Odebrecht y la impunidad

Por: Juan Carlos Suárez

Es difícil evitar una mirada pesimista al sistema de justicia —y no solo en el Perú— ante los delitos y crímenes de la clase política. A lo largo del siglo XX y en lo que va del XXI, los políticos que han podido ser condenados son más bien pocos si se comparan con todos aquellos que consiguieron eludir a la justicia y acabaron asilados o simplemente prófugos (basta ver los listados de criminales de lesa humanidad en cualquier parte del mundo). Sin contar a aquellos que lograron entorpecer y dar largas a los juicios e investigaciones hasta ser absueltos.

Mal que mal, Odebrecht nos hizo un favor: con su facilidad para codearse con la élite del poder y su poco escrúpulo a entregar sumas enormes, sentó las bases de lo que ahora constituye un proceso sin apenas antecedentes en América Latina. Pero lo más importante, le quitó la careta a una clase política acostumbrada a arengar sobre el honor y la honestidad en su trayectoria. Es posible que los sobornos de Odebrecht fueran un secreto a voces entre funcionarios de alto nivel. ¿Por qué nadie lo denunció?

Otro efecto importante que deja Odebrecht es el cambio en la configuración de poder para una próxima elección. Además de Ollanta Humala y Alejandro Toledo, dos fuerzas políticas determinantes en los procesos electorales desde la década del ochenta quedan anuladas: el APRA y, más recientemente, el fujimorismo. Ambos partidos se debatirán hoy día en una pugna interna que, incluso, podría acabar por borrarlos del mapa. Al menos en el APRA, la facción alanista no se resigna a perder el control del partido y ha recurrido a una acción no demasiado ética: lanzar la carrera política de un muchacho de 14 años, el hijo menor de Alan García, como su sucesor. Resulta de una teatralidad que linda con lo ridículo, tan similar a las sucesiones en monarquías y sectas religiosas. Desde ya, el APRA hace mal en retrasar una reestructuración. La única forma de evitar una estrepitosa derrota en la próxima elección es renovar totalmente su dirigencia partidaria. Postular viejos rostros daría un mensaje de continuismo, fatal en esta coyuntura.

Con el fujimorismo ocurre algo parecido. Keiko Fujimori —otra sucesora— nunca mostró la suficiente competencia para liderar un partido que, en algún momento, ostentó la mayor cuota de poder en el Perú. Acaso su hermano Kenji es más capaz en ese aspecto: muestra definitivamente ese carisma que Keiko no está preparada para representar. Pero eso no basta. Además de compartir el apellido con su hermana y su padre, también lleva encima el mismo pasivo político y los aliados-cómplices que tanto daño hicieron al Perú en la década del noventa. El retorno de la facción dura en el fujimorismo obedece solo a una acción desesperada. Pero también refleja una renovación interna que nunca ocurrió.

Erramos al reducir los problemas del Perú únicamente a las malas prácticas de una gran empresa contratista. La cultura del soborno a cambio de una buena pro —de la que Odebrecht, aunque a gran escala, también es parte— se encuentra con facilidad en casi cualquier nivel del Estado. He escuchado quejarse a pequeños contratistas y proveedores de gobiernos locales o entidades públicas de la necesidad de pagar bajo la mesa para ganar una licitación. De no hacerlo —repiten con impotencia y una pizca de cinismo— se contrataría a otro empresario menos celoso con esta práctica. Pero hay más: para que ese soborno pueda ocurrir, se necesita la complicidad de funcionarios y autoridades elegidas por voto popular. Es decir, se trata de una práctica sistemática y, horror, institucionalizada. No es gratuito, por eso, que en el estudio de Transparencia Internacional sobre la corrupción publicado en 2017, nuestro país aparezca tercero en América Latina entre los países donde se paga más sobornos.

