Crítica de literatura: Tradiciones en salsa verde, de Ricardo Palma

Portada de ‘Tradiciones en salsa verde’ en la edición venezolana de la Biblioteca Ayacucho (Caracas, 2007).

Un picante y licencioso giro de las Tradiciones Peruanas

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Ricardo Palma dedicó más de medio siglo a la escritura de la tradición, un género eminentemente americano al que dio forma y llevó a su máximo esplendor. A su humor e ironía se unen el uso de la oralidad y un lenguaje pulcro aunque satírico, lleno de sesgos idiomáticos locales y neologismos (pues Palma fue uno de los lingüistas más destacados en lengua castellana de la época).

Surgida antes de la consolidación del cuento-ficción en español (que la reemplazó por completo desde el segundo tercio del siglo XX), la tradición es el relato con fondo histórico creado a partir de un hecho real —por banal que fuera— y contado como una anécdota a la que se han añadido detalles ficticios para llenar los vacíos que la fuente documental u oral no registra. Palma la definió como «una de las formas que puede revestir la Historia, pero sin los escollos de esta».

A sus más de cuatrocientas tradiciones publicadas entre 1860 y 1918, se suma un pequeño grupo titulado Tradiciones en salsa verde. Manteniendo el mismo aliento que las otras, relatan hechos pícaros, casi impúdicos, de humor voluptuoso y escarnecedor. La edición príncipe y sus derivadas provienen de una copia mecanografiada que Palma obsequió en 1904 a su amigo Carlos Basadre, con la indicación de «no consentir que sean leídas por gente mojigata, que se escandaliza no con las acciones malas sino con las palabras crudas». No vieron la luz de manera oficial hasta 1973, pues Palma tenía la seguridad de que no estaban «destinadas para la publicidad», y por esa razón no aparecen entre las Tradiciones Peruanas Completas que hicieran su hija Angélica en 1924, ni en la de su nieta Edith, en 1953.

Se trata de 16 tradiciones brevísimas y dos composiciones satíricas en verso, precedidas por una dedicatoria, en cuyos títulos se puede encontrar palabras y palabrotas como «La pinga del Libertador», «La cosa de la mujer» o «El carajo de Sucre»: he ahí la razón de la aprensión de Palma por la reprobación que habría significado su difusión. En opinión de Alberto Rodríguez Carucci, el título sugiere que «nos encontramos ante unos textos condimentados con un aderezo picante, y con unos tonos subidos de color, maliciosos y chispeantes, quizás crudos, escabrosos y hasta obscenos».

Antes que un giro de tuerca o conclusión del relato —a la manera del cuento—, finalizan en su mayoría con un efecto cómico, similar al chiste o la chanza, que se asienta en el uso rimbombante de una palabrota o en anécdotas mínimas, habitualmente licenciosas.

Bajo la candente salsa verde de estas tradiciones, no solo reímos de respetados personajes históricos —entre ellos Bolívar, Sucre o Castilla—, sino también de religiosos y nobles. «Fatuidad humana», por ejemplo, relata «los polvos» del rey don Juan de Portugal, y hasta lo califica de «braguetero». Entre las digresiones que Palma solía utilizar para deslizar sus propias opiniones, tuvo la libertad de escribir: «sospecho que Patrocinio era tan puta como cualquier chuchumeca de Atenas», al referirse a la linda y ardiente mulata que llenaba de cuernos la cabeza de este desafortunado rey.

Destaca, además, un ánimo venenoso y burlón sobre el clero y el gobierno, tal cual ocurre con las asustadizas monjitas de «El lechero del convento», obligadas a escuchar de jodiendas y cascadas masturbatorias; o del Mariscal Ramón Castilla, quien destierra al amante de su hembra pretextando que su «gobierno no quiere aguantar cuernos», en «La moza del Gobierno».

Las dos composiciones poéticas —que aparecen bajo título individual— están conectadas al conjunto del libro porque su autoría se atribuye a Monseñor Cuero y Fray Francisco del Castillo, personajes de las tradiciones «El carajo de Sucre» y «Un Calembourg», respectivamente. En esta última aquel díscolo fraile se mete en problemas por comparar los cojones del padre provincial con los del chivato de Cimbal.

