Crítica de literatura: Génesis, de María Teresa Zúñiga

Victoria (María Teresa Zúñiga) y Génesis (María del Carmen Castro). Una puesta en escena del Grupo de Teatro Expresión bajo la dirección de Jorge Miranda Silva.

Un viaje hacia el nuevo principio

Escribe: Juan Carlos Suárez Revollar
Fotos: Marco Miranda Zúñiga

¿Qué es Génesis sino un contrapunto, una coreografía de dos personajes cuya oposición crea cadencia y empatía su similitud? En la obra teatral de María Teresa Zúñiga Norero abundan los duetos que sostienen todo un relato, sean Zoelia y Gronelio (1993), Mades Medus (1999) o la más reciente, Una hora bajo el puente (2017). Pero mientras los ancianos Zoelia y Gronelio son esposos a los que la convivencia ha acabado por nivelar sus caracteres; y el joven Medus ha adquirido una cierta visión del mundo de Mades, el viejo; Power y Mouse, de Una hora bajo el puente, mantienen una causa común, lejana e inútil por la derrota.

En su novela La casa grande (Acerva, 2016) ya encontramos a dos personajes femeninos en una relación de complementariedad-oposición. Igual a Génesis, es la historia de una abuela y su nieta, pero contada desde el punto de vista de esta última, quien además es una niña (a diferencia de la joven Génesis) y alter ego de la autora. Así, el lector ingresa de su mano a un mundo infantil que se contrapone al de los adultos regido por la abuela.

Génesis (María del Carmen Castro) en la puesta en escena del Grupo de Teatro Expresión.

La obra teatral de Zúñiga Norero destaca por sus personajes de rasgos peculiares en un ámbito alejado del convencional donde nosotros, gentes de carne y hueso, nacemos, vivimos y morimos. Zoelia y Gronelio ocurre en un contexto posapocalíptico; Mades Medus en un espacio circense, de actores itinerantes donde confluyen la realidad real con la de la ficción; y Una hora bajo el puente en un entorno marginal, tras una gran derrota que ha arrojado de la sociedad a sus protagonistas.

Génesis y Victoria, la nieta y la abuela, recorren una tierra en ruinas donde el peligro usual de guerras y desastres las mantiene cerca de la muerte. De los diversos temas abordados por la autora a lo largo de su obra, es acaso en Génesis donde la condición de mujer toma, más que en otras, el centro de la trama. Sin tratarse de un manifiesto feminista, es una historia que pone en agenda algunos de los males que por siglos han aquejado al género femenino. Pero en vez de mostrarse como víctimas, abuela y nieta afrontan el mundo con esa determinación de mujeres fuertes, muy recurrentes en la obra de María Teresa Zúñiga.

Victoria (María Teresa Zúñiga) en la puesta en escena dirigida por Jorge Miranda Silva.

En vez de la busca y hallazgo de una nieta perdida, el otro tema de fondo en Génesis es la propia guerra con todas sus consecuencias: desde la pérdida del Estado de derecho y la anarquía hasta la destrucción y la muerte. Génesis y Victoria apenas se conocen, pues solo llevan tres días de haberse reencontrado (una reunión, empero, que saben no puede durar). Las diferencias entre una y otra rebasan sus respectivas generaciones. Tienen una percepción del mundo muy propia, reflejada en el significado que cada una da a acciones sencillas como la de cerrar los ojos: en Victoria sirve para eludir la horrible realidad, en Génesis para transformarla en un lugar mejor. O la muerte reflejada en una lápida cualquiera: irrelevante para la nieta, el rastro de una vida y su existencia en la memoria de sus deudos para la abuela.

Pero la mayor confluencia de ambas reside en su condición de mujer. Una condición, además, largamente sometida por una sociedad patriarcal, a la que se critica en la obra. Pone en boca de Génesis, por eso, que “una cosa es nacer mujer y otra hacerse mujer”. No es gratuito que otra arista de la relación entre abuela y nieta sea, precisamente, la de maestra y alumna. En La casa grande y en Génesis se percibe una vaga empatía y rasgos comunes de Zúñiga Norero con ambas abuelas, que ejercen la docencia, igual a ella. Quienes conocen a la autora estarán de acuerdo en una cierta propensión suya, formadora y pedagógica —también maternal—, con sus amigos cercanos y principalmente con los demás miembros del Grupo de Teatro Expresión.

Victoria y Génesis durante los ensayos para la puesta en escena dirigida por Jorge Miranda Silva.

Expresión ha sido clave en su producción teatral de los últimos 32 años, no solo por la logística para el montaje de sus obras, sino por la retroalimentación y el soporte emocional y familiar. Junto con ella y varios más, el grupo lo han integrado por todo ese tiempo su esposo Jorge Miranda y sus hijos Jorge Luis y Marco Antonio. Ellos asumen el rol de primeros lectores y críticos con una misma percepción estética del teatro como texto literario y guía para la construcción e interpretación de personajes y de la puesta en escena. En este proceso, la labor creativa suele ser conjunta y constante. Alguna vez María Teresa Zúñiga me dijo que sus piezas teatrales siempre estaban sujetas a cambio y mejora. Entendemos que esto se refiere más bien al montaje: he visto repetidas veces algunas de sus obras —unas son dirigidas solo por ella y otras por Jorge Miranda— y cada puesta en escena difiere de la anterior. Se trata de diferencias mínimas, claro, pero que refuerzan ligeramente el mensaje y el efecto sobre el espectador. Facilita estas variaciones que la autora recurre poco a la acotación, lo cual otorga mayor libertad de adaptación.