Otra oportunidad que abre el proceso a Odebrecht es, precisamente, el enorme potencial de las colaboraciones eficaces para luchar contra la corrupción. Urge combatir los sobornos en las contrataciones del Estado a todo nivel. También son un secreto a voces las comisiones y diezmos pagados a funcionarios, alcaldes o gobernadores. Y esta vez, ya incluyéndonos como protagonistas, volveríamos a preguntar: ¿por qué ninguno de nosotros lo denuncia?

Como con Odebrecht, la corrupción en las contrataciones del Estado a nivel local obedece a un complejo entramado de favores políticos con el empresariado (a veces, también están involucrados otros agentes con intereses en su área de gestión: traficantes de tierras, de narcóticos, de madera y minerales o incluso tratantes de personas). Hablamos aquí de, por ejemplo, un arreglo entre alcaldes, gerentes municipales o regidores con pequeños contratistas que les pagan comisiones o les dieron aportes durante el proceso electoral. Se trata de montos que no suelen pasar de unos pocos miles de soles y que solo podrían notarse de hacer una sumatoria de las decenas de contratos de cada entidad pública en las que ocurren esos actos de corrupción.

Un elemento importante para el proceso a Odebrecht y la consiguiente caída de expresidentes, candidatos presidenciales y altos funcionarios involucrados fue que coincidiera con el caso Lavajuez. Solo así fue posible neutralizar la influencia de esos políticos a través de aquellos cómplices a los que por años fueron infiltrando en el sistema de justicia. Como Odebrecht por un lado y Lavajuez por otro, constituyen una muestra apenas de una corrupción fácil de detectar entre el conjunto de todas las contrataciones del Estado y el sistema de justicia peruano. Hay, entonces, un largo camino por recorrer.

Es evidente que el factor Odebrecht aún no ha terminado por alterar el orden político en América Latina. Pero sí empieza a darnos la percepción de que es posible nivelar a las personas en cuanto al acceso a la justicia. Y recrea la esperanza de que, por fin, la recurrencia de la impunidad estaría comenzando a cambiar. Como siempre, podríamos ser optimistas en ese aspecto pero sin dejar de mantenernos vigilantes. Porque la historia nos ha enseñado que la clase política —casi— siempre se sale con la suya.

Publicado en Gatonegro N°26 de abril de 2019.

Crónica: El deporte, la política, la guerra

Adolf Hitler y sus socios durante los Juegos Olimpicos de Berlín 1936.

El deporte, la política, la guerra

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

En la siguiente crónica, el autor reflexiona sobre el papel de los deportes en la política mundial y los conflictos bélicos durante el siglo XX. Y nos cuenta cómo el deporte, aunque de naturaleza fraterna y libertaria, ha estado manipulado por diversos regímenes según sus conveniencias políticas. A la orden estuvieron desde presiones con amenazas solapadas hasta la institucionalización del doping.

Cuenta una leyenda que algunos pueblos resolvían sus diferencias con una primitiva pelota que debían llevar hasta su territorio para ganar. Lo hacían a golpes de puño y objetos contundentes y no era raro que el desafío acabase con heridos. Es un antecedente poco importante del fútbol salvo porque, en algún momento, los deportes reemplazaron a los enfrentamientos bélicos. Ocurrió, principalmente, durante la Guerra Fría, cuando los Juegos Olímpicos heredaron el cuadro medallero inventado por el régimen Nazi y se convirtieron en un nuevo campo de batalla. Los vencedores, a menudo, lo eran porque provenían de un país económica y tecnológicamente más fuerte. Desde entonces la inversión determinó los logros deportivos, ahora asunto político y de Estado. Atrás quedó esa época en que el esfuerzo y la perseverancia podían imponerse a la falta de recursos.

El estadounidense Jesse Owens, uno de los grandes triunfadores de los juegos olímpicos de Berlín 1936.

Muchos deportistas sufrieron las consecuencias de esa politización, que en algunos países llevó a una segregación social y étnica. Uno de los más dolorosos es el del austriaco Matthias Sindelar, futbolista judío que usó su enorme prestigio para desafiar a los nazis en el último partido de Austria como país, poco después de su anexión a Alemania. El Ministerio de Deportes del III Reich organizó un partido amistoso entre ambas selecciones. Secretamente, había prohibido marcar goles a los delanteros austriacos. Pero Sindelar anotó un gol y lo celebró danzando ante los funcionarios alemanes. Después de pasar a la clandestinidad moriría por un envenenamiento con gas de estufa. Nunca se aclaró si fue accidente, suicidio o asesinato.

