Uno de los sectores editoriales que más ha crecido es el de la literatura juvenil, base de la mayoría de planes escolares de lectura. En el siguiente artículo se presenta una reflexión sobre este tipo de novelas y damos algunas claves para identificar aquellas más adecuadas para la lectura conjunta de docentes y estudiantes.
Juan Carlos Suárez Revollar
Ciertos códigos destacan en las novelas juveniles. Pese a estar también presentes en las adultas, son característicos en las primeras y solo opcionales en las segundas. Suelen privilegiar la aventura, la facilidad de lectura, la trepidación de imágenes y, claro, un lenguaje sencillo, sin piruetas idiomáticas o lingüísticas. Tópicos recurrentes son la fantasía, los conflictos de maduración, la oposición entre el mundo infantil y el adulto, o los avatares del amor y la amistad. Y aunque también lo son en la novela clásica no juvenil, la diferencia está en su escritura más empática con el lector adolescente.
La novela juvenil opta habitualmente por personajes jóvenes, de edades afines a las del lector. Se asegura así que coincidan sus sentimientos, creencias, preocupaciones y modos de pensar. A menudo es más cercana a la acción que a la reflexión. Por eso durante siglos las novelas de aventuras —de Emilio Salgari, Julio Verne o Alejandro Dumas— fueron las favoritas de los lectores iniciáticos, quienes conforme avanzaban en su aprendizaje literario, cambiaban sus preferencias por libros más complejos, como los de Gustave Flaubert, León Tólstoi o Joseph Conrad. El paso de Dumas a Conrad requiere de varias etapas: digamos, con Oscar Wilde y Edgar Allan Poe en el intermedio. Esta calificación por niveles de dificultad no pone a uno por encima de los otros. La profundidad de cada autor obedece al desarrollo de sus propias preocupaciones estéticas y temáticas, independientemente de las premuras de sus editores, como ocurriera con Salgari.
La novela juvenil tiene un importante potencial comercial. Es la razón por la que cada vez más escritores incursionan en ella. En esa tentativa, algunos pliegan su literatura —que, no lo olvidemos, es una forma de arte— a fórmulas prefabricadas para alcanzar la aceptación de los adolescentes. Y aunque logren cierta lectoría, el producto suele estar lejos de la buena novela. ¿Quién no se ha topado con un autor que nos subestima como lectores y propone personajes repetitivos, de emociones predecibles y simplonas, que acaban en situaciones escasamente convincentes? Ese facilismo llega a plantear tramas recurrentes: un niño extraviado y su perro; un viaje inesperado; o un gran malentendido. Y van sazonadas por giros narrativos forzados: el perro ha desaparecido y el niño, en medio de su desesperanza, encuentra a un guía sobrenatural; el viaje se torna peligroso; o el malentendido quiebra las relaciones entre los personajes. Pero el desenlace —a través de coincidencias imposibles— nos lleva a una resolución feliz y al castigo del antagonista. ¿Cómo creer una realidad ficticia como esa, tan lejana de la realidad real? Se añade además una cuota de humor, a menudo innecesaria, rimbombante y de brocha gorda, asentada en golpes, caídas o bromas maliciosas, en vez de la ironía propia de la literatura de verdad. Y omite tercamente ciertos contenidos omnipresentes en la vida, que la buena literatura escamotea como simples silencios: desde la violencia y el sexo hasta la muerte o los conflictos religiosos. ¿A qué viene esa autocensura? A la creencia errónea de que un lector joven no debe tener contacto con aquellos aspectos de la condición humana que solo los adultos estaríamos en condiciones de comprender. El resultado es una novela superficial, y sus personajes, más que encarnar un simulacro de vida, son una mera representación de valores fingidos y lecciones morales artificiosas.
¿Cómo no recordar la lección de amistad e inconformismo —de aquel que nos incita a rebelarnos contra nuestro destino y superarnos como personas— de Tom Sawyer en medio de sus muchas diabluras? ¿Cómo no quedar marcados a fuego por la nobleza de espíritu del Quijote cuando se lanza a liberar a los reclusos, a quienes ha confundido con unos aldeanos en problemas? A su modo, Roald Dahl, J. K. Rowling o, con reparos, Jordi Sierra i Fabra, cultores contemporáneos de la novela juvenil, han seguido esa senda, pero con sus propias temáticas y estilos. Se trata de novelas que, por debajo de la lectura evidente, ofrecen algo más, entre líneas, solo detectable a través de la interpretación del lector alerta.
A fin de cuentas, sea juvenil o adulta, la literatura es una simulación de vida. En medio de los sueños, hace que nuestra existencia sea un poco mejor. ¿Qué otra cosa podríamos esperar de una novela?
Carlos Villanes Cairo ha muerto. A continuación, publicamos un testimonio-homenaje de Juan Carlos Suárez, quien fuera su editor, amigo y uno de los más cercanos conocedores de su obra literaria.
Por: Juan Carlos Suárez Revollar
La noticia llegó de madrugada desde el otro lado del mar: Madrid, adonde se había ido a vivir desde la década del ochenta: Carlos Villanes Cairo había muerto. Aunque nuestra amistad tenía al menos una década, yo lo conocía desde años antes. Entonces los escritores para mí pertenecían a esa estirpe de gentes lejanas, a menudo solo reconocibles a través de densas biografías o ediciones distantes. Era difícil vislumbrar a la persona que hay inmersa en esa imagen gastada de escritor. Lo primero que leí de Villanes fue «Los allegados de la conquista», un breve cuento que ocurre a pocos kilómetros de mi ciudad. Y a través de él me fue posible entender que la literatura sí podía situarse en cualquier lugar.
Esa pequeña puerta me dio acceso al mundo dispar y diverso que es su obra, donde cientos de personajes se mueven por países y épocas casi inaccesibles para nosotros los lectores, simples mortales. Y es precisamente la muerte uno de los catalizadores en la historia de sus protagonistas: jugarse la vida por un ideal, una hazaña o la simple voluntad de seguir adelante. Es el caso del aviador Matt Rust, en Destino: la Plaza Roja. Un muchacho que no espera demostrar nada, salvo conseguir lo que nadie ha logrado: atravesar el bloqueo aéreo soviético de la Guerra Fría y aterrizar su frágil Cessna en la Plaza Roja de Moscú. O la gesta de Marina, una anciana española que viaja hasta la Argentina de Jorge Rafael Videla para rescatar a su nieta de los esbirros de la dictadura, en Retorno a la libertad. Menciono estas dos novelas —queridísimas para su autor— porque me fue confiada su edición peruana y por eso mi filiación con ellas es mayor. A propósito de estos dos libros, también cabe mencionar otro tema recurrente en su obra: las dictaduras, contra las que nunca ocultó su aversión. Y ahora puedo mencionar una tercera novela ─aún inédita y cuyo título definitivo solo conocen sus herederos─ que me dio a leer en una versión sin terminar. Es sobre la dictadura de Alberto Fujimori y de largo aliento. Le tomó 12 años escribirla y, sospecho, tiene lo necesario para convertirse en su obra definitiva.