Portada del libro ‘Génesis’ (Lima, 2018), de María Teresa Zúñiga, una edición del festival Sala de Parto y el Teatro La Plaza.

El teatro de María Teresa Zúñiga es pródigo en símbolos de cierta ambigüedad, que en el futuro permitirá versiones diversas y acaso opuestas según la percepción e interpretación de cada director. En Génesis, por ejemplo, podría mencionarse varios: la aparición del teléfono celular, a través del cual se manifiestan “ellos”, entidades omnipresentes e invisibles; el significado de los nombres “Génesis” y “Victoria”; o la idea de lo femenino asociado al color blanco: lejos de la carencia de mácula, en la obra adquiere el carácter de fragilidad porque es fácil de manchar, de deteriorar, de destruir. Esto se refuerza con la permanente evocación de las violaciones como otro de los riesgos. Se trata de un peligro cuasiexclusivo para la mujer y la mayor muestra de una vulnerabilidad determinada por el género, aun en tiempos de paz, pero crítica en situaciones extremas como una guerra.

¿Qué es Génesis, entonces? La abuela Victoria define esa palabra como “el origen de un nuevo nacimiento”. Pero la pieza teatral podría tomarse como un tributo a las millones de mujeres que, a lo largo del tiempo, debieron afrontar la guerra en calidad de supervivientes, víctimas o heroínas. Esas mujeres violadas o muertas de Nankín, Rusia y Berlín; del África Central y también las cautivas del ISIS; o las más cercanas de Manta y Vilca, en el Ande peruano, nos recuerdan que la violencia de género siempre se usó como acto de guerra. Entonces ella, la mujer, hace surgir un camino, el renacer constante de un nuevo principio. Así, la obra se une a esa estirpe de la literatura que rebasa el plano artístico y hace visibles los grandes problemas que persiguen desde sus inicios a la humanidad.

* Prólogo del libro Génesis (Lima, 2018), de María Teresa Zúñiga, editado por el festival de teatro Sala de Parto.

Crítica de literatura: La casa de cartón, de Martín Adán

Primera edición de ‘La casa de cartón’ (Perú, 1928), de Martín Adán.

Barranco por un artista adolescente

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

La casa de cartón es una novela. No una novela en el sentido estricto del género, sino en una forma experimental, revolucionaria, que sigue los audaces intentos narrativos de la época, llegados desde el otro lado del mar de manos de autores como James Joyce o Marcel Proust. Entre ellos, John Dos Passos había convertido a Nueva York en protagonista de Manhattan Transfer (1925). Lo hizo influido por Joyce, quien consiguió que Dublín, a través de un gran retrato colectivo de la ciudad, tomara rasgos palpables de personalidad.

Martín Adán —seudónimo de Ramón Rafael de la Fuente Benavides— empezó a escribir La casa de cartón en 1924 y la publicó cuatro años después. Más que en una historia, se centró en delinear a su protagonista: el distrito de Barranco, donde destacan el mar, el malecón, la ciudad. La estructura sigue un modelo de collage de cuadros breves donde, en forma de estampas, hace conocer al lector la geografía barranquina y a sus pobladores de inicios del siglo XX. Estas visiones se presentan desde la mente del personaje-narrador. Predomina en el libro una técnica recién desarrollada por Joyce en Ulises (1922): el monólogo interior y el fluir de la conciencia. Ese caos narrativo, agravado por la ambigüedad del tiempo, crea la impresión de que ocurre más lenguaje que acción. Pero en su borrosa trama se superponen muchas imágenes y personajes que llegan a un ritmo vertiginoso. Todo ello hace posible leer La casa de cartón como un poema en prosa, pero también como la moderna novela que es.

Martín Adán (1908 – 1985).

La difusa historia es apenas sugerida por el narrador, un colegial innominado al que atormentan diversos conflictos. Al arrancar el libro tiene catorce y a la mitad «dieciséis años y el bozo crecido». Somos testigos de su maduración, su iniciación en el amor, su aprendizaje literario, su soledad y su interiorización del significado de la muerte. El personaje más palpable del libro (después de la ciudad) es Ramón (además el primer nombre del autor), quien como colega y cómplice, es también guía y, en cierta forma, rival del narrador —por haber poseído antes a Catita, una Penélope infiel «catadora de mozos», entusiasta por el placer antes que por sus ocasionales amantes—. Los paralelos entre ambos (además de con el propio autor) crean la perturbadora sospecha de que podría tratarse del desdoblamiento de un mismo individuo.

Martín Adán renuncia a la objetividad absoluta y la invisibilidad del autor, perseguidas por Joyce y Dos Passos, para construir un relato subjetivo e introspectivo, que hace preciso identificar los recovecos de la narración a fin de seguir el hilo de la historia.

Antes que retratar personajes, el libro reproduce, más bien, tipos. El paso de cada uno de ellos —incluso en sus fugaces apariciones— permite delinear una representación de la ciudad que los alberga, filtrada por la sensibilidad de artista adolescente del narrador. Existe la imagen constante de un Barranco cosmopolita, donde conviven limeños adinerados con pintorescos europeos que mantienen sus costumbres autóctonas. Pero, también, se halla un halo de integración y de referencias cruzadas —a través de Manuel, por ejemplo— entre lo europeo y lo nacional, entre París y Lima, entre el Moulin Rouge y el Jirón de la Unión. E igualmente, con los habitantes de otras partes del país, en particular de la sierra, retratados como personajes exóticos, vistos desde lejos y apenas insertos en la creciente urbe como obreros o empleadas domésticas, cuyo número a las afueras de la ciudad es cada vez mayor.

Edición publicada en Cuba de ‘La casa de cartón’.

En la subjetividad del narrador se aprecia el desgano y una casi sinrazón de vida. Ello es más notorio desde la muerte de Ramón, en que el relato se hace más difuso e intangible y pasa de la realidad aparente a una representación análoga a los sueños.

Aunque se les menciona con sarcasmo, aparecen a lo largo del libro referencias a decenas de autores cuya obra le sirve de base, especialmente Joyce y su personaje Stephen Dedalus, de Retrato del artista adolescente y Ulises, con los que guarda estrecha relación.

La casa de cartón no solo significó la inserción del contexto urbano en la novelística del país, sino el principal antecedente de los escritores de la generación del cincuenta, quienes, igual que Martín Adán, utilizarían las modernas técnicas narrativas provenientes de Europa y Estados Unidos para revolucionar la literatura peruana.

Publicado en suplemento cultural Solo 4 del diario Correo, el 03 de noviembre de 2012.

Entrevista a Ugo Velazco sobre ‘El bonsái Kobayashi’

El escritor Ugo Velazco, autor del volumen de cuentos ‘El bonsái Kobayashi’ (Foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

“Gran parte de lo que escribo procede de mis sueños”

Entrevista y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

Conversamos con Ugo Velazco, ganador del concurso «El cuento de las mil palabras» 2018 —premio organizado por la revista Caretas— con «El bonsái Kobayashi» y autor del volumen de cuentos con el mismo título. En la siguiente entrevista nos habla de este libro y, además, nos contó sobre su método de trabajo en narrativa breve y gran parte de lo que ha sido la construcción de su obra literaria.

Al ver la cantidad de publicaciones que has hecho en tan poco tiempo, uno se lleva la imagen de que eres un escritor muy prolífico.
Escribo desde los 18 años, cuando estaba en la universidad. Yo escribía narrativa, pero nadie lo sabía. Todos creían que solo hacía poesía. Escribía sin tener demasiadas lecturas; si vale el término, empíricamente. A los 20 años entregué mis cuentos a un amigo y me dijo que debía publicarlos. Publiqué mi primer cuento en 2012, en El tiempo de los muertos. Entonces tenía un conjunto de 25 cuentos. Es un libro que tuvo tres ediciones ya agotadas.

¿Cómo alternas tu producción literaria entre el cuento y la poesía?
A los catorce años empecé escribiendo un cuento feo, horrible. Yo no sabía lo que era un cuento. Aprendí de Oswaldo Reynoso. Escribo poemas desde los 15 años, una poesía muy adolescente. En la universidad constituí un grupo literario, centrado principalmente en la poesía. Era para nosotros más emotiva, más directa. Entonces yo escribía cuentos en forma oculta; poesía y cuento al mismo tiempo. Leía a narradores pero más a poetas. Ambos géneros pueden calificarse diferentes, pero en el fondo tienen muchas semejanzas, son parientes muy cercanos.

‘El bonsái Kobayashi’, volumen de cuentos del escritor Ugo Velazco (Foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

La mayoría de tus cuentos abordan temas fantásticos, pero también tienen un cierto halo de absurdo.
Sucede que gran parte de lo que escribo procede de mis sueños. He heredado ese don de mi madre que, creo, tiene algo de bruja. Ella me enseñó a interpretar los sueños. Es como si yo estuviese consciente y tomando nota de lo que sueño. Mi cuento «El sobre rojo» es absurdo porque salió de un sueño. Al despertar le di forma, quité, agregué, pero el sueño está ahí. Parto del supuesto: «¿qué pasaría si un objeto del sueño llega a trasponer ese umbral y aparece en la realidad?».

Otros cuentos del libro también tienen un ambiente muy de pesadilla, desde «El bonsái Kobayashi», «La pesca» o «La tía Berenice»…
O también el cuento «Rigoberto ya estaba muerto», que toca el tema de la brujería, el daño, el maleficio; en este caso, del hijo contra el padre. Hay ahí una atmósfera tétrica. Mi segundo libro, precisamente, se titula El daño; donde hay otro cuento que trata de un danzante de tijeras y un hechizo.

En los cuentos de El bonsái Kobayashi tú tienes preferencia por los personajes narradores, e incluso se diría que son ellos los protagonistas.
Me gusta la primera persona porque se acerca más al lector. Hay como un diálogo entre ambos, como cuando alguien cuenta un chisme a otro. No me gusta la tercera persona porque se entromete.

Otro aspecto que llama la atención es el de tus protagonistas, a menudo niños, que se desplazan al espacio de un personaje ya mayor y extremadamente enigmático.
Mis personajes preferidos son siempre niños y ancianos. Los veo mucho más interesantes que los jóvenes o adultos. Los niños son la representación de lo puro, lo nuevo, lo ingenuo. Y los viejos están al otro lado; a puertas de conocer aquello que tanto tememos e ignoramos. Un viejo no solo representa la sabiduría, sino posiblemente el conjunto de todos los vicios y males que ha acumulado a lo largo de su existencia. Hacerlos encontrar en un cuento no solo es interesante, sino necesario. Por ejemplo en «El bonsái Kobayashi», el niño es asimilado, poseído, transformado por el viejo.

Se respira en estos cuentos un ambiente de decadencia: hay casas que están por caer, objetos acumulados y empolvados por los años y el desuso.
El tiempo es para mí un tema muy inquietante, terrorífico. En mi libro El tiempo de los muertos hablo de la taxidermia, o desapariciones. Inconscientemente siento que es un mecanismo de defensa para hacer frente al paso del tiempo. Me asusta el paso del tiempo y que nosotros no podamos hacer nada. Por su causa se muere la gente. Las casas viejas o los objetos empolvados son una manifestación del paso del tiempo.

Y precisamente el tiempo protagoniza «Las casualidades no existen», un cuento de ciencia ficción que nos remite a Aldous Huxley, pero principalmente al  Arthur Clarke de El centinela y 2001. Una odisea del espacio
Leer a Huxley hizo que mi temor al tiempo se hiciera casi patológico. Yo he sido siempre pesimista. Por más que el ser humano se esmere en hacer bien las cosas, nuestro destino ya está marcado. Soy muy aficionado a la astronomía y siempre me aterraron los agujeros negros. Por eso me preguntaba para qué estamos aquí, quizá nunca debimos haber existido. Los mismo me pasa cuando leo el Apocalipsis, porque también quería ser sacerdote.

¿Aún crees en Dios?
Sí, pero mi dios es extraterrestre. No es el dios cristiano. Empecé por ahí, pero ahora creo que es una gran mentira. Si hay un dios, debe ser uno muy parecido a nosotros, solo que con un nivel de desarrollo muchísimo más adelantado. Un poco de ahí es de donde sale el cuento «Las casualidades no existen». Si padecemos el impacto de un cometa o asteroide, yo me pregunto qué probabilidad hay de que en todo este infinito universo dos cuerpos choquen, habiendo tanto espacio. Si sucede, tiene que ser premeditado por alguien con potestad sobre los astros. Nosotros somos el proyecto de alguien. En mi cuento, la imagen del dios no es omnipotente, porque él tiene un baúl. Y este dios se parece a mi abuelo. Cuando yo era pequeño tenía prohibido entrar a un cuarto en casa de mis abuelos donde había un baúl antiguo.

Ya en cuanto a tus preferencias de autor, ¿solo escribes cuentos fantásticos o tienes relatos realistas aún no conocidos?
El 95 % de lo que escribo es fantástico o absurdo. La razón es porque la fantasía me ofrece más posibilidades y recursos para construir una ficción. El realismo, por otra parte, me limita. Yo le tengo un poco de recelo, quizá porque cuando iba a la universidad leía mucha literatura rusa contestataria, política, reivindicativa, y no me puedo quitar de la cabeza esa figuración de literatura realista.

¿En qué se diferencian tus cuentos de los de, digamos, Borges, Cortázar o Arreola?
Cuando publiqué El tiempo de los muertos me dijeron que eso era Borges, aunque cuando escribí ese libro apenas había leído un par de cuentos suyos. Mis cuentos, por el hecho de ser literatura fantástica, guardan mucha relación con lo que se ha escrito antes. No creo ser tan original en ese sentido. Sí tengo cierta originalidad en el sentido de que mis cuentos hablan de desapariciones, más que de la muerte. Para mí la desaparición es más trágica que la muerte, porque es un poco absurda. Por ejemplo en «La tía Berenice», en cuanto a la desaparición de Cintia, solo está en el ámbito de la fantasía que se convirtió en una gata. O que la convirtieron. Pero lo importante es que ha desaparecido. Dejó de ser humana para ser un animal. En la muerte al menos queda el consuelo de tener un cuerpo, pero cuando uno desaparece, hay absurdo. Mis cuentos se orientan hacia eso.

Ugo Velazco, autor del volumen de cuentos ‘El bonsái Kobayashi’ (Foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

¿Cómo manejas el desenlace en los cuentos del libro y en tu estilo general como narrador?
Me cuesta bastante. El final es la cereza del pastel. Si no manejas un buen final, lo que has ido construyendo con esmero podría fracasar. Yo prefiero los finales abiertos, porque la vida es así. Siempre seguirá ocurriendo algo después. También hay finales absurdos, como la renuncia en «El sobre rojo», es una locura que aparezca en la realidad un sobre que el personaje soñó. O quizá renuncia por estrés, porque el trabajo lo estaba aplastando. El mejor final es uno que fluye naturalmente, que no sea ambiguo, pero que tampoco deje satisfecho al lector. Yo no quiero a un lector que sea feliz al momento de terminar mis cuentos. Quiero a un lector con más dudas que cuando empezó a leer, y que me odie, que reniegue.

Me da la impresión de que el libro se ambienta en una especie de Huancayo o en una ciudad inventada que se le parece muchísimo.
Sí, mi escenario es Huancayo, es nuestra región. No por regionalista, sino porque es lo que yo conozco. Pero no es un Huancayo realista, al pie de la letra. He construido una ciudad paralela donde pueden pasar estas historias. Tengo un cuento donde mi personaje se sitúa entre el Jirón Loreto y la Calle Real, donde hay un reloj desde hace años que siempre me ha inquietado. El Huancayo que describo es muy parecido al real.

¿Para terminar, a qué otros autores percibes como futuros clásicos en la literatura de Junín?
En poesía estamos en una escasez tremenda. No podría decir un nombre de alguien que ya tenga una voz poética, pero sí hay algunos que tienen cierto valor. Clara Trilce tiene poemas muy buenos. Y por lo que he podido ver en estos últimos años, ha habido un aumento de narradores, pero no creo que estén trabajando con la disciplina necesaria. Pareciera que lo toman como un hobbie o un medio para tener presencia en los medios o redes sociales. Sin embargo, si yo tengo que hablar sobre un trabajo serio, en primer lugar está tu novela [Cautivos de mar y tierra]. Me parece que con su aparición, el año pasado [2017], se ha recuperado una línea que había descendido en calidad. Yo como editor he recibido montones de novelas, pero que realmente eran el borrador del borrador. Pero tu libro ha marcado una distancia enorme y sirve como modelo para los jóvenes que están escribiendo ahora en cuanto a la calidad estricta y tratamiento de la imagen y muchas cosas. Hay también un muchacho que escribió varias novelas inéditas, Jefferson Gomez, con el que tengo muchas expectativas. En cuento es muy bueno. Hay otro, Eduardo Tácunan, que me recuerda a mí cuando era universitario. Él tiene mucho talento y un uso del lenguaje serio y que, si le pone mucha disciplina, será toda una promesa.

Una entrevista exclusiva para jcsuarez.com.pe

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Crítica de literatura: Marguerite Duras, El amante

El amante se publicó en 1984 y fue ganadora del Premio Goncourt.

La difusa línea entre el placer y la muerte

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

El amante es una de esas novelas que cuentan, de manera obsesiva, un corto periodo de la vida de su protagonista. Está construida a partir de la evocación de recuerdos fragmentados de la narradora, un personaje innominado que —el lector adivina— sería una figuración de la propia Marguerite Duras. Esas reminiscencias se superponen y convierten al tiempo en algo caótico, que salta años y décadas enteras en un mismo párrafo. Pero aquel sustrato temporal está siempre estancado en un presente difuso, marchito, que anticipa lo que vendrá: un futuro tanto más decadente. Por eso la frase «demasiado tarde» —que se repite incesantemente— es la clave de la estructura en la novela.

La historia es sencilla: una adolescente de familia francesa venida a menos —en la colonia de la Indochina de los años treinta— se hace amante de un joven chino rico. Como pequeños chispazos aparecen a lo largo de la novela trozos de esa relación, que se extenderá por un año y medio.

Desde el mismo momento en que la muchacha sube por primera vez a la limusina del desconocido chino a quien hará su amante, ella se independiza, se desliga de la familia disfuncional a la que pertenece y detesta. En esa senda, busca degradarse más, y lo hace con un amante de una raza oprimida por la suya. Pero él es un chino rico que puede permitirse gastar grandes sumas en esa gente que lo desprecia, acentuando así la humillación.

La muchacha somete al amante. No lo quiere ni le importa. Apenas lo desea y eso basta. El deseo y el placer son sus instrumentos para hacerle daño, para destruirlo. La desgracia es el símil del placer que obtiene de su amante. El placer es desgracia.

Hay una aspiración insistente de la autora por retratarse como niña-mujer, como una muchacha presurosa por emanciparse —a través de la maduración— de su horrible familia. La práctica del sexo le permite hacerse adulta y conseguir que su familia dependa de ella. Se sabe predestinada por la fatalidad. No la elude, la espera con estoicismo, con la satisfacción de saber que significará su liberación. El fracaso y la decadencia también contaminan al amante. Él también empieza a vivir de falsas esperanzas.

Marguerite Duras (1914-1996).

Marguerite Duras juega permanentemente con los contrastes y semejanzas. El parecido entre el endeble hermano menor y el amante, y la preferencia de la muchacha por ellos, es elocuente. Pero la fortaleza y carácter de esta se alinean más bien con el hermano mayor a quien odia. Hay una oposición inquebrantable entre ambos, un rencor causado por sus propias afinidades, sus propias similitudes.

El personaje más memorable de la novela no es el amante chino, ni siquiera el hermano mayor, sino la madre. Se trata de una mujer abnegada, nostálgica por un pasado opulento, que busca desesperadamente volver a ser rica. Se embarca por eso en las más desquiciadas empresas, condenada desde el principio a fracasar en todas. Ella es la artífice del desastre, de ese mal hijo mayor y de aquel hijo menor predestinado a morir aplastado «por la vida llena de vida del hermano mayor».

La imagen de Hélène Lagonelle es equivalente a la narradora y permite delinearla mejor. Inconsciente de su belleza, de su sensualidad, su cuerpo está listo para un placer que no le interesa. Solo ansía volver a ser la niña de mamá.
La muerte es una presencia inminente en toda la historia. Su función es destacar los atisbos de vida que todavía quedan entre unos personajes acabados. Concluida la lectura, solo cabe pensar que El amante es una breve y bellísima novela que debe contarse entre lo mejor de la obra de Marguerite Duras.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 11 de agosto de 2012.

 

William Faulkner, la obra

William Faulkner (Missisipi, 25 de setiembre de 1897 – 6 de julio de 1962).

William Faulkner, a 50 años de su muerte

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

El creador de Yoknapatawpha City, William Faulkner, falleció hace cincuenta años. Su poderosa influencia ha marcado la literatura universal de la segunda mitad del siglo XX, así como la obra de los escritores del Boom. Discípulos suyos son desde Juan Carlos Onetti y Gabriel García Márquez hasta Juan Rulfo y Mario Vargas Llosa.

William Faulkner (Missisipi, 25 de setiembre de 1897 – 6 de julio de 1962) ambientó su obra en Yoknapatawpha City, un polvoriento y ficticio territorio sureño, ubicado en Missisipi, donde han de vivir los Sartoris, los Compson, los Snopes, los Coldfield, los Sutpen y otras tantas familias integradas por los inolvidables personajes que constituyen, piedra sobre piedra, el universo faulkneriano. Se trata de unas tierras donde la guerra de secesión se ha llevado el antiguo esplendor de los grandes señores, ha destruido las plantaciones, empobrecido las arcas y liberado a los esclavos. Aún así, se siguen manteniendo los códigos de honor, las marcadas clases sociales e incluso las viejas costumbres.

El barroquismo del lenguaje es peculiar en Faulkner. Sus extensas oraciones, construidas con base en frases grandilocuentes, tienen el ánimo de ser notables, siempre relevantes. El estilo, podría decirse, recoge el mismo aliento de la tragedia griega, cuya atmósfera, además, se incorpora en casi toda su obra.

William Faulkner en la famosa foto tomada por Henri Cartier-Bresson en 1947.

Aunque desde sus primeras novelas ya se vislumbraba su gran talento —el también escritor y su maestro, Sherwood Anderson, ya estaba peleado con él, pero lo seguía «considerando una promesa»—, fue a partir de El sonido y la furia (1929) que alcanza uno de sus mayores picos. No es su mejor novela, pero sí su experimento más audaz. Dividida en cuatro partes, en ella los planos narrativos y los puntos de vista se abordan de tal forma que el orden lógico de la narración llega a ser caótico. Desfilan por sus páginas personajes imperecederos como Caddy, Quentin o Benjy, y reviven los mismos conflictos que Esquilo, Sófocles y Eurípides plasmaron en sus tragedias. Aunque Faulkner negara conocerla antes de la redacción de El sonido y la furia (los estudiosos encontrarían un ejemplar suyo fechado en 1924), la influencia de Ulises, de James Joyce, recorre toda su obra, pero es más que notable en esta novela. A partir de entonces, y en un lapso menor a una década, escribió sus mejores trabajos. Santuario (1931) es más sencilla estructuralmente, y era apenas apreciada por él, pero fue otra de sus piezas maestras. En esta novela la violencia y la decadencia —una constante en el mundo faulkneriano— imperan hasta niveles nunca vistos. Todos los personajes son malvados, psicópatas, endebles, idiotizados o cobardes. La frágil Temple Drake parece condenada a ser víctima de Popeye y sus secuaces, y su desfloración —para Mario Vargas Llosa el cráter de la novela— es una secuencia inolvidable por lo salvaje y horripilante, aunque también por lo hechicera.

Escrita después pero publicada poco antes, Mientras agonizo (1930) representa una serie de piruetas estructurales en que el punto de vista es el verdadero protagonista. Sobre una historia —como siempre— truculenta, poco menos de una veintena de personajes dominan el respectivo capítulo a través de su fluir de la conciencia. Así, hechos sencillos toman gran complejidad al volverse a contar desde nuevas perspectivas.

Entre sus mejores novelas podría citarse Luz de agosto (1932), con su aparente aliento a novela decimonónica, por ser menos atrevida en el uso de la tecnología narrativa. Y en Desciende Moisés (1942) e Intruso en el polvo (1948) continúa con esta forma de escribir. Sin embargo, salta a la vista la evolución que ha ocurrido en Faulkner: ya no es el joven dispuesto a pulverizar, a través de la técnica, toda la literatura conocida, pues la ha interiorizado y equilibrado con la historia a contar.

Es poco menos que imposible elegir una sola de las obras de Faulkner. En él la totalidad —desde Pilón (1935) y ¡Absalón, Absalón! (1936) hasta la trilogía de los Snopes (de 1940 a 1959) y Las palmeras salvajes (1939), con su famosa traducción de Jorge Luis Borges— es un imperativo. Faulkner hizo cuanto se le antojó con la literatura, y legó a la posteridad, directamente o a través de sus discípulos, grandes enseñanzas sobre el arte de narrar.

Imprescindibles / William Faulkner

Santuario (1931)
Escrita, según palabras del propio William Faulkner, como «la más horrible historia que pudiera imaginar», esta novela muestra a un puñado de personajes repulsivos por su maldad, psicopatía, idiotez o cobardía (y en algunos casos, todo junto). Cuenta la historia de Temple Drake, una guapa adolescente que huye en busca de aventuras y cae en manos de un grupo de rufianes liderados por Popeye. Desde entonces, ocurren desde asesinatos y secuestros hasta violaciones y linchamientos. Pero la magia de Faulkner hace que todo esto hechice al lector, tal cual hicieran los grandes novelistas del siglo XIX.

Luz de agosto (1932)
Es la historia de Lena Grove, quien con un bebé en el vientre, sale en busca del hombre que le prometió matrimonio. Aunque continúa la misma experimentación estructural y técnica que en el resto de su obra, en Luz de agosto William Faulkner ya ha alcanzado un equilibro entre el fondo y la forma. Una historia en que las pasiones humanas pueden llevar a la condenación, como la sentida por Miss Burden hacia Joe Christmas, por lo cual el linchamiento y la castración parecen ser la única salida. Se trata de una de las mejores novelas del ciclo de Yoknapatawpha.

El sonido y la furia (1929)
Junto con Ulises, es uno de los mayores experimentos narrativos en lengua inglesa. El caos a partir de la yuxtaposición de los puntos de vista y el tiempo conforman una historia llena de ruido y de furia. El poderoso arranque, en que toda la primera parte de la novela es vista a través de los ojos de un idiota (Benjy), es más que peculiar, y ha abierto puertas nunca vistas en la literatura. La grandilocuencia del honor recubre cada uno de los truculentos hechos que la componen, y las íntimas pasiones, el amor incestuoso y la tragedia son una constante.

Publicado en el Suplemento Cultural Solo 4, del diario Correo de Huancayo el 7 de julio de 2012.

 

Vladímir Nabokov: Lolita

Primera edición de Lolita (Olympia Press. París, 1955) en dos tomos.

La nínfula y el hechicero

Juan Carlos Suárez Revollar

Vladímir Nabokov (1899-1977) redactó Lolita en inglés, luego de mudarse a Estados Unidos. La historia no es completamente original. A finales de 1939, cuando vivía en París, había escrito en ruso una novela corta con lo que sería el sustrato de Lolita, a la que llamó Volshebnik. Por considerarla imperfecta, destruyó el manuscrito, pero se salvó una copia que tiempo después él mismo ofreció a su editor, aunque no se publicó sino póstumamente (la versión en español lleva por título El hechicero).

En ambas novelas una mujer madura es desposada por un pedófilo —Humbert Humbert en Lolita, un personaje anónimo en El hechicero— solamente para tener cerca a su hija preadolescente y finalmente poseerla. Si bien el punto de vista común es el del pedófilo, en Lolita es este mismo quien cuenta la historia, en primera persona, mientras en El hechicero —donde todos los personajes son innominados— hay un narrador omnisciente que hábilmente incluye el sentir de su protagonista. La niña es el centro de las dos historias, pero de apenas participar en la primera, adquiere en Lolita una poderosa voluntad sobre los demás personajes, su propio destino y el curso de la historia, que continuará todavía largamente desde donde El hechicero tiene su desenlace.

Vladímir Nabokov (Rusia, 22 de abril de 1899 – Suiza, 2 de julio de 1977).

Llamada Dolores Haze, Lolita es una niña-mujer de doce años a la que Humbert caracteriza como nínfula (nymphet en el texto original). Su inconsciente perversidad —así intenta darlo a entender el narrador con ese especial tono suyo, entre cínico e irónico— tiene el poder de destruir a cuantos la rodean. El contacto inicial con Humbert es juguetón, pero según avanza la novela adquiere mayor dominio sobre él. Labra así su propia perdición, que toca fondo con Clare Quilty. Una última imagen suya, ya perdida su belleza, embarazada, arruinada y comprometida con un White Trash de futuro poco prometedor, es la que tanto desespera a Humbert.

Humbert es quien impone una relación furtiva a Lolita, a diferencia de a Annabel, la otra niña iniciática de su vida, cuando ambos tenían trece años, aunque entonces no la pudo consumar. Se trata del equivalente de Lolita, un personaje con características tan parecidas a las suyas, que da la impresión de tratarse del mismo. Algo similar ocurre entre Humbert y Quilty, pese a sus aparentes diferencias, que bien podrían ser meras invenciones del narrador. La tendencia de Humbert a alterar la realidad en su relato hace que el lector jamás tenga la seguridad sobre lo que es verdad y lo que no. Algo que refuerza esta impresión son las grandes coincidencias de la historia, como la oportuna muerte de la madre de Lolita —cabe la posibilidad de que él la asesinara—. Igualmente, Humbert resalta sus propios defectos y se muestra a sí mismo como un ser abyecto. Aquellos que le caen mal, además, son retratados de manera feroz y tienen un terrible final; su primera esposa, por ejemplo, quien acaba humillada hasta un nivel absurdo y muere al dar a luz, como parece ser el destino de toda nínfula. Otro indicio de que Humbert podría no decir la verdad son las temporadas que pasó en tratamiento psiquiátrico (Nabokov se aprovecha de esto para burlarse de psiquiatras y psicólogos, por cuya profesión sentía un desprecio nada gratuito).

Lolita está desamparada y no le queda más alternativa que sostener una relación con Humbert. Este la colma de regalos como una forma de ganar su afecto y de resarcir su propia culpa. Pero eso también significa que podrá exigir a cambio sus favores. Por eso lo suyo se convierte en una sucesión de transacciones y una pugna entre ambos en la que, aunque parece que Lolita sale bien librada, es más bien sometida a los deseos de su padrastro. Ello toma su cariz más patético cuando el narrador informa al lector que ella llora todas las noches. La particular atracción que Humbert siente por Lolita, y no por cualquier otra niña-mujer, se debe al perturbador, oscuro y perverso fondo incestuoso de la relación.

Apasionante y nebulosa es la persecución de la que es objeto Humbert por Gustave Trapp, un nombre ficticio del ficticio perseguidor. Y aquella presencia, infalible y permanente, de Quilty, no puede ser más fascinante y retorcida.

El testimonio autobiográfico de Humbert, que constituye el libro, se supone escrito para ser leído de manera póstuma. Un relato tan subjetivo como Lolita, que además tiene el agravante de ser contado por un maniático, neurótico y paranoico, nos crea esa duda, inquietante, de que nada es verdad, porque la realidad podría haber sido inventada por la mente perturbada del narrador.

Como en el resto de la obra de Nabokov, hay en la novela una bellísima prosa. Humbert se convierte en un personaje que inspira lástima, que se autodestruye y que, de la mano del lector, vive, ama y muere víctima de sus propias obsesiones.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 7 de abril de 2012.

Crítica de literatura: ‘El sendero luminoso del placer’, de Willy del Pozo

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Por muy seguros que estemos de recrear todos los detalles de un recuerdo, siempre, al momento de ordenarlos para convertirlos en un relato no es posible describirlo todo, porque para ello haría falta retomar cada uno de los hechos, segundo a segundo, y volverlo a vivir. Por eso el relato omite detalles que no son relevantes y se extiende en otros que quizá fueron más breves que los suprimidos, pero que tienen mayor importancia para lo que pretendemos narrar. Esa capacidad de elegir qué contar y qué no, determina al autor como individuo, al elegir con base en su propia percepción, en sus creencias y en sus gustos personales.

Los textos que Willy del Pozo presenta en El sendero luminoso del placer tienen una característica común: están escritos en primera persona y narran los recuerdos que su autor ha ido reuniendo a lo largo de una vida errante e intensa.

Cada relato aborda un hecho en particular, anecdótico, donde el propio del Pozo es protagonista. La marcada subjetividad nos hace pensar en si realmente los hechos ocurrieron tal y como se cuentan o, más bien, el paso de los años, el olvido y principalmente la tendencia literaria del autor los ha transformado en literatura: la ficción se hace presente cubriendo los detalles donde los recuerdos son insuficientes.

Muchos finales son aparentemente de derrota. “Un desenlace irónico, a veces, cierto aroma a fracaso”, escribe el autor en el prólogo. Sin embargo, esos finales son más bien el cierre de una etapa y el inicio de otra. ¿No es el crecer una serie de etapas que nos marcan de por vida y dejan apenas el sabor grato o amargo del recuerdo?

El sendero luminoso del placer tiene un fuerte tinte de nostalgia y añoranza a lo largo de sus páginas. Aquel que fue niño una vez nos cuenta, ya adulto, lo que vivió, sintió y deseó.

Texto leído durante la presentación del libro en Huancayo.