El austriaco Mathias Sindelar, uno de los mejores futbolistas de la historia, y otra víctima de la política que se inmiscuye en el deporte.

Las dictaduras militares de las décadas del sesenta y setenta, en América Latina, también se sirvieron del fútbol. Un ejemplo es el Mundial de Argentina 1978, durante el gobierno del general Jorge Videla. Ese 6-0 a Perú que dio la clasificación a Argentina y dejó fuera de la copa a Brasil hizo surgir la sospecha de un arreglo por la junta militar argentina. Lo probado es que el campeonato de su selección ayudó a atenuar la impopularidad de Videla y a distraer de los problemas económicos y las graves violaciones a los derechos humanos. Algo similar ya había ocurrido con la Italia fascista de Benito Mussolini, sede de la Copa del Mundo en 1934. Para empezar, su selección tenía a cuatro argentinos y un brasileño, lo cual iba contra el reglamento de la FIFA. Hoy se sabe que ganaron sus partidos con sobornos, amenazas de muerte y una ayuda arbitral escandalosa.

La mano de Dios (y de Maradona), en México 86. Acaso el partido de fútbol emblema en la historia de los campeonatos del mundo del desquite tras una guerra perdida.

Fue el régimen de Adolf Hitler uno de los primeros que vio los deportes como maquinaria de propaganda para demostrar su superioridad racial. Por eso dio prioridad a la organización de los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 y a la preparación de sus deportistas. Estos habían sido elegidos según los cánones étnicos que harían tristemente célebre al nazismo. Que obtuvieran la mayoría de medallas tiene su razón en haber conjugado una gran inversión con un entrenamiento serio y disciplinado. Pero como en todo deporte, un método no siempre da el mismo resultado. El Perú de Lolo Fernández venció a la invencible Austria, aunque el partido fue anulado, dicen, por mediación de Joseph Goebbels, mano derecha de Hitler. Y en la prueba insignia de las olimpiadas —los cien metros planos— ganó el afroamericano Jesse Owens, cuya victoria sería usada por los Aliados como propaganda antinazi durante la guerra.

El Perú de Lolo Fernández. La selección peruana de fútbol fue otra víctima del régimen Nazi en los Juegos Olímpicos de 1936.

La rivalidad deportiva entre los bloques soviético y capitalista —después de la guerra— se agudizó desde la década del sesenta, cuando llegó la distensión y las armas nucleares dejaron de ser exclusividad de Estados Unidos. Antes de eso, incluso, las Alemanias divididas habían enviado sus delegaciones a los Juegos Olímpicos con una sola bandera. El rol del Estado en los deportes ya no se limitaba al financiamiento y las labores burocráticas. Se hacía necesario obtener triunfos y demostrar al mundo que los mejores elementos de su población, los deportistas, eran superiores a los del enemigo. La Unión Soviética tenía un programa de entrenamiento durísimo; pero Alemania del Este quiso dar un paso más que su socio. Inició, entonces, el programa más sofisticado de desarrollo de fármacos para mejorar el rendimiento deportivo. Se sabe que reclutó a dos mil médicos solo para la investigación. Como resultado, desde 1968 hasta 1989 formó deportistas exitosísimos en los Juegos Olímpicos, solo detrás de la Unión Soviética en el medallero desde Montreal 1976. Tiempo después se sabría que fue gracias al oral-turinabol, medicamento rico en testosterona que aumenta la fuerza, la agresividad y la resistencia.

El estadounidense Lance Armstrong, despojado de sus triunfos por dopaje en los siete Tour de Francia de 1999 a 2005. Personifica, acaso, el mayor fraude en el ciclismo y los deportes (foto: Roberto Bettini).

