Crítica de literatura: Sobre Honoré de Balzac

Honoré de Balzac (Tours, 1799 – París, 1850).

Nuestro propio Honoré de Balzac

Escribe: Juan Carlos Suárez Revollar

Todavía lo recuerdo: tenía dieciséis años y las ansias de saberlo todo. Leía muchas novelas, incluso aquellas malas que me hacían bostezar. Ahí estaba: era un volumen viejísimo, cuya portada había sido reemplazada por una cartulina amarilla sobre la que llevaba escritas, con plumón azulino, las palabras Papá Goriot (un ejemplar de la Colección Austral en la buena traducción de Joaquín de Zuazagoitia). Su lectura me conmovió más que cualquier otra novela hasta entonces. Un personaje en particular, Eugene de Rastignac, antihéroe genuino, ambicioso y trepador, cuyos contradictorios sentimientos lo decidían a enfrentar de tú a tú a París, me impactó tanto que cuando me topé de nuevo con él en La piel de zapa y más tarde en el breve díptico Estudio de mujer, sentí que saludaba a un viejo conocido. Creé un pasatiempo: marcar todas sus apariciones en La comedia humana (al que renuncié poco después, pues esa maniática búsqueda resultaba inútil, pero primordialmente porque me estaba estropeando el sencillo placer de la lectura). No creo haber tropezado con él más que en cuatro o cinco novelas. Después supe que aparece al menos en catorce, varias de las cuales devoré sin identificarlo: se me había escabullido. Lo mismo ocurrió con el afable Horace Bianchon, cuyo altruismo alguna vez quise, ingenuo yo, imitar. Se trata de uno de los personajes más decentes moralmente de toda La comedia humana, al que encontramos en veintitrés de sus noventa y un historias (quizá en más: nunca terminé de leerlas todas).

Me prometí aprender francés para leer a Balzac en su idioma —promesa que ojalá, mal que mal, cumpla algún día—, y también conseguir todos sus libros (los adquiría así ya los hubiese leído). Conté hace poco, risueño de mí mismo, decenas de títulos repetidos, en diferentes ediciones y traducciones, que acabaron apilados en mi biblioteca.

No me impresionó tanto Eugenia Grandet como sí ocurrió con La mujer de treinta años: una suerte de mosaico de textos disímiles unidos por un oscuro lazo para formar una novela, en cuya imperfección y escritura fragmentaria creo advertir un halo de grandeza. Me divierte no haber hallado —o acaso se me pasó por la exaltación durante la lectura— un momento de la vida de la protagonista en que tuviera los exactos treinta años del título. Para Rafael Cansinos Assens se refiere más bien a «esa edad crítica en que la mujer tiene un pasado a veces inolvidable» que «le ha creado un alma compleja y resabiada». Mucho más me entusiasmó Un episodio bajo el terror, brevísima novela, casi un cuento, cuyo final en medio de las persecuciones posteriores a la Revolución Francesa deja un sinsabor difícil de tragar que, posiblemente sin proponérselo, siembra en el lector ese pavor, ese repudio por los gobiernos tiránicos.

Hay en cada historia de La comedia humana una aureola de genialidad, que se comparte entre las más ambiciosas: Las ilusiones perdidas, Los parientes pobres o Historia de los trece, y las otras de alcance más modesto: El coronel Chabert, El elixir de larga vida o Una pasión en el desierto. Su valía reside en el monumental todo que sus pequeñas unidades conforman. Pero también, a que el alma humana es sondeada con la profundidad que solo conseguiría un escritor decidido a cumplir un papel análogo al del Creador.

Portada de Papá Goriot (escrita en 1834 y publicada el año siguiente).

El plan de La comedia humana contemplaba retratar a la Francia de su tiempo en sus diversos niveles y estratos. Sus clasificaciones comprenden desde las escenas de la vida privada, parisina y provinciana, hasta las de la vida política, militar y campesina, además de los estudios filosóficos y los analíticos. Aunque cada novela se circunscribe a alguna de estas categorías, hay tal cruce de historias, contextos y personajes, que su sumatoria concluye con una imagen integral de la sociedad, sea esta pasada o presente, occidental u oriental.

