Crónica: Rescatadores de perros

Rocío Navarro Mendoza es fundadora del albergue Sueño Compartido. Aquí, junto a Ñawi, uno de sus 86 rescatados.

Los salvadores

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

Cuando lo encontraron, un ojo le colgaba y en el otro tenía una catarata demasiado avanzada para curarse. Estaba desnutrido, muy enfermo y parecía haber vivido más tiempo que el promedio en perros. Con un nudo en el pecho, Rocío pensó que quizá lo mejor era dejarlo ir. En los cuatro años que llevaba rescatando perros, había visto morir a muchos porque la enfermedad o las lesiones ya eran irreversibles cuando llegaba para auxiliarlos. Mientras esperaba al veterinario, contempló la moribunda quietud del perro, que no dormía pese a tener su único párpado cerrado. Un mosquito revoloteaba sobre él y finalmente se posó cerca del ojo herido. Entonces el animal levantó una pata, se rascó la cabeza, una oreja y después el hocico. ¡Aún está en condiciones de espantar moscas!, pensó ella. ¿Realmente agonizaba? Ñawi —es el nombre que lleva ahora— hace su vida normal hasta donde su ceguera se lo permite. Convive en el mismo patio del albergue Sueño Compartido con otros 86 perros, todos con una historia igual de dolorosa que la suya. Pese a la exageración del número, ¡86!, parecen felices mientras esperan por un adoptante que tarda en aparecer y, para muchos, nunca llegará. Inconscientes de ese rechazo sobreentendido, veo retozar sobre la hierba a dos perros a los que falta una pata y a otro, más allá, cuya sillita de ruedas no le impide corretear con los demás. Y vuelve a mi mente algo que Rocío me dijo: por estos perros, por este albergue, lo ha sacrificado todo. Dejó su carrera, su trabajo y casi perdió a su familia. La pregunta surge sola: ¿cómo es posible que una persona lo deje todo por un animal?

Carolina Ramos de la Torre adoptó a un perro con el que logró un gran nivel de conexión.

Una opción de respuesta me la da Carolina Ramos de la Torre. Ella usa las palabras «hermano menor» y también «hijo» para referirse a su perro, un mestizo de color negro y gran corazón. También él fue salvado de la muerte: estaba entre la basura, dentro de un saco y al borde del sofoco. Su llegada cambió la vida de Carolina y su familia y se convirtió en una suerte de sostén emocional, que se potenció tras el fallecimiento de su madre. Es como si sintiese la tristeza y acudiese a un llamado, dice con el animalito en brazos, mientras este se acurruca contra su pecho.

En la relación de hombres y perros hay un estado —al que no todos consiguen llegar— donde se establece un fuerte lazo de comunicación, entendimiento mutuo y empatía. Quizá la palabra que buscamos sea «conexión». Una conexión como la que Rocío y Carolina han desarrollado y se refleja en un vínculo emocional, amistad y complicidad. Tan solo al mirarlos, siento como si hablasen, me entendieran y respondiesen, dice Fiorella Bernardillo. Apenas abre la puerta, toda una jauría sale disparada, feliz, estrechándose entre sí. Ella no tiene un albergue, pero sí la disposición de rescatar a los perros abandonados que se cruzan en su camino. Cuando se mudó de un departamento a una casa, ya criaba un perro necesitado de espacio. Después de encontrarlo, lo desparasitó y le hizo un corte de pelo. Aunque todavía estaba flaco, entendía que ya podía ser adoptado. Lo entregó, llena de desconfianza, a la recomendada por una conocida. Sus sospechas no se equivocaban: la mujer lo dejó extraviarse y Fiorella debió recorrer la ciudad por semanas en su busca. El animalito regresó a sus manos peor que la primera vez: su cuerpo estaba cubierto de llagas y tenía lesiones que hacían adivinar una violación. Fue difícil enseñarle a confiar otra vez, hacer que conviva con las personas y entienda que nadie volvería a hacerle daño. Recibió un nombre, esta vez definitivo: Chato, y se unió a los demás perros-amigos-hijos de Fiorella. Suman diez, ¡diez!, y ella reconoce que son casi demasiados. Por sus perros ha debido cambiar de casa más de una vez, la última desde una zona residencial a otra algo alejada pero mucho más espaciosa y tolerante con los animales. Flor Jáuregui, animalista desde hace 25 años, me dice más: si logras una conexión con tu perro, parecerá que entiendes su idioma. Si está herido, sentirás su dolor y percibirás en sus ojos aquello que te quiere decir. Ellos también tienen emociones, dice al recordar a Lucero, una perrita que ha marcado la vida de su familia. Era como una tercera hija. A veces casi se comportaba como un ser humano. Y lo más importante, su presencia ayudó a sanar a una de las niñas de un mal rarísimo que parecía no poder identificarse. De pronto compartían alegría, amor y la misma fuerza de vivir.