Con el fin de la Guerra Fría y la reunificación de Alemania, en 1989, miles de médicos expertos en dopaje quedaron sin empleo e iniciaron un peregrinaje por todo el mundo en busca de equipos deportivos que los acogiesen. Para entonces los nuevos medicamentos libraban una carrera con la capacidad de detección de las pruebas antidoping, siempre tardías y poco eficaces. Por ejemplo el ciclismo tiene decenas de campeonatos declarados desiertos, años después, al descubrir que los ganadores se doparon. Pero resulta que también lo hicieron el segundo puesto, y el tercero, y el cuarto…

Llegamos, entonces, a quienes entrenan por amor al deporte y a su patria, independientemente de los triunfos. Y a quienes triunfan porque se prepararon con esfuerzo y perseverancia, pese a la falta de recursos, una constante en países como el Perú. También recordamos a Hugo Sotil cuando se saltó la prohibición de su club español para incorporarse a la selección peruana y ganar la final en la Copa América con un equipo de afrodescendientes y mestizos (producto del modelo de reivindicación de Juan Velasco Alvarado). Y al vecino Diego Armando Maradona, polémico y a veces impresentable, cuando después de la Guerra de las Malvinas jugara por su selección contra Inglaterra y le anotara dos goles: uno, el más bonito jamás marcado en una copa del mundo; y el otro, con una mano del desquite, porque las derrotas en el campo de batalla son más dolorosas que en una cancha deportiva.

Publicado en Gatonegro N°17 de junio de 2018.

Crítica de literatura: Mario Vargas Llosa, Los cachorros

Portada de la primera edición de Los cachorros, de 1967.

La decadencia y el valor de la virilidad latinoamericana

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Los cachorros es una de las novelas cortas más impactantes del último medio siglo. Esta nueva afirmación —por ser estrictamente personal— puede sonar dudosa: constituye el pico más alto de la obra de Mario Vargas Llosa, quien alcanzó con ella un nivel de perfección formal y estructural que supera largamente al resto de sus novelas (algunas de las cuales son genuinas piezas maestras).

Publicada en 1967, abarca desde la niñez hasta la adultez de cinco amigos miraflorinos. El centro de la narración es un integrante tardío del grupo, Pichulita Cuéllar, y en particular, lo que acontece con él tras el accidente —su tragedia, como los grandilocuentes planteamientos del estadounidense William Faulkner—. Haber sido capado por el feroz perro del colegio constituye el final de toda una etapa para él. De ser el alumno más brillante, capaz, perseverante y promisorio del grupo, con un brillante futuro en ciernes, se convierte —por los privilegios que le otorgan sus padres y maestros como compensación— en holgazán, inseguro, grosero y antipático. La causa es clara: la carencia del miembro viril lo obliga a estar en permanente autoafirmación. Es decir, a pretender demostrar que es el más fuerte, intrépido y osado, cualidades todas muy asociadas con la masculinidad latinoamericana.

Los cachorros es un audaz experimento en la presentación formal de los puntos de vista y del narrador. Vargas Llosa cuenta la historia a través de un narrador-testigo que fluctúa entre los cuatro amigos de Pichulita Cuéllar; y también entre la primera y tercera persona. El narrador omnisciente y los cuatro personajes-narradores toman la posta del relato de oración en oración, y aun dentro de una misma frase.

Mario Vargas Llosa (Perú, 1936).

Gabriel García Márquez escribió que «en el primer párrafo de una novela hay que definir todo: estructura, tono, estilo, ritmo, longitud, y a veces hasta el carácter de algún personaje». Uno de los mejores ejemplos de tal afirmación se encuentra en el arranque de Los cachorros, donde se establece la multiplicidad de puntos de vista y de narradores-testigo, además del uso en una misma oración de la primera y tercera persona: «Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat».