El talento de Balzac no se limitó a la invención de inolvidables historias y personajes que ganaban complejidad a lo largo de La comedia humana. Había en él una predisposición, una extraña tendencia fabuladora por reinventarlo todo, incluso su propia existencia. Vivió en medio de deudas a causa de sus gigantescos proyectos, siempre fallidos o, en el caso de la literatura, inconclusos debido a su repentina muerte (a La comedia humana le faltaron más de treinta títulos. Tampoco terminó los Cuentos donosos, de los que solo escribió las tres primeras Decenas y algunos cuentos sueltos de las otras siete). Las farsas rocambolescas —aunque inofensivas— que siempre contaba sobre sí a sus conocidos eran una suerte de prolongación de la ficción que era su mundo. Quizás la mitomanía solo se reserva para los escritores de genio. Los demás tendrían que abstenerse para evitar el ridículo.

Publicado en diario Correo de Huancayo el 5 de enero de 2013.

Crítica de literatura: El duelo (de Joseph Conrad)

El honor hasta el fin de la vida

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Joseph Conrad, autor de ‘El duelo.’

Aunque polaco de nacimiento, Konrad Korzeniowski —más tarde Joseph Conrad— (1857 – 1924) escribió su obra en inglés, idioma que aprendió pasados los veintitrés años de edad. Su trabajo mayor es El corazón de las tinieblas (1902), una poderosa novela que tiene como contexto la explotación y exterminio a gran escala en El Congo por la «Compañía» del rey belga Leopold II —esto último nunca se dice—, pero desde una particular óptica. Esta selva salvaje e inexpugnable va pervirtiendo y destruyendo a todos cuantos ingresan en ella. La desconexión con la realidad en que caen los personajes llega a niveles clínicos de perturbación mental. Sus novelas contienen, en su fondo y forma, mucha complejidad, al punto de tornarse, por momentos, un tanto densas. Otra gran novela suya es Lord Jim (1900), a la que podrían sumarse La línea de sombra (1917), Nostromo (1904) y El agente secreto (1907).

De 1906 es Gaspar Ruiz (A Set of Six), una colección de seis narraciones. La más extensa de ellas es El duelo, una novela corta situada durante las guerras napoleónicas —The Duel: A Military Tale, publicada también, en un volumen independiente, en Nueva York, en 1908, con el título de The Point of Honor—. Sus protagonistas, dos oficiales franceses, se enfrentan a duelo en repetidas ocasiones y sin razón aparente a lo largo de dieciséis años (los posibles motivos van desde un lío de faldas hasta la acusación de que D’Hubert «nunca quiso a Bonaparte». Pero el más probable es el enojo de Feraud por su arresto tras su primer duelo y, ya que no podía desobedecer, y menos batirse con el general que dio la orden, el reto fue para el mensajero).

Portada de la edición norteamericana de 1908 de El duelo.

El duelo dista del estilo y la temática predominante en Conrad. La estructura es bastante sencilla, lineal, salvo en cierto fragmento en que, como en una crónica histórica, se nos adelanta lo que ocurrirá con Joseph Fouché, un despreciable y camaleónico político de fugaz aunque memorable aparición que, para complicar las cosas, es real. El narrador es omnisciente y privilegia el punto de vista del oficial Armand D’Hubert. El otro, su enemigo, es el gascón —como D’Artagnan— Gabriel Feraud. Pero a diferencia de Los tres mosqueteros y todas sus secuelas (para Conrad, en las novelas de Alejandro Dumas no había más que una «teatral e infantil vehemencia por el juego de la vida»), El duelo no engrandece el espíritu duelista, ni tampoco su motivación: el honor. Más bien aborda ambas cosas con un sesgo irónico, y torna en ridícula esa ardorosa necesidad de batirse de sus protagonistas.

D’Hubert, un oficial cultivado, de buenas maneras y origen aristócrata, es arrastrado a esta larga disputa de honor por Feraud, belicoso y lleno de ímpetus, algo limitado pero tenaz. Conrad trata mejor en su narración al primero, y establece también un vínculo de interdependencia con el otro que se va fortaleciendo con los años: sus ascensos parejos o la solidaria camaradería durante el regreso de la desastrosa campaña de Rusia. Pero más aún, aquellas extrañas acciones entre las que se cuentan la eliminación del nombre de Feraud de la lista negra de bonapartistas gracias a la mediación de D’Hubert o la protección que dará este a aquel después de su enfrentamiento final.

El duelo es una obra menor si se la compara con las grandes novelas de Conrad. Aun así, ofrece una lectura amena y crea en el lector la misma simpatía por sus personajes que los de las historias más notables de este autor.

MÁS DATOS
El duelo tiene una estupenda adaptación fílmica, con el título de Los duelistas (The duellists), dirigida por Ridley Scott y estrenada en 1978.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 10 de setiembre de 2011.