Crónica: Pucapuquio, el pueblo del río rojo

El camino es tranquilo, lleno de vegetación.

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

Quien siempre circula en bicicleta por el valle del Mantaro conoce sus enormes ventajas en cuanto a experiencia y sensaciones. Acompáñanos en esta crónica a recorrer el sur de Huancayo (Junín, Perú), desde los senderos que atraviesan Pucará hasta el centro poblado de Pucapuquio.

Salvo la cuesta que hay desde Raquina a Pucapuquio, el tramo es realizable en bicicleta aún si tu condición física no es la mejor. Basta seguir la carretera Huancayo-Pucará y girar al este poco después de pasar el anexo de Asca. Unos kilómetros antes de llegar a Sapallanga elegimos mejor desviarnos al oeste por una callecita sin asfaltar. Nos reciben varios perros poco amigables con los visitantes, en especial si estos van en dos ruedas. Llegamos a un campo pantanoso y, muy cerca de Warivilca, a un humedal que acoge a buena cantidad de ejemplares de fauna silvestre.

El camino de Raquina (Pucará, Huancayo).

Desdibujada entre la hierba, surge una trocha que desemboca en el camino carrozable que atraviesa el anexo de Huayllaspanca —sí, el mismo cuyo equipo de fútbol llegó a la primera división en los años noventa— y seguimos hasta el río Chanchas. Tomamos al azar los senderos que surgen conforme avanzamos. La mayoría nos lleva a terrenos eriazos sin continuación y alguno hasta el patio de una casa, de la que debemos salir a toda prisa. Pronto acabamos en un gran complejo de cultivos, al este de Pucará. Lo sabemos por una pobladora que nos mira divertida mientras intentamos volver al camino por en medio de un campo de tierra removida.

Al retorno pasamos junto a la casa de la emblemática cantante Flor Pucarina.

A partir de este punto no es difícil llegar a la plaza del distrito, pero aún nos queda subir a Pucapuquio. El río que pasa junto al camino —nos dicen— tuvo alguna vez una coloración rojiza. En poco menos de 10 km corriente arriba cambia de nombre tres veces y comienza a llamarse como los poblados que atraviesa: Pucará, Raquina y Pucapuquio. Este último tiene pocos habitantes. La mayoría de las casas se han construido con quincha y tejas, y se sitúan al borde del camino, en una empinadísima subida (la más difícil del trayecto). Desde la parte alta, en los cerros cubiertos de vegetación, el paso del hombre se nota poco todavía. Por la otra bifurcación llegamos a una construcción desierta que aspiraba a convertirse en restaurante. Unos metros más adelante, al final del camino, el paisaje es partido por el cauce del río, cuyas escasas aguas parecen adquirir ese tono rojo que debieron ver los primeros habitantes del pueblo. Volver a la realidad urbana de Huancayo es facilísimo y por tramos ni siquiera hace falta esforzarse. Pero siempre sabremos que los campos siguen allí, en cualquier dirección y a pocas pedaleadas de distancia.

 

Publicado en Bitácora N° 43 (Perú, 2017).

Crónica: Pumalanla, la roca donde duerme el puma

A la izquierda, la roca que da nombre a Pumalanla.

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

En el distrito de Ahuac (Junín, Perú) se ubica Pumalanla, una enigmática comarca donde vivieron los antecesores de los wankas. Su nombre significa Roca del Puma, y se ubica en la comunidad de Iscuhuatiana, en Chupaca, a 16 kilómetros de Huancayo.

Cuentan las historias que hubo en toda la sierra unos pobladores de origen legendario, anteriores a las antiguas culturas incas. Una de ellas es Pumalanla. Se trata de un complejo arqueológico, apenas reconocido, cuyo nombre significa Roca del Puma. Está ubicado en la comunidad de Iscuhuatiana, Copca (en las alturas de Ahuac), a 3680 metros sobre el nivel del mar, y a apenas ocho kilómetros de la plaza de Chupaca. En tiempos antiguos era habitado por unos sombríos hombres llamados gentiles, cuyos restos óseos todavía se pueden encontrar junto a sus utensilios partidos por ellos mismos.

En la parte alta de los restos arqueológicos de Pumalanla encontramos un camino de herradura.

La figuración de los gentiles recorre toda la sierra central con leyendas diversas. Pero todas coinciden en que se trataba de seres malvados, dueños de la tierra en un remoto pasado y que hacían de las suyas en el mundo. Dominaban algunas artes, entre ellas la adivinación, la alfarería y el tallado en piedra. Por eso, tenían bellísimas herramientas y utensilios de piedra, que parecían haber sido labrados por la naturaleza y no por la mano del hombre.

Cuando el Tayta Huamani o padre cerro —o quizás alguno de los dioses de los futuros wankas— decidió acabar con ellos lanzándoles una lluvia de fuego (algunas leyendas dicen que apareció un segundo sol que, junto con el otro, hizo arder todo a su paso, como en la versión que recoge Sergio Quijada Jara), los gentiles, impotentes y sabedores de que una nueva generación de hombres sería creada para reemplazarlos —pues podían vislumbrar, mas no evitar el futuro—, se resignaron a su suerte, pero eso sí, decidieron no dejarles ninguna de sus pertenencias. Iniciaron, de esa manera, la devastación de sus habitáculos, que redujeron a escombros. Sus utensilios fueron hechos pedazos y, cuando ya el tiempo apremiaba, escondieron bajo tierra lo que no pudieron destruir.

