Entrevista a José Oregón Morales sobre su novela ‘Mi tío el cura’

El escritor José Oregón Morales (foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

El sobrino del cura

Acaba de presentarse Mi tío el cura (Acerva, 2019), la nueva novela de José Oregón Morales. Se trata de una historia que ocurre entre los grandes movimientos sociales desde mediados del siglo XX en la sierra central peruana. En la siguiente entrevista el autor nos habla de este libro y de su propia existencia entre su niñez y juventud, la militancia política y, sobre todo, la literatura.

Entrevista y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

Mi tío el cura hace una fuerte crítica al sistema semifeudal en la sierra central de mediados del siglo XX.
En mi niñez todavía sobrevivían grupos amplios de feudales, pero en decadencia. La mayor parte de esas familias migraron a Huancayo o a Lima en busca de un futuro. Antes que ellos ya había emigrado la mayoría de los pongos y sirvientes de sus haciendas. Cuando llegué a Huancavelica aún quedaban personas desposeídas, muy pobres, que vivían de cultivar parcelas al partir recibidas de esos hacendados.

Pero también encontramos una historia que ocurre entre dos ciudades, Huancayo y Huancavelica. Eso te obligó a lidiar con dos identidades.
Para nosotros los huancavelicanos estas dos localidades son una misma. Yo he vivido entre dos mundos: en esa Huancavelica que relega a los huancas; y en Huancayo, que lo hace con los huancavelicanos. Pero Tayacaja es una provincia sin región, porque es más cercana a Huancayo que a la misma Huancavelica y no consigue pertenecer a ninguno de los dos. Eso nos hace un poco apátridas.

Y, sin embargo, el grueso de tu obra toma la identidad de Huancavelica como su centro.
Es porque yo he crecido en esa tierra, tan rica en vivencias pese a que no tuvo una universidad hasta 1993. El único plantel superior de estudios era la escuela normal que los alumnos debimos levantar nosotros mismos de tapial y calaminas. Y cuando el gobierno militar lo cerró, no solo los estudiantes, los campesinos, los comerciantes, los arrieros, todos salimos a marchar, a luchar por una educación para los hijos huancavelicanos. Ese episodio me decidió a escribir Mi tío el cura.

Portada de la novela ‘Mi tío el cura’ (foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

Has dicho que esta novela te tomó escribirla veinte años…
El libro tuvo una primera versión hace veinte años. Y yo pensaba que la obra estaba terminada. Pero nunca pude dedicarle el tiempo necesario porque la vida se me iba en cargos públicos o en el grupo de arte Tuky. Y en ese tiempo fui escribiendo otros libros. Pero la novela se quedó durmiendo hasta que finalmente se pudo corregir y pulir hasta la versión que acaba publicarse.

Parte de Mi tío el cura ocurre en la cárcel.
A mí me detuvieron en una gran protesta contra el gobierno militar. Alguna prensa se portó muy mal, contra las causas de Huancayo, y pedía el escarnio hacia nosotros. Pero todas las comunidades, los colegios, algunas empresas, nos donaban a diario víveres y abrigo a los presos políticos. Estar en la cárcel me permitió comprender más la vida y amarla. Aprendí a escuchar a los humildes.

Resalta la coincidencia temática de esta novela con, por ejemplo, La casita del cedrón, tu primera novela. ¿Era tu intención hacer una continuación o esperabas tener un espacio narrativo autónomo?
Yo quería un mundo independiente, pero la fuerza de la realidad, los hechos, los personajes que son parte de mí, prevalecieron en Mi tío el cura.

El sacerdote de la novela cumple una función paterna que tu padre biológico no pudo asumir a cabalidad.
Yo amaba a mi padre, pero por desgracia murió muy joven. Con él pasé experiencias que nunca olvido. Algunas las trasladé al cura para enriquecer la novela. De mi padre aprendí música y teatro, que han marcado toda mi vida. Él era un maestro rural que quedó postrado por diez años y se negó a dejar su cargo de director en Ahuaycha para ser docente de aula en Huancayo. Mis recuerdos más vivos de él son de un ser inmóvil que no hablaba pero sí comprendía y solo se comunicaba con la mirada y lloraba.