En el plano lingüístico, Palma se adelantó a los autores modernos que hurgaron en la jerga y el argot para retratar el lenguaje coloquial popular. Así, acopió para la literatura expresiones como «los riñones de la concha», o los americanismos «culear», «chucha», «cojudo» o «pájaro».

Cerca a los 40 años de publicadas, las Tradiciones en salsa verde siguen haciéndonos reír, ya sin rubor, de los chismes y rumores que circulaban siglos atrás en esta tierra criolla, de cuya historia Ricardo Palma se sirvió para inventar el género literario que le dio inmortalidad.

Publicado en suplemento cultural Solo 4, del diario Correo, el 1 de diciembre de 2012.

Crítica de literatura: La casa de cartón, de Martín Adán

Primera edición de ‘La casa de cartón’ (Perú, 1928), de Martín Adán.

Barranco por un artista adolescente

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

La casa de cartón es una novela. No una novela en el sentido estricto del género, sino en una forma experimental, revolucionaria, que sigue los audaces intentos narrativos de la época, llegados desde el otro lado del mar de manos de autores como James Joyce o Marcel Proust. Entre ellos, John Dos Passos había convertido a Nueva York en protagonista de Manhattan Transfer (1925). Lo hizo influido por Joyce, quien consiguió que Dublín, a través de un gran retrato colectivo de la ciudad, tomara rasgos palpables de personalidad.

Martín Adán —seudónimo de Ramón Rafael de la Fuente Benavides— empezó a escribir La casa de cartón en 1924 y la publicó cuatro años después. Más que en una historia, se centró en delinear a su protagonista: el distrito de Barranco, donde destacan el mar, el malecón, la ciudad. La estructura sigue un modelo de collage de cuadros breves donde, en forma de estampas, hace conocer al lector la geografía barranquina y a sus pobladores de inicios del siglo XX. Estas visiones se presentan desde la mente del personaje-narrador. Predomina en el libro una técnica recién desarrollada por Joyce en Ulises (1922): el monólogo interior y el fluir de la conciencia. Ese caos narrativo, agravado por la ambigüedad del tiempo, crea la impresión de que ocurre más lenguaje que acción. Pero en su borrosa trama se superponen muchas imágenes y personajes que llegan a un ritmo vertiginoso. Todo ello hace posible leer La casa de cartón como un poema en prosa, pero también como la moderna novela que es.

Martín Adán (1908 – 1985).

La difusa historia es apenas sugerida por el narrador, un colegial innominado al que atormentan diversos conflictos. Al arrancar el libro tiene catorce y a la mitad «dieciséis años y el bozo crecido». Somos testigos de su maduración, su iniciación en el amor, su aprendizaje literario, su soledad y su interiorización del significado de la muerte. El personaje más palpable del libro (después de la ciudad) es Ramón (además el primer nombre del autor), quien como colega y cómplice, es también guía y, en cierta forma, rival del narrador —por haber poseído antes a Catita, una Penélope infiel «catadora de mozos», entusiasta por el placer antes que por sus ocasionales amantes—. Los paralelos entre ambos (además de con el propio autor) crean la perturbadora sospecha de que podría tratarse del desdoblamiento de un mismo individuo.

Martín Adán renuncia a la objetividad absoluta y la invisibilidad del autor, perseguidas por Joyce y Dos Passos, para construir un relato subjetivo e introspectivo, que hace preciso identificar los recovecos de la narración a fin de seguir el hilo de la historia.

Antes que retratar personajes, el libro reproduce, más bien, tipos. El paso de cada uno de ellos —incluso en sus fugaces apariciones— permite delinear una representación de la ciudad que los alberga, filtrada por la sensibilidad de artista adolescente del narrador. Existe la imagen constante de un Barranco cosmopolita, donde conviven limeños adinerados con pintorescos europeos que mantienen sus costumbres autóctonas. Pero, también, se halla un halo de integración y de referencias cruzadas —a través de Manuel, por ejemplo— entre lo europeo y lo nacional, entre París y Lima, entre el Moulin Rouge y el Jirón de la Unión. E igualmente, con los habitantes de otras partes del país, en particular de la sierra, retratados como personajes exóticos, vistos desde lejos y apenas insertos en la creciente urbe como obreros o empleadas domésticas, cuyo número a las afueras de la ciudad es cada vez mayor.