Sus primeros relatos recogen el imaginario andino oral, que en clave más bien literaria y fantástica, nos alcanzaban esa explicación siempre fascinante del origen de, por ejemplo, el cuy, en «El rubio hijo de Wallallo y su destino eterno» o la fertilización del ganado, en «Los illas del Santiago». Si bien algunos relatos de La fragelación de Toribio Cangalaya, La lluvia de cielo ajeno y principalmente Los dioses tutelares de las wankas son muestra de que no rehuía a la literatura fantástica, lo suyo era el realismo. Un realismo de datos, a menudo cercano a la crónica periodística, predominante en gran parte de su obra siguiente y que se mudó al género novela. Así, dos de las más logradas dentro de la literatura histórica son El esclavo blanco, sobre Miguel de Cervantes, y La espada invencible, sobre el Cid Campeador (que, ya amigos, me dio a leer bastante antes de su publicación). El saqueo de Machu Picchu corresponde a este mismo grupo. Superficialmente podrían verse como crónicas noveladas, pero finalmente vence la literatura en ellas.
La mayor lección que Carlos Villanes me dejó fue que es posible escribir una novela situada en cualquier espacio y tiempo, así el autor se encuentre físicamente lejos. El truco: los datos. En la formación periodística es lo primero que se aprende: buscar fuentes, contrastarlas y, con base en los datos, construir una historia. Su ejercicio como periodista tiene su huella en esta parte de su obra. Y se amplió en libros como Las ballenas cautivas, una breve novela de aventuras situada en el Polo Norte que el Villanes-de-carne-y-hueso nunca pisó, pero el Villanes-literato alcanzó a conocer al detalle. Y definitivamente, el oficio de periodista se encuentra más presente que en ninguna otra en su novela póstuma sobre la dictadura fujimorista. Mención aparte son sus libros juveniles e infantiles. Demarcan con claridad el mundo de los adultos que a menudo colisiona con el de los niños protagonistas. Es el caso de Cortavientos o, la última que publicó en vida, Incendio en el Valle Azul, cuyo primer ejemplar impreso alcanzó a recibir cuando ya estaba en una cama de hospital. La aventura en estos casos no tiene a la muerte como desencadenante de los hechos, sino el coraje y la fuerza vital de sus pequeños héroes.
En algún momento reuní el valor para lanzarme a escribir una novela. Fueron dos años arduos. Y en ese proceso, Villanes me llamaba a menudo, curiosísimo por saber cómo iba evolucionando esa historia que, salvo detalles muy genéricos, yo me negaba a revelarle. Al concluirla se la di a leer a varios amigos muy cercanos, pero no a él. Y la causa era mi temor a su veredicto. Además de novelista, Villanes era un brillante crítico literario. Una sentencia desfavorable, por eso, significaría para mí el fin del sueño de aspirante a escritor. Como crítico, en efecto, Villanes hizo estudios de varias novelas de Ciro Alegría, su maestro, de cuya obra era especialista. Había sumado una bibliografía crítica extensa sobre, entre otros, César Vallejo, Ricardo Palma o Enrique López Albújar. Pero también de varios premios Nobel, uno de ellos, José Saramago, era además amigo suyo.
Cuando por fin le envié el manuscrito de mi novela, a la que tentativamente había titulado Hidalgos…, fue sugerencia suya cambiar esa palabra porque sonaba rimbombante y no necesariamente reflejaba el alma de la novela. En una larguísima conversación telefónica, me hizo varias observaciones —que corregí de inmediato—, pero el verdadero objeto de su llamada fue para animarme a publicar.
Al conocerlas, las personas nos resultan más complejas que su mera imagen. Y Carlos Villanes no era la excepción. Aún recuerdo su emoción cuando me contaba lo mucho que amaba la aviación y que estuvo a punto de ser piloto en vez de escritor. «También habría sido feliz», me dijo. Y recuerdo su risa pícara, llena de jovialidad, cuando bromeaba: habrías sido feliz, sí.
Entonces comprendí que era inevitable escribir en la primera página de Cautivos de mar y tierra —título que finalmente elegí para mi novela—: «A Carlos Villanes Cairo, maestro».
* Foto de cabecera: cortesía familia Villanes Córdova.
Incendio en el Valle Azul (Acerva Ediciones), la nueva novela de Carlos Villanes Cairo, ocurre entre dos ciudades, donde cientos de personas luchan para salvar a los árboles. Por un lado, seres más bien frágiles —niños y ancianos— enfrentan a los funcionarios municipales que quieren tumbar los árboles de una avenida limeña para construir más estacionamientos. Por el otro, los habitantes de Santa Rosa de Ocopa y las ciudades colindantes, en la sierra peruana, intentan sofocar un gran incendio forestal que amenaza destruir el bosque del Valle Azul.
Los verdaderos protagonistas de la novela son Diego y Marina, dos niños de personalidad fuerte y carácter decidido, quienes parecen inspirar a sus mayores para lanzarse a enfrentar la inexorable destrucción de la naturaleza por causa de una modernidad irracional. Son ellos, además, quienes permiten enlazar los dos escenarios de la novela. Por ese lado, el libro denuncia la práctica de acabar con los árboles para reemplazarlos por infraestructuras de hormigón y concreto en las ciudades y por campos de cultivo en entornos rurales.
A través de Marina y Diego, la novela demarca un entorno preadolescente que entra en colisión con el rígido mundo adulto. Por eso es elocuente su empatía con seres ajenos a ese mundo: los perros —con uno de los cuales hasta parecen poder comunicarse— y los ancianos, quienes más bien ya dejaron de pertenecer a él.
Hay una personalidad colectiva que enfrenta al incendio, que bien podría ser una recreación de los grandes desastres a los que gentes de todas las clases intentan mitigar. E incluso aparece una subtrama policial que resuelve la historia. Sin embargo, lo que mejor se desarrolla en la novela es esa condición de desamparo en que cae Marina desde la pérdida de su casa por causa del incendio. Puede que sea esa la razón para integrarse con los otros niños y, a su vez, que aflore la luchadora que lleva dentro. Mención especial merece el perro Bruno, cuya presencia muestra una sensibilidad especial de los niños para conectar con él. Pero también encarna el valor solidario hacia los animales en situación de abandono que, rescatados, pueden devolver amistad, gratitud y una fidelidad ilimitada hacia sus salvadores.