Hay una relación muy tirante entre el protagonista de la novela con su tío sacerdote…
Nuestras confrontaciones fueron principalmente en mi juventud. Yo era un imprudente y encima rojimio. Un día, después de una discusión por política donde me puso la cena de sombrero, decidió que ya no debíamos vivir bajo el mismo techo. Todavía cumplió su promesa de darme una profesión, pero me hizo mudar a una pensión que él siguió pagando. Él era un cura jesuita muy apegado a la letra. Para él era incomprensible que mis amigos y yo saliéramos a exigir mejores profesores o marcháramos con los sindicalistas.

La mayoría de los conflictos entre el cura y el sobrino ocurren por la política. ¿Con el tiempo te has moderado en ese pensamiento?
Yo sigo manteniendo el mismo pensamiento político. Pero ya no soy el que, como en la juventud, se lanza a las medidas radicales. Pienso que los métodos de lucha y reclamación deben ser más racionales, fundamentados en un trabajo de bases y no en la improvisación, a veces, violentista. La izquierda debe poner las barbas en remojo y fundar un partido con programas, reglamentaciones y una postura definida y dejarse de egoísmos para acceder al poder y plasmar esas grandes ideas a favor del pueblo.

En la novela me parece percibir una mayor empatía con los personajes de edad avanzada.
Es porque en mi existencia veo que estoy repitiendo muchos actos de mi tío sacerdote, de mi padre y, sobre todo, de mi madre…

Tu madre ha sido muy relevante para ti.
Ella lo ha sido todo para mí. Todo lo que hago y soy es gracias a mi madre. Yo era alguien sin perspectivas que no sabía ahorrar ni prepararse para el futuro. Ella era muy estricta, me castigaba con rajadas de leña si me portaba mal y me obligaba a estudiar, porque yo no quería aprender, lo confieso. Ella trabajaba muy duro, bordaba, cantaba. Me forjó como soy. Hace poco el gobernador de Huancavelica me dio un puesto de confianza diciendo que no era por cualquier competencia técnica que yo tuviera, sino por la trilla que cantaba mi madre (risas).

Otro personaje memorable, por su fuerza, es la madre de Zoraida.
No voy a decir su nombre verdadero por respeto a su familia. Ella vivía en Pampas y era exactamente como se la describe en la novela, hasta un poco más. Era una mujer culta, de jolgorio, muy pudiente.

José Oregón Morales durante un espectáculo de cuentacuentos (foto: Juan Carlos Suárez Revollar).

Mi tío el cura es una novela autobiográfica. Últimamente parece que solo se publican novelas de ese tipo en Junín.
Esas novelas se limitan a contar la vida íntima, personal, de sus autores. Solo hay anécdotas domésticas o como mucho costumbristas. Pero ninguna de ellas retrata los movimientos sociales importantes ocurridos en Huancayo o Huancavelica. Diría que es por miedo.

¿Por qué un adolescente debería leer Mi tío el cura?
Para comprender lo hermoso que es la vida infantil, juvenil, y para conocer la situación del Perú, que aún es grave. Así ellos podrán entender la violencia que enfrentó el país. Mi tío el cura es como una simple fotografía. Y en el futuro, ya con más conocimiento, interpretarán lo absurdo que se vivió en nuestro país con la dictadura militar, la guerra interna y la pobreza que persigue todavía a las mujeres y hombres de la sierra central.

Publicado en Gatonegro N°32, octubre de 2019.

Crónica: A Tayacaja Nororiente en bicicleta

La mayor parte del camino se abre paso entre quebradas y de cerro en cerro.

Un paraíso entre montañas

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

 Pocos lugares tan cercanos a Huancayo ofrecen la magia y belleza del nororiente de Tayacaja (Huancavelica), que ahora forma parte del VRAEM. Aunque la ruta es difícil, sus paisajes y pisos ecológicos bien lo valen. Acompáñanos en esta travesía a bordo de una bicicleta.

Un recorrido accidentado y hasta peligroso no basta para anular el encanto de los caminos rurales. Y son perfectos si lo tuyo es explorar espacios nuevos con la naturaleza de protagonista. Nuestro punto de partida es Huancayo y la llegada, 101 km adelante, el paraje de Chiquiac, una quebrada arenosa y ardiente a 1180 m s.n.m., por cuyo centro pasa un río Mantaro fortalecido por decenas de arroyos y torrentes a los que ha engullido. Apenas salimos debemos subir 25 km hasta los 4500 m s.n.m., en San Marcos de Rocchac. Rodar en bicicleta por la puna en pleno invierno es mala idea si no estás lo bastante abrigado. Y sabemos que nos espera un descenso largo, en el que la temperatura podría bajar hasta -10 grados.