La presentación cronológica de la novela es, en su mayor parte, lineal. Está organizada en seis capítulos, cada uno de los cuales comprende un ciclo de la vida del grupo: Cuéllar el niño modelo hasta el accidente; el inicio de la adolescencia; el final del colegio; desde los enamoramientos serios a la decepción con Teresita Arrarte; la desenfrenada y decadente vida del joven Pichulita Cuéllar hasta la resignación a quedar eunuco; y finalmente, los matrimonios y los umbrales del envejecimiento.

Pese a ciertas características individuales que insinúa el autor, los narradores mantienen más bien una personalidad grupal, que se superpone entre unos y otros, y absorbe a las respectivas novias en cuanto aparecen. Ya había un esbozo de este perfil entre los vecinos del Poeta, en La ciudad y los perros, aunque esta vez el tratamiento ha sido distinto, y el grupo ha ganado profundidad en desmedro de los individuos. Cuéllar es la excepción. Sus pensamientos y conflictos interiores nunca son revelados directamente, pero aparecen como indicios a partir de lo percibido por sus amigos, y de esa manera lo podemos conocer más que a nadie.

Vargas Llosa ha afirmado que Los cachorros es su obra con la mayor cantidad de interpretaciones críticas. Como en otros ejemplos de gran literatura, son todas válidas. Pero más que un significado o una tesis, se impone una breve novela que explora temas que también preocuparon a otros grandes novelistas de esta patria grande que es América Latina.

Hemingway & Faulkner en Los cachorros

Hay dos características saltantes de la prosa de Ernest Hemingway y William Faulkner. Mientras en el primero se encuentran diálogos sencillos, vivaces, construidos en contrapunto y aparentemente triviales pero de gran significación; en el segundo está la escritura densa, de oraciones extensas, donde diestramente se salta de punto de vista o de tiempo narrativo. Mario Vargas Llosa tomó ambas formas de contar una historia y, en un genial híbrido que es Los cachorros, integró las formas dialógicas y la fluidez narrativa de Hemingway en la compleja maraña —construida a partir de la intercalación de técnicas— de Faulkner (también habría que destacar como un antecedente los apartados titulados «El ojo de la cámara», de la Trilogía USA, de John Dos Passos).

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 8 de setiembre de 2012.

William Faulkner, la obra

William Faulkner (Missisipi, 25 de setiembre de 1897 – 6 de julio de 1962).

William Faulkner, a 50 años de su muerte

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

El creador de Yoknapatawpha City, William Faulkner, falleció hace cincuenta años. Su poderosa influencia ha marcado la literatura universal de la segunda mitad del siglo XX, así como la obra de los escritores del Boom. Discípulos suyos son desde Juan Carlos Onetti y Gabriel García Márquez hasta Juan Rulfo y Mario Vargas Llosa.

William Faulkner (Missisipi, 25 de setiembre de 1897 – 6 de julio de 1962) ambientó su obra en Yoknapatawpha City, un polvoriento y ficticio territorio sureño, ubicado en Missisipi, donde han de vivir los Sartoris, los Compson, los Snopes, los Coldfield, los Sutpen y otras tantas familias integradas por los inolvidables personajes que constituyen, piedra sobre piedra, el universo faulkneriano. Se trata de unas tierras donde la guerra de secesión se ha llevado el antiguo esplendor de los grandes señores, ha destruido las plantaciones, empobrecido las arcas y liberado a los esclavos. Aún así, se siguen manteniendo los códigos de honor, las marcadas clases sociales e incluso las viejas costumbres.

El barroquismo del lenguaje es peculiar en Faulkner. Sus extensas oraciones, construidas con base en frases grandilocuentes, tienen el ánimo de ser notables, siempre relevantes. El estilo, podría decirse, recoge el mismo aliento de la tragedia griega, cuya atmósfera, además, se incorpora en casi toda su obra.

William Faulkner en la famosa foto tomada por Henri Cartier-Bresson en 1947.

