de los escritores del Boom. Discípulos suyos son desde Juan Carlos Onetti y Gabriel García Márquez hasta Juan Rulfo y Mario Vargas Llosa.

William Faulkner (Missisipi, 25 de setiembre de 1897 – 6 de julio de 1962) ambientó su obra en Yoknapatawpha City, un polvoriento y ficticio territorio sureño, ubicado en Missisipi, donde han de vivir los Sartoris, los Compson, los Snopes, los Coldfield, los Sutpen y otras tantas familias integradas por los inolvidables personajes que constituyen, piedra sobre piedra, el universo faulkneriano. Se trata de unas tierras donde la guerra de secesión se ha llevado el antiguo esplendor de los grandes señores, ha destruido las plantaciones, empobrecido las arcas y liberado a los esclavos. Aún así, se siguen manteniendo los códigos de honor, las marcadas clases sociales e incluso las viejas costumbres.

El barroquismo del lenguaje es peculiar en Faulkner. Sus extensas oraciones, construidas con base en frases grandilocuentes, tienen el ánimo de ser notables, siempre relevantes. El estilo, podría decirse, recoge el mismo aliento de la tragedia griega, cuya atmósfera, además, se incorpora en casi toda su obra.

William Faulkner en la famosa foto tomada por Henri Cartier-Bresson en 1947.

Aunque desde sus primeras novelas ya se vislumbraba su gran talento —el también escritor y su maestro, Sherwood Anderson, ya estaba peleado con él, pero lo seguía «considerando una promesa»—, fue a partir de El sonido y la furia (1929) que alcanza uno de sus mayores picos. No es su mejor novela, pero sí su experimento más audaz. Dividida en cuatro partes, en ella los planos narrativos y los puntos de vista se abordan de tal forma que el orden lógico de la narración llega a ser caótico. Desfilan por sus páginas personajes imperecederos como Caddy, Quentin o Benjy, y reviven los mismos conflictos que Esquilo, Sófocles y Eurípides plasmaron en sus tragedias. Aunque Faulkner negara conocerla antes de la redacción de El sonido y la furia (los estudiosos encontrarían un ejemplar suyo fechado en 1924), la influencia de Ulises, de James Joyce, recorre toda su obra, pero es más que notable en esta novela. A partir de entonces, y en un lapso menor a una década, escribió sus mejores trabajos. Santuario (1931) es más sencilla estructuralmente, y era apenas apreciada por él, pero fue otra de sus piezas maestras. En esta novela la violencia y la decadencia —una constante en el mundo faulkneriano— imperan hasta niveles nunca vistos. Todos los personajes son malvados, psicópatas, endebles, idiotizados o cobardes. La frágil Temple Drake parece condenada a ser víctima de Popeye y sus secuaces, y su desfloración —para Mario Vargas Llosa el cráter de la novela— es una secuencia inolvidable por lo salvaje y horripilante, aunque también por lo hechicera.

Escrita después pero publicada poco antes, Mientras agonizo (1930) representa una serie de piruetas estructurales en que el punto de vista es el verdadero protagonista. Sobre una historia —como siempre— truculenta, poco menos de una veintena de personajes dominan el respectivo capítulo a través de su fluir de la conciencia. Así, hechos sencillos toman gran complejidad al volverse a contar desde nuevas perspectivas.

Entre sus mejores novelas podría citarse Luz de agosto (1932), con su aparente aliento a novela decimonónica, por ser menos atrevida en el uso de la tecnología narrativa. Y en Desciende Moisés (1942) e Intruso en el polvo (1948) continúa con esta forma de escribir. Sin embargo, salta a la vista la evolución que ha ocurrido en Faulkner: ya no es el joven dispuesto a pulverizar, a través de la técnica, toda la literatura conocida, pues la ha interiorizado y equilibrado con la historia a contar.

Es poco menos que imposible elegir una sola de las obras de Faulkner. En él la totalidad —desde Pilón (1935) y ¡Absalón, Absalón! (1936) hasta la trilogía de los Snopes (de 1940 a 1959) y Las palmeras salvajes (1939), con su famosa traducción de Jorge Luis Borges— es un imperativo. Faulkner hizo cuanto se le antojó con la literatura, y legó a la posteridad, directamente o a través de sus discípulos, grandes enseñanzas sobre el arte de narrar.