Edición publicada en Cuba de ‘La casa de cartón’.

En la subjetividad del narrador se aprecia el desgano y una casi sinrazón de vida. Ello es más notorio desde la muerte de Ramón, en que el relato se hace más difuso e intangible y pasa de la realidad aparente a una representación análoga a los sueños.

Aunque se les menciona con sarcasmo, aparecen a lo largo del libro referencias a decenas de autores cuya obra le sirve de base, especialmente Joyce y su personaje Stephen Dedalus, de Retrato del artista adolescente y Ulises, con los que guarda estrecha relación.

La casa de cartón no solo significó la inserción del contexto urbano en la novelística del país, sino el principal antecedente de los escritores de la generación del cincuenta, quienes, igual que Martín Adán, utilizarían las modernas técnicas narrativas provenientes de Europa y Estados Unidos para revolucionar la literatura peruana.

Publicado en suplemento cultural Solo 4 del diario Correo, el 03 de noviembre de 2012.

Crítica de literatura: Mario Vargas Llosa, Los cachorros

Portada de la primera edición de Los cachorros, de 1967.

La decadencia y el valor de la virilidad latinoamericana

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Los cachorros es una de las novelas cortas más impactantes del último medio siglo. Esta nueva afirmación —por ser estrictamente personal— puede sonar dudosa: constituye el pico más alto de la obra de Mario Vargas Llosa, quien alcanzó con ella un nivel de perfección formal y estructural que supera largamente al resto de sus novelas (algunas de las cuales son genuinas piezas maestras).

Publicada en 1967, abarca desde la niñez hasta la adultez de cinco amigos miraflorinos. El centro de la narración es un integrante tardío del grupo, Pichulita Cuéllar, y en particular, lo que acontece con él tras el accidente —su tragedia, como los grandilocuentes planteamientos del estadounidense William Faulkner—. Haber sido capado por el feroz perro del colegio constituye el final de toda una etapa para él. De ser el alumno más brillante, capaz, perseverante y promisorio del grupo, con un brillante futuro en ciernes, se convierte —por los privilegios que le otorgan sus padres y maestros como compensación— en holgazán, inseguro, grosero y antipático. La causa es clara: la carencia del miembro viril lo obliga a estar en permanente autoafirmación. Es decir, a pretender demostrar que es el más fuerte, intrépido y osado, cualidades todas muy asociadas con la masculinidad latinoamericana.

Los cachorros es un audaz experimento en la presentación formal de los puntos de vista y del narrador. Vargas Llosa cuenta la historia a través de un narrador-testigo que fluctúa entre los cuatro amigos de Pichulita Cuéllar; y también entre la primera y tercera persona. El narrador omnisciente y los cuatro personajes-narradores toman la posta del relato de oración en oración, y aun dentro de una misma frase.

Mario Vargas Llosa (Perú, 1936).

Gabriel García Márquez escribió que «en el primer párrafo de una novela hay que definir todo: estructura, tono, estilo, ritmo, longitud, y a veces hasta el carácter de algún personaje». Uno de los mejores ejemplos de tal afirmación se encuentra en el arranque de Los cachorros, donde se establece la multiplicidad de puntos de vista y de narradores-testigo, además del uso en una misma oración de la primera y tercera persona: «Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat».

La presentación cronológica de la novela es, en su mayor parte, lineal. Está organizada en seis capítulos, cada uno de los cuales comprende un ciclo de la vida del grupo: Cuéllar el niño modelo hasta el accidente; el inicio de la adolescencia; el final del colegio; desde los enamoramientos serios a la decepción con Teresita Arrarte; la desenfrenada y decadente vida del joven Pichulita Cuéllar hasta la resignación a quedar eunuco; y finalmente, los matrimonios y los umbrales del envejecimiento.