Desde lo alto del camino de herradura se puede apreciar gran parte del valle.

Miles de años después, algunos de sus refugios todavía se mantienen en pie. Y sus bellísimos utensilios, vestigios rarísimos como batanes y morteros —hallados por algunos pobladores de la actualidad a riesgo de contraer uno de los muchos males que, se dice, provoca el contacto con estos lugares—, se usan todavía y se han convertido en objetos de legado familiar.

Uno de esos asentamientos es Pumalanla, un complejo apenas investigado, pero que se constituye en un gran descubrimiento. Aún se pueden encontrar allí viejas tumbas gentiles, muchas de las cuales se hallan en tierras vírgenes. Hay además rastros de senderos de piedra y corrales sobre los campos de ichu.

En la cumbre de la montaña, a la que se llega tras una caminata de poco más de una hora, hay varios habitáculos, en cuyo suelo el afán vitalizador de la naturaleza, con el paso del tiempo, ha terminado por cubrir de hierba.
Se dice también que hay pinturas rupestres en algunas cuevas cercanas —adonde los pobladores temen entrar por la legendaria maldición de los gentiles, consistente en un daño perpetuo (como el chacho) que sus restos provocarían en las personas—, y huellas de esa vieja población que, acaso, desapareció para abrir paso a las nuevas civilizaciones de los wankas, quienes tomaron posesión de sus tierras para hacer lo que es ahora Huancayo y sus alrededores.

Publicado en Portal Web Radio Programas del Perú el 10 de agosto de 2012 y en revista Gatonegro N°19. Setiembre de 2018.

Crónica: Valle de trochas y senderos

Pequeños senderos se abren a cada paso.

Escribe: Juan Carlos Suárez Revollar
Fotos: Joel Carrillo de la Cruz

Además de nuestras carreteras asfaltadas, las afueras de Huancayo (Junín, Perú) están cuadriculadas por miles de senderos que atraviesan acogedores parajes. Acompáñanos en este recorrido en bicicleta por algunos de esos lugares que, está seguro, nunca has pisado.
Los caminos son cambiantes y, en ocasiones, inesperados.

Nada más placentero que tomar al azar un camino carrozable y, poco después, esos senderos casi intransitables que se derivan de él. Partimos temprano, cuando el aire de la mañana todavía duele sobre la piel. Desde una vía al oeste de Huancán giramos al sur por una ruta cubierta de fango y baches. Hay que avanzar lento para evitar que las ruedas nos salpiquen más de lo necesario. Por contraparte a estas molestias propias de meses lluviosos, donde apenas crecían hierbajos ahora bullen la vida y el verde.
A la primera oportunidad tomamos un caminito angosto y rodeado de eucaliptos. El sol ha comenzado a brillar, imparable. Salvo alguna subida ocasional, el terreno es amigable, hasta que acabamos en una vía pedregosa interrumpida por un riachuelo inusualmente caudaloso. Nos arriesgamos a seguir, pese a que si más adelante debemos volver sobre nuestros pasos, será difícil cruzarlo.

El camino de Viques a Vista Alegre.

Pronto salimos a Chupuro. Pero alérgicos en esta jornada a las carreteras asfaltadas, nos desviamos a Viques, deseosos de llegar a Vista Alegre, un centro poblado que se yergue en lo alto de los cerros. La dificultad de ascender nos da dos recompensas. La primera, más pueril, una imponente vista del valle, creciente conforme se sube. La segunda, inesperada, una bandada de loros que pasa sobre nuestras cabezas. Parecen empeñados en hacer notar su presencia a gritos, como si estuviesen absortos en una larga discusión. Es la tercera vez en veinte años que veo loros silvestres en Huancayo. Nos detenemos para contemplarlos desaparecer en el horizonte poco antes de, vencidos por la cuesta, dar la vuelta y luego dirigirnos a Huacrapuquio y Cullhuas por un caminito paralelo a la gran carretera que sube desde Huayucachi. Es mediodía y hora de volver a casa, hambrientos y satisfechos con 65 km de rodar y sentir la sierra.

Explorar senderos en la sierra
El encanto de una ruta al azar está en ir lento y disfrutar del paisaje. Si te extravías, siempre te quedará el recurso de preguntar a los pobladores o consultar el GPS. Casi cualquier distrito de Huancayo —y de la sierra— tiene decenas de trochas con destinos impensados. No te desanimes si en ocasiones te toca volver por donde viniste si llegas al fin del camino. La idea es encontrar y disfrutar cada nuevo trayecto.

Los caminos carrozables se angostan y pronto aparecen decenas de trochas y senderos.
La vista del valle durante el ascenso de Viques a Vista Alegre.

Publicado en Bitácora N° 41 (Perú, 2017).