¿Incendio en el Valle Azul se limita a ser un manifiesto ambientalista? Novelista de larga experiencia, Villanes Cairo se las arregla para construir una narración con personajes que van creciendo y transformándose según el acontecer de los hechos. Ellos son, en el fondo, un puñado de héroes de a pie que, entre esa rebeldía propia de aquellos que luchan por sus ideales, acaban por edificar una sociedad mejor.
Después de muchos libros, Incendio en el Valle Azul es el retorno de Villanes Cairo a la literatura que ocurre en la región peruana de Junín, la tierra donde nació.
Acaba de presentarse Mi tío el cura (Acerva, 2019), la nueva novela de José Oregón Morales. Se trata de una historia que ocurre entre los grandes movimientos sociales desde mediados del siglo XX en la sierra central peruana. En la siguiente entrevista el autor nos habla de este libro y de su propia existencia entre su niñez y juventud, la militancia política y, sobre todo, la literatura.
Entrevista y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar
Mi tío el cura hace una fuerte crítica al sistema semifeudal en la sierra central de mediados del siglo XX.
En mi niñez todavía sobrevivían grupos amplios de feudales, pero en decadencia. La mayor parte de esas familias migraron a Huancayo o a Lima en busca de un futuro. Antes que ellos ya había emigrado la mayoría de los pongos y sirvientes de sus haciendas. Cuando llegué a Huancavelica aún quedaban personas desposeídas, muy pobres, que vivían de cultivar parcelas al partir recibidas de esos hacendados.
Pero también encontramos una historia que ocurre entre dos ciudades, Huancayo y Huancavelica. Eso te obligó a lidiar con dos identidades.
Para nosotros los huancavelicanos estas dos localidades son una misma. Yo he vivido entre dos mundos: en esa Huancavelica que relega a los huancas; y en Huancayo, que lo hace con los huancavelicanos. Pero Tayacaja es una provincia sin región, porque es más cercana a Huancayo que a la misma Huancavelica y no consigue pertenecer a ninguno de los dos. Eso nos hace un poco apátridas.
Y, sin embargo, el grueso de tu obra toma la identidad de Huancavelica como su centro.
Es porque yo he crecido en esa tierra, tan rica en vivencias pese a que no tuvo una universidad hasta 1993. El único plantel superior de estudios era la escuela normal que los alumnos debimos levantar nosotros mismos de tapial y calaminas. Y cuando el gobierno militar lo cerró, no solo los estudiantes, los campesinos, los comerciantes, los arrieros, todos salimos a marchar, a luchar por una educación para los hijos huancavelicanos. Ese episodio me decidió a escribir Mi tío el cura.
Has dicho que esta novela te tomó escribirla veinte años…
El libro tuvo una primera versión hace veinte años. Y yo pensaba que la obra estaba terminada. Pero nunca pude dedicarle el tiempo necesario porque la vida se me iba en cargos públicos o en el grupo de arte Tuky. Y en ese tiempo fui escribiendo otros libros. Pero la novela se quedó durmiendo hasta que finalmente se pudo corregir y pulir hasta la versión que acaba publicarse.
Parte de Mi tío el cura ocurre en la cárcel.
A mí me detuvieron en una gran protesta contra el gobierno militar. Alguna prensa se portó muy mal, contra las causas de Huancayo, y pedía el escarnio hacia nosotros. Pero todas las comunidades, los colegios, algunas empresas, nos donaban a diario víveres y abrigo a los presos políticos. Estar en la cárcel me permitió comprender más la vida y amarla. Aprendí a escuchar a los humildes.
Resalta la coincidencia temática de esta novela con, por ejemplo, La casita del cedrón, tu primera novela. ¿Era tu intención hacer una continuación o esperabas tener un espacio narrativo autónomo?
Yo quería un mundo independiente, pero la fuerza de la realidad, los hechos, los personajes que son parte de mí, prevalecieron en Mi tío el cura.
El sacerdote de la novela cumple una función paterna que tu padre biológico no pudo asumir a cabalidad.
Yo amaba a mi padre, pero por desgracia murió muy joven. Con él pasé experiencias que nunca olvido. Algunas las trasladé al cura para enriquecer la novela. De mi padre aprendí música y teatro, que han marcado toda mi vida. Él era un maestro rural que quedó postrado por diez años y se negó a dejar su cargo de director en Ahuaycha para ser docente de aula en Huancayo. Mis recuerdos más vivos de él son de un ser inmóvil que no hablaba pero sí comprendía y solo se comunicaba con la mirada y lloraba.
Hay una relación muy tirante entre el protagonista de la novela con su tío sacerdote…
Nuestras confrontaciones fueron principalmente en mi juventud. Yo era un imprudente y encima rojimio. Un día, después de una discusión por política donde me puso la cena de sombrero, decidió que ya no debíamos vivir bajo el mismo techo. Todavía cumplió su promesa de darme una profesión, pero me hizo mudar a una pensión que él siguió pagando. Él era un cura jesuita muy apegado a la letra. Para él era incomprensible que mis amigos y yo saliéramos a exigir mejores profesores o marcháramos con los sindicalistas.
La mayoría de los conflictos entre el cura y el sobrino ocurren por la política. ¿Con el tiempo te has moderado en ese pensamiento?
Yo sigo manteniendo el mismo pensamiento político. Pero ya no soy el que, como en la juventud, se lanza a las medidas radicales. Pienso que los métodos de lucha y reclamación deben ser más racionales, fundamentados en un trabajo de bases y no en la improvisación, a veces, violentista. La izquierda debe poner las barbas en remojo y fundar un partido con programas, reglamentaciones y una postura definida y dejarse de egoísmos para acceder al poder y plasmar esas grandes ideas a favor del pueblo.
En la novela me parece percibir una mayor empatía con los personajes de edad avanzada.
Es porque en mi existencia veo que estoy repitiendo muchos actos de mi tío sacerdote, de mi padre y, sobre todo, de mi madre…
Tu madre ha sido muy relevante para ti.
Ella lo ha sido todo para mí. Todo lo que hago y soy es gracias a mi madre. Yo era alguien sin perspectivas que no sabía ahorrar ni prepararse para el futuro. Ella era muy estricta, me castigaba con rajadas de leña si me portaba mal y me obligaba a estudiar, porque yo no quería aprender, lo confieso. Ella trabajaba muy duro, bordaba, cantaba. Me forjó como soy. Hace poco el gobernador de Huancavelica me dio un puesto de confianza diciendo que no era por cualquier competencia técnica que yo tuviera, sino por la trilla que cantaba mi madre (risas).
Otro personaje memorable, por su fuerza, es la madre de Zoraida.
No voy a decir su nombre verdadero por respeto a su familia. Ella vivía en Pampas y era exactamente como se la describe en la novela, hasta un poco más. Era una mujer culta, de jolgorio, muy pudiente.
Mi tío el cura es una novela autobiográfica. Últimamente parece que solo se publican novelas de ese tipo en Junín.
