Crítica de literatura: Marguerite Duras, El amante

El amante se publicó en 1984 y fue ganadora del Premio Goncourt.

La difusa línea entre el placer y la muerte

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

El amante es una de esas novelas que cuentan, de manera obsesiva, un corto periodo de la vida de su protagonista. Está construida a partir de la evocación de recuerdos fragmentados de la narradora, un personaje innominado que —el lector adivina— sería una figuración de la propia Marguerite Duras. Esas reminiscencias se superponen y convierten al tiempo en algo caótico, que salta años y décadas enteras en un mismo párrafo. Pero aquel sustrato temporal está siempre estancado en un presente difuso, marchito, que anticipa lo que vendrá: un futuro tanto más decadente. Por eso la frase «demasiado tarde» —que se repite incesantemente— es la clave de la estructura en la novela.

La historia es sencilla: una adolescente de familia francesa venida a menos —en la colonia de la Indochina de los años treinta— se hace amante de un joven chino rico. Como pequeños chispazos aparecen a lo largo de la novela trozos de esa relación, que se extenderá por un año y medio.

Desde el mismo momento en que la muchacha sube por primera vez a la limusina del desconocido chino a quien hará su amante, ella se independiza, se desliga de la familia disfuncional a la que pertenece y detesta. En esa senda, busca degradarse más, y lo hace con un amante de una raza oprimida por la suya. Pero él es un chino rico que puede permitirse gastar grandes sumas en esa gente que lo desprecia, acentuando así la humillación.

La muchacha somete al amante. No lo quiere ni le importa. Apenas lo desea y eso basta. El deseo y el placer son sus instrumentos para hacerle daño, para destruirlo. La desgracia es el símil del placer que obtiene de su amante. El placer es desgracia.

Hay una aspiración insistente de la autora por retratarse como niña-mujer, como una muchacha presurosa por emanciparse —a través de la maduración— de su horrible familia. La práctica del sexo le permite hacerse adulta y conseguir que su familia dependa de ella. Se sabe predestinada por la fatalidad. No la elude, la espera con estoicismo, con la satisfacción de saber que significará su liberación. El fracaso y la decadencia también contaminan al amante. Él también empieza a vivir de falsas esperanzas.

Marguerite Duras (1914-1996).

Marguerite Duras juega permanentemente con los contrastes y semejanzas. El parecido entre el endeble hermano menor y el amante, y la preferencia de la muchacha por ellos, es elocuente. Pero la fortaleza y carácter de esta se alinean más bien con el hermano mayor a quien odia. Hay una oposición inquebrantable entre ambos, un rencor causado por sus propias afinidades, sus propias similitudes.

El personaje más memorable de la novela no es el amante chino, ni siquiera el hermano mayor, sino la madre. Se trata de una mujer abnegada, nostálgica por un pasado opulento, que busca desesperadamente volver a ser rica. Se embarca por eso en las más desquiciadas empresas, condenada desde el principio a fracasar en todas. Ella es la artífice del desastre, de ese mal hijo mayor y de aquel hijo menor predestinado a morir aplastado «por la vida llena de vida del hermano mayor».

La imagen de Hélène Lagonelle es equivalente a la narradora y permite delinearla mejor. Inconsciente de su belleza, de su sensualidad, su cuerpo está listo para un placer que no le interesa. Solo ansía volver a ser la niña de mamá.
La muerte es una presencia inminente en toda la historia. Su función es destacar los atisbos de vida que todavía quedan entre unos personajes acabados. Concluida la lectura, solo cabe pensar que El amante es una breve y bellísima novela que debe contarse entre lo mejor de la obra de Marguerite Duras.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 11 de agosto de 2012.

 

Vladímir Nabokov: Lolita

Primera edición de Lolita (Olympia Press. París, 1955) en dos tomos.

La nínfula y el hechicero

Juan Carlos Suárez Revollar

Vladímir Nabokov (1899-1977) redactó Lolita en inglés, luego de mudarse a Estados Unidos. La historia no es completamente original. A finales de 1939, cuando vivía en París, había escrito en ruso una novela corta con lo que sería el sustrato de Lolita, a la que llamó Volshebnik. Por considerarla imperfecta, destruyó el manuscrito, pero se salvó una copia que tiempo después él mismo ofreció a su editor, aunque no se publicó sino póstumamente (la versión en español lleva por título El hechicero).