Imprescindibles / William Faulkner

Santuario (1931)
Escrita, según palabras del propio William Faulkner, como «la más horrible historia que pudiera imaginar», esta novela muestra a un puñado de personajes repulsivos por su maldad, psicopatía, idiotez o cobardía (y en algunos casos, todo junto). Cuenta la historia de Temple Drake, una guapa adolescente que huye en busca de aventuras y cae en manos de un grupo de rufianes liderados por Popeye. Desde entonces, ocurren desde asesinatos y secuestros hasta violaciones y linchamientos. Pero la magia de Faulkner hace que todo esto hechice al lector, tal cual hicieran los grandes novelistas del siglo XIX.

Luz de agosto (1932)
Es la historia de Lena Grove, quien con un bebé en el vientre, sale en busca del hombre que le prometió matrimonio. Aunque continúa la misma experimentación estructural y técnica que en el resto de su obra, en Luz de agosto William Faulkner ya ha alcanzado un equilibro entre el fondo y la forma. Una historia en que las pasiones humanas pueden llevar a la condenación, como la sentida por Miss Burden hacia Joe Christmas, por lo cual el linchamiento y la castración parecen ser la única salida. Se trata de una de las mejores novelas del ciclo de Yoknapatawpha.

El sonido y la furia (1929)
Junto con Ulises, es uno de los mayores experimentos narrativos en lengua inglesa. El caos a partir de la yuxtaposición de los puntos de vista y el tiempo conforman una historia llena de ruido y de furia. El poderoso arranque, en que toda la primera parte de la novela es vista a través de los ojos de un idiota (Benjy), es más que peculiar, y ha abierto puertas nunca vistas en la literatura. La grandilocuencia del honor recubre cada uno de los truculentos hechos que la componen, y las íntimas pasiones, el amor incestuoso y la tragedia son una constante.

Publicado en el Suplemento Cultural Solo 4, del diario Correo de Huancayo el 7 de julio de 2012.

 

Sobre Carlos Fuentes: obituario

Carlos Fuentes (11 de noviembre de 1928 – 15 de mayo de 2012).

Carlos Fuentes: el ajuste de cuentas con la historia

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Carlos Fuentes ha muerto. Su obra, prolífica, comprometida y genial, lo colocó a la vanguardia del boom de la literatura latinoamericana.

Carlos Fuentes es aquel joven provocador que, igual que los entonces cuasidesconocidos Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, escribiría según sus propios cánones, a contracorriente de la literatura de su país. Lideraron así, los tres, la revolución de los cincuenta y sesenta que fue el boom, y que hizo de la literatura latinoamericana —esa patria grande, tan semejante entre nación y nación— la mejor del mundo durante esos años.

Primera edición de La muerte de Artemio Cruz (1962).

Desde La región más transparente se vislumbra aquel estilo suyo, inconfundible, de despachar de un plumazo años y décadas enteras. La historia de su país: un México en formación, lleno de conflictos, luchas, muertes, disputas por el poder, aplastan al individuo y le quitan la libertad de elegir su destino. Sus personajes están, por ello, obligados a adaptarse y a padecer esa condenación que es la busca de la supervivencia en una sociedad echada abajo incesantemente.

Carlos Fuentes cimentó su obra en la historia política de su país. Por eso es tan habitual ver en él rastros de un revisionismo frío, feroz, que despelleja por igual a sinvergüenzas y farsantes, a cobardes y víctimas, a políticos y patrones, a débiles y hambrientos.

Su obra recoge las técnicas introducidas y desarrolladas por James Joyce, John Dos Passos y William Faulkner, pero atenuadas por un estilo muy personal, que hace de la lectura una experiencia amena y vitalizante, al mismo tiempo que pesimista y dolorosa. Cuánta diferencia hay entre los monólogos interiores de La muerte de Artemio Cruz y los pensamientos caóticos de Leopold Bloom, en Ulises; los primeros encantadores y sugestivos, los segundos descorazonadores por su dificultad. Pero ambos libros tienen en común aquella genialidad de las grandes novelas.

Para Carlos Fuentes el pasado era tan o más importante que el presente, pues este se deriva de aquel. Por eso la totalización del tiempo es una constante en sus libros. Y aunque el simbolismo de la cultura mexicana —y también latinoamericana— cala en cada una de sus novelas, su obra es tan universal como las ficciones de Balzac o Cervantes, dos de sus referentes más importantes.

La fuerza de su pluma, esgrimida en Terra Nostra, reconvierte la historia en un enjambre de la desesperación, en que el orden cronológico es despedazado para erigir sobre él una nueva secuencia temporal, como en Cambio de piel.
Aunque uno de izquierdas y el otro de derechas, posiblemente Carlos Fuentes fue el escritor del boom más afín a Mario Vargas Llosa en cuanto a lucidez y a la apasionada defensa de su postura política. Uno de los grandes ejes de sus obras más ambiciosas es precisamente la política: la materia prima de La muerte de Artemio Cruz o Los años con Laura Díaz.

Destaca en Carlos Fuentes su prolijidad y la versatilidad de su pluma. Era capaz de mudar de estilo y de temática en cada uno de los muchos subgéneros que abordó, que van desde la novela histórica y política —a la que corresponde lo mejor de su obra— hasta la ciencia ficción y el horror, con la muy destacable Aura, una pequeña y desconcertante novela gótica. Sin contar, claro, las decenas de piezas teatrales y guiones originales y adaptados que escribió, que sirvieron para rodar algunos de los filmes más valiosos de la cinematografía mexicana.

Hay un sitial reservado para él en la historia de su país y Latinoamérica, y otro, tanto mayor, al lado de aquellos escritores que hicieron de la literatura un mundo de ilusiones listas para ser soñadas.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo el 19 de mayo de 2012.

Crítica de literatura: Exiliados (de James Joyce)

Almas derrotadas en busca del exilio

Juan Carlos Suárez Revollar

Primera edición del drama ‘Exiliados’, de James Joyce.

La importancia de la obra de James Joyce para la narrativa del siglo XX es enorme, aunque afirmarlo suene a verdad de Perogrullo. Su influencia en cada nueva novela o cuento, directamente o a través de sus seguidores —aquellos que, como William Faulkner o John Dos Passos, tomaron sus técnicas y las desarrollaron y ampliaron—, es más que notable.

Si bien Ulises y la dificilísima Finnegans Wake constituyen la avanzada de la experimentación en la técnica narrativa, a su modo, Retrato del artista adolescente y Dublineses se aproximan a la novela y al cuento a la usanza de Maupassant, Flaubert o Balzac.

Pero Joyce no solo fue un extraordinario narrador. Escribió también, junto a un puñado de bellos poemas, un drama excepcional. Su pieza teatral Exiliados, escrita en 1915, además de ofrecer una trama poderosa, se sirve de una serie de sencillas anécdotas que, en conjunto, sondean el alma y el ser hasta niveles críticos.

Exiliados parte de cuatro personajes —intensos, extraños, sufrientes, dubitativos, en fin, humanos— que, con sus conflictos íntimos —que se amplían y, enseguida, se afectan entre sí—, recrean una historia extraña, de clima demoledor y perturbado.

El más intenso de los personajes, y quien sirve de soporte a toda la trama, es Richard Rowan, el escritor, quien por su carácter y sus actitudes extravagantes, va arrastrando a los otros tres, la esposa (Bertha), el amigo (Robert) y la antigua amante de este (Beatrice), a un juego autodestructivo y maniático.

James Joyce (Dublín, 1882 – Zúrich, 1941).

El centro del conflicto es la pureza de Bertha, a quien este ha consentido y hasta alienta a serle infiel con Robert. En un plano metafísico, la posesión de Bertha sería el vínculo definitivo entre aquellos. Joyce lo explica como la naturaleza del amor para el alma que, «al igual que el cuerpo, puede tener virginidad. Entregarla en el caso de la mujer, y tomarla en el del hombre, es el verdadero acto del amor». Al ser el alma incapaz de amar de nuevo, no puede, tampoco, y salvo en un plano meramente carnal, servir Bertha como agente vinculante entre ambos hombres.

Pese a la poca participación de Beatrice —equivalente a la de Dante— en la acción, su rol es como un huracán: ella fue el primer intento fallido de unir a Robert y Richard. Su regreso la muestra destruida por dentro, pero también resignada a ello. Beatrice es a Bertha —como Robert a Richard—, un intento de aproximación fracasado. Ella y Robert quisieran ser como Bertha y Richard, pese a la imposibilidad de ello, y a que estos últimos se saben poca cosa, distintos, pero poca cosa al fin.

El tema de la obra es la infidelidad, pero no como la de Madame Bovary, Anna Karenina o El eterno marido. Se trata de una infidelidad espiritual, mística, que sobrepasa a la mera posesión del cuerpo. Exiliados tiene todo el aliento de la tragedia griega y, al igual que Esquilo, Joyce pone en relieve más de esos desperfectos de la naturaleza humana que hacen tan necesaria a la literatura.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4, del diario Correo, el 5 de noviembre de 2011.