Crítica de literatura: El diablo en la ideología del mundo andino, de Isabel Córdova Rosas

Portada de la edición española de ‘El diablo en la ideología del mundo andino’, de la escritora huancaína Isabel Córdova Rosas (foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

¡Diablos en la literatura oral andina!

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

La literatura oral ha constituido, desde el albor de los tiempos, la mejor forma de transmitir saberes e ideas de una generación a otra, a través de historias que funcionaban como parábolas o lecciones de vida. Con el paso de los años, y ya en tierras americanas, los conquistadores españoles comprendieron que podía utilizarse como una potente herramienta de control social.

Esa es una de las conclusiones que esgrime la escritora huancaína Isabel Córdova Rosas en su ensayo El diablo en la ideología del mundo andino. Pero la afirmación más relevante del estudio es que la figuración demoníaca y todas sus variantes no formaban parte del imaginario andino prehispánico, sino, más bien, fueron introducidas con la llegada de la cultura ibérica a la sierra central.

La escritora Isabel Córdova Rosas de visita en Huancayo en 2013 (foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

Debido al limitado alcance de las leyes para reglamentar el comportamiento de las gentes, había la necesidad de buscar una forma de rebasarlas para establecer reglas de conducta que eliminaran faltas como la lujuria, el incesto o cualquier otra actuación inmoral, como parte de un control social sistemático. Es entonces que se echó mano de las mitologías occidentales: la dualidad de Dios y el diablo para cumplir la función de castigar el comportamiento pecaminoso en una esfera mística y sobrenatural que rebase el alcance humano.

El mundo de los wankas prehispánicos —nos dice Córdova Rosas— estaba dividido en tres estadios: el superior, o de las deidades; el medio, de los hombres y animales; y el interno, de los muertos y gérmenes. «El diablo o demonio —agrega— no habita en ninguno de esos espacios», ni siquiera en el último, que «jamás podría ser considerado el lugar de castigo o el infierno de la civilización occidental». Eso prueba que el diablo no existía en el imaginario andino antes de la inserción de la cultura europea.

La primera identificación formal del término diablo —o supay— en quechua fue en 1608 por el jesuita Diego González Holguín. Para entonces ya se había incorporado su figuración entre los hombres andinos. Pero no se trata del mismo diablo europeo, sino de un personaje basado en este, que incluyó elementos tomados de las tradiciones locales para matizarlo, hacerlo más creíble y, específicamente, entendible y fácil de interiorizar. En la tarea de implantarlo en la cosmovisión del aborigen —nos dice Córdova Rosas— «intervino con un rol preponderante la literatura oral para establecer el control social. De esa forma, a la prédica, al sermón y al exorcismo se unieron relatos orales con los que se trataba de inculcar la existencia del demonio y los castigos a los que se verían sometidos quienes cayeran en sus redes».

El momento de la inserción del diablo al pensamiento colectivo andino habría sido cuando el español descubrió que pervivían diversos «actos litúrgicos aborígenes destinados a rendir culto a las deidades nativas», por lo que se recurrió al diablo como culpable de esa «actitud resistente a la ideología religiosa prehispánica». La autora afirma que «fue entonces cuando se aprovechó con eficiencia la mentalidad animista y supersticiosa del aborigen para inculcar, dentro de sí, una serie de mitos sobre el diablo, que la literatura oral se encargó de difundir, acrecentar, retocar y, en la mayoría de las veces, darle un carácter burlesco».

Córdova Rosas ha identificado al menos seis categorías de la figuración demoníaca en la narrativa oral: diablos, condenados, mulas, jarjarias, joljolias y uman tactas. Destacan los relatos donde el diablo es más bien burlado y el héroe de la historia —que por sus características, sería más bien un antihéroe— sale bien librado y dueño de una inmerecida recompensa. Pero también hay una connotación erótica, pues el diablo siempre seduce a las mujeres que muestran predisposición demasiado lasciva o ambiciosa, por un lado, o ingenua y crédula por otro.

