Obituario: Carlos Villanes Cairo

¡Vuela, aviador, vuela!

Carlos Villanes Cairo ha muerto. A continuación, publicamos un testimonio-homenaje de Juan Carlos Suárez, quien fuera su editor, amigo y uno de los más cercanos conocedores de su obra literaria.

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

La noticia llegó de madrugada desde el otro lado del mar: Madrid, adonde se había ido a vivir desde la década del ochenta: Carlos Villanes Cairo había muerto. Aunque nuestra amistad tenía al menos una década, yo lo conocía desde años antes. Entonces los escritores para mí pertenecían a esa estirpe de gentes lejanas, a menudo solo reconocibles a través de densas biografías o ediciones distantes. Era difícil vislumbrar a la persona que hay inmersa en esa imagen gastada de escritor. Lo primero que leí de Villanes fue «Los allegados de la conquista», un breve cuento que ocurre a pocos kilómetros de mi ciudad. Y a través de él me fue posible entender que la literatura sí podía situarse en cualquier lugar.

Portada de la primera edición de la novela ‘Incendio en el Valle Azul’, de Carlos Villanes Cairo.

Esa pequeña puerta me dio acceso al mundo dispar y diverso que es su obra, donde cientos de personajes se mueven por países y épocas casi inaccesibles para nosotros los lectores, simples mortales. Y es precisamente la muerte uno de los catalizadores en la historia de sus protagonistas: jugarse la vida por un ideal, una hazaña o la simple voluntad de seguir adelante. Es el caso del aviador Matt Rust, en Destino: la Plaza Roja. Un muchacho que no espera demostrar nada, salvo conseguir lo que nadie ha logrado: atravesar el bloqueo aéreo soviético de la Guerra Fría y aterrizar su frágil Cessna en la Plaza Roja de Moscú. O la gesta de Marina, una anciana española que viaja hasta la Argentina de Jorge Rafael Videla para rescatar a su nieta de los esbirros de la dictadura, en Retorno a la libertad. Menciono estas dos novelas —queridísimas para su autor— porque me fue confiada su edición peruana y por eso mi filiación con ellas es mayor. A propósito de estos dos libros, también cabe mencionar otro tema recurrente en su obra: las dictaduras, contra las que nunca ocultó su aversión. Y ahora puedo mencionar una tercera novela ─aún inédita y cuyo título definitivo solo conocen sus herederos─ que me dio a leer en una versión sin terminar. Es sobre la dictadura de Alberto Fujimori y de largo aliento. Le tomó 12 años escribirla y, sospecho, tiene lo necesario para convertirse en su obra definitiva.

Sus primeros relatos recogen el imaginario andino oral, que en clave más bien literaria y fantástica, nos alcanzaban esa explicación siempre fascinante del origen de, por ejemplo, el cuy, en «El rubio hijo de Wallallo y su destino eterno» o la fertilización del ganado, en «Los illas del Santiago». Si bien algunos relatos de La fragelación de Toribio Cangalaya, La lluvia de cielo ajeno y principalmente Los dioses tutelares de las wankas son muestra de que no rehuía a la literatura fantástica, lo suyo era el realismo. Un realismo de datos, a menudo cercano a la crónica periodística, predominante en gran parte de su obra siguiente y que se mudó al género novela. Así, dos de las más logradas dentro de la literatura histórica son El esclavo blanco, sobre Miguel de Cervantes, y La espada invencible, sobre el Cid Campeador (que, ya amigos, me dio a leer bastante antes de su publicación). El saqueo de Machu Picchu corresponde a este mismo grupo. Superficialmente podrían verse como crónicas noveladas, pero finalmente vence la literatura en ellas.