Aunque desde sus primeras novelas ya se vislumbraba su gran talento —el también escritor y su maestro, Sherwood Anderson, ya estaba peleado con él, pero lo seguía «considerando una promesa»—, fue a partir de El sonido y la furia (1929) que alcanza uno de sus mayores picos. No es su mejor novela, pero sí su experimento más audaz. Dividida en cuatro partes, en ella los planos narrativos y los puntos de vista se abordan de tal forma que el orden lógico de la narración llega a ser caótico. Desfilan por sus páginas personajes imperecederos como Caddy, Quentin o Benjy, y reviven los mismos conflictos que Esquilo, Sófocles y Eurípides plasmaron en sus tragedias. Aunque Faulkner negara conocerla antes de la redacción de El sonido y la furia (los estudiosos encontrarían un ejemplar suyo fechado en 1924), la influencia de Ulises, de James Joyce, recorre toda su obra, pero es más que notable en esta novela. A partir de entonces, y en un lapso menor a una década, escribió sus mejores trabajos. Santuario (1931) es más sencilla estructuralmente, y era apenas apreciada por él, pero fue otra de sus piezas maestras. En esta novela la violencia y la decadencia —una constante en el mundo faulkneriano— imperan hasta niveles nunca vistos. Todos los personajes son malvados, psicópatas, endebles, idiotizados o cobardes. La frágil Temple Drake parece condenada a ser víctima de Popeye y sus secuaces, y su desfloración —para Mario Vargas Llosa el cráter de la novela— es una secuencia inolvidable por lo salvaje y horripilante, aunque también por lo hechicera.

Escrita después pero publicada poco antes, Mientras agonizo (1930) representa una serie de piruetas estructurales en que el punto de vista es el verdadero protagonista. Sobre una historia —como siempre— truculenta, poco menos de una veintena de personajes dominan el respectivo capítulo a través de su fluir de la conciencia. Así, hechos sencillos toman gran complejidad al volverse a contar desde nuevas perspectivas.

Entre sus mejores novelas podría citarse Luz de agosto (1932), con su aparente aliento a novela decimonónica, por ser menos atrevida en el uso de la tecnología narrativa. Y en Desciende Moisés (1942) e Intruso en el polvo (1948) continúa con esta forma de escribir. Sin embargo, salta a la vista la evolución que ha ocurrido en Faulkner: ya no es el joven dispuesto a pulverizar, a través de la técnica, toda la literatura conocida, pues la ha interiorizado y equilibrado con la historia a contar.

Es poco menos que imposible elegir una sola de las obras de Faulkner. En él la totalidad —desde Pilón (1935) y ¡Absalón, Absalón! (1936) hasta la trilogía de los Snopes (de 1940 a 1959) y Las palmeras salvajes (1939), con su famosa traducción de Jorge Luis Borges— es un imperativo. Faulkner hizo cuanto se le antojó con la literatura, y legó a la posteridad, directamente o a través de sus discípulos, grandes enseñanzas sobre el arte de narrar.

Imprescindibles / William Faulkner

Santuario (1931)
Escrita, según palabras del propio William Faulkner, como «la más horrible historia que pudiera imaginar», esta novela muestra a un puñado de personajes repulsivos por su maldad, psicopatía, idiotez o cobardía (y en algunos casos, todo junto). Cuenta la historia de Temple Drake, una guapa adolescente que huye en busca de aventuras y cae en manos de un grupo de rufianes liderados por Popeye. Desde entonces, ocurren desde asesinatos y secuestros hasta violaciones y linchamientos. Pero la magia de Faulkner hace que todo esto hechice al lector, tal cual hicieran los grandes novelistas del siglo XIX.

Luz de agosto (1932)
Es la historia de Lena Grove, quien con un bebé en el vientre, sale en busca del hombre que le prometió matrimonio. Aunque continúa la misma experimentación estructural y técnica que en el resto de su obra, en Luz de agosto William Faulkner ya ha alcanzado un equilibro entre el fondo y la forma. Una historia en que las pasiones humanas pueden llevar a la condenación, como la sentida por Miss Burden hacia Joe Christmas, por lo cual el linchamiento y la castración parecen ser la única salida. Se trata de una de las mejores novelas del ciclo de Yoknapatawpha.