Esas novelas se limitan a contar la vida íntima, personal, de sus autores. Solo hay anécdotas domésticas o como mucho costumbristas. Pero ninguna de ellas retrata los movimientos sociales importantes ocurridos en Huancayo o Huancavelica. Diría que es por miedo.
¿Por qué un adolescente debería leer Mi tío el cura?
Para comprender lo hermoso que es la vida infantil, juvenil, y para conocer la situación del Perú, que aún es grave. Así ellos podrán entender la violencia que enfrentó el país. Mi tío el cura es como una simple fotografía. Y en el futuro, ya con más conocimiento, interpretarán lo absurdo que se vivió en nuestro país con la dictadura militar, la guerra interna y la pobreza que persigue todavía a las mujeres y hombres de la sierra central.
Todavía lo recuerdo: tenía dieciséis años y las ansias de saberlo todo. Leía muchas novelas, incluso aquellas malas que me hacían bostezar. Ahí estaba: era un volumen viejísimo, cuya portada había sido reemplazada por una cartulina amarilla sobre la que llevaba escritas, con plumón azulino, las palabras Papá Goriot (un ejemplar de la Colección Austral en la buena traducción de Joaquín de Zuazagoitia). Su lectura me conmovió más que cualquier otra novela hasta entonces. Un personaje en particular, Eugene de Rastignac, antihéroe genuino, ambicioso y trepador, cuyos contradictorios sentimientos lo decidían a enfrentar de tú a tú a París, me impactó tanto que cuando me topé de nuevo con él en La piel de zapa y más tarde en el breve díptico Estudio de mujer, sentí que saludaba a un viejo conocido. Creé un pasatiempo: marcar todas sus apariciones en La comedia humana (al que renuncié poco después, pues esa maniática búsqueda resultaba inútil, pero primordialmente porque me estaba estropeando el sencillo placer de la lectura). No creo haber tropezado con él más que en cuatro o cinco novelas. Después supe que aparece al menos en catorce, varias de las cuales devoré sin identificarlo: se me había escabullido. Lo mismo ocurrió con el afable Horace Bianchon, cuyo altruismo alguna vez quise, ingenuo yo, imitar. Se trata de uno de los personajes más decentes moralmente de toda La comedia humana, al que encontramos en veintitrés de sus noventa y un historias (quizá en más: nunca terminé de leerlas todas).
Me prometí aprender francés para leer a Balzac en su idioma —promesa que ojalá, mal que mal, cumpla algún día—, y también conseguir todos sus libros (los adquiría así ya los hubiese leído). Conté hace poco, risueño de mí mismo, decenas de títulos repetidos, en diferentes ediciones y traducciones, que acabaron apilados en mi biblioteca.
No me impresionó tanto Eugenia Grandet como sí ocurrió con La mujer de treinta años: una suerte de mosaico de textos disímiles unidos por un oscuro lazo para formar una novela, en cuya imperfección y escritura fragmentaria creo advertir un halo de grandeza. Me divierte no haber hallado —o acaso se me pasó por la exaltación durante la lectura— un momento de la vida de la protagonista en que tuviera los exactos treinta años del título. Para Rafael Cansinos Assens se refiere más bien a «esa edad crítica en que la mujer tiene un pasado a veces inolvidable» que «le ha creado un alma compleja y resabiada». Mucho más me entusiasmó Un episodio bajo el terror, brevísima novela, casi un cuento, cuyo final en medio de las persecuciones posteriores a la Revolución Francesa deja un sinsabor difícil de tragar que, posiblemente sin proponérselo, siembra en el lector ese pavor, ese repudio por los gobiernos tiránicos.
Hay en cada historia de La comedia humana una aureola de genialidad, que se comparte entre las más ambiciosas: Las ilusiones perdidas, Los parientes pobres o Historia de los trece, y las otras de alcance más modesto: El coronel Chabert, El elixir de larga vida o Una pasión en el desierto. Su valía reside en el monumental todo que sus pequeñas unidades conforman. Pero también, a que el alma humana es sondeada con la profundidad que solo conseguiría un escritor decidido a cumplir un papel análogo al del Creador.
El plan de La comedia humana contemplaba retratar a la Francia de su tiempo en sus diversos niveles y estratos. Sus clasificaciones comprenden desde las escenas de la vida privada, parisina y provinciana, hasta las de la vida política, militar y campesina, además de los estudios filosóficos y los analíticos. Aunque cada novela se circunscribe a alguna de estas categorías, hay tal cruce de historias, contextos y personajes, que su sumatoria concluye con una imagen integral de la sociedad, sea esta pasada o presente, occidental u oriental.
El talento de Balzac no se limitó a la invención de inolvidables historias y personajes que ganaban complejidad a lo largo de La comedia humana. Había en él una predisposición, una extraña tendencia fabuladora por reinventarlo todo, incluso su propia existencia. Vivió en medio de deudas a causa de sus gigantescos proyectos, siempre fallidos o, en el caso de la literatura, inconclusos debido a su repentina muerte (a La comedia humana le faltaron más de treinta títulos. Tampoco terminó los Cuentos donosos, de los que solo escribió las tres primeras Decenas y algunos cuentos sueltos de las otras siete). Las farsas rocambolescas —aunque inofensivas— que siempre contaba sobre sí a sus conocidos eran una suerte de prolongación de la ficción que era su mundo. Quizás la mitomanía solo se reserva para los escritores de genio. Los demás tendrían que abstenerse para evitar el ridículo.
Publicado en diario Correo de Huancayo el 5 de enero de 2013.
La casa de cartón es una novela. No una novela en el sentido estricto del género, sino en una forma experimental, revolucionaria, que sigue los audaces intentos narrativos de la época, llegados desde el otro lado del mar de manos de autores como James Joyce o Marcel Proust. Entre ellos, John Dos Passos había convertido a Nueva York en protagonista de Manhattan Transfer (1925). Lo hizo influido por Joyce, quien consiguió que Dublín, a través de un gran retrato colectivo de la ciudad, tomara rasgos palpables de personalidad.
Martín Adán —seudónimo de Ramón Rafael de la Fuente Benavides— empezó a escribir La casa de cartón en 1924 y la publicó cuatro años después. Más que en una historia, se centró en delinear a su protagonista: el distrito de Barranco, donde destacan el mar, el malecón, la ciudad. La estructura sigue un modelo de collage de cuadros breves donde, en forma de estampas, hace conocer al lector la geografía barranquina y a sus pobladores de inicios del siglo XX. Estas visiones se presentan desde la mente del personaje-narrador. Predomina en el libro una técnica recién desarrollada por Joyce en Ulises (1922): el monólogo interior y el fluir de la conciencia. Ese caos narrativo, agravado por la ambigüedad del tiempo, crea la impresión de que ocurre más lenguaje que acción. Pero en su borrosa trama se superponen muchas imágenes y personajes que llegan a un ritmo vertiginoso. Todo ello hace posible leer La casa de cartón como un poema en prosa, pero también como la moderna novela que es.
La difusa historia es apenas sugerida por el narrador, un colegial innominado al que atormentan diversos conflictos. Al arrancar el libro tiene catorce y a la mitad «dieciséis años y el bozo crecido». Somos testigos de su maduración, su iniciación en el amor, su aprendizaje literario, su soledad y su interiorización del significado de la muerte. El personaje más palpable del libro (después de la ciudad) es Ramón (además el primer nombre del autor), quien como colega y cómplice, es también guía y, en cierta forma, rival del narrador —por haber poseído antes a Catita, una Penélope infiel «catadora de mozos», entusiasta por el placer antes que por sus ocasionales amantes—. Los paralelos entre ambos (además de con el propio autor) crean la perturbadora sospecha de que podría tratarse del desdoblamiento de un mismo individuo.
Martín Adán renuncia a la objetividad absoluta y la invisibilidad del autor, perseguidas por Joyce y Dos Passos, para construir un relato subjetivo e introspectivo, que hace preciso identificar los recovecos de la narración a fin de seguir el hilo de la historia.
Antes que retratar personajes, el libro reproduce, más bien, tipos. El paso de cada uno de ellos —incluso en sus fugaces apariciones— permite delinear una representación de la ciudad que los alberga, filtrada por la sensibilidad de artista adolescente del narrador. Existe la imagen constante de un Barranco cosmopolita, donde conviven limeños adinerados con pintorescos europeos que mantienen sus costumbres autóctonas. Pero, también, se halla un halo de integración y de referencias cruzadas —a través de Manuel, por ejemplo— entre lo europeo y lo nacional, entre París y Lima, entre el Moulin Rouge y el Jirón de la Unión. E igualmente, con los habitantes de otras partes del país, en particular de la sierra, retratados como personajes exóticos, vistos desde lejos y apenas insertos en la creciente urbe como obreros o empleadas domésticas, cuyo número a las afueras de la ciudad es cada vez mayor.
En la subjetividad del narrador se aprecia el desgano y una casi sinrazón de vida. Ello es más notorio desde la muerte de Ramón, en que el relato se hace más difuso e intangible y pasa de la realidad aparente a una representación análoga a los sueños.
Aunque se les menciona con sarcasmo, aparecen a lo largo del libro referencias a decenas de autores cuya obra le sirve de base, especialmente Joyce y su personaje Stephen Dedalus, de Retrato del artista adolescente y Ulises, con los que guarda estrecha relación.
La casa de cartón no solo significó la inserción del contexto urbano en la novelística del país, sino el principal antecedente de los escritores de la generación del cincuenta, quienes, igual que Martín Adán, utilizarían las modernas técnicas narrativas provenientes de Europa y Estados Unidos para revolucionar la literatura peruana.
Publicado en suplemento cultural Solo 4 del diario Correo, el 03 de noviembre de 2012.
La recientemente publicada novela Cautivos de mar y tierra (Acerva, 2017), de Juan Carlos Suárez Revollar, es una historia que transcurre en África Central durante la I Guerra Mundial. La interesante trama es también un proyecto muy ambicioso de su autor y promete hacerse parte representativa de nuestra literatura.
Una entrevista de: Luis Puente de la Vega Rojas
En esta época de planes lectores escolares, ¿podemos decir que Cautivos de mar y tierra funcionaría para ese público? Cautivos de mar y tierra es en el fondo una novela de aventuras, un género que siempre ha tenido más empatía entre lectores jóvenes. Pero tiene un trasfondo algo más complejo, que sobrepasa la mera acción. Acaso sea por eso que permite diversas lecturas, en ocasiones completamente distintas entre sí. No sé si es buena idea ubicar las novelas según los nichos de mercado. Sí funciona, digamos, en términos editoriales. Lo que pasa es que por pensar así olvidamos que la literatura debiera ser universal y adaptable a cualquier lector sin importar sus rangos de edad, sexo o religión.
Coméntanos un poco sobre su gestación…
Cuando la empecé a escribir tenía en mente un proyecto diferente, que iba a ser incluso literatura fantástica. Pero la historia me arrastró por un contexto colonial en un estado de guerra. Una situación extrema transforma por completo al ser humano. Lo hizo con toda la trama de esta novela, con cada uno de sus personajes y, pensándolo bien, también conmigo. Ahora sé que lo mío es la narrativa realista. Ambientar una historia en un territorio lejano, hace cien años, implica mucha disciplina e investigación. Lo grato es cuando notas que los personajes se hacen cada vez más tangibles y casi los sientes respirar.
A pesar de lo difícil que es escribir un libro, la mayoría de autores coinciden en que el paso más complicado es la publicación.
Es un gran paso decidir que la novela a la que entregaste tanto tiempo y trabajo está lista para su publicación. A menudo uno anda tratando de alcanzar un estado utópico de perfección. Y no paras de releer y corregir, hasta que ya no puedes mejorar nada, sino solo transformar. Si con todo eso, el libro todavía funciona, debes entender que es hora de publicar.
La mayoría de narradores, incluido Vargas Llosa, ha empezado publicando cuentos por ser un formato más «amigable». ¿Por qué tú te aventuras a ir de frente a la novela?
Creemos que el cuento es más fácil que la novela por su brevedad, pero la intensidad que es capaz de alcanzar le quita todo lo amigable si eres exigente. Hay casos de escritores que han pasado años enteros batallando con un pequeño fragmento. Cautivos de mar y tierra es novela y no cuento porque la historia no podía presentarse de otra manera. Aborda muchos temas, parte de su trama ocurre en varios continentes e intenta profundizar en cada personaje. Como cuento eso habría sido imposible.
¿En definir eso tuvo que ver tu experiencia como editor de literatura?
Definitivamente sí. En los últimos cinco años he editado una veintena de novelas. En ese transcurso aprendí muchísimo. Y las observaciones que en ocasiones pedía corregir a sus autores, pues procuraba no cometerlas en Cautivos de mar y tierra. Ser editor duplica el nivel de exigencia con tu propia obra. Pero con todo eso, escribir esta novela fue una de las mejores experiencias que he vivido jamás.
Un punto importante de Cautivos de mar y tierra es que trata sobre la amistad, la lealtad y la condición humana, temas de por sí aristotélicos…
Precisamente por eso la literatura es universal. No importa de dónde vengamos ni cómo sea nuestra forma de vida, hay características propias del ser humano de las que jamás nos podremos desprender. Y la literatura las aborda, les da forma, reflexiona sobre ellas. ¿Cómo es, si no, que en pleno siglo XXI nos seguimos conmoviendo cuando el Quijote es apaleado por intentar traer algo de justicia a los hombres?