La mayor lección que Carlos Villanes me dejó fue que es posible escribir una novela situada en cualquier espacio y tiempo, así el autor se encuentre físicamente lejos. El truco: los datos. En la formación periodística es lo primero que se aprende: buscar fuentes, contrastarlas y, con base en los datos, construir una historia. Su ejercicio como periodista tiene su huella en esta parte de su obra. Y se amplió en libros como Las ballenas cautivas, una breve novela de aventuras situada en el Polo Norte que el Villanes-de-carne-y-hueso nunca pisó, pero el Villanes-literato alcanzó a conocer al detalle. Y definitivamente, el oficio de periodista se encuentra más presente que en ninguna otra en su novela póstuma sobre la dictadura fujimorista.
Mención aparte son sus libros juveniles e infantiles. Demarcan con claridad el mundo de los adultos que a menudo colisiona con el de los niños protagonistas. Es el caso de Cortavientos o, la última que publicó en vida, Incendio en el Valle Azul, cuyo primer ejemplar impreso alcanzó a recibir cuando ya estaba en una cama de hospital. La aventura en estos casos no tiene a la muerte como desencadenante de los hechos, sino el coraje y la fuerza vital de sus pequeños héroes.

En algún momento reuní el valor para lanzarme a escribir una novela. Fueron dos años arduos. Y en ese proceso, Villanes me llamaba a menudo, curiosísimo por saber cómo iba evolucionando esa historia que, salvo detalles muy genéricos, yo me negaba a revelarle. Al concluirla se la di a leer a varios amigos muy cercanos, pero no a él. Y la causa era mi temor a su veredicto. Además de novelista, Villanes era un brillante crítico literario. Una sentencia desfavorable, por eso, significaría para mí el fin del sueño de aspirante a escritor. Como crítico, en efecto, Villanes hizo estudios de varias novelas de Ciro Alegría, su maestro, de cuya obra era especialista. Había sumado una bibliografía crítica extensa sobre, entre otros, César Vallejo, Ricardo Palma o Enrique López Albújar. Pero también de varios premios Nobel, uno de ellos, José Saramago, era además amigo suyo.

Cuando por fin le envié el manuscrito de mi novela, a la que tentativamente había titulado Hidalgos…, fue sugerencia suya cambiar esa palabra porque sonaba rimbombante y no necesariamente reflejaba el alma de la novela. En una larguísima conversación telefónica, me hizo varias observaciones —que corregí de inmediato—, pero el verdadero objeto de su llamada fue para animarme a publicar.

Al conocerlas, las personas nos resultan más complejas que su mera imagen. Y Carlos Villanes no era la excepción. Aún recuerdo su emoción cuando me contaba lo mucho que amaba la aviación y que estuvo a punto de ser piloto en vez de escritor. «También habría sido feliz», me dijo. Y recuerdo su risa pícara, llena de jovialidad, cuando bromeaba: habrías sido feliz, sí.

Entonces comprendí que era inevitable escribir en la primera página de Cautivos de mar y tierra —título que finalmente elegí para mi novela—: «A Carlos Villanes Cairo, maestro».

* Foto de cabecera: cortesía familia Villanes Córdova.

Publicado en Gatonegro N°37, abril de 2020.

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Crítica de literatura: Incendio en el Valle Azul, de Carlos Villanes Cairo

Portada de la primera edición de la novela ‘Incendio en el Valle Azul’, de Carlos Villanes Cairo.

La novela de los salvadores de árboles

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Incendio en el Valle Azul (Acerva Ediciones), la nueva novela de Carlos Villanes Cairo, ocurre entre dos ciudades, donde cientos de personas luchan para salvar a los árboles. Por un lado, seres más bien frágiles —niños y ancianos— enfrentan a los funcionarios municipales que quieren tumbar los árboles de una avenida limeña para construir más estacionamientos. Por el otro, los habitantes de Santa Rosa de Ocopa y las ciudades colindantes, en la sierra peruana, intentan sofocar un gran incendio forestal que amenaza destruir el bosque del Valle Azul.

Los verdaderos protagonistas de la novela son Diego y Marina, dos niños de personalidad fuerte y carácter decidido, quienes parecen inspirar a sus mayores para lanzarse a enfrentar la inexorable destrucción de la naturaleza por causa de una modernidad irracional. Son ellos, además, quienes permiten enlazar los dos escenarios de la novela. Por ese lado, el libro denuncia la práctica de acabar con los árboles para reemplazarlos por infraestructuras de hormigón y concreto en las ciudades y por campos de cultivo en entornos rurales.

A través de Marina y Diego, la novela demarca un entorno preadolescente que entra en colisión con el rígido mundo adulto. Por eso es elocuente su empatía con seres ajenos a ese mundo: los perros —con uno de los cuales hasta parecen poder comunicarse— y los ancianos, quienes más bien ya dejaron de pertenecer a él.