El sonido y la furia (1929)
Junto con Ulises, es uno de los mayores experimentos narrativos en lengua inglesa. El caos a partir de la yuxtaposición de los puntos de vista y el tiempo conforman una historia llena de ruido y de furia. El poderoso arranque, en que toda la primera parte de la novela es vista a través de los ojos de un idiota (Benjy), es más que peculiar, y ha abierto puertas nunca vistas en la literatura. La grandilocuencia del honor recubre cada uno de los truculentos hechos que la componen, y las íntimas pasiones, el amor incestuoso y la tragedia son una constante.

Publicado en el Suplemento Cultural Solo 4, del diario Correo de Huancayo el 7 de julio de 2012.

 

Crítica de literatura: Exiliados (de James Joyce)

Almas derrotadas en busca del exilio

Juan Carlos Suárez Revollar

Primera edición del drama ‘Exiliados’, de James Joyce.

La importancia de la obra de James Joyce para la narrativa del siglo XX es enorme, aunque afirmarlo suene a verdad de Perogrullo. Su influencia en cada nueva novela o cuento, directamente o a través de sus seguidores —aquellos que, como William Faulkner o John Dos Passos, tomaron sus técnicas y las desarrollaron y ampliaron—, es más que notable.

Si bien Ulises y la dificilísima Finnegans Wake constituyen la avanzada de la experimentación en la técnica narrativa, a su modo, Retrato del artista adolescente y Dublineses se aproximan a la novela y al cuento a la usanza de Maupassant, Flaubert o Balzac.

Pero Joyce no solo fue un extraordinario narrador. Escribió también, junto a un puñado de bellos poemas, un drama excepcional. Su pieza teatral Exiliados, escrita en 1915, además de ofrecer una trama poderosa, se sirve de una serie de sencillas anécdotas que, en conjunto, sondean el alma y el ser hasta niveles críticos.

Exiliados parte de cuatro personajes —intensos, extraños, sufrientes, dubitativos, en fin, humanos— que, con sus conflictos íntimos —que se amplían y, enseguida, se afectan entre sí—, recrean una historia extraña, de clima demoledor y perturbado.

El más intenso de los personajes, y quien sirve de soporte a toda la trama, es Richard Rowan, el escritor, quien por su carácter y sus actitudes extravagantes, va arrastrando a los otros tres, la esposa (Bertha), el amigo (Robert) y la antigua amante de este (Beatrice), a un juego autodestructivo y maniático.

James Joyce (Dublín, 1882 – Zúrich, 1941).

El centro del conflicto es la pureza de Bertha, a quien este ha consentido y hasta alienta a serle infiel con Robert. En un plano metafísico, la posesión de Bertha sería el vínculo definitivo entre aquellos. Joyce lo explica como la naturaleza del amor para el alma que, «al igual que el cuerpo, puede tener virginidad. Entregarla en el caso de la mujer, y tomarla en el del hombre, es el verdadero acto del amor». Al ser el alma incapaz de amar de nuevo, no puede, tampoco, y salvo en un plano meramente carnal, servir Bertha como agente vinculante entre ambos hombres.

Pese a la poca participación de Beatrice —equivalente a la de Dante— en la acción, su rol es como un huracán: ella fue el primer intento fallido de unir a Robert y Richard. Su regreso la muestra destruida por dentro, pero también resignada a ello. Beatrice es a Bertha —como Robert a Richard—, un intento de aproximación fracasado. Ella y Robert quisieran ser como Bertha y Richard, pese a la imposibilidad de ello, y a que estos últimos se saben poca cosa, distintos, pero poca cosa al fin.

El tema de la obra es la infidelidad, pero no como la de Madame Bovary, Anna Karenina o El eterno marido. Se trata de una infidelidad espiritual, mística, que sobrepasa a la mera posesión del cuerpo. Exiliados tiene todo el aliento de la tragedia griega y, al igual que Esquilo, Joyce pone en relieve más de esos desperfectos de la naturaleza humana que hacen tan necesaria a la literatura.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4, del diario Correo, el 5 de noviembre de 2011.