Pese a ciertas características individuales que insinúa el autor, los narradores mantienen más bien una personalidad grupal, que se superpone entre unos y otros, y absorbe a las respectivas novias en cuanto aparecen. Ya había un esbozo de este perfil entre los vecinos del Poeta, en La ciudad y los perros, aunque esta vez el tratamiento ha sido distinto, y el grupo ha ganado profundidad en desmedro de los individuos. Cuéllar es la excepción. Sus pensamientos y conflictos interiores nunca son revelados directamente, pero aparecen como indicios a partir de lo percibido por sus amigos, y de esa manera lo podemos conocer más que a nadie.

Vargas Llosa ha afirmado que Los cachorros es su obra con la mayor cantidad de interpretaciones críticas. Como en otros ejemplos de gran literatura, son todas válidas. Pero más que un significado o una tesis, se impone una breve novela que explora temas que también preocuparon a otros grandes novelistas de esta patria grande que es América Latina.

Hemingway & Faulkner en Los cachorros

Hay dos características saltantes de la prosa de Ernest Hemingway y William Faulkner. Mientras en el primero se encuentran diálogos sencillos, vivaces, construidos en contrapunto y aparentemente triviales pero de gran significación; en el segundo está la escritura densa, de oraciones extensas, donde diestramente se salta de punto de vista o de tiempo narrativo. Mario Vargas Llosa tomó ambas formas de contar una historia y, en un genial híbrido que es Los cachorros, integró las formas dialógicas y la fluidez narrativa de Hemingway en la compleja maraña —construida a partir de la intercalación de técnicas— de Faulkner (también habría que destacar como un antecedente los apartados titulados «El ojo de la cámara», de la Trilogía USA, de John Dos Passos).

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 8 de setiembre de 2012.

Crítica de literatura: Marguerite Duras, El amante

El amante se publicó en 1984 y fue ganadora del Premio Goncourt.

La difusa línea entre el placer y la muerte

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

El amante es una de esas novelas que cuentan, de manera obsesiva, un corto periodo de la vida de su protagonista. Está construida a partir de la evocación de recuerdos fragmentados de la narradora, un personaje innominado que —el lector adivina— sería una figuración de la propia Marguerite Duras. Esas reminiscencias se superponen y convierten al tiempo en algo caótico, que salta años y décadas enteras en un mismo párrafo. Pero aquel sustrato temporal está siempre estancado en un presente difuso, marchito, que anticipa lo que vendrá: un futuro tanto más decadente. Por eso la frase «demasiado tarde» —que se repite incesantemente— es la clave de la estructura en la novela.

La historia es sencilla: una adolescente de familia francesa venida a menos —en la colonia de la Indochina de los años treinta— se hace amante de un joven chino rico. Como pequeños chispazos aparecen a lo largo de la novela trozos de esa relación, que se extenderá por un año y medio.

Desde el mismo momento en que la muchacha sube por primera vez a la limusina del desconocido chino a quien hará su amante, ella se independiza, se desliga de la familia disfuncional a la que pertenece y detesta. En esa senda, busca degradarse más, y lo hace con un amante de una raza oprimida por la suya. Pero él es un chino rico que puede permitirse gastar grandes sumas en esa gente que lo desprecia, acentuando así la humillación.

La muchacha somete al amante. No lo quiere ni le importa. Apenas lo desea y eso basta. El deseo y el placer son sus instrumentos para hacerle daño, para destruirlo. La desgracia es el símil del placer que obtiene de su amante. El placer es desgracia.

Hay una aspiración insistente de la autora por retratarse como niña-mujer, como una muchacha presurosa por emanciparse —a través de la maduración— de su horrible familia. La práctica del sexo le permite hacerse adulta y conseguir que su familia dependa de ella. Se sabe predestinada por la fatalidad. No la elude, la espera con estoicismo, con la satisfacción de saber que significará su liberación. El fracaso y la decadencia también contaminan al amante. Él también empieza a vivir de falsas esperanzas.