Hay una personalidad colectiva que enfrenta al incendio, que bien podría ser una recreación de los grandes desastres a los que gentes de todas las clases intentan mitigar. E incluso aparece una subtrama policial que resuelve la historia. Sin embargo, lo que mejor se desarrolla en la novela es esa condición de desamparo en que cae Marina desde la pérdida de su casa por causa del incendio. Puede que sea esa la razón para integrarse con los otros niños y, a su vez, que aflore la luchadora que lleva dentro. Mención especial merece el perro Bruno, cuya presencia muestra una sensibilidad especial de los niños para conectar con él. Pero también encarna el valor solidario hacia los animales en situación de abandono que, rescatados, pueden devolver amistad, gratitud y una fidelidad ilimitada hacia sus salvadores.

¿Incendio en el Valle Azul se limita a ser un manifiesto ambientalista? Novelista de larga experiencia, Villanes Cairo se las arregla para construir una narración con personajes que van creciendo y transformándose según el acontecer de los hechos. Ellos son, en el fondo, un puñado de héroes de a pie que, entre esa rebeldía propia de aquellos que luchan por sus ideales, acaban por edificar una sociedad mejor.

Después de muchos libros, Incendio en el Valle Azul es el retorno de Villanes Cairo a la literatura que ocurre en la región peruana de Junín, la tierra donde nació.

Publicado en Gatonegro N°33, noviembre de 2019.

Crítica de literatura: Mario Vargas Llosa, Los cachorros

Portada de la primera edición de Los cachorros, de 1967.

La decadencia y el valor de la virilidad latinoamericana

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Los cachorros es una de las novelas cortas más impactantes del último medio siglo. Esta nueva afirmación —por ser estrictamente personal— puede sonar dudosa: constituye el pico más alto de la obra de Mario Vargas Llosa, quien alcanzó con ella un nivel de perfección formal y estructural que supera largamente al resto de sus novelas (algunas de las cuales son genuinas piezas maestras).

Publicada en 1967, abarca desde la niñez hasta la adultez de cinco amigos miraflorinos. El centro de la narración es un integrante tardío del grupo, Pichulita Cuéllar, y en particular, lo que acontece con él tras el accidente —su tragedia, como los grandilocuentes planteamientos del estadounidense William Faulkner—. Haber sido capado por el feroz perro del colegio constituye el final de toda una etapa para él. De ser el alumno más brillante, capaz, perseverante y promisorio del grupo, con un brillante futuro en ciernes, se convierte —por los privilegios que le otorgan sus padres y maestros como compensación— en holgazán, inseguro, grosero y antipático. La causa es clara: la carencia del miembro viril lo obliga a estar en permanente autoafirmación. Es decir, a pretender demostrar que es el más fuerte, intrépido y osado, cualidades todas muy asociadas con la masculinidad latinoamericana.

Los cachorros es un audaz experimento en la presentación formal de los puntos de vista y del narrador. Vargas Llosa cuenta la historia a través de un narrador-testigo que fluctúa entre los cuatro amigos de Pichulita Cuéllar; y también entre la primera y tercera persona. El narrador omnisciente y los cuatro personajes-narradores toman la posta del relato de oración en oración, y aun dentro de una misma frase.

Mario Vargas Llosa (Perú, 1936).

Gabriel García Márquez escribió que «en el primer párrafo de una novela hay que definir todo: estructura, tono, estilo, ritmo, longitud, y a veces hasta el carácter de algún personaje». Uno de los mejores ejemplos de tal afirmación se encuentra en el arranque de Los cachorros, donde se establece la multiplicidad de puntos de vista y de narradores-testigo, además del uso en una misma oración de la primera y tercera persona: «Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat».

La presentación cronológica de la novela es, en su mayor parte, lineal. Está organizada en seis capítulos, cada uno de los cuales comprende un ciclo de la vida del grupo: Cuéllar el niño modelo hasta el accidente; el inicio de la adolescencia; el final del colegio; desde los enamoramientos serios a la decepción con Teresita Arrarte; la desenfrenada y decadente vida del joven Pichulita Cuéllar hasta la resignación a quedar eunuco; y finalmente, los matrimonios y los umbrales del envejecimiento.