El ensayo de Córdova Rosas demuestra que la riqueza de las culturas —en particular la andina a través de la narración popular— se encuentra en su capacidad de impregnarse de las otras antes que colisionar con ellas. Esa es la magia que irradia la literatura.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 29 de setiembre de 2012.

Crónica: A Tayacaja Nororiente en bicicleta

La mayor parte del camino se abre paso entre quebradas y de cerro en cerro.

Un paraíso entre montañas

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

 Pocos lugares tan cercanos a Huancayo ofrecen la magia y belleza del nororiente de Tayacaja (Huancavelica), que ahora forma parte del VRAEM. Aunque la ruta es difícil, sus paisajes y pisos ecológicos bien lo valen. Acompáñanos en esta travesía a bordo de una bicicleta.

Un recorrido accidentado y hasta peligroso no basta para anular el encanto de los caminos rurales. Y son perfectos si lo tuyo es explorar espacios nuevos con la naturaleza de protagonista. Nuestro punto de partida es Huancayo y la llegada, 101 km adelante, el paraje de Chiquiac, una quebrada arenosa y ardiente a 1180 m s.n.m., por cuyo centro pasa un río Mantaro fortalecido por decenas de arroyos y torrentes a los que ha engullido. Apenas salimos debemos subir 25 km hasta los 4500 m s.n.m., en San Marcos de Rocchac. Rodar en bicicleta por la puna en pleno invierno es mala idea si no estás lo bastante abrigado. Y sabemos que nos espera un descenso largo, en el que la temperatura podría bajar hasta -10 grados.

La construcción de la carretera Huancayo-Huachocolpa, en el noreste de Tayacaja, tiene una historia que han vivido al menos cuatro generaciones. Empezó en la década del sesenta, cuando solo existía una vía de herradura por la que se debía caminar durante tres días. Una alternativa eran las avionetas que despegaban de Huamancaca Chico y, media hora después, descendían en una pista angosta al borde del Mantaro, en el paraje de Ukuchapampa. Fue una buena opción hasta que, tras años de jugarse la vida al aterrizar, una de ellas acabó en el río y ahuyentó a las otras. Hoy el transporte es solo terrestre y, aparte de las minivan para pasajeros, predominan las camionetas 4×4, que tardan no más de cuatro horas hasta el destino que planeamos, y otras tres si se quiere llegar a Huachocolpa.

Una segunda subida tiene su recompensa con la maravillosa vista de las lagunas gemelas de Kylli, de perturbadoras aguas negras. Numerosas leyendas azuzaban el miedo a ellas: una interconexión subterránea entre ambas, un daño latente a partir de las seis de la tarde o a que tocar sus orillas era la muerte. En la actualidad, en la menos temida de las dos, se desarrolla la industria piscícola.

Al poco de llegar a Huari se nubla y una suave niebla cubre el horizonte. Optamos por seguir hasta Acobamba para almorzar, donde nos recibe una bandada de loros, que será seguida por muchísimas otras hasta nuestro destino. Desde este punto la orografía pedregosa hace más duro bajar. Ya estamos en un piso tropical, por lo que los mosquitos no tardan en aparecer.

La mayor parte del camino se abre paso entre quebradas, salvo cuando se asciende por el borde de abismos con más de un kilómetro de fondo. Por allí discurre un río cristalino que cambia de nombre conforme avanza: Acobamba, Chalwas o Toroccasa. Se dice que hay pesca abundante en sus aguas, pero varios letreros lo prohíben. Cruzarlo ya no es un problema gracias a los puentes de acero y concreto que contrastan con los dos palos largos, apenas anchos como una rueda, de los años noventa.

Una subida ligera inicia en Matibamba, a 1650 m s.n.m., y seguirá constante hasta nuestro destino. La baja velocidad sirve para notar al borde del camino cientos de nichos que nos han acompañado desde que partimos. «Es porque alguien murió ahí», nos repite un poblador. Atravesamos Manchay, pueblo célebre por su producción de plátano, chirimoya y palta, y llegamos a Potrero. La subida se hace más dura desde K’erquer, solo grata por la cercanía de la puesta de sol.