La construcción de la carretera Huancayo-Huachocolpa, en el noreste de Tayacaja, tiene una historia que han vivido al menos cuatro generaciones. Empezó en la década del sesenta, cuando solo existía una vía de herradura por la que se debía caminar durante tres días. Una alternativa eran las avionetas que despegaban de Huamancaca Chico y, media hora después, descendían en una pista angosta al borde del Mantaro, en el paraje de Ukuchapampa. Fue una buena opción hasta que, tras años de jugarse la vida al aterrizar, una de ellas acabó en el río y ahuyentó a las otras. Hoy el transporte es solo terrestre y, aparte de las minivan para pasajeros, predominan las camionetas 4×4, que tardan no más de cuatro horas hasta el destino que planeamos, y otras tres si se quiere llegar a Huachocolpa.

Una segunda subida tiene su recompensa con la maravillosa vista de las lagunas gemelas de Kylli, de perturbadoras aguas negras. Numerosas leyendas azuzaban el miedo a ellas: una interconexión subterránea entre ambas, un daño latente a partir de las seis de la tarde o a que tocar sus orillas era la muerte. En la actualidad, en la menos temida de las dos, se desarrolla la industria piscícola.

Al poco de llegar a Huari se nubla y una suave niebla cubre el horizonte. Optamos por seguir hasta Acobamba para almorzar, donde nos recibe una bandada de loros, que será seguida por muchísimas otras hasta nuestro destino. Desde este punto la orografía pedregosa hace más duro bajar. Ya estamos en un piso tropical, por lo que los mosquitos no tardan en aparecer.

La mayor parte del camino se abre paso entre quebradas, salvo cuando se asciende por el borde de abismos con más de un kilómetro de fondo. Por allí discurre un río cristalino que cambia de nombre conforme avanza: Acobamba, Chalwas o Toroccasa. Se dice que hay pesca abundante en sus aguas, pero varios letreros lo prohíben. Cruzarlo ya no es un problema gracias a los puentes de acero y concreto que contrastan con los dos palos largos, apenas anchos como una rueda, de los años noventa.

Una subida ligera inicia en Matibamba, a 1650 m s.n.m., y seguirá constante hasta nuestro destino. La baja velocidad sirve para notar al borde del camino cientos de nichos que nos han acompañado desde que partimos. «Es porque alguien murió ahí», nos repite un poblador. Atravesamos Manchay, pueblo célebre por su producción de plátano, chirimoya y palta, y llegamos a Potrero. La subida se hace más dura desde K’erquer, solo grata por la cercanía de la puesta de sol.

Estos pueblos han alcanzado ciertos beneficios desde el Estado a partir de su inclusión al Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM). Pero el perjuicio es mayor debido a la aprensión por calificarse ruta del narcotráfico, lo cual los descarta como opción para el turismo vivencial, rubro en que tienen enorme potencial.

Atravesamos el pueblo de Loma con los últimos rayos de sol y aceleramos para arribar a San Antonio antes del anochecer. Las camionetas que nos rebasan ya llevan las luces encendidas y hacemos lo propio con nuestras lamparitas a pilas. Aunque el destino se ve desde el cerro en que nos encontramos, resulta un largo tramo que se interna en una gran quebrada que a su vez contiene otras más.

Una ducha tibia y la cena caliente no bastan para reparar el agotamiento. Dejamos el descenso a Chiquiac para la mañana siguiente. Estamos a 2300 m s.n.m. Desde aquí el Mantaro es apenas una raya sinuosa entre dos enormes montañas secas, cubiertas por cactus, y con un arroyo de aguas salinas imposibles de beber. Cuentan que antes de hacerse carrozable, este camino era el más difícil de atravesar. Pronto el sol calienta el suelo arenoso y aumentan los mosquitos. Llegamos al río, a 1180 m s.n.m. A lo lejos, cuatro cables son lo único que queda del gran puente colgante de Chiquiac, que en otro tiempo fuera la piedra angular del transporte para todas las comunidades de la zona.

El nuevo puente es atravesado por algunas camionetas cubiertas de polvo. Su destino es ahora el mismo que el nuestro: Huancayo. Fueron muchos kilómetros y voluntad. El Perú tiene tanto que ofrecer.

Publicