Obituario: Carlos Villanes Cairo

¡Vuela, aviador, vuela!

Carlos Villanes Cairo ha muerto. A continuación, publicamos un testimonio-homenaje de Juan Carlos Suárez, quien fuera su editor, amigo y uno de los más cercanos conocedores de su obra literaria.

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

La noticia llegó de madrugada desde el otro lado del mar: Madrid, adonde se había ido a vivir desde la década del ochenta: Carlos Villanes Cairo había muerto. Aunque nuestra amistad tenía al menos una década, yo lo conocía desde años antes. Entonces los escritores para mí pertenecían a esa estirpe de gentes lejanas, a menudo solo reconocibles a través de densas biografías o ediciones distantes. Era difícil vislumbrar a la persona que hay inmersa en esa imagen gastada de escritor. Lo primero que leí de Villanes fue «Los allegados de la conquista», un breve cuento que ocurre a pocos kilómetros de mi ciudad. Y a través de él me fue posible entender que la literatura sí podía situarse en cualquier lugar.

Portada de la primera edición de la novela ‘Incendio en el Valle Azul’, de Carlos Villanes Cairo.

Esa pequeña puerta me dio acceso al mundo dispar y diverso que es su obra, donde cientos de personajes se mueven por países y épocas casi inaccesibles para nosotros los lectores, simples mortales. Y es precisamente la muerte uno de los catalizadores en la historia de sus protagonistas: jugarse la vida por un ideal, una hazaña o la simple voluntad de seguir adelante. Es el caso del aviador Matt Rust, en Destino: la Plaza Roja. Un muchacho que no espera demostrar nada, salvo conseguir lo que nadie ha logrado: atravesar el bloqueo aéreo soviético de la Guerra Fría y aterrizar su frágil Cessna en la Plaza Roja de Moscú. O la gesta de Marina, una anciana española que viaja hasta la Argentina de Jorge Rafael Videla para rescatar a su nieta de los esbirros de la dictadura, en Retorno a la libertad. Menciono estas dos novelas —queridísimas para su autor— porque me fue confiada su edición peruana y por eso mi filiación con ellas es mayor. A propósito de estos dos libros, también cabe mencionar otro tema recurrente en su obra: las dictaduras, contra las que nunca ocultó su aversión. Y ahora puedo mencionar una tercera novela ─aún inédita y cuyo título definitivo solo conocen sus herederos─ que me dio a leer en una versión sin terminar. Es sobre la dictadura de Alberto Fujimori y de largo aliento. Le tomó 12 años escribirla y, sospecho, tiene lo necesario para convertirse en su obra definitiva.

Sus primeros relatos recogen el imaginario andino oral, que en clave más bien literaria y fantástica, nos alcanzaban esa explicación siempre fascinante del origen de, por ejemplo, el cuy, en «El rubio hijo de Wallallo y su destino eterno» o la fertilización del ganado, en «Los illas del Santiago». Si bien algunos relatos de La fragelación de Toribio Cangalaya, La lluvia de cielo ajeno y principalmente Los dioses tutelares de las wankas son muestra de que no rehuía a la literatura fantástica, lo suyo era el realismo. Un realismo de datos, a menudo cercano a la crónica periodística, predominante en gran parte de su obra siguiente y que se mudó al género novela. Así, dos de las más logradas dentro de la literatura histórica son El esclavo blanco, sobre Miguel de Cervantes, y La espada invencible, sobre el Cid Campeador (que, ya amigos, me dio a leer bastante antes de su publicación). El saqueo de Machu Picchu corresponde a este mismo grupo. Superficialmente podrían verse como crónicas noveladas, pero finalmente vence la literatura en ellas.

La mayor lección que Carlos Villanes me dejó fue que es posible escribir una novela situada en cualquier espacio y tiempo, así el autor se encuentre físicamente lejos. El truco: los datos. En la formación periodística es lo primero que se aprende: buscar fuentes, contrastarlas y, con base en los datos, construir una historia. Su ejercicio como periodista tiene su huella en esta parte de su obra. Y se amplió en libros como Las ballenas cautivas, una breve novela de aventuras situada en el Polo Norte que el Villanes-de-carne-y-hueso nunca pisó, pero el Villanes-literato alcanzó a conocer al detalle. Y definitivamente, el oficio de periodista se encuentra más presente que en ninguna otra en su novela póstuma sobre la dictadura fujimorista.
Mención aparte son sus libros juveniles e infantiles. Demarcan con claridad el mundo de los adultos que a menudo colisiona con el de los niños protagonistas. Es el caso de Cortavientos o, la última que publicó en vida, Incendio en el Valle Azul, cuyo primer ejemplar impreso alcanzó a recibir cuando ya estaba en una cama de hospital. La aventura en estos casos no tiene a la muerte como desencadenante de los hechos, sino el coraje y la fuerza vital de sus pequeños héroes.

En algún momento reuní el valor para lanzarme a escribir una novela. Fueron dos años arduos. Y en ese proceso, Villanes me llamaba a menudo, curiosísimo por saber cómo iba evolucionando esa historia que, salvo detalles muy genéricos, yo me negaba a revelarle. Al concluirla se la di a leer a varios amigos muy cercanos, pero no a él. Y la causa era mi temor a su veredicto. Además de novelista, Villanes era un brillante crítico literario. Una sentencia desfavorable, por eso, significaría para mí el fin del sueño de aspirante a escritor. Como crítico, en efecto, Villanes hizo estudios de varias novelas de Ciro Alegría, su maestro, de cuya obra era especialista. Había sumado una bibliografía crítica extensa sobre, entre otros, César Vallejo, Ricardo Palma o Enrique López Albújar. Pero también de varios premios Nobel, uno de ellos, José Saramago, era además amigo suyo.

Cuando por fin le envié el manuscrito de mi novela, a la que tentativamente había titulado Hidalgos…, fue sugerencia suya cambiar esa palabra porque sonaba rimbombante y no necesariamente reflejaba el alma de la novela. En una larguísima conversación telefónica, me hizo varias observaciones —que corregí de inmediato—, pero el verdadero objeto de su llamada fue para animarme a publicar.

Al conocerlas, las personas nos resultan más complejas que su mera imagen. Y Carlos Villanes no era la excepción. Aún recuerdo su emoción cuando me contaba lo mucho que amaba la aviación y que estuvo a punto de ser piloto en vez de escritor. «También habría sido feliz», me dijo. Y recuerdo su risa pícara, llena de jovialidad, cuando bromeaba: habrías sido feliz, sí.

Entonces comprendí que era inevitable escribir en la primera página de Cautivos de mar y tierra —título que finalmente elegí para mi novela—: «A Carlos Villanes Cairo, maestro».

* Foto de cabecera: cortesía familia Villanes Córdova.

Publicado en Gatonegro N°37, abril de 2020.

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Crítica de literatura: Incendio en el Valle Azul, de Carlos Villanes Cairo

Portada de la primera edición de la novela ‘Incendio en el Valle Azul’, de Carlos Villanes Cairo.

La novela de los salvadores de árboles

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Incendio en el Valle Azul (Acerva Ediciones), la nueva novela de Carlos Villanes Cairo, ocurre entre dos ciudades, donde cientos de personas luchan para salvar a los árboles. Por un lado, seres más bien frágiles —niños y ancianos— enfrentan a los funcionarios municipales que quieren tumbar los árboles de una avenida limeña para construir más estacionamientos. Por el otro, los habitantes de Santa Rosa de Ocopa y las ciudades colindantes, en la sierra peruana, intentan sofocar un gran incendio forestal que amenaza destruir el bosque del Valle Azul.

Los verdaderos protagonistas de la novela son Diego y Marina, dos niños de personalidad fuerte y carácter decidido, quienes parecen inspirar a sus mayores para lanzarse a enfrentar la inexorable destrucción de la naturaleza por causa de una modernidad irracional. Son ellos, además, quienes permiten enlazar los dos escenarios de la novela. Por ese lado, el libro denuncia la práctica de acabar con los árboles para reemplazarlos por infraestructuras de hormigón y concreto en las ciudades y por campos de cultivo en entornos rurales.

A través de Marina y Diego, la novela demarca un entorno preadolescente que entra en colisión con el rígido mundo adulto. Por eso es elocuente su empatía con seres ajenos a ese mundo: los perros —con uno de los cuales hasta parecen poder comunicarse— y los ancianos, quienes más bien ya dejaron de pertenecer a él.

Hay una personalidad colectiva que enfrenta al incendio, que bien podría ser una recreación de los grandes desastres a los que gentes de todas las clases intentan mitigar. E incluso aparece una subtrama policial que resuelve la historia. Sin embargo, lo que mejor se desarrolla en la novela es esa condición de desamparo en que cae Marina desde la pérdida de su casa por causa del incendio. Puede que sea esa la razón para integrarse con los otros niños y, a su vez, que aflore la luchadora que lleva dentro. Mención especial merece el perro Bruno, cuya presencia muestra una sensibilidad especial de los niños para conectar con él. Pero también encarna el valor solidario hacia los animales en situación de abandono que, rescatados, pueden devolver amistad, gratitud y una fidelidad ilimitada hacia sus salvadores.

¿Incendio en el Valle Azul se limita a ser un manifiesto ambientalista? Novelista de larga experiencia, Villanes Cairo se las arregla para construir una narración con personajes que van creciendo y transformándose según el acontecer de los hechos. Ellos son, en el fondo, un puñado de héroes de a pie que, entre esa rebeldía propia de aquellos que luchan por sus ideales, acaban por edificar una sociedad mejor.

Después de muchos libros, Incendio en el Valle Azul es el retorno de Villanes Cairo a la literatura que ocurre en la región peruana de Junín, la tierra donde nació.

Publicado en Gatonegro N°33, noviembre de 2019.

Entrevista a José Oregón Morales sobre su novela ‘Mi tío el cura’

El escritor José Oregón Morales (foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

El sobrino del cura

Acaba de presentarse Mi tío el cura (Acerva, 2019), la nueva novela de José Oregón Morales. Se trata de una historia que ocurre entre los grandes movimientos sociales desde mediados del siglo XX en la sierra central peruana. En la siguiente entrevista el autor nos habla de este libro y de su propia existencia entre su niñez y juventud, la militancia política y, sobre todo, la literatura.

Entrevista y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

Mi tío el cura hace una fuerte crítica al sistema semifeudal en la sierra central de mediados del siglo XX.
En mi niñez todavía sobrevivían grupos amplios de feudales, pero en decadencia. La mayor parte de esas familias migraron a Huancayo o a Lima en busca de un futuro. Antes que ellos ya había emigrado la mayoría de los pongos y sirvientes de sus haciendas. Cuando llegué a Huancavelica aún quedaban personas desposeídas, muy pobres, que vivían de cultivar parcelas al partir recibidas de esos hacendados.

Pero también encontramos una historia que ocurre entre dos ciudades, Huancayo y Huancavelica. Eso te obligó a lidiar con dos identidades.
Para nosotros los huancavelicanos estas dos localidades son una misma. Yo he vivido entre dos mundos: en esa Huancavelica que relega a los huancas; y en Huancayo, que lo hace con los huancavelicanos. Pero Tayacaja es una provincia sin región, porque es más cercana a Huancayo que a la misma Huancavelica y no consigue pertenecer a ninguno de los dos. Eso nos hace un poco apátridas.

Y, sin embargo, el grueso de tu obra toma la identidad de Huancavelica como su centro.
Es porque yo he crecido en esa tierra, tan rica en vivencias pese a que no tuvo una universidad hasta 1993. El único plantel superior de estudios era la escuela normal que los alumnos debimos levantar nosotros mismos de tapial y calaminas. Y cuando el gobierno militar lo cerró, no solo los estudiantes, los campesinos, los comerciantes, los arrieros, todos salimos a marchar, a luchar por una educación para los hijos huancavelicanos. Ese episodio me decidió a escribir Mi tío el cura.

Portada de la novela ‘Mi tío el cura’ (foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

Has dicho que esta novela te tomó escribirla veinte años…
El libro tuvo una primera versión hace veinte años. Y yo pensaba que la obra estaba terminada. Pero nunca pude dedicarle el tiempo necesario porque la vida se me iba en cargos públicos o en el grupo de arte Tuky. Y en ese tiempo fui escribiendo otros libros. Pero la novela se quedó durmiendo hasta que finalmente se pudo corregir y pulir hasta la versión que acaba publicarse.

Parte de Mi tío el cura ocurre en la cárcel.
A mí me detuvieron en una gran protesta contra el gobierno militar. Alguna prensa se portó muy mal, contra las causas de Huancayo, y pedía el escarnio hacia nosotros. Pero todas las comunidades, los colegios, algunas empresas, nos donaban a diario víveres y abrigo a los presos políticos. Estar en la cárcel me permitió comprender más la vida y amarla. Aprendí a escuchar a los humildes.

Resalta la coincidencia temática de esta novela con, por ejemplo, La casita del cedrón, tu primera novela. ¿Era tu intención hacer una continuación o esperabas tener un espacio narrativo autónomo?
Yo quería un mundo independiente, pero la fuerza de la realidad, los hechos, los personajes que son parte de mí, prevalecieron en Mi tío el cura.

El sacerdote de la novela cumple una función paterna que tu padre biológico no pudo asumir a cabalidad.
Yo amaba a mi padre, pero por desgracia murió muy joven. Con él pasé experiencias que nunca olvido. Algunas las trasladé al cura para enriquecer la novela. De mi padre aprendí música y teatro, que han marcado toda mi vida. Él era un maestro rural que quedó postrado por diez años y se negó a dejar su cargo de director en Ahuaycha para ser docente de aula en Huancayo. Mis recuerdos más vivos de él son de un ser inmóvil que no hablaba pero sí comprendía y solo se comunicaba con la mirada y lloraba.

Hay una relación muy tirante entre el protagonista de la novela con su tío sacerdote…
Nuestras confrontaciones fueron principalmente en mi juventud. Yo era un imprudente y encima rojimio. Un día, después de una discusión por política donde me puso la cena de sombrero, decidió que ya no debíamos vivir bajo el mismo techo. Todavía cumplió su promesa de darme una profesión, pero me hizo mudar a una pensión que él siguió pagando. Él era un cura jesuita muy apegado a la letra. Para él era incomprensible que mis amigos y yo saliéramos a exigir mejores profesores o marcháramos con los sindicalistas.

La mayoría de los conflictos entre el cura y el sobrino ocurren por la política. ¿Con el tiempo te has moderado en ese pensamiento?
Yo sigo manteniendo el mismo pensamiento político. Pero ya no soy el que, como en la juventud, se lanza a las medidas radicales. Pienso que los métodos de lucha y reclamación deben ser más racionales, fundamentados en un trabajo de bases y no en la improvisación, a veces, violentista. La izquierda debe poner las barbas en remojo y fundar un partido con programas, reglamentaciones y una postura definida y dejarse de egoísmos para acceder al poder y plasmar esas grandes ideas a favor del pueblo.

En la novela me parece percibir una mayor empatía con los personajes de edad avanzada.
Es porque en mi existencia veo que estoy repitiendo muchos actos de mi tío sacerdote, de mi padre y, sobre todo, de mi madre…

Tu madre ha sido muy relevante para ti.
Ella lo ha sido todo para mí. Todo lo que hago y soy es gracias a mi madre. Yo era alguien sin perspectivas que no sabía ahorrar ni prepararse para el futuro. Ella era muy estricta, me castigaba con rajadas de leña si me portaba mal y me obligaba a estudiar, porque yo no quería aprender, lo confieso. Ella trabajaba muy duro, bordaba, cantaba. Me forjó como soy. Hace poco el gobernador de Huancavelica me dio un puesto de confianza diciendo que no era por cualquier competencia técnica que yo tuviera, sino por la trilla que cantaba mi madre (risas).

Otro personaje memorable, por su fuerza, es la madre de Zoraida.
No voy a decir su nombre verdadero por respeto a su familia. Ella vivía en Pampas y era exactamente como se la describe en la novela, hasta un poco más. Era una mujer culta, de jolgorio, muy pudiente.

José Oregón Morales durante un espectáculo de cuentacuentos (foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

Mi tío el cura es una novela autobiográfica. Últimamente parece que solo se publican novelas de ese tipo en Junín.
Esas novelas se limitan a contar la vida íntima, personal, de sus autores. Solo hay anécdotas domésticas o como mucho costumbristas. Pero ninguna de ellas retrata los movimientos sociales importantes ocurridos en Huancayo o Huancavelica. Diría que es por miedo.

¿Por qué un adolescente debería leer Mi tío el cura?
Para comprender lo hermoso que es la vida infantil, juvenil, y para conocer la situación del Perú, que aún es grave. Así ellos podrán entender la violencia que enfrentó el país. Mi tío el cura es como una simple fotografía. Y en el futuro, ya con más conocimiento, interpretarán lo absurdo que se vivió en nuestro país con la dictadura militar, la guerra interna y la pobreza que persigue todavía a las mujeres y hombres de la sierra central.

Publicado en Gatonegro N°32, octubre de 2019.

Crítica de literatura: Algunos cuerpos celestes, de Augusto Effio

Portada del volumen de cuentos Algunos cuerpos celestes (Peisa, 2019), de Augusto Effio.

Una tristeza gastada bajo el cometa Halley

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Hay en Augusto Effio (Huancayo, 1977) un estilo ya reconocible desde sus primeros cuentos y, lo más importante, un mundo narrativo propio. Entre sus vertientes temáticas presenta personajes que parecen cultores del timo y la falsificación como un modo de lidiar con la derrota. Se trata en muchos casos de una derrota que se arrastra desde los padres, quienes se van hundiendo lenta, pesadamente, llevando consigo a sus hijos y, pronto, heredándoselos. Este tópico era abordado en «Un parpadeo de Gene Hackman», que forma parte de Lecciones de origami (2006), su primer libro, y que el autor retoma en el cuento que da título a Algunos cuerpos celestes (Peisa, 2019): una mirada sarcástica a la industrialización de la estafa. No debería sorprender al lector esta coincidencia puesto que ambos relatos datan de la misma época, si bien «Algunos cuerpos celestes» se publica por primera vez.

Una de las diferencias mayores entre ambos libros es la inclusión en este último de un contexto más bien político y social copiado de la realidad peruana noventera. Así, con tono resignado, el narrador ve un lejano régimen cuya ineficiencia acaba por echar abajo la economía nacional y, de paso, el futuro de las gentes, a las que la propia Providencia parece empeñada en arrebatar cualquier atisbo de triunfo. Otras dos aristas de esa sociedad en crisis son la prensa y la televisión abordados en «Sacaojos» y «Berisso y el Oso Maldonado». En particular este último se nutre de la influencia de la novela negra y hasta se siente como un remake de L.A. Confidential, de James Ellroy. Pero en vez de una mafia dedicada a fabricar réplicas de Marilyn Monroe o Rita Hayworth para prostituirlas, esta lo hace con vedettes y presentadoras televisivas peruanas de esa década. Y aunque sus nombres están cambiados, son fáciles de identificar con estrellas y políticos peruanos. Este es el mayor logro del libro, pues consigue trascender la realidad ficticia para situarnos en un simulacro de realidad real. Por primera vez, el autor recurre al habla coloquial semilumpen, apropiado a una trama y personajes sórdidos, resignados, nostálgicos por un pasado que conciben más ilustre. «Sacaojos» profundiza más todavía en ese mundo, esta vez desde la prensa, con un periodiquito dirigido por una suerte de Borges-periodista rapaz y taimado que saca ventajas hasta de su ceguera, con el que el personaje narrador se ha emparentado.

El libro es también —a través de «Si juegas el domingo te incendio la casa»— un retorno de Effio a San Cristóbal, esa ciudad ficticia donde ocurren varias de sus mejores historias que, se dice, incluyen más cuentos y una novela que —aún— no considera publicables. Algunos cuerpos celestes contiene además dos cuentos ya clásicos de Effio que aparecen de vez en cuando en medios diversos: «Familia de cuervos», de tema fantástico, y el que le dio el segundo lugar en el premio internacional Juan Rulfo: «Dos árboles».

Es de resaltar que aunque las obras completas de Augusto Effio no superan unos quince relatos publicados, bastan para situarlo como el mejor cuentista que ha dado Junín.

Publicado en revista Gatonegro N°31. Setiembre de 2019.

Crítica de literatura: Génesis, de María Teresa Zúñiga

Victoria (María Teresa Zúñiga) y Génesis (María del Carmen Castro). Una puesta en escena del Grupo de Teatro Expresión bajo la dirección de Jorge Miranda Silva.

Un viaje hacia el nuevo principio

Escribe: Juan Carlos Suárez Revollar
Fotos: Marco Miranda Zúñiga

¿Qué es Génesis sino un contrapunto, una coreografía de dos personajes cuya oposición crea cadencia y empatía su similitud? En la obra teatral de María Teresa Zúñiga Norero abundan los duetos que sostienen todo un relato, sean Zoelia y Gronelio (1993), Mades Medus (1999) o la más reciente, Una hora bajo el puente (2017). Pero mientras los ancianos Zoelia y Gronelio son esposos a los que la convivencia ha acabado por nivelar sus caracteres; y el joven Medus ha adquirido una cierta visión del mundo de Mades, el viejo; Power y Mouse, de Una hora bajo el puente, mantienen una causa común, lejana e inútil por la derrota.

En su novela La casa grande (Acerva, 2016) ya encontramos a dos personajes femeninos en una relación de complementariedad-oposición. Igual a Génesis, es la historia de una abuela y su nieta, pero contada desde el punto de vista de esta última, quien además es una niña (a diferencia de la joven Génesis) y alter ego de la autora. Así, el lector ingresa de su mano a un mundo infantil que se contrapone al de los adultos regido por la abuela.

Génesis (María del Carmen Castro) en la puesta en escena del Grupo de Teatro Expresión.

La obra teatral de Zúñiga Norero destaca por sus personajes de rasgos peculiares en un ámbito alejado del convencional donde nosotros, gentes de carne y hueso, nacemos, vivimos y morimos. Zoelia y Gronelio ocurre en un contexto posapocalíptico; Mades Medus en un espacio circense, de actores itinerantes donde confluyen la realidad real con la de la ficción; y Una hora bajo el puente en un entorno marginal, tras una gran derrota que ha arrojado de la sociedad a sus protagonistas.

Génesis y Victoria, la nieta y la abuela, recorren una tierra en ruinas donde el peligro usual de guerras y desastres las mantiene cerca de la muerte. De los diversos temas abordados por la autora a lo largo de su obra, es acaso en Génesis donde la condición de mujer toma, más que en otras, el centro de la trama. Sin tratarse de un manifiesto feminista, es una historia que pone en agenda algunos de los males que por siglos han aquejado al género femenino. Pero en vez de mostrarse como víctimas, abuela y nieta afrontan el mundo con esa determinación de mujeres fuertes, muy recurrentes en la obra de María Teresa Zúñiga.

Victoria (María Teresa Zúñiga) en la puesta en escena dirigida por Jorge Miranda Silva.

En vez de la busca y hallazgo de una nieta perdida, el otro tema de fondo en Génesis es la propia guerra con todas sus consecuencias: desde la pérdida del Estado de derecho y la anarquía hasta la destrucción y la muerte. Génesis y Victoria apenas se conocen, pues solo llevan tres días de haberse reencontrado (una reunión, empero, que saben no puede durar). Las diferencias entre una y otra rebasan sus respectivas generaciones. Tienen una percepción del mundo muy propia, reflejada en el significado que cada una da a acciones sencillas como la de cerrar los ojos: en Victoria sirve para eludir la horrible realidad, en Génesis para transformarla en un lugar mejor. O la muerte reflejada en una lápida cualquiera: irrelevante para la nieta, el rastro de una vida y su existencia en la memoria de sus deudos para la abuela.

Pero la mayor confluencia de ambas reside en su condición de mujer. Una condición, además, largamente sometida por una sociedad patriarcal, a la que se critica en la obra. Pone en boca de Génesis, por eso, que “una cosa es nacer mujer y otra hacerse mujer”. No es gratuito que otra arista de la relación entre abuela y nieta sea, precisamente, la de maestra y alumna. En La casa grande y en Génesis se percibe una vaga empatía y rasgos comunes de Zúñiga Norero con ambas abuelas, que ejercen la docencia, igual a ella. Quienes conocen a la autora estarán de acuerdo en una cierta propensión suya, formadora y pedagógica —también maternal—, con sus amigos cercanos y principalmente con los demás miembros del Grupo de Teatro Expresión.

Victoria y Génesis durante los ensayos para la puesta en escena dirigida por Jorge Miranda Silva.

Expresión ha sido clave en su producción teatral de los últimos 32 años, no solo por la logística para el montaje de sus obras, sino por la retroalimentación y el soporte emocional y familiar. Junto con ella y varios más, el grupo lo han integrado por todo ese tiempo su esposo Jorge Miranda y sus hijos Jorge Luis y Marco Antonio. Ellos asumen el rol de primeros lectores y críticos con una misma percepción estética del teatro como texto literario y guía para la construcción e interpretación de personajes y de la puesta en escena. En este proceso, la labor creativa suele ser conjunta y constante. Alguna vez María Teresa Zúñiga me dijo que sus piezas teatrales siempre estaban sujetas a cambio y mejora. Entendemos que esto se refiere más bien al montaje: he visto repetidas veces algunas de sus obras —unas son dirigidas solo por ella y otras por Jorge Miranda— y cada puesta en escena difiere de la anterior. Se trata de diferencias mínimas, claro, pero que refuerzan ligeramente el mensaje y el efecto sobre el espectador. Facilita estas variaciones que la autora recurre poco a la acotación, lo cual otorga mayor libertad de adaptación.

Portada del libro ‘Génesis’ (Lima, 2018), de María Teresa Zúñiga, una edición del festival Sala de Parto y el Teatro La Plaza.

El teatro de María Teresa Zúñiga es pródigo en símbolos de cierta ambigüedad, que en el futuro permitirá versiones diversas y acaso opuestas según la percepción e interpretación de cada director. En Génesis, por ejemplo, podría mencionarse varios: la aparición del teléfono celular, a través del cual se manifiestan “ellos”, entidades omnipresentes e invisibles; el significado de los nombres “Génesis” y “Victoria”; o la idea de lo femenino asociado al color blanco: lejos de la carencia de mácula, en la obra adquiere el carácter de fragilidad porque es fácil de manchar, de deteriorar, de destruir. Esto se refuerza con la permanente evocación de las violaciones como otro de los riesgos. Se trata de un peligro cuasiexclusivo para la mujer y la mayor muestra de una vulnerabilidad determinada por el género, aun en tiempos de paz, pero crítica en situaciones extremas como una guerra.

¿Qué es Génesis, entonces? La abuela Victoria define esa palabra como “el origen de un nuevo nacimiento”. Pero la pieza teatral podría tomarse como un tributo a las millones de mujeres que, a lo largo del tiempo, debieron afrontar la guerra en calidad de supervivientes, víctimas o heroínas. Esas mujeres violadas o muertas de Nankín, Rusia y Berlín; del África Central y también las cautivas del ISIS; o las más cercanas de Manta y Vilca, en el Ande peruano, nos recuerdan que la violencia de género siempre se usó como acto de guerra. Entonces ella, la mujer, hace surgir un camino, el renacer constante de un nuevo principio. Así, la obra se une a esa estirpe de la literatura que rebasa el plano artístico y hace visibles los grandes problemas que persiguen desde sus inicios a la humanidad.

* Prólogo del libro Génesis (Lima, 2018), de María Teresa Zúñiga, editado por el festival de teatro Sala de Parto.

Crónica: Rescatadores de perros

Rocío Navarro Mendoza es fundadora del albergue Sueño Compartido. Aquí, junto a Ñawi, uno de sus 86 rescatados.

Los salvadores

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

Cuando lo encontraron, un ojo le colgaba y en el otro tenía una catarata demasiado avanzada para curarse. Estaba desnutrido, muy enfermo y parecía haber vivido más tiempo que el promedio en perros. Con un nudo en el pecho, Rocío pensó que quizá lo mejor era dejarlo ir. En los cuatro años que llevaba rescatando perros, había visto morir a muchos porque la enfermedad o las lesiones ya eran irreversibles cuando llegaba para auxiliarlos. Mientras esperaba al veterinario, contempló la moribunda quietud del perro, que no dormía pese a tener su único párpado cerrado. Un mosquito revoloteaba sobre él y finalmente se posó cerca del ojo herido. Entonces el animal levantó una pata, se rascó la cabeza, una oreja y después el hocico. ¡Aún está en condiciones de espantar moscas!, pensó ella. ¿Realmente agonizaba? Ñawi —es el nombre que lleva ahora— hace su vida normal hasta donde su ceguera se lo permite. Convive en el mismo patio del albergue Sueño Compartido con otros 86 perros, todos con una historia igual de dolorosa que la suya. Pese a la exageración del número, ¡86!, parecen felices mientras esperan por un adoptante que tarda en aparecer y, para muchos, nunca llegará. Inconscientes de ese rechazo sobreentendido, veo retozar sobre la hierba a dos perros a los que falta una pata y a otro, más allá, cuya sillita de ruedas no le impide corretear con los demás. Y vuelve a mi mente algo que Rocío me dijo: por estos perros, por este albergue, lo ha sacrificado todo. Dejó su carrera, su trabajo y casi perdió a su familia. La pregunta surge sola: ¿cómo es posible que una persona lo deje todo por un animal?

Carolina Ramos de la Torre adoptó a un perro con el que logró un gran nivel de conexión.

Una opción de respuesta me la da Carolina Ramos de la Torre. Ella usa las palabras «hermano menor» y también «hijo» para referirse a su perro, un mestizo de color negro y gran corazón. También él fue salvado de la muerte: estaba entre la basura, dentro de un saco y al borde del sofoco. Su llegada cambió la vida de Carolina y su familia y se convirtió en una suerte de sostén emocional, que se potenció tras el fallecimiento de su madre. Es como si sintiese la tristeza y acudiese a un llamado, dice con el animalito en brazos, mientras este se acurruca contra su pecho.

En la relación de hombres y perros hay un estado —al que no todos consiguen llegar— donde se establece un fuerte lazo de comunicación, entendimiento mutuo y empatía. Quizá la palabra que buscamos sea «conexión». Una conexión como la que Rocío y Carolina han desarrollado y se refleja en un vínculo emocional, amistad y complicidad. Tan solo al mirarlos, siento como si hablasen, me entendieran y respondiesen, dice Fiorella Bernardillo. Apenas abre la puerta, toda una jauría sale disparada, feliz, estrechándose entre sí. Ella no tiene un albergue, pero sí la disposición de rescatar a los perros abandonados que se cruzan en su camino. Cuando se mudó de un departamento a una casa, ya criaba un perro necesitado de espacio. Después de encontrarlo, lo desparasitó y le hizo un corte de pelo. Aunque todavía estaba flaco, entendía que ya podía ser adoptado. Lo entregó, llena de desconfianza, a la recomendada por una conocida. Sus sospechas no se equivocaban: la mujer lo dejó extraviarse y Fiorella debió recorrer la ciudad por semanas en su busca. El animalito regresó a sus manos peor que la primera vez: su cuerpo estaba cubierto de llagas y tenía lesiones que hacían adivinar una violación. Fue difícil enseñarle a confiar otra vez, hacer que conviva con las personas y entienda que nadie volvería a hacerle daño. Recibió un nombre, esta vez definitivo: Chato, y se unió a los demás perros-amigos-hijos de Fiorella. Suman diez, ¡diez!, y ella reconoce que son casi demasiados. Por sus perros ha debido cambiar de casa más de una vez, la última desde una zona residencial a otra algo alejada pero mucho más espaciosa y tolerante con los animales. Flor Jáuregui, animalista desde hace 25 años, me dice más: si logras una conexión con tu perro, parecerá que entiendes su idioma. Si está herido, sentirás su dolor y percibirás en sus ojos aquello que te quiere decir. Ellos también tienen emociones, dice al recordar a Lucero, una perrita que ha marcado la vida de su familia. Era como una tercera hija. A veces casi se comportaba como un ser humano. Y lo más importante, su presencia ayudó a sanar a una de las niñas de un mal rarísimo que parecía no poder identificarse. De pronto compartían alegría, amor y la misma fuerza de vivir.

Fiorella Bernardillo tiene diez perros en casa, todos rescatados por ella misma.

Igual que con Fiorella, los primeros perros que Rocío rescató acabaron en su casa. Y como es natural, esto le trajo problemas familiares. Su fin era ayudarlos a recuperarse de la mala vida que habían llevado en las calles y encontrarles un adoptante. No siempre es fácil luchar contra el prejuicio de que es imposible adoptar a un perro adulto. Desde que son cachorros hasta su vejez, los perros son como niños, dice. Se les puede entrenar y es sencillo acostumbrarlos a asumir rutinas para adaptarse a los hábitos de su nueva familia. El problema es encontrar personas que no se echen para atrás pasados unos meses. Es recurrente, además, que algunos compren en el mercado de mascotas a un cachorro al que arrojan a la calle en cuanto ha crecido. En estos casos su esperanza de vida difícilmente supera las ocho semanas, ya sea porque son atropellados, se contagian de alguna enfermedad o simplemente por el hambre y el frío. Por estas razones, su albergue da en adopción a no más de cuatro adultos por mes. Mantener 86 perros requiere mucho trabajo y compromiso de sus dos ocupantes permanentes: Rocío Navarro y Frank Rodríguez, su pareja. Por fortuna, las necesidades de mano de obra se cubren con decenas de voluntarios que, principalmente en fines de semana, asisten para bañar a los perros, prepararles el alimento, dosificarles las vacunas y, lo más delicado, ayudar en el seguimiento de la calidad de vida de los adoptados con sus nuevos dueños. Me entero aquí, además, de que el albergue está pronto a mudarse, otra vez. Funciona en un inmueble alquilado, a las afueras de Huancayo. Pero ese no es su desembolso más importante. Ni siquiera la enorme cantidad de alimentos para 86 perros. Frank me explica que las medicinas se llevan el grueso del presupuesto. Aunque tienen ciertos ingresos, como algunas donaciones y las ventas al menudeo de accesorios para mascotas durante sus campañas dominicales, nunca es suficiente. Por eso, cada cierto tiempo él debe volver a ejercer la ingeniería, lo que le permite recapitalizarse para sostener los gastos del albergue por algunos meses más.

Jamis Vilcapoma, madre de Fiorella Bernardillo, quien tiene tanto compromiso como ella para cuidar a sus diez perros.

Otro modo para rentabilizar el albergue es la terapia asistida con animales. Se trata de un método alternativo que busca una conexión de los pacientes con los perros y permite mejoras en el tratamiento del Alzheimer o el autismo. No solo podemos socorrer a los animales, dice Rocío. Ellos también lo hacen con las personas, como pasó conmigo. En lo vivido por Carolina y una de las niñas de Flor, la presencia de un perro las ayudó a alcanzar un estado psicológico saludable. El hombre puede superar la depresión y los traumas con solo tener un perro, afirma Rocío. Y Flor agrega que la naturaleza de estos animales es generosa y desinteresada: es el ser más confiable que pueda existir. Puede que alcanzar una conexión, entonces, no dependa exactamente del perro, sino de si la persona está dispuesta.

Después de su baño de fin de semana, los huéspedes del albergue se secan al sol.

A mi regreso al albergue, unos veinte perros vienen ladrando hacia mí. Casi pego un salto atrás, pero percibo en ellos esa felicidad, esa confianza —otra vez— en el ser humano. Y comprendo que no tienen intención de atacar. Al lado un par de muchachos bañan a un perro y, más allá, unas chicas reparten comida. Rocío y Frank están afanadísimos y apenas me prestan atención. Al verlos trabajar rodeados por tantos seres salvados de morir creo entender que dedicar una vida a los animales solo se explicaría por el amor hacia ellos. Y surge la pregunta: ¿qué será de estos perros el día en que, simplemente, ustedes ya no puedan más con el albergue? Rocío es tajante: eso nunca ocurrirá. Este será mi modo de vida hasta el final.

Si deseas hacer parte de tu familia a un perro del albergue Sueño Compartido (Huancayo, Perú), comunícate al 930470771.

* Esta crónica es parte de la serie Los héroes son otros.

Publicado en Gatonegro N° 23. Enero de 2019.

Crónica: Bosque de piedras de Viuda Lumi

El camino que une los distritos de Pucará y Pazos, al pie del bosque de piedras de Viuda Lumi.

Un pueblo de rocas y cielo

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

El bosque de piedras de Viuda Lumi se ubica en el distrito de Pucará, a unos 25 km de Huancayo (Junín, Perú), y a poca distancia de la frontera con el distrito de Pazos (Huancavelica, Perú).

Una primera sensación al poner los pies en Viuda Lumi es la soledad. Una soledad interrumpida por los coches que, cada treinta o cuarenta minutos, atraviesan pesadamente este camino que parece perderse entre la niebla del horizonte. Por aquí las rocas han adquirido formas a las que los pobladores reconocen como un sapo, un cóndor o, más allá, un ratón o una lagartija. Nos encontramos a 4200 m s.n.m. y a esta altura cualquier esfuerzo te pasa factura de inmediato. Y lo comprobamos al intentar ascender el cerro a pie.

Kilómetros abajo, un anciano nos dice que, hace más de un siglo, por aquí pasaron las tropas de Cáceres para vencer al ejército chileno. En efecto, estamos en la localidad de Marcavalle, muy cerca de donde ocurrió la célebre Batalla de Marcavalle y Pucará, durante la Guerra del Pacífico de 1879-1883. Pero el anciano también nos cuenta una leyenda sobre la formación de Viuda Lumi, que resulta otra variante del castigo divino recibido por la mujer del Lot bíblico.

Viuda Lumi significa en quechua wanka piedra de la viuda. Se encuentra en la parte más elevada del camino que une los distritos de Pucará y Pazos, uno perteneciente a la región Junín y el otro a Huancavelica. Por eso, debido a su altura, hay instaladas en las cumbres decenas de antenas que afean pequeñas porciones del paisaje, pero permiten estar comunicadas a las localidades de la zona. Salvo este detalle, la vista es imponente y grata la estadía. Prometemos regresar pronto.

Publicado en Bitácora N°60. Noviembre de 2018.

Entrevista al autor de Cautivos de mar y tierra

Primera obra en su tipo en la historia de Junín

La recientemente publicada novela Cautivos de mar y tierra (Acerva, 2017), de Juan Carlos Suárez Revollar, es una historia que transcurre en África Central durante la I Guerra Mundial. La interesante trama es también un proyecto muy ambicioso de su autor y promete hacerse parte representativa de nuestra literatura.

Una entrevista de: Luis Puente de la Vega Rojas

En esta época de planes lectores escolares, ¿podemos decir que Cautivos de mar y tierra funcionaría para ese público?
Cautivos de mar y tierra es en el fondo una novela de aventuras, un género que siempre ha tenido más empatía entre lectores jóvenes. Pero tiene un trasfondo algo más complejo, que sobrepasa la mera acción. Acaso sea por eso que permite diversas lecturas, en ocasiones completamente distintas entre sí. No sé si es buena idea ubicar las novelas según los nichos de mercado. Sí funciona, digamos, en términos editoriales. Lo que pasa es que por pensar así olvidamos que la literatura debiera ser universal y adaptable a cualquier lector sin importar sus rangos de edad, sexo o religión.

Juan Carlos Suárez Revollar, el autor de ‘Cautivos de mar y tierra’, en la biblioteca de su casa (Foto: dpto. de prensa Acerva Ediciones).

Coméntanos un poco sobre su gestación…
Cuando la empecé a escribir tenía en mente un proyecto diferente, que iba a ser incluso literatura fantástica. Pero la historia me arrastró por un contexto colonial en un estado de guerra. Una situación extrema transforma por completo al ser humano. Lo hizo con toda la trama de esta novela, con cada uno de sus personajes y, pensándolo bien, también conmigo. Ahora sé que lo mío es la narrativa realista. Ambientar una historia en un territorio lejano, hace cien años, implica mucha disciplina e investigación. Lo grato es cuando notas que los personajes se hacen cada vez más tangibles y casi los sientes respirar.

A pesar de lo difícil que es escribir un libro, la mayoría de autores coinciden en que el paso más complicado es la publicación.
Es un gran paso decidir que la novela a la que entregaste tanto tiempo y trabajo está lista para su publicación. A menudo uno anda tratando de alcanzar un estado utópico de perfección. Y no paras de releer y corregir, hasta que ya no puedes mejorar nada, sino solo transformar. Si con todo eso, el libro todavía funciona, debes entender que es hora de publicar.

La mayoría de narradores, incluido Vargas Llosa, ha empezado publicando cuentos por ser un formato más «amigable». ¿Por qué tú te aventuras a ir de frente a la novela?
Creemos que el cuento es más fácil que la novela por su brevedad, pero la intensidad que es capaz de alcanzar le quita todo lo amigable si eres exigente. Hay casos de escritores que han pasado años enteros batallando con un pequeño fragmento. Cautivos de mar y tierra es novela y no cuento porque la historia no podía presentarse de otra manera. Aborda muchos temas, parte de su trama ocurre en varios continentes e intenta profundizar en cada personaje. Como cuento eso habría sido imposible.

¿En definir eso tuvo que ver tu experiencia como editor de literatura?
Definitivamente sí. En los últimos cinco años he editado una veintena de novelas. En ese transcurso aprendí muchísimo. Y las observaciones que en ocasiones pedía corregir a sus autores, pues procuraba no cometerlas en Cautivos de mar y tierra. Ser editor duplica el nivel de exigencia con tu propia obra. Pero con todo eso, escribir esta novela fue una de las mejores experiencias que he vivido jamás.

Un punto importante de Cautivos de mar y tierra es que trata sobre la amistad, la lealtad y la condición humana, temas de por sí aristotélicos…
Precisamente por eso la literatura es universal. No importa de dónde vengamos ni cómo sea nuestra forma de vida, hay características propias del ser humano de las que jamás nos podremos desprender. Y la literatura las aborda, les da forma, reflexiona sobre ellas. ¿Cómo es, si no, que en pleno siglo XXI nos seguimos conmoviendo cuando el Quijote es apaleado por intentar traer algo de justicia a los hombres?

Cautivos de mar y tierra de Juan Carlos Suárez Revollar

¿El lector huancaíno tiene una predilección por la novela histórica?
Huancayo tiene una tradición literaria diversa y rica, de la que las novelas históricas son más bien las menos frecuentes. En narrativa el relato corto es el que predomina. Y en la poesía hay verdaderas piezas maestras. Ahora se vive un tiempo de cambio muy profundo a nivel social, que finalmente es el que determina la clase de literatura que se produce y lee. Lo bueno es que cada año se siguen publicando nuevas novelas en Huancayo. Eso significa que tenemos una literatura llena de vida.

Al sumergirme en Cautivos de mar y tierra me pareció sentir a Joseph Conrad y su novela El corazón de las tinieblas. ¿Es así?
Digamos que el punto en común de ambas novelas es que ocurren, al menos en apariencia, en un mismo espacio geográfico. Pero no creo que haya más coincidencias entre ellas. Se trata de historias y estilos completamente diferentes. Quizá la causa de esa impresión sea mi empeño en mostrar un deslumbramiento permanente por El corazón de las tinieblas y haberla mencionado en el apéndice del libro.

Para terminar, ¿por qué «cautivos»?
Desde el punto de vista de la novela, la cautividad es la del ser humano dentro de un entorno más grande, digamos por sociedades enfrentadas o incluso por la naturaleza. El hombre cree haberla dominado, y no hay nada más falso. Por eso los personajes de Cautivos de mar y tierra viven en constante tensión, rozando a menudo la muerte ya sea por enfermedades tropicales o a manos de sus semejantes. Y sobre todo eso, se impone la voluntad de vivir, la rebeldía para seguir adelante y no dejarse endurecer por las circunstancias. ¿Qué mejor sentimiento que la amistad para hacer frente a la inhumanidad de un mundo así?

Publicado en la revista El Huacón, edición 199, del 22 de mayo de 2017.

Crítica de literatura: El diablo en la ideología del mundo andino, de Isabel Córdova Rosas

Portada de la edición española de ‘El diablo en la ideología del mundo andino’, de la escritora huancaína Isabel Córdova Rosas (foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

¡Diablos en la literatura oral andina!

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

La literatura oral ha constituido, desde el albor de los tiempos, la mejor forma de transmitir saberes e ideas de una generación a otra, a través de historias que funcionaban como parábolas o lecciones de vida. Con el paso de los años, y ya en tierras americanas, los conquistadores españoles comprendieron que podía utilizarse como una potente herramienta de control social.

Esa es una de las conclusiones que esgrime la escritora huancaína Isabel Córdova Rosas en su ensayo El diablo en la ideología del mundo andino. Pero la afirmación más relevante del estudio es que la figuración demoníaca y todas sus variantes no formaban parte del imaginario andino prehispánico, sino, más bien, fueron introducidas con la llegada de la cultura ibérica a la sierra central.

La escritora Isabel Córdova Rosas de visita en Huancayo en 2013 (foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

Debido al limitado alcance de las leyes para reglamentar el comportamiento de las gentes, había la necesidad de buscar una forma de rebasarlas para establecer reglas de conducta que eliminaran faltas como la lujuria, el incesto o cualquier otra actuación inmoral, como parte de un control social sistemático. Es entonces que se echó mano de las mitologías occidentales: la dualidad de Dios y el diablo para cumplir la función de castigar el comportamiento pecaminoso en una esfera mística y sobrenatural que rebase el alcance humano.

El mundo de los wankas prehispánicos —nos dice Córdova Rosas— estaba dividido en tres estadios: el superior, o de las deidades; el medio, de los hombres y animales; y el interno, de los muertos y gérmenes. «El diablo o demonio —agrega— no habita en ninguno de esos espacios», ni siquiera en el último, que «jamás podría ser considerado el lugar de castigo o el infierno de la civilización occidental». Eso prueba que el diablo no existía en el imaginario andino antes de la inserción de la cultura europea.

La primera identificación formal del término diablo —o supay— en quechua fue en 1608 por el jesuita Diego González Holguín. Para entonces ya se había incorporado su figuración entre los hombres andinos. Pero no se trata del mismo diablo europeo, sino de un personaje basado en este, que incluyó elementos tomados de las tradiciones locales para matizarlo, hacerlo más creíble y, específicamente, entendible y fácil de interiorizar. En la tarea de implantarlo en la cosmovisión del aborigen —nos dice Córdova Rosas— «intervino con un rol preponderante la literatura oral para establecer el control social. De esa forma, a la prédica, al sermón y al exorcismo se unieron relatos orales con los que se trataba de inculcar la existencia del demonio y los castigos a los que se verían sometidos quienes cayeran en sus redes».

El momento de la inserción del diablo al pensamiento colectivo andino habría sido cuando el español descubrió que pervivían diversos «actos litúrgicos aborígenes destinados a rendir culto a las deidades nativas», por lo que se recurrió al diablo como culpable de esa «actitud resistente a la ideología religiosa prehispánica». La autora afirma que «fue entonces cuando se aprovechó con eficiencia la mentalidad animista y supersticiosa del aborigen para inculcar, dentro de sí, una serie de mitos sobre el diablo, que la literatura oral se encargó de difundir, acrecentar, retocar y, en la mayoría de las veces, darle un carácter burlesco».

Córdova Rosas ha identificado al menos seis categorías de la figuración demoníaca en la narrativa oral: diablos, condenados, mulas, jarjarias, joljolias y uman tactas. Destacan los relatos donde el diablo es más bien burlado y el héroe de la historia —que por sus características, sería más bien un antihéroe— sale bien librado y dueño de una inmerecida recompensa. Pero también hay una connotación erótica, pues el diablo siempre seduce a las mujeres que muestran predisposición demasiado lasciva o ambiciosa, por un lado, o ingenua y crédula por otro.

El ensayo de Córdova Rosas demuestra que la riqueza de las culturas —en particular la andina a través de la narración popular— se encuentra en su capacidad de impregnarse de las otras antes que colisionar con ellas. Esa es la magia que irradia la literatura.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 29 de setiembre de 2012.

Crónica: El deporte, la política, la guerra

Adolf Hitler y sus socios durante los Juegos Olimpicos de Berlín 1936.

El deporte, la política, la guerra

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

En la siguiente crónica, el autor reflexiona sobre el papel de los deportes en la política mundial y los conflictos bélicos durante el siglo XX. Y nos cuenta cómo el deporte, aunque de naturaleza fraterna y libertaria, ha estado manipulado por diversos regímenes según sus conveniencias políticas. A la orden estuvieron desde presiones con amenazas solapadas hasta la institucionalización del doping.

Cuenta una leyenda que algunos pueblos resolvían sus diferencias con una primitiva pelota que debían llevar hasta su territorio para ganar. Lo hacían a golpes de puño y objetos contundentes y no era raro que el desafío acabase con heridos. Es un antecedente poco importante del fútbol salvo porque, en algún momento, los deportes reemplazaron a los enfrentamientos bélicos. Ocurrió, principalmente, durante la Guerra Fría, cuando los Juegos Olímpicos heredaron el cuadro medallero inventado por el régimen Nazi y se convirtieron en un nuevo campo de batalla. Los vencedores, a menudo, lo eran porque provenían de un país económica y tecnológicamente más fuerte. Desde entonces la inversión determinó los logros deportivos, ahora asunto político y de Estado. Atrás quedó esa época en que el esfuerzo y la perseverancia podían imponerse a la falta de recursos.

El estadounidense Jesse Owens, uno de los grandes triunfadores de los juegos olímpicos de Berlín 1936.

Muchos deportistas sufrieron las consecuencias de esa politización, que en algunos países llevó a una segregación social y étnica. Uno de los más dolorosos es el del austriaco Matthias Sindelar, futbolista judío que usó su enorme prestigio para desafiar a los nazis en el último partido de Austria como país, poco después de su anexión a Alemania. El Ministerio de Deportes del III Reich organizó un partido amistoso entre ambas selecciones. Secretamente, había prohibido marcar goles a los delanteros austriacos. Pero Sindelar anotó un gol y lo celebró danzando ante los funcionarios alemanes. Después de pasar a la clandestinidad moriría por un envenenamiento con gas de estufa. Nunca se aclaró si fue accidente, suicidio o asesinato.

El austriaco Mathias Sindelar, uno de los mejores futbolistas de la historia, y otra víctima de la política que se inmiscuye en el deporte.

Las dictaduras militares de las décadas del sesenta y setenta, en América Latina, también se sirvieron del fútbol. Un ejemplo es el Mundial de Argentina 1978, durante el gobierno del general Jorge Videla. Ese 6-0 a Perú que dio la clasificación a Argentina y dejó fuera de la copa a Brasil hizo surgir la sospecha de un arreglo por la junta militar argentina. Lo probado es que el campeonato de su selección ayudó a atenuar la impopularidad de Videla y a distraer de los problemas económicos y las graves violaciones a los derechos humanos. Algo similar ya había ocurrido con la Italia fascista de Benito Mussolini, sede de la Copa del Mundo en 1934. Para empezar, su selección tenía a cuatro argentinos y un brasileño, lo cual iba contra el reglamento de la FIFA. Hoy se sabe que ganaron sus partidos con sobornos, amenazas de muerte y una ayuda arbitral escandalosa.

La mano de Dios (y de Maradona), en México 86. Acaso el partido de fútbol emblema en la historia de los campeonatos del mundo del desquite tras una guerra perdida.

Fue el régimen de Adolf Hitler uno de los primeros que vio los deportes como maquinaria de propaganda para demostrar su superioridad racial. Por eso dio prioridad a la organización de los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 y a la preparación de sus deportistas. Estos habían sido elegidos según los cánones étnicos que harían tristemente célebre al nazismo. Que obtuvieran la mayoría de medallas tiene su razón en haber conjugado una gran inversión con un entrenamiento serio y disciplinado. Pero como en todo deporte, un método no siempre da el mismo resultado. El Perú de Lolo Fernández venció a la invencible Austria, aunque el partido fue anulado, dicen, por mediación de Joseph Goebbels, mano derecha de Hitler. Y en la prueba insignia de las olimpiadas —los cien metros planos— ganó el afroamericano Jesse Owens, cuya victoria sería usada por los Aliados como propaganda antinazi durante la guerra.

El Perú de Lolo Fernández. La selección peruana de fútbol fue otra víctima del régimen Nazi en los Juegos Olímpicos de 1936.

La rivalidad deportiva entre los bloques soviético y capitalista —después de la guerra— se agudizó desde la década del sesenta, cuando llegó la distensión y las armas nucleares dejaron de ser exclusividad de Estados Unidos. Antes de eso, incluso, las Alemanias divididas habían enviado sus delegaciones a los Juegos Olímpicos con una sola bandera. El rol del Estado en los deportes ya no se limitaba al financiamiento y las labores burocráticas. Se hacía necesario obtener triunfos y demostrar al mundo que los mejores elementos de su población, los deportistas, eran superiores a los del enemigo. La Unión Soviética tenía un programa de entrenamiento durísimo; pero Alemania del Este quiso dar un paso más que su socio. Inició, entonces, el programa más sofisticado de desarrollo de fármacos para mejorar el rendimiento deportivo. Se sabe que reclutó a dos mil médicos solo para la investigación. Como resultado, desde 1968 hasta 1989 formó deportistas exitosísimos en los Juegos Olímpicos, solo detrás de la Unión Soviética en el medallero desde Montreal 1976. Tiempo después se sabría que fue gracias al oral-turinabol, medicamento rico en testosterona que aumenta la fuerza, la agresividad y la resistencia.

El estadounidense Lance Armstrong, despojado de sus triunfos por dopaje en los siete Tour de Francia de 1999 a 2005. Personifica, acaso, el mayor fraude en el ciclismo y los deportes (foto: Roberto Bettini).

Con el fin de la Guerra Fría y la reunificación de Alemania, en 1989, miles de médicos expertos en dopaje quedaron sin empleo e iniciaron un peregrinaje por todo el mundo en busca de equipos deportivos que los acogiesen. Para entonces los nuevos medicamentos libraban una carrera con la capacidad de detección de las pruebas antidoping, siempre tardías y poco eficaces. Por ejemplo el ciclismo tiene decenas de campeonatos declarados desiertos, años después, al descubrir que los ganadores se doparon. Pero resulta que también lo hicieron el segundo puesto, y el tercero, y el cuarto…

Llegamos, entonces, a quienes entrenan por amor al deporte y a su patria, independientemente de los triunfos. Y a quienes triunfan porque se prepararon con esfuerzo y perseverancia, pese a la falta de recursos, una constante en países como el Perú. También recordamos a Hugo Sotil cuando se saltó la prohibición de su club español para incorporarse a la selección peruana y ganar la final en la Copa América con un equipo de afrodescendientes y mestizos (producto del modelo de reivindicación de Juan Velasco Alvarado). Y al vecino Diego Armando Maradona, polémico y a veces impresentable, cuando después de la Guerra de las Malvinas jugara por su selección contra Inglaterra y le anotara dos goles: uno, el más bonito jamás marcado en una copa del mundo; y el otro, con una mano del desquite, porque las derrotas en el campo de batalla son más dolorosas que en una cancha deportiva.

Publicado en Gatonegro N°17 de junio de 2018.