Estos pueblos han alcanzado ciertos beneficios desde el Estado a partir de su inclusión al Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM). Pero el perjuicio es mayor debido a la aprensión por calificarse ruta del narcotráfico, lo cual los descarta como opción para el turismo vivencial, rubro en que tienen enorme potencial.

Atravesamos el pueblo de Loma con los últimos rayos de sol y aceleramos para arribar a San Antonio antes del anochecer. Las camionetas que nos rebasan ya llevan las luces encendidas y hacemos lo propio con nuestras lamparitas a pilas. Aunque el destino se ve desde el cerro en que nos encontramos, resulta un largo tramo que se interna en una gran quebrada que a su vez contiene otras más.

Una ducha tibia y la cena caliente no bastan para reparar el agotamiento. Dejamos el descenso a Chiquiac para la mañana siguiente. Estamos a 2300 m s.n.m. Desde aquí el Mantaro es apenas una raya sinuosa entre dos enormes montañas secas, cubiertas por cactus, y con un arroyo de aguas salinas imposibles de beber. Cuentan que antes de hacerse carrozable, este camino era el más difícil de atravesar. Pronto el sol calienta el suelo arenoso y aumentan los mosquitos. Llegamos al río, a 1180 m s.n.m. A lo lejos, cuatro cables son lo único que queda del gran puente colgante de Chiquiac, que en otro tiempo fuera la piedra angular del transporte para todas las comunidades de la zona.

El nuevo puente es atravesado por algunas camionetas cubiertas de polvo. Su destino es ahora el mismo que el nuestro: Huancayo. Fueron muchos kilómetros y voluntad. El Perú tiene tanto que ofrecer.

Publicado en Bitácora N°46, de setiembre de 2017.

Obra fotográfica: Puestas de sol en la sierra peruana

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Es el azul del cielo lo característico en la sierra peruana. Pero también la acumulación de nubes de distintas clases —las hay desde cúmulo nimbus hasta las cirrus habituales— con tanta consistencia que parecen fáciles de palpar. Por esa razón una puesta de sol tomada en esta área geográfica tiene esa magia especial. Las siguientes fotografías fueron tomadas dentro y en los alrededores de la ciudad de Huancayo (Junín, Perú) a lo largo de 2017.

Crece, maíz, bajo el cielo de colores

Datos EXIF
Cámara: Nikon D500
Lente: Tokina 11-16
f/5
1/15 s
ISO 100
Filtro polarizador
Revelado con Adobe Lightroom
Fotografía tomada el 25 de noviembre de 2017

Final del día en casa de los muertos

Datos EXIF
Cámara: Nikon D500
Lente: Sigma 17-50
f/8
1/160 s
ISO 400
Sin filtro
Revelado con Adobe Lightroom
Fotografía tomada el 20 de noviembre de 2017

El sol también abandona una pequeña ciudad

Datos EXIF
Cámara: Nikon D500
Lente: Nikkor 50mm
f/4
1/200 s
ISO 100
Sin filtro
Revelado con Adobe Lightroom
Fotografía tomada el 23 de diciembre de 2017

Una lluvia que viene

Datos EXIF
Cámara: Nikon D500
Lente: Tokina 11-16
f/8
1/10 s
ISO 100
Filtro polarizador
Revelado con Adobe Lightroom
Fotografía tomada el 18 de noviembre de 2017

Un lugar cerca del sol

Datos EXIF
Cámara: Nikon D500
Lente: Tokina 11-16
f/10
0.8 s
ISO 100
Filtro polarizador
Revelado con Adobe Lightroom
Fotografía tomada el 15 de noviembre de 2017

Un sol que asoma a lo lejos

Datos EXIF
Cámara: Nikon D500
Lente: Nikkor 70-200
f/10
1/3 s
ISO 100
Sin filtro
Revelado con Adobe Lightroom
Fotografía tomada el 15 de noviembre de 2017

 

Fotografías tomadas por Juan Carlos Suárez Revollar en 2017.
© Todos los derechos reservados.
Para adquirir una licencia de uso de estas imágenes puede escribirnos a suarezrevollar@gmail.com

 

Obra fotográfica: Humedal de Santiago León de Chongos

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

A apenas treinta minutos de Huancayo (Junín, Perú) se ubica el distrito de Santiago León de Chongos —o Chongos Bajo—, lugar donde podemos encontrar varios humedales todavía ilesos ante la actividad humana.

En épocas de migración albergan a miles de ejemplares de varias especies de aves. Esta tarde coincidimos con la llegada de algunas de ellas, mientras dan grandes giros en busca de un espacio donde anidar.

Migrantes

Datos EXIF
Cámara: Nikon D3000
Lente: Nikkor 70-200
f/4
1/500 s
ISO 100
Filtro polarizador
Revelado con Adobe Lightroom

Humedal

Datos EXIF
Cámara: Nikon D3000
Lente: Tokina 11-16
f/2.8
1/3 s
ISO 100
Filtro polarizador
Revelado con Adobe Lightroom

El Huaytapallana mira Huancayo

Datos EXIF
Cámara: Nikon D3000
Lente: Nikkor 70-200
f/4.8
1/800 s
ISO 100
Filtro polarizador
Revelado con Adobe Lightroom

Sapo entre aves

Datos EXIF
Cámara: Nikon D3000
Lente: Nikkor 50mm
f/4
1/500 s
ISO 100
Filtro polarizador
Revelado con Adobe Lightroom

 

Fotografías tomadas por Juan Carlos Suárez Revollar el 22 de agosto de 2017.
© Todos los derechos reservados.
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Obra fotográfica: Bosque de piedras de Viuda Lumi

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

El bosque de piedras de Viuda Lumi se ubica en el distrito de Pucará, a unos 25 km de la ciudad de Huancayo (Junín, Perú), y a pocos kilómetros de la frontera con el distrito de Pazos (Huancavelica, Perú). Se encuentra a 4200 m s.n.m.

Este atractivo pertenece, además, a la localidad de Marcavalle, muy cerca de donde ocurrió el célebre Combate de Marcavalle y Pucará entre tropas peruanas y chilenas, durante la Guerra del Pacífico de 1879-1883.

Bosque de piedras de Viuda Lumi (1)

Datos EXIF
Cámara: Nikon D500
Lente: Tokina 11-16
f/7.1
1/500 s
ISO 100
Filtro polarizador
Revelado con Adobe Lightroom

Bosque de piedras de Viuda Lumi (2)

Datos EXIF
Cámara: Nikon D500
Lente: Tokina 11-16
f/7.1
1/1600 s
ISO 100
Filtro polarizador
Revelado con Adobe Lightroom

Fotografías tomadas por Juan Carlos Suárez Revollar el 27 de octubre de 2017.
© Todos los derechos reservados.
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Crónica: Pucapuquio, el pueblo del río rojo

El camino es tranquilo, lleno de vegetación.

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

Quien siempre circula en bicicleta por el valle del Mantaro conoce sus enormes ventajas en cuanto a experiencia y sensaciones. Acompáñanos en esta crónica a recorrer el sur de Huancayo (Junín, Perú), desde los senderos que atraviesan Pucará hasta el centro poblado de Pucapuquio.

Salvo la cuesta que hay desde Raquina a Pucapuquio, el tramo es realizable en bicicleta aún si tu condición física no es la mejor. Basta seguir la carretera Huancayo-Pucará y girar al este poco después de pasar el anexo de Asca. Unos kilómetros antes de llegar a Sapallanga elegimos mejor desviarnos al oeste por una callecita sin asfaltar. Nos reciben varios perros poco amigables con los visitantes, en especial si estos van en dos ruedas. Llegamos a un campo pantanoso y, muy cerca de Warivilca, a un humedal que acoge a buena cantidad de ejemplares de fauna silvestre.

El camino de Raquina (Pucará, Huancayo).

Desdibujada entre la hierba, surge una trocha que desemboca en el camino carrozable que atraviesa el anexo de Huayllaspanca —sí, el mismo cuyo equipo de fútbol llegó a la primera división en los años noventa— y seguimos hasta el río Chanchas. Tomamos al azar los senderos que surgen conforme avanzamos. La mayoría nos lleva a terrenos eriazos sin continuación y alguno hasta el patio de una casa, de la que debemos salir a toda prisa. Pronto acabamos en un gran complejo de cultivos, al este de Pucará. Lo sabemos por una pobladora que nos mira divertida mientras intentamos volver al camino por en medio de un campo de tierra removida.

Al retorno pasamos junto a la casa de la emblemática cantante Flor Pucarina.

A partir de este punto no es difícil llegar a la plaza del distrito, pero aún nos queda subir a Pucapuquio. El río que pasa junto al camino —nos dicen— tuvo alguna vez una coloración rojiza. En poco menos de 10 km corriente arriba cambia de nombre tres veces y comienza a llamarse como los poblados que atraviesa: Pucará, Raquina y Pucapuquio. Este último tiene pocos habitantes. La mayoría de las casas se han construido con quincha y tejas, y se sitúan al borde del camino, en una empinadísima subida (la más difícil del trayecto). Desde la parte alta, en los cerros cubiertos de vegetación, el paso del hombre se nota poco todavía. Por la otra bifurcación llegamos a una construcción desierta que aspiraba a convertirse en restaurante. Unos metros más adelante, al final del camino, el paisaje es partido por el cauce del río, cuyas escasas aguas parecen adquirir ese tono rojo que debieron ver los primeros habitantes del pueblo. Volver a la realidad urbana de Huancayo es facilísimo y por tramos ni siquiera hace falta esforzarse. Pero siempre sabremos que los campos siguen allí, en cualquier dirección y a pocas pedaleadas de distancia.

 

Publicado en Bitácora N° 43 (Perú, 2017).

Crónica: Pumpunya, la atalaya del Mantaro

El valle del Mantaro (Huancayo, Perú) va tomando forma conforme ascendemos por el cerro Pumpunya.

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

Recorrer el valle del Mantaro (Junín, Perú) en bicicleta —por el contacto con el entorno a través del binomio esfuerzo-avance— dista mucho del turismo convencional. Acompáñanos en esta travesía al mirador de Pumpunya, en Chongos Bajo.

Hay dos partes muy diferenciadas en el camino hacia Pumpunya. La primera consta de 14 kilómetros asfaltados, ligeros y con aire a parranda. Nos lleva por Chilca, Huancán, Huayucachi, Viques y Chupuro (el punto más bajo, a 3175 m s. n. m.). Allí comienza un ascenso constante y pedregoso de cinco kilómetros hasta el mirador, a 3576 m s. n. m., desde donde podremos contemplar de lado a lado el valle del Mantaro.

A lo largo del tramo nos toparemos con imponentes paisajes propios de la sierra peruana.

La clave, además de una condición física aceptable, es tener operativo el sistema de cambios de tu bicicleta para llevar una transmisión liviana y buenos frenos para el retorno. No olvides llevar líquido, algo de carbohidratos y tu casco. De caerte, podría hacer la diferencia entre una anécdota dolorosa o un grave accidente.

Pumpunya pertenece a Chongos Bajo. Una mujer nos cuenta que sus primeros pobladores «oían por las noches unos “¡pum, pum!” de alguna parte de la tierra». De ahí el nombre de «Pumpunya». En nuestro recorrido, en vez de tomar el sinuoso desvío hacia la plaza, seguiremos por la carretera a Chongos Alto. Según se asciende el cerro, la vista del valle se va dibujando, cada vez más clara, hasta la última curva, donde se nos revela en todo su esplendor.