Fiorella Bernardillo tiene diez perros en casa, todos rescatados por ella misma.

Igual que con Fiorella, los primeros perros que Rocío rescató acabaron en su casa. Y como es natural, esto le trajo problemas familiares. Su fin era ayudarlos a recuperarse de la mala vida que habían llevado en las calles y encontrarles un adoptante. No siempre es fácil luchar contra el prejuicio de que es imposible adoptar a un perro adulto. Desde que son cachorros hasta su vejez, los perros son como niños, dice. Se les puede entrenar y es sencillo acostumbrarlos a asumir rutinas para adaptarse a los hábitos de su nueva familia. El problema es encontrar personas que no se echen para atrás pasados unos meses. Es recurrente, además, que algunos compren en el mercado de mascotas a un cachorro al que arrojan a la calle en cuanto ha crecido. En estos casos su esperanza de vida difícilmente supera las ocho semanas, ya sea porque son atropellados, se contagian de alguna enfermedad o simplemente por el hambre y el frío. Por estas razones, su albergue da en adopción a no más de cuatro adultos por mes. Mantener 86 perros requiere mucho trabajo y compromiso de sus dos ocupantes permanentes: Rocío Navarro y Frank Rodríguez, su pareja. Por fortuna, las necesidades de mano de obra se cubren con decenas de voluntarios que, principalmente en fines de semana, asisten para bañar a los perros, prepararles el alimento, dosificarles las vacunas y, lo más delicado, ayudar en el seguimiento de la calidad de vida de los adoptados con sus nuevos dueños. Me entero aquí, además, de que el albergue está pronto a mudarse, otra vez. Funciona en un inmueble alquilado, a las afueras de Huancayo. Pero ese no es su desembolso más importante. Ni siquiera la enorme cantidad de alimentos para 86 perros. Frank me explica que las medicinas se llevan el grueso del presupuesto. Aunque tienen ciertos ingresos, como algunas donaciones y las ventas al menudeo de accesorios para mascotas durante sus campañas dominicales, nunca es suficiente. Por eso, cada cierto tiempo él debe volver a ejercer la ingeniería, lo que le permite recapitalizarse para sostener los gastos del albergue por algunos meses más.

Jamis Vilcapoma, madre de Fiorella Bernardillo, quien tiene tanto compromiso como ella para cuidar a sus diez perros.

Otro modo para rentabilizar el albergue es la terapia asistida con animales. Se trata de un método alternativo que busca una conexión de los pacientes con los perros y permite mejoras en el tratamiento del Alzheimer o el autismo. No solo podemos socorrer a los animales, dice Rocío. Ellos también lo hacen con las personas, como pasó conmigo. En lo vivido por Carolina y una de las niñas de Flor, la presencia de un perro las ayudó a alcanzar un estado psicológico saludable. El hombre puede superar la depresión y los traumas con solo tener un perro, afirma Rocío. Y Flor agrega que la naturaleza de estos animales es generosa y desinteresada: es el ser más confiable que pueda existir. Puede que alcanzar una conexión, entonces, no dependa exactamente del perro, sino de si la persona está dispuesta.

Después de su baño de fin de semana, los huéspedes del albergue se secan al sol.

A mi regreso al albergue, unos veinte perros vienen ladrando hacia mí. Casi pego un salto atrás, pero percibo en ellos esa felicidad, esa confianza —otra vez— en el ser humano. Y comprendo que no tienen intención de atacar. Al lado un par de muchachos bañan a un perro y, más allá, unas chicas reparten comida. Rocío y Frank están afanadísimos y apenas me prestan atención. Al verlos trabajar rodeados por tantos seres salvados de morir creo entender que dedicar una vida a los animales solo se explicaría por el amor hacia ellos. Y surge la pregunta: ¿qué será de estos perros el día en que, simplemente, ustedes ya no puedan más con el albergue? Rocío es tajante: eso nunca ocurrirá. Este será mi modo de vida hasta el final.

Si deseas hacer parte de tu familia a un perro del albergue Sueño Compartido (Huancayo, Perú), comunícate al 930470771.

* Esta crónica es parte de la serie Los héroes son otros.

Publicado en Gatonegro N° 23. Enero de 2019.

Crónica: El escarabajo de Volkswagen en Huancayo

Escarabajo en las alturas de Pucará (Huancayo).

Esos agujeros al pasado que surcan la ciudad

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

—Por donde sea que vayamos haznos llegar bien —susurra José en la soledad de su taller. Pero no está exactamente solo. Junto a él está aparcado su Volkswagen blanco. Contempla sus faros circulares, el borde del capó ovalado bajo el parachoques metálico y le parece que el auto le esboza una sonrisa. José Casahuillca Taipe repara escarabajos todos los días, pero al finalizar la semana cambia su mameluco de mecánico por el de competición. Aquella tarde tiene una carrera, y su escarabajo se porta de maravilla. Regresa a casa con el trofeo de ganador bajo el brazo. Y a la mañana siguiente el auto no enciende. «Es como si estuviese cansado», dice. «Debe de querer su mantenimiento, su revisión. Le gusta que se le engría». Para José un escarabajo tiene como vida propia. «Si tú le conversas, le hablas, te va a llevar a donde sea», afirma tajante.

Rolando Nuñez Medrano también participa en competiciones de escarabajos. Se compró por curiosidad uno del año setenta y siete y le gustó tanto que ahora tiene tres. Los usa indistintamente, no solo para las carreras, sino también para la vida diaria. «Son simples de manejar, agradables. Con ellos se siente la conducción», dice. En efecto, en un escarabajo la menor maniobra impacta en los ocupantes: desde un bache, un frenazo o una breve demora al operar los cambios. Y pese a lo incómodo que podría resultar para alguien poco familiarizado, puede que sea justo eso lo que apasiona a sus propietarios. «La idea es manejar tú y no que el carro lo haga todo», agrega. Por esa sencillez mecánica un escarabajo es fácil de reparar. Pero también hace necesario que el conductor tenga nociones básicas de mecánica. «En una ocasión fui hasta Huancavelica para auxiliar a un cliente», dice José. «Seis horas de viaje para que todo el problema sea un simple cable que se había soltado por el movimiento».

Robert Monge Larrea tiene su escarabajo desde hace nueve años. «Poco a poco le acabas agarrando cariño, se establece un lazo muy fuerte con él», dice. Y también lo fue reparando, agregándole complementos, modernizándolo. Su escarabajo cuenta con sensores de retroceso, frenos de disco y un sistema audiovisual al que envidiaría un auto del año. Se gastó al menos veinte mil soles y no lo lamenta. Igual que José, Robert opina que en la actualidad el concepto de económico para referirse a un escarabajo ya es un mito. «Los autos modernos, con su sistema de inyección sí ahorran combustible», afirma. «El escarabajo podría ser económico solo en el precio de las autopartes o a la hora de adquirirlos».

Miguel Angel Villaverde adquirió su escarabajo hace trece años y no planea deshacerse de él. «Si se puede, cuando mi hijo crezca será su nuevo dueño», dice, aunque tampoco le entusiasma cambiarlo por un vehículo moderno. Hace no mucho dejó en ridículo a cuatro camionetas durante un viaje. Un deslizamiento de tierra se había llevado media carretera. Con cierta sorna, los otros conductores lo animaron a que probara a atravesar el lodo. «Tu carro es chico», le dijeron. «Si se planta, lo empujamos». Pero su escarabajo pasó sin problemas. «Y al llegar el turno de las camionetas, todas se trancaron. Ni siquiera activando el 4×4 pudieron pasar», sonríe, da una palmada cariñosa al techo granate de su auto. Dos colegiales señalan su escarabajo desde lejos. «Sapo rojo», exclama uno. «Es guindo», le corrige el otro. Intercambian pellizcos indignados, un pequeño empujón. Finalmente ríen, siguen amigos, continúan su camino.

Hubo una época en que los escarabajos casi desaparecieron de las ciudades, a mediados de la década del noventa. «En ese tiempo pasábamos el día mirando las paredes del taller, a veces sin un solo cliente», dice José. Pero pronto la gente retomó su gusto por los Volkswagen. Había que recuperarlos desde condiciones de desuso, a veces de chatarra, y restaurarlos. Es casi imposible encontrar en el Perú un escarabajo fabricado después de 1987, cuando Brasil cesó su producción y solo quedó la opción mexicana. ¿El Estado podría impedir su circulación por un tema de antigüedad? Para José eso es remoto. «Basta ver el parque automotor de Europa y Estados Unidos; allí aún circulan unos sapitos increíbles», dice. «Los repuestos se siguen fabricando en distintos países, y en marcas nuevas que no dejan de aparecer».

Entonces un chico de unos dieciocho años llega a bordo de un Volkswagen beige. Su padre se lo acaba de dejar en herencia. «Me quedé botado de camino a Concepción», se queja. Pero casi de inmediato sonríe, chasquea la lengua: «Y en eso se estacionó un sapo azul y bajó un viejito de los de terno y sombrero. Movió unas mangueras del motor y lo hizo arrancar».

—Siempre es así —dice José—. Cuando un sapito está en problemas los otros le van a ayudar.

Huancayo y los amantes del escarabajo
Se cuentan, al menos, cuatro clubes en Huancayo que aglutinan a los aficionados a estos simpáticos autos. Destacan Cave-Huancayo (filial local del club con presencia nacional) y Vocho Club Huancayo, ambos abiertos y de participación libre. Además de facilitar a sus miembros el intercambio de información para la restauración de sus vehículos, organizan carreras, exposiciones y —lo que les da más orgullo aunque exhiben menos que sus escarabajos— diversas obras sociales.

Tips si deseas adquirir tu primer escarabajo
• En el mercado peruano pueden fluctuar entre los cuatro y nueve mil soles. Pero no hay que confiar solo en el precio. Es necesario que un conocedor de confianza te asesore, o podrías acabar comprando un carro maquillado.
• Si notas que estás tratando con un revendedor, debes prestar más atención. Ellos conocen muchos trucos para ocultar defectos que más tarde podrían costarte miles de soles.
• Obligatoriamente lleva el vehículo adonde un mecánico que mida la compresión del motor. Si supera los índices de 80 funcionará todavía por un tiempo. Lo ideal es que se encuentre por encima de 90.
• Si ha sido traído de Lima, revisa concienzudamente el piso y los largueros. La humedad de la costa hace estragos en el metal. Si hay corrosión su reparación podría costarte entre dos y tres mil soles. En estos casos la mano de obra es muchísimo más cara que los repuestos.
• Revisa también los neumáticos y que las puertas no estén colgadas. Si la pintura o el tapiz están muy nuevos, hay que desconfiar. Un baño de pintura oculta los defectos, pero al cabo de algunas semanas se comenzará a pelar y podrías encontrarte con daños estructurales cuya reparación superaría el precio del vehículo.
• La documentación es muy importante. Cuida que esté a nombre del vendedor, que las series del motor y el chasís coincidan con la tarjeta de propiedad y que no tenga multas ni órdenes de captura.
• Si deseas restaurarlos al estado de un escarabajo clásico te tocará invertir al menos diez o quince mil soles más.

Publicado en Sobre Ruedas & Motores N°6. Julio de 2016.

Crónica: Pucapuquio, el pueblo del río rojo

El camino es tranquilo, lleno de vegetación.

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

Quien siempre circula en bicicleta por el valle del Mantaro conoce sus enormes ventajas en cuanto a experiencia y sensaciones. Acompáñanos en esta crónica a recorrer el sur de Huancayo (Junín, Perú), desde los senderos que atraviesan Pucará hasta el centro poblado de Pucapuquio.

Salvo la cuesta que hay desde Raquina a Pucapuquio, el tramo es realizable en bicicleta aún si tu condición física no es la mejor. Basta seguir la carretera Huancayo-Pucará y girar al este poco después de pasar el anexo de Asca. Unos kilómetros antes de llegar a Sapallanga elegimos mejor desviarnos al oeste por una callecita sin asfaltar. Nos reciben varios perros poco amigables con los visitantes, en especial si estos van en dos ruedas. Llegamos a un campo pantanoso y, muy cerca de Warivilca, a un humedal que acoge a buena cantidad de ejemplares de fauna silvestre.

El camino de Raquina (Pucará, Huancayo).

Desdibujada entre la hierba, surge una trocha que desemboca en el camino carrozable que atraviesa el anexo de Huayllaspanca —sí, el mismo cuyo equipo de fútbol llegó a la primera división en los años noventa— y seguimos hasta el río Chanchas. Tomamos al azar los senderos que surgen conforme avanzamos. La mayoría nos lleva a terrenos eriazos sin continuación y alguno hasta el patio de una casa, de la que debemos salir a toda prisa. Pronto acabamos en un gran complejo de cultivos, al este de Pucará. Lo sabemos por una pobladora que nos mira divertida mientras intentamos volver al camino por en medio de un campo de tierra removida.

Al retorno pasamos junto a la casa de la emblemática cantante Flor Pucarina.

A partir de este punto no es difícil llegar a la plaza del distrito, pero aún nos queda subir a Pucapuquio. El río que pasa junto al camino —nos dicen— tuvo alguna vez una coloración rojiza. En poco menos de 10 km corriente arriba cambia de nombre tres veces y comienza a llamarse como los poblados que atraviesa: Pucará, Raquina y Pucapuquio. Este último tiene pocos habitantes. La mayoría de las casas se han construido con quincha y tejas, y se sitúan al borde del camino, en una empinadísima subida (la más difícil del trayecto). Desde la parte alta, en los cerros cubiertos de vegetación, el paso del hombre se nota poco todavía. Por la otra bifurcación llegamos a una construcción desierta que aspiraba a convertirse en restaurante. Unos metros más adelante, al final del camino, el paisaje es partido por el cauce del río, cuyas escasas aguas parecen adquirir ese tono rojo que debieron ver los primeros habitantes del pueblo. Volver a la realidad urbana de Huancayo es facilísimo y por tramos ni siquiera hace falta esforzarse. Pero siempre sabremos que los campos siguen allí, en cualquier dirección y a pocas pedaleadas de distancia.

 

Publicado en Bitácora N° 43 (Perú, 2017).

Crónica: Pumpunya, la atalaya del Mantaro

El valle del Mantaro (Huancayo, Perú) va tomando forma conforme ascendemos por el cerro Pumpunya.

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

Recorrer el valle del Mantaro (Junín, Perú) en bicicleta —por el contacto con el entorno a través del binomio esfuerzo-avance— dista mucho del turismo convencional. Acompáñanos en esta travesía al mirador de Pumpunya, en Chongos Bajo.

Hay dos partes muy diferenciadas en el camino hacia Pumpunya. La primera consta de 14 kilómetros asfaltados, ligeros y con aire a parranda. Nos lleva por Chilca, Huancán, Huayucachi, Viques y Chupuro (el punto más bajo, a 3175 m s. n. m.). Allí comienza un ascenso constante y pedregoso de cinco kilómetros hasta el mirador, a 3576 m s. n. m., desde donde podremos contemplar de lado a lado el valle del Mantaro.

A lo largo del tramo nos toparemos con imponentes paisajes propios de la sierra peruana.

La clave, además de una condición física aceptable, es tener operativo el sistema de cambios de tu bicicleta para llevar una transmisión liviana y buenos frenos para el retorno. No olvides llevar líquido, algo de carbohidratos y tu casco. De caerte, podría hacer la diferencia entre una anécdota dolorosa o un grave accidente.

Pumpunya pertenece a Chongos Bajo. Una mujer nos cuenta que sus primeros pobladores «oían por las noches unos “¡pum, pum!” de alguna parte de la tierra». De ahí el nombre de «Pumpunya». En nuestro recorrido, en vez de tomar el sinuoso desvío hacia la plaza, seguiremos por la carretera a Chongos Alto. Según se asciende el cerro, la vista del valle se va dibujando, cada vez más clara, hasta la última curva, donde se nos revela en todo su esplendor.

 

Pumpunya para principiantes
Aunque algo más lejos, otra ruta de acceso es a través del puente La Breña y el malecón Las Brisas, pasando por Pilcomayo, Huamancaca, Tres de Diciembre y Chupuro. Recuerda que si vas en auto o motocicleta, en la carretera que comprende desde los barrios de Chonta, Pumpunya y la vía a Chongos Alto hay cierto tráfico de combis y camiones, muchos de los cuales bajan deprisa. Estaciona en las zonas visibles y más anchas, aun si eso implica caminar hasta el mirador. Una recomendación para el descenso en bicicleta es cuidarse de las curvas, pues la tierra suelta podría hacerte derrapar y caer. Y presta atención a los perros: dos o tres de ellos no son demasiado amistosos con los ciclistas.

Los materiales de construcción en la zona son principalmente de barro y piedra.
Antigua arquitectura en barro y piedra. Al fondo, el cerro de Pumpunya que deberemos subir para llegar al mirador.
Desde las viviendas del lugar, ya es natural despertar con una amplia vista del valle.

Publicado en Bitácora N°40 (Perú, 2017).

Crónica: Pumalanla, la roca donde duerme el puma

A la izquierda, la roca que da nombre a Pumalanla.

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

En el distrito de Ahuac (Junín, Perú) se ubica Pumalanla, una enigmática comarca donde vivieron los antecesores de los wankas. Su nombre significa Roca del Puma, y se ubica en la comunidad de Iscuhuatiana, en Chupaca, a 16 kilómetros de Huancayo.

Cuentan las historias que hubo en toda la sierra unos pobladores de origen legendario, anteriores a las antiguas culturas incas. Una de ellas es Pumalanla. Se trata de un complejo arqueológico, apenas reconocido, cuyo nombre significa Roca del Puma. Está ubicado en la comunidad de Iscuhuatiana, Copca (en las alturas de Ahuac), a 3680 metros sobre el nivel del mar, y a apenas ocho kilómetros de la plaza de Chupaca. En tiempos antiguos era habitado por unos sombríos hombres llamados gentiles, cuyos restos óseos todavía se pueden encontrar junto a sus utensilios partidos por ellos mismos.

En la parte alta de los restos arqueológicos de Pumalanla encontramos un camino de herradura.

La figuración de los gentiles recorre toda la sierra central con leyendas diversas. Pero todas coinciden en que se trataba de seres malvados, dueños de la tierra en un remoto pasado y que hacían de las suyas en el mundo. Dominaban algunas artes, entre ellas la adivinación, la alfarería y el tallado en piedra. Por eso, tenían bellísimas herramientas y utensilios de piedra, que parecían haber sido labrados por la naturaleza y no por la mano del hombre.

Cuando el Tayta Huamani o padre cerro —o quizás alguno de los dioses de los futuros wankas— decidió acabar con ellos lanzándoles una lluvia de fuego (algunas leyendas dicen que apareció un segundo sol que, junto con el otro, hizo arder todo a su paso, como en la versión que recoge Sergio Quijada Jara), los gentiles, impotentes y sabedores de que una nueva generación de hombres sería creada para reemplazarlos —pues podían vislumbrar, mas no evitar el futuro—, se resignaron a su suerte, pero eso sí, decidieron no dejarles ninguna de sus pertenencias. Iniciaron, de esa manera, la devastación de sus habitáculos, que redujeron a escombros. Sus utensilios fueron hechos pedazos y, cuando ya el tiempo apremiaba, escondieron bajo tierra lo que no pudieron destruir.

Desde lo alto del camino de herradura se puede apreciar gran parte del valle.

Miles de años después, algunos de sus refugios todavía se mantienen en pie. Y sus bellísimos utensilios, vestigios rarísimos como batanes y morteros —hallados por algunos pobladores de la actualidad a riesgo de contraer uno de los muchos males que, se dice, provoca el contacto con estos lugares—, se usan todavía y se han convertido en objetos de legado familiar.

Uno de esos asentamientos es Pumalanla, un complejo apenas investigado, pero que se constituye en un gran descubrimiento. Aún se pueden encontrar allí viejas tumbas gentiles, muchas de las cuales se hallan en tierras vírgenes. Hay además rastros de senderos de piedra y corrales sobre los campos de ichu.

En la cumbre de la montaña, a la que se llega tras una caminata de poco más de una hora, hay varios habitáculos, en cuyo suelo el afán vitalizador de la naturaleza, con el paso del tiempo, ha terminado por cubrir de hierba.
Se dice también que hay pinturas rupestres en algunas cuevas cercanas —adonde los pobladores temen entrar por la legendaria maldición de los gentiles, consistente en un daño perpetuo (como el chacho) que sus restos provocarían en las personas—, y huellas de esa vieja población que, acaso, desapareció para abrir paso a las nuevas civilizaciones de los wankas, quienes tomaron posesión de sus tierras para hacer lo que es ahora Huancayo y sus alrededores.

Publicado en Portal Web Radio Programas del Perú el 10 de agosto de 2012 y en revista Gatonegro N°19. Setiembre de 2018.

Crónica: Valle de trochas y senderos

Pequeños senderos se abren a cada paso.

Escribe: Juan Carlos Suárez Revollar
Fotos: Joel Carrillo de la Cruz

Además de nuestras carreteras asfaltadas, las afueras de Huancayo (Junín, Perú) están cuadriculadas por miles de senderos que atraviesan acogedores parajes. Acompáñanos en este recorrido en bicicleta por algunos de esos lugares que, está seguro, nunca has pisado.
Los caminos son cambiantes y, en ocasiones, inesperados.

Nada más placentero que tomar al azar un camino carrozable y, poco después, esos senderos casi intransitables que se derivan de él. Partimos temprano, cuando el aire de la mañana todavía duele sobre la piel. Desde una vía al oeste de Huancán giramos al sur por una ruta cubierta de fango y baches. Hay que avanzar lento para evitar que las ruedas nos salpiquen más de lo necesario. Por contraparte a estas molestias propias de meses lluviosos, donde apenas crecían hierbajos ahora bullen la vida y el verde.
A la primera oportunidad tomamos un caminito angosto y rodeado de eucaliptos. El sol ha comenzado a brillar, imparable. Salvo alguna subida ocasional, el terreno es amigable, hasta que acabamos en una vía pedregosa interrumpida por un riachuelo inusualmente caudaloso. Nos arriesgamos a seguir, pese a que si más adelante debemos volver sobre nuestros pasos, será difícil cruzarlo.

El camino de Viques a Vista Alegre.

Pronto salimos a Chupuro. Pero alérgicos en esta jornada a las carreteras asfaltadas, nos desviamos a Viques, deseosos de llegar a Vista Alegre, un centro poblado que se yergue en lo alto de los cerros. La dificultad de ascender nos da dos recompensas. La primera, más pueril, una imponente vista del valle, creciente conforme se sube. La segunda, inesperada, una bandada de loros que pasa sobre nuestras cabezas. Parecen empeñados en hacer notar su presencia a gritos, como si estuviesen absortos en una larga discusión. Es la tercera vez en veinte años que veo loros silvestres en Huancayo. Nos detenemos para contemplarlos desaparecer en el horizonte poco antes de, vencidos por la cuesta, dar la vuelta y luego dirigirnos a Huacrapuquio y Cullhuas por un caminito paralelo a la gran carretera que sube desde Huayucachi. Es mediodía y hora de volver a casa, hambrientos y satisfechos con 65 km de rodar y sentir la sierra.

Explorar senderos en la sierra
El encanto de una ruta al azar está en ir lento y disfrutar del paisaje. Si te extravías, siempre te quedará el recurso de preguntar a los pobladores o consultar el GPS. Casi cualquier distrito de Huancayo —y de la sierra— tiene decenas de trochas con destinos impensados. No te desanimes si en ocasiones te toca volver por donde viniste si llegas al fin del camino. La idea es encontrar y disfrutar cada nuevo trayecto.

Los caminos carrozables se angostan y pronto aparecen decenas de trochas y senderos.
La vista del valle durante el ascenso de Viques a Vista Alegre.

Publicado en Bitácora N° 41 (Perú, 2017).