¿El lector huancaíno tiene una predilección por la novela histórica?
Huancayo tiene una tradición literaria diversa y rica, de la que las novelas históricas son más bien las menos frecuentes. En narrativa el relato corto es el que predomina. Y en la poesía hay verdaderas piezas maestras. Ahora se vive un tiempo de cambio muy profundo a nivel social, que finalmente es el que determina la clase de literatura que se produce y lee. Lo bueno es que cada año se siguen publicando nuevas novelas en Huancayo. Eso significa que tenemos una literatura llena de vida.
Al sumergirme en Cautivos de mar y tierra me pareció sentir a Joseph Conrad y su novela El corazón de las tinieblas. ¿Es así?
Digamos que el punto en común de ambas novelas es que ocurren, al menos en apariencia, en un mismo espacio geográfico. Pero no creo que haya más coincidencias entre ellas. Se trata de historias y estilos completamente diferentes. Quizá la causa de esa impresión sea mi empeño en mostrar un deslumbramiento permanente por El corazón de las tinieblas y haberla mencionado en el apéndice del libro.
Para terminar, ¿por qué «cautivos»?
Desde el punto de vista de la novela, la cautividad es la del ser humano dentro de un entorno más grande, digamos por sociedades enfrentadas o incluso por la naturaleza. El hombre cree haberla dominado, y no hay nada más falso. Por eso los personajes de Cautivos de mar y tierra viven en constante tensión, rozando a menudo la muerte ya sea por enfermedades tropicales o a manos de sus semejantes. Y sobre todo eso, se impone la voluntad de vivir, la rebeldía para seguir adelante y no dejarse endurecer por las circunstancias. ¿Qué mejor sentimiento que la amistad para hacer frente a la inhumanidad de un mundo así?
Publicado en la revista El Huacón, edición 199, del 22 de mayo de 2017.
La literatura oral ha constituido, desde el albor de los tiempos, la mejor forma de transmitir saberes e ideas de una generación a otra, a través de historias que funcionaban como parábolas o lecciones de vida. Con el paso de los años, y ya en tierras americanas, los conquistadores españoles comprendieron que podía utilizarse como una potente herramienta de control social.
Esa es una de las conclusiones que esgrime la escritora huancaína Isabel Córdova Rosas en su ensayo El diablo en la ideología del mundo andino. Pero la afirmación más relevante del estudio es que la figuración demoníaca y todas sus variantes no formaban parte del imaginario andino prehispánico, sino, más bien, fueron introducidas con la llegada de la cultura ibérica a la sierra central.
Debido al limitado alcance de las leyes para reglamentar el comportamiento de las gentes, había la necesidad de buscar una forma de rebasarlas para establecer reglas de conducta que eliminaran faltas como la lujuria, el incesto o cualquier otra actuación inmoral, como parte de un control social sistemático. Es entonces que se echó mano de las mitologías occidentales: la dualidad de Dios y el diablo para cumplir la función de castigar el comportamiento pecaminoso en una esfera mística y sobrenatural que rebase el alcance humano.
El mundo de los wankas prehispánicos —nos dice Córdova Rosas— estaba dividido en tres estadios: el superior, o de las deidades; el medio, de los hombres y animales; y el interno, de los muertos y gérmenes. «El diablo o demonio —agrega— no habita en ninguno de esos espacios», ni siquiera en el último, que «jamás podría ser considerado el lugar de castigo o el infierno de la civilización occidental». Eso prueba que el diablo no existía en el imaginario andino antes de la inserción de la cultura europea.
La primera identificación formal del término diablo —o supay— en quechua fue en 1608 por el jesuita Diego González Holguín. Para entonces ya se había incorporado su figuración entre los hombres andinos. Pero no se trata del mismo diablo europeo, sino de un personaje basado en este, que incluyó elementos tomados de las tradiciones locales para matizarlo, hacerlo más creíble y, específicamente, entendible y fácil de interiorizar. En la tarea de implantarlo en la cosmovisión del aborigen —nos dice Córdova Rosas— «intervino con un rol preponderante la literatura oral para establecer el control social. De esa forma, a la prédica, al sermón y al exorcismo se unieron relatos orales con los que se trataba de inculcar la existencia del demonio y los castigos a los que se verían sometidos quienes cayeran en sus redes».
El momento de la inserción del diablo al pensamiento colectivo andino habría sido cuando el español descubrió que pervivían diversos «actos litúrgicos aborígenes destinados a rendir culto a las deidades nativas», por lo que se recurrió al diablo como culpable de esa «actitud resistente a la ideología religiosa prehispánica». La autora afirma que «fue entonces cuando se aprovechó con eficiencia la mentalidad animista y supersticiosa del aborigen para inculcar, dentro de sí, una serie de mitos sobre el diablo, que la literatura oral se encargó de difundir, acrecentar, retocar y, en la mayoría de las veces, darle un carácter burlesco».
Córdova Rosas ha identificado al menos seis categorías de la figuración demoníaca en la narrativa oral: diablos, condenados, mulas, jarjarias, joljolias y uman tactas. Destacan los relatos donde el diablo es más bien burlado y el héroe de la historia —que por sus características, sería más bien un antihéroe— sale bien librado y dueño de una inmerecida recompensa. Pero también hay una connotación erótica, pues el diablo siempre seduce a las mujeres que muestran predisposición demasiado lasciva o ambiciosa, por un lado, o ingenua y crédula por otro.
El ensayo de Córdova Rosas demuestra que la riqueza de las culturas —en particular la andina a través de la narración popular— se encuentra en su capacidad de impregnarse de las otras antes que colisionar con ellas. Esa es la magia que irradia la literatura.
Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 29 de setiembre de 2012.
“Gran parte de lo que escribo procede de mis sueños”
Entrevista y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar
Conversamos con Ugo Velazco, ganador del concurso «El cuento de las mil palabras» 2018 —premio organizado por la revista Caretas— con «El bonsái Kobayashi» y autor del volumen de cuentos con el mismo título. En la siguiente entrevista nos habla de este libro y, además, nos contó sobre su método de trabajo en narrativa breve y gran parte de lo que ha sido la construcción de su obra literaria.
Al ver la cantidad de publicaciones que has hecho en tan poco tiempo, uno se lleva la imagen de que eres un escritor muy prolífico.
Escribo desde los 18 años, cuando estaba en la universidad. Yo escribía narrativa, pero nadie lo sabía. Todos creían que solo hacía poesía. Escribía sin tener demasiadas lecturas; si vale el término, empíricamente. A los 20 años entregué mis cuentos a un amigo y me dijo que debía publicarlos. Publiqué mi primer cuento en 2012, en El tiempo de los muertos. Entonces tenía un conjunto de 25 cuentos. Es un libro que tuvo tres ediciones ya agotadas.
¿Cómo alternas tu producción literaria entre el cuento y la poesía?
A los catorce años empecé escribiendo un cuento feo, horrible. Yo no sabía lo que era un cuento. Aprendí de Oswaldo Reynoso. Escribo poemas desde los 15 años, una poesía muy adolescente. En la universidad constituí un grupo literario, centrado principalmente en la poesía. Era para nosotros más emotiva, más directa. Entonces yo escribía cuentos en forma oculta; poesía y cuento al mismo tiempo. Leía a narradores pero más a poetas. Ambos géneros pueden calificarse diferentes, pero en el fondo tienen muchas semejanzas, son parientes muy cercanos.
La mayoría de tus cuentos abordan temas fantásticos, pero también tienen un cierto halo de absurdo.
Sucede que gran parte de lo que escribo procede de mis sueños. He heredado ese don de mi madre que, creo, tiene algo de bruja. Ella me enseñó a interpretar los sueños. Es como si yo estuviese consciente y tomando nota de lo que sueño. Mi cuento «El sobre rojo» es absurdo porque salió de un sueño. Al despertar le di forma, quité, agregué, pero el sueño está ahí. Parto del supuesto: «¿qué pasaría si un objeto del sueño llega a trasponer ese umbral y aparece en la realidad?».
Otros cuentos del libro también tienen un ambiente muy de pesadilla, desde «El bonsái Kobayashi», «La pesca» o «La tía Berenice»…
O también el cuento «Rigoberto ya estaba muerto», que toca el tema de la brujería, el daño, el maleficio; en este caso, del hijo contra el padre. Hay ahí una atmósfera tétrica. Mi segundo libro, precisamente, se titula El daño; donde hay otro cuento que trata de un danzante de tijeras y un hechizo.
En los cuentos de El bonsái Kobayashi tú tienes preferencia por los personajes narradores, e incluso se diría que son ellos los protagonistas.
Me gusta la primera persona porque se acerca más al lector. Hay como un diálogo entre ambos, como cuando alguien cuenta un chisme a otro. No me gusta la tercera persona porque se entromete.
Otro aspecto que llama la atención es el de tus protagonistas, a menudo niños, que se desplazan al espacio de un personaje ya mayor y extremadamente enigmático.
Mis personajes preferidos son siempre niños y ancianos. Los veo mucho más interesantes que los jóvenes o adultos. Los niños son la representación de lo puro, lo nuevo, lo ingenuo. Y los viejos están al otro lado; a puertas de conocer aquello que tanto tememos e ignoramos. Un viejo no solo representa la sabiduría, sino posiblemente el conjunto de todos los vicios y males que ha acumulado a lo largo de su existencia. Hacerlos encontrar en un cuento no solo es interesante, sino necesario. Por ejemplo en «El bonsái Kobayashi», el niño es asimilado, poseído, transformado por el viejo.
Se respira en estos cuentos un ambiente de decadencia: hay casas que están por caer, objetos acumulados y empolvados por los años y el desuso.
El tiempo es para mí un tema muy inquietante, terrorífico. En mi libro El tiempo de los muertos hablo de la taxidermia, o desapariciones. Inconscientemente siento que es un mecanismo de defensa para hacer frente al paso del tiempo. Me asusta el paso del tiempo y que nosotros no podamos hacer nada. Por su causa se muere la gente. Las casas viejas o los objetos empolvados son una manifestación del paso del tiempo.
Y precisamente el tiempo protagoniza «Las casualidades no existen», un cuento de ciencia ficción que nos remite a Aldous Huxley, pero principalmente al Arthur Clarke de El centinela y 2001. Una odisea del espacio…
Leer a Huxley hizo que mi temor al tiempo se hiciera casi patológico. Yo he sido siempre pesimista. Por más que el ser humano se esmere en hacer bien las cosas, nuestro destino ya está marcado. Soy muy aficionado a la astronomía y siempre me aterraron los agujeros negros. Por eso me preguntaba para qué estamos aquí, quizá nunca debimos haber existido. Los mismo me pasa cuando leo el Apocalipsis, porque también quería ser sacerdote.
¿Aún crees en Dios?
Sí, pero mi dios es extraterrestre. No es el dios cristiano. Empecé por ahí, pero ahora creo que es una gran mentira. Si hay un dios, debe ser uno muy parecido a nosotros, solo que con un nivel de desarrollo muchísimo más adelantado. Un poco de ahí es de donde sale el cuento «Las casualidades no existen». Si padecemos el impacto de un cometa o asteroide, yo me pregunto qué probabilidad hay de que en todo este infinito universo dos cuerpos choquen, habiendo tanto espacio. Si sucede, tiene que ser premeditado por alguien con potestad sobre los astros. Nosotros somos el proyecto de alguien. En mi cuento, la imagen del dios no es omnipotente, porque él tiene un baúl. Y este dios se parece a mi abuelo. Cuando yo era pequeño tenía prohibido entrar a un cuarto en casa de mis abuelos donde había un baúl antiguo.
Ya en cuanto a tus preferencias de autor, ¿solo escribes cuentos fantásticos o tienes relatos realistas aún no conocidos?
El 95 % de lo que escribo es fantástico o absurdo. La razón es porque la fantasía me ofrece más posibilidades y recursos para construir una ficción. El realismo, por otra parte, me limita. Yo le tengo un poco de recelo, quizá porque cuando iba a la universidad leía mucha literatura rusa contestataria, política, reivindicativa, y no me puedo quitar de la cabeza esa figuración de literatura realista.
¿En qué se diferencian tus cuentos de los de, digamos, Borges, Cortázar o Arreola?
Cuando publiqué El tiempo de los muertos me dijeron que eso era Borges, aunque cuando escribí ese libro apenas había leído un par de cuentos suyos. Mis cuentos, por el hecho de ser literatura fantástica, guardan mucha relación con lo que se ha escrito antes. No creo ser tan original en ese sentido. Sí tengo cierta originalidad en el sentido de que mis cuentos hablan de desapariciones, más que de la muerte. Para mí la desaparición es más trágica que la muerte, porque es un poco absurda. Por ejemplo en «La tía Berenice», en cuanto a la desaparición de Cintia, solo está en el ámbito de la fantasía que se convirtió en una gata. O que la convirtieron. Pero lo importante es que ha desaparecido. Dejó de ser humana para ser un animal. En la muerte al menos queda el consuelo de tener un cuerpo, pero cuando uno desaparece, hay absurdo. Mis cuentos se orientan hacia eso.
¿Cómo manejas el desenlace en los cuentos del libro y en tu estilo general como narrador?