 

Pumpunya para principiantes
Aunque algo más lejos, otra ruta de acceso es a través del puente La Breña y el malecón Las Brisas, pasando por Pilcomayo, Huamancaca, Tres de Diciembre y Chupuro. Recuerda que si vas en auto o motocicleta, en la carretera que comprende desde los barrios de Chonta, Pumpunya y la vía a Chongos Alto hay cierto tráfico de combis y camiones, muchos de los cuales bajan deprisa. Estaciona en las zonas visibles y más anchas, aun si eso implica caminar hasta el mirador. Una recomendación para el descenso en bicicleta es cuidarse de las curvas, pues la tierra suelta podría hacerte derrapar y caer. Y presta atención a los perros: dos o tres de ellos no son demasiado amistosos con los ciclistas.

Los materiales de construcción en la zona son principalmente de barro y piedra.
Antigua arquitectura en barro y piedra. Al fondo, el cerro de Pumpunya que deberemos subir para llegar al mirador.
Desde las viviendas del lugar, ya es natural despertar con una amplia vista del valle.

Publicado en Bitácora N°40 (Perú, 2017).

Crónica: Pumalanla, la roca donde duerme el puma

A la izquierda, la roca que da nombre a Pumalanla.

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

En el distrito de Ahuac (Junín, Perú) se ubica Pumalanla, una enigmática comarca donde vivieron los antecesores de los wankas. Su nombre significa Roca del Puma, y se ubica en la comunidad de Iscuhuatiana, en Chupaca, a 16 kilómetros de Huancayo.

Cuentan las historias que hubo en toda la sierra unos pobladores de origen legendario, anteriores a las antiguas culturas incas. Una de ellas es Pumalanla. Se trata de un complejo arqueológico, apenas reconocido, cuyo nombre significa Roca del Puma. Está ubicado en la comunidad de Iscuhuatiana, Copca (en las alturas de Ahuac), a 3680 metros sobre el nivel del mar, y a apenas ocho kilómetros de la plaza de Chupaca. En tiempos antiguos era habitado por unos sombríos hombres llamados gentiles, cuyos restos óseos todavía se pueden encontrar junto a sus utensilios partidos por ellos mismos.

En la parte alta de los restos arqueológicos de Pumalanla encontramos un camino de herradura.

La figuración de los gentiles recorre toda la sierra central con leyendas diversas. Pero todas coinciden en que se trataba de seres malvados, dueños de la tierra en un remoto pasado y que hacían de las suyas en el mundo. Dominaban algunas artes, entre ellas la adivinación, la alfarería y el tallado en piedra. Por eso, tenían bellísimas herramientas y utensilios de piedra, que parecían haber sido labrados por la naturaleza y no por la mano del hombre.

Cuando el Tayta Huamani o padre cerro —o quizás alguno de los dioses de los futuros wankas— decidió acabar con ellos lanzándoles una lluvia de fuego (algunas leyendas dicen que apareció un segundo sol que, junto con el otro, hizo arder todo a su paso, como en la versión que recoge Sergio Quijada Jara), los gentiles, impotentes y sabedores de que una nueva generación de hombres sería creada para reemplazarlos —pues podían vislumbrar, mas no evitar el futuro—, se resignaron a su suerte, pero eso sí, decidieron no dejarles ninguna de sus pertenencias. Iniciaron, de esa manera, la devastación de sus habitáculos, que redujeron a escombros. Sus utensilios fueron hechos pedazos y, cuando ya el tiempo apremiaba, escondieron bajo tierra lo que no pudieron destruir.

Desde lo alto del camino de herradura se puede apreciar gran parte del valle.

Miles de años después, algunos de sus refugios todavía se mantienen en pie. Y sus bellísimos utensilios, vestigios rarísimos como batanes y morteros —hallados por algunos pobladores de la actualidad a riesgo de contraer uno de los muchos males que, se dice, provoca el contacto con estos lugares—, se usan todavía y se han convertido en objetos de legado familiar.

Uno de esos asentamientos es Pumalanla, un complejo apenas investigado, pero que se constituye en un gran descubrimiento. Aún se pueden encontrar allí viejas tumbas gentiles, muchas de las cuales se hallan en tierras vírgenes. Hay además rastros de senderos de piedra y corrales sobre los campos de ichu.