Pese a ciertas características individuales que insinúa el autor, los narradores mantienen más bien una personalidad grupal, que se superpone entre unos y otros, y absorbe a las respectivas novias en cuanto aparecen. Ya había un esbozo de este perfil entre los vecinos del Poeta, en La ciudad y los perros, aunque esta vez el tratamiento ha sido distinto, y el grupo ha ganado profundidad en desmedro de los individuos. Cuéllar es la excepción. Sus pensamientos y conflictos interiores nunca son revelados directamente, pero aparecen como indicios a partir de lo percibido por sus amigos, y de esa manera lo podemos conocer más que a nadie.

Vargas Llosa ha afirmado que Los cachorros es su obra con la mayor cantidad de interpretaciones críticas. Como en otros ejemplos de gran literatura, son todas válidas. Pero más que un significado o una tesis, se impone una breve novela que explora temas que también preocuparon a otros grandes novelistas de esta patria grande que es América Latina.

Hemingway & Faulkner en Los cachorros

Hay dos características saltantes de la prosa de Ernest Hemingway y William Faulkner. Mientras en el primero se encuentran diálogos sencillos, vivaces, construidos en contrapunto y aparentemente triviales pero de gran significación; en el segundo está la escritura densa, de oraciones extensas, donde diestramente se salta de punto de vista o de tiempo narrativo. Mario Vargas Llosa tomó ambas formas de contar una historia y, en un genial híbrido que es Los cachorros, integró las formas dialógicas y la fluidez narrativa de Hemingway en la compleja maraña —construida a partir de la intercalación de técnicas— de Faulkner (también habría que destacar como un antecedente los apartados titulados «El ojo de la cámara», de la Trilogía USA, de John Dos Passos).

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 8 de setiembre de 2012.

Crítica de literatura: La carretera (de Cormac McCarthy)

Las cenizas y la desesperanza

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

La carretera (2006) de Cormac McCarthy.

En La carretera Cormac McCarthy desempeña el papel de narrador de una historia, de por sí, desesperanzadora. El mundo posapocalíptico de la novela se nos muestra gélido, gris, cubierto de cenizas. Los pocos supervivientes vagan desperdigados sin rumbo en busca de los últimos restos de alimentos. Los dos protagonistas, un padre y su hijo, cuyos nombres, intencionalmente, jamás nos son revelados —pues en esta tierra de nadie ya no importan—, se asumen a sí mismos como emisarios del bien porque todavía no matan ni se comen a los otros, y a decir del niño, por ser los «portadores del fuego».

En apariencia pocas cosas ocurren en La carretera. Pero los encuentros inesperados con las hordas de caníbales en que se han convertido las gentes, los incidentes que hacen peligrar la vida de los protagonistas, o los fortuitos hallazgos de objetos de la otrora civilización son prueba de la mucha acción que hay. La inminencia de la muerte es permanente, y es por eso el eje de la historia. La carretera, solitaria e inevitable, es testigo impasible de ese viaje a la nada que han emprendido padre e hijo.

La prosa es sencilla, directa, sin ornamentos, excesos de adjetivación ni juegos de palabras. Es bastante más expositiva que narrativa. El papel del narrador se limita a mostrar lo que sucede con sus dos personajes, sin opinar o interferir con la historia. Se usa el punto de vista del padre, y salvo en unos pocos fragmentos, el del hijo (esto último se siente como un defecto); y en una única secuencia se narra en primera persona, en forma de monólogo interior. El remoto pasado antes del desastre aparece, a través de los breves raccontos, como algo ya lejano, inalcanzable. Sólo queda el presente, del cual son ambos resignados protagonistas.

La carretera es una historia del espanto y el horror en un futuro posible, y estamos seguros, una de las grandes novelas del siglo XXI.

Cormac McCarthy
Nacido en Rhode Island en 1933, es uno de los narradores más prestigiosos de la actual Norteamérica. Es autor de las novelas Meridiano de sangre (1985), Todos los hermosos caballos (1992), No es lugar para viejos (2005), entre otras. La carretera (2006) le mereció el Premio Pulitzer.

Publicado el 12 de marzo de 2011 en el suplemento cultural Solo 4 del diario Correo de Huancayo.