Marguerite Duras (1914-1996).

Marguerite Duras juega permanentemente con los contrastes y semejanzas. El parecido entre el endeble hermano menor y el amante, y la preferencia de la muchacha por ellos, es elocuente. Pero la fortaleza y carácter de esta se alinean más bien con el hermano mayor a quien odia. Hay una oposición inquebrantable entre ambos, un rencor causado por sus propias afinidades, sus propias similitudes.

El personaje más memorable de la novela no es el amante chino, ni siquiera el hermano mayor, sino la madre. Se trata de una mujer abnegada, nostálgica por un pasado opulento, que busca desesperadamente volver a ser rica. Se embarca por eso en las más desquiciadas empresas, condenada desde el principio a fracasar en todas. Ella es la artífice del desastre, de ese mal hijo mayor y de aquel hijo menor predestinado a morir aplastado «por la vida llena de vida del hermano mayor».

La imagen de Hélène Lagonelle es equivalente a la narradora y permite delinearla mejor. Inconsciente de su belleza, de su sensualidad, su cuerpo está listo para un placer que no le interesa. Solo ansía volver a ser la niña de mamá.
La muerte es una presencia inminente en toda la historia. Su función es destacar los atisbos de vida que todavía quedan entre unos personajes acabados. Concluida la lectura, solo cabe pensar que El amante es una breve y bellísima novela que debe contarse entre lo mejor de la obra de Marguerite Duras.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 11 de agosto de 2012.

 

Crítica de literatura: Colección privada, de Diego Eguiguren

La perplejidad del pesimista

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Aunque ya había publicado un par de libros, Diego Eguiguren (Lima, 1989) mantiene aquel perfil bajo del creador a quien no interesa demasiado ceder en la libertad artística de su obra a cambio de alcanzar mayor difusión.

Esa es la primera impresión que deja su nuevo trabajo, Colección privada (Editorial Micrópolis, 2012). El libro rebasa la clasificación de microficción. Se trata de un volumen de narraciones, significativas individualmente, pero de gran valor si se ven como un todo. El personaje central, un Diego ficticio, alter ego del autor —pero no por eso el Diego de carne y hueso que escribió el libro—, a través de breves reflexiones y retazos de su vida, conduce al lector, entre anécdota y anécdota, a esa corta temporada en el infierno en la que se encuentra.

El mundo que el personaje narrador esboza pasa por un punto de vista colmado de desaliento. A lo largo del libro el lector va conociéndolo, en un mano a mano con él, evocando y viviendo sus recuerdos.

Si bien Colección privada se promociona como un volumen de narraciones breves, por su forma y fondo parece acercarse más bien a la novela corta. El libro recuerda a una de aquellas nouvelles experimentales, caóticas, que afloran cada cierto tiempo. De manera irregular se esboza una historia muy personal, como escrita para el propio autor.

La presencia de Charles Bukowski ha dejado una marca a fuego en Colección privada. El personaje narrador es un paria del mundo, que vive por el arte, ajeno a todo; a su modo, es un hedonista, un exégeta de sí mismo.

Aunque la mujer perdida del relato aparece y desaparece, se mantiene omnipresente a lo largo del libro, como una sombra infalible y dolorosa. Por su causa, de pronto al narrador no le queda más que una sufriente supervivencia.

El lenguaje altamente formal es otra característica del libro. Eguiguren usa combinaciones de palabras poco usuales en el habla común. Esta tendencia se nota, incluso, en los diálogos de los otros personajes.

La particular visión del narrador convierte el mundo en algo afín a él; por eso todos hablan, piensan o sienten como él.

El protagonista es un ser vencido a medias: no tiene perspectivas ni esperanzas, pero se niega a abandonar el ruedo. Ese es su aspecto más heroico, una sucesión de instantes en que se resiste a la derrota.

Su futuro se figura no tener importancia para él; ya su historia parece estar acabada. ¿No hay más? En realidad, sí debe de haber, o al menos es lo que queda como una oscura sugerencia al final del relato.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4, del diario Correo, el 25 de agosto de 2012.