En la cumbre de la montaña, a la que se llega tras una caminata de poco más de una hora, hay varios habitáculos, en cuyo suelo el afán vitalizador de la naturaleza, con el paso del tiempo, ha terminado por cubrir de hierba.
Se dice también que hay pinturas rupestres en algunas cuevas cercanas —adonde los pobladores temen entrar por la legendaria maldición de los gentiles, consistente en un daño perpetuo (como el chacho) que sus restos provocarían en las personas—, y huellas de esa vieja población que, acaso, desapareció para abrir paso a las nuevas civilizaciones de los wankas, quienes tomaron posesión de sus tierras para hacer lo que es ahora Huancayo y sus alrededores.

Publicado en Portal Web Radio Programas del Perú el 10 de agosto de 2012 y en revista Gatonegro N°19. Setiembre de 2018.

Crónica: Valle de trochas y senderos

Pequeños senderos se abren a cada paso.

Escribe: Juan Carlos Suárez Revollar
Fotos: Joel Carrillo de la Cruz

Además de nuestras carreteras asfaltadas, las afueras de Huancayo (Junín, Perú) están cuadriculadas por miles de senderos que atraviesan acogedores parajes. Acompáñanos en este recorrido en bicicleta por algunos de esos lugares que, está seguro, nunca has pisado.
Los caminos son cambiantes y, en ocasiones, inesperados.

Nada más placentero que tomar al azar un camino carrozable y, poco después, esos senderos casi intransitables que se derivan de él. Partimos temprano, cuando el aire de la mañana todavía duele sobre la piel. Desde una vía al oeste de Huancán giramos al sur por una ruta cubierta de fango y baches. Hay que avanzar lento para evitar que las ruedas nos salpiquen más de lo necesario. Por contraparte a estas molestias propias de meses lluviosos, donde apenas crecían hierbajos ahora bullen la vida y el verde.
A la primera oportunidad tomamos un caminito angosto y rodeado de eucaliptos. El sol ha comenzado a brillar, imparable. Salvo alguna subida ocasional, el terreno es amigable, hasta que acabamos en una vía pedregosa interrumpida por un riachuelo inusualmente caudaloso. Nos arriesgamos a seguir, pese a que si más adelante debemos volver sobre nuestros pasos, será difícil cruzarlo.

El camino de Viques a Vista Alegre.

Pronto salimos a Chupuro. Pero alérgicos en esta jornada a las carreteras asfaltadas, nos desviamos a Viques, deseosos de llegar a Vista Alegre, un centro poblado que se yergue en lo alto de los cerros. La dificultad de ascender nos da dos recompensas. La primera, más pueril, una imponente vista del valle, creciente conforme se sube. La segunda, inesperada, una bandada de loros que pasa sobre nuestras cabezas. Parecen empeñados en hacer notar su presencia a gritos, como si estuviesen absortos en una larga discusión. Es la tercera vez en veinte años que veo loros silvestres en Huancayo. Nos detenemos para contemplarlos desaparecer en el horizonte poco antes de, vencidos por la cuesta, dar la vuelta y luego dirigirnos a Huacrapuquio y Cullhuas por un caminito paralelo a la gran carretera que sube desde Huayucachi. Es mediodía y hora de volver a casa, hambrientos y satisfechos con 65 km de rodar y sentir la sierra.

Explorar senderos en la sierra
El encanto de una ruta al azar está en ir lento y disfrutar del paisaje. Si te extravías, siempre te quedará el recurso de preguntar a los pobladores o consultar el GPS. Casi cualquier distrito de Huancayo —y de la sierra— tiene decenas de trochas con destinos impensados. No te desanimes si en ocasiones te toca volver por donde viniste si llegas al fin del camino. La idea es encontrar y disfrutar cada nuevo trayecto.

Los caminos carrozables se angostan y pronto aparecen decenas de trochas y senderos.
La vista del valle durante el ascenso de Viques a Vista Alegre.

Publicado en Bitácora N° 41 (Perú, 2017).