En ambas novelas una mujer madura es desposada por un pedófilo —Humbert Humbert en Lolita, un personaje anónimo en El hechicero— solamente para tener cerca a su hija preadolescente y finalmente poseerla. Si bien el punto de vista común es el del pedófilo, en Lolita es este mismo quien cuenta la historia, en primera persona, mientras en El hechicero —donde todos los personajes son innominados— hay un narrador omnisciente que hábilmente incluye el sentir de su protagonista. La niña es el centro de las dos historias, pero de apenas participar en la primera, adquiere en Lolita una poderosa voluntad sobre los demás personajes, su propio destino y el curso de la historia, que continuará todavía largamente desde donde El hechicero tiene su desenlace.

Vladímir Nabokov (Rusia, 22 de abril de 1899 – Suiza, 2 de julio de 1977).

Llamada Dolores Haze, Lolita es una niña-mujer de doce años a la que Humbert caracteriza como nínfula (nymphet en el texto original). Su inconsciente perversidad —así intenta darlo a entender el narrador con ese especial tono suyo, entre cínico e irónico— tiene el poder de destruir a cuantos la rodean. El contacto inicial con Humbert es juguetón, pero según avanza la novela adquiere mayor dominio sobre él. Labra así su propia perdición, que toca fondo con Clare Quilty. Una última imagen suya, ya perdida su belleza, embarazada, arruinada y comprometida con un White Trash de futuro poco prometedor, es la que tanto desespera a Humbert.

Humbert es quien impone una relación furtiva a Lolita, a diferencia de a Annabel, la otra niña iniciática de su vida, cuando ambos tenían trece años, aunque entonces no la pudo consumar. Se trata del equivalente de Lolita, un personaje con características tan parecidas a las suyas, que da la impresión de tratarse del mismo. Algo similar ocurre entre Humbert y Quilty, pese a sus aparentes diferencias, que bien podrían ser meras invenciones del narrador. La tendencia de Humbert a alterar la realidad en su relato hace que el lector jamás tenga la seguridad sobre lo que es verdad y lo que no. Algo que refuerza esta impresión son las grandes coincidencias de la historia, como la oportuna muerte de la madre de Lolita —cabe la posibilidad de que él la asesinara—. Igualmente, Humbert resalta sus propios defectos y se muestra a sí mismo como un ser abyecto. Aquellos que le caen mal, además, son retratados de manera feroz y tienen un terrible final; su primera esposa, por ejemplo, quien acaba humillada hasta un nivel absurdo y muere al dar a luz, como parece ser el destino de toda nínfula. Otro indicio de que Humbert podría no decir la verdad son las temporadas que pasó en tratamiento psiquiátrico (Nabokov se aprovecha de esto para burlarse de psiquiatras y psicólogos, por cuya profesión sentía un desprecio nada gratuito).

Lolita está desamparada y no le queda más alternativa que sostener una relación con Humbert. Este la colma de regalos como una forma de ganar su afecto y de resarcir su propia culpa. Pero eso también significa que podrá exigir a cambio sus favores. Por eso lo suyo se convierte en una sucesión de transacciones y una pugna entre ambos en la que, aunque parece que Lolita sale bien librada, es más bien sometida a los deseos de su padrastro. Ello toma su cariz más patético cuando el narrador informa al lector que ella llora todas las noches. La particular atracción que Humbert siente por Lolita, y no por cualquier otra niña-mujer, se debe al perturbador, oscuro y perverso fondo incestuoso de la relación.

Apasionante y nebulosa es la persecución de la que es objeto Humbert por Gustave Trapp, un nombre ficticio del ficticio perseguidor. Y aquella presencia, infalible y permanente, de Quilty, no puede ser más fascinante y retorcida.

El testimonio autobiográfico de Humbert, que constituye el libro, se supone escrito para ser leído de manera póstuma. Un relato tan subjetivo como Lolita, que además tiene el agravante de ser contado por un maniático, neurótico y paranoico, nos crea esa duda, inquietante, de que nada es verdad, porque la realidad podría haber sido inventada por la mente perturbada del narrador.

Como en el resto de la obra de Nabokov, hay en la novela una bellísima prosa. Humbert se convierte en un personaje que inspira lástima, que se autodestruye y que, de la mano del lector, vive, ama y muere víctima de sus propias obsesiones.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 7 de abril de 2012.