Me cuesta bastante. El final es la cereza del pastel. Si no manejas un buen final, lo que has ido construyendo con esmero podría fracasar. Yo prefiero los finales abiertos, porque la vida es así. Siempre seguirá ocurriendo algo después. También hay finales absurdos, como la renuncia en «El sobre rojo», es una locura que aparezca en la realidad un sobre que el personaje soñó. O quizá renuncia por estrés, porque el trabajo lo estaba aplastando. El mejor final es uno que fluye naturalmente, que no sea ambiguo, pero que tampoco deje satisfecho al lector. Yo no quiero a un lector que sea feliz al momento de terminar mis cuentos. Quiero a un lector con más dudas que cuando empezó a leer, y que me odie, que reniegue.
Me da la impresión de que el libro se ambienta en una especie de Huancayo o en una ciudad inventada que se le parece muchísimo.
Sí, mi escenario es Huancayo, es nuestra región. No por regionalista, sino porque es lo que yo conozco. Pero no es un Huancayo realista, al pie de la letra. He construido una ciudad paralela donde pueden pasar estas historias. Tengo un cuento donde mi personaje se sitúa entre el Jirón Loreto y la Calle Real, donde hay un reloj desde hace años que siempre me ha inquietado. El Huancayo que describo es muy parecido al real.
¿Para terminar, a qué otros autores percibes como futuros clásicos en la literatura de Junín?
En poesía estamos en una escasez tremenda. No podría decir un nombre de alguien que ya tenga una voz poética, pero sí hay algunos que tienen cierto valor. Clara Trilce tiene poemas muy buenos. Y por lo que he podido ver en estos últimos años, ha habido un aumento de narradores, pero no creo que estén trabajando con la disciplina necesaria. Pareciera que lo toman como un hobbie o un medio para tener presencia en los medios o redes sociales. Sin embargo, si yo tengo que hablar sobre un trabajo serio, en primer lugar está tu novela [Cautivos de mar y tierra]. Me parece que con su aparición, el año pasado [2017], se ha recuperado una línea que había descendido en calidad. Yo como editor he recibido montones de novelas, pero que realmente eran el borrador del borrador. Pero tu libro ha marcado una distancia enorme y sirve como modelo para los jóvenes que están escribiendo ahora en cuanto a la calidad estricta y tratamiento de la imagen y muchas cosas. Hay también un muchacho que escribió varias novelas inéditas, Jefferson Gomez, con el que tengo muchas expectativas. En cuento es muy bueno. Hay otro, Eduardo Tácunan, que me recuerda a mí cuando era universitario. Él tiene mucho talento y un uso del lenguaje serio y que, si le pone mucha disciplina, será toda una promesa.
La decadencia y el valor de la virilidad latinoamericana
Por: Juan Carlos Suárez Revollar
Los cachorros es una de las novelas cortas más impactantes del último medio siglo. Esta nueva afirmación —por ser estrictamente personal— puede sonar dudosa: constituye el pico más alto de la obra de Mario Vargas Llosa, quien alcanzó con ella un nivel de perfección formal y estructural que supera largamente al resto de sus novelas (algunas de las cuales son genuinas piezas maestras).
Publicada en 1967, abarca desde la niñez hasta la adultez de cinco amigos miraflorinos. El centro de la narración es un integrante tardío del grupo, Pichulita Cuéllar, y en particular, lo que acontece con él tras el accidente —su tragedia, como los grandilocuentes planteamientos del estadounidense William Faulkner—. Haber sido capado por el feroz perro del colegio constituye el final de toda una etapa para él. De ser el alumno más brillante, capaz, perseverante y promisorio del grupo, con un brillante futuro en ciernes, se convierte —por los privilegios que le otorgan sus padres y maestros como compensación— en holgazán, inseguro, grosero y antipático. La causa es clara: la carencia del miembro viril lo obliga a estar en permanente autoafirmación. Es decir, a pretender demostrar que es el más fuerte, intrépido y osado, cualidades todas muy asociadas con la masculinidad latinoamericana.
Los cachorros es un audaz experimento en la presentación formal de los puntos de vista y del narrador. Vargas Llosa cuenta la historia a través de un narrador-testigo que fluctúa entre los cuatro amigos de Pichulita Cuéllar; y también entre la primera y tercera persona. El narrador omnisciente y los cuatro personajes-narradores toman la posta del relato de oración en oración, y aun dentro de una misma frase.
Gabriel García Márquez escribió que «en el primer párrafo de una novela hay que definir todo: estructura, tono, estilo, ritmo, longitud, y a veces hasta el carácter de algún personaje». Uno de los mejores ejemplos de tal afirmación se encuentra en el arranque de Los cachorros, donde se establece la multiplicidad de puntos de vista y de narradores-testigo, además del uso en una misma oración de la primera y tercera persona: «Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat».
La presentación cronológica de la novela es, en su mayor parte, lineal. Está organizada en seis capítulos, cada uno de los cuales comprende un ciclo de la vida del grupo: Cuéllar el niño modelo hasta el accidente; el inicio de la adolescencia; el final del colegio; desde los enamoramientos serios a la decepción con Teresita Arrarte; la desenfrenada y decadente vida del joven Pichulita Cuéllar hasta la resignación a quedar eunuco; y finalmente, los matrimonios y los umbrales del envejecimiento.
Pese a ciertas características individuales que insinúa el autor, los narradores mantienen más bien una personalidad grupal, que se superpone entre unos y otros, y absorbe a las respectivas novias en cuanto aparecen. Ya había un esbozo de este perfil entre los vecinos del Poeta, en La ciudad y los perros, aunque esta vez el tratamiento ha sido distinto, y el grupo ha ganado profundidad en desmedro de los individuos. Cuéllar es la excepción. Sus pensamientos y conflictos interiores nunca son revelados directamente, pero aparecen como indicios a partir de lo percibido por sus amigos, y de esa manera lo podemos conocer más que a nadie.
Vargas Llosa ha afirmado que Los cachorros es su obra con la mayor cantidad de interpretaciones críticas. Como en otros ejemplos de gran literatura, son todas válidas. Pero más que un significado o una tesis, se impone una breve novela que explora temas que también preocuparon a otros grandes novelistas de esta patria grande que es América Latina.
Hemingway & Faulkner en Los cachorros
Hay dos características saltantes de la prosa de Ernest Hemingway y William Faulkner. Mientras en el primero se encuentran diálogos sencillos, vivaces, construidos en contrapunto y aparentemente triviales pero de gran significación; en el segundo está la escritura densa, de oraciones extensas, donde diestramente se salta de punto de vista o de tiempo narrativo. Mario Vargas Llosa tomó ambas formas de contar una historia y, en un genial híbrido que es Los cachorros, integró las formas dialógicas y la fluidez narrativa de Hemingway en la compleja maraña —construida a partir de la intercalación de técnicas— de Faulkner (también habría que destacar como un antecedente los apartados titulados «El ojo de la cámara», de la Trilogía USA, de John Dos Passos).
Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 8 de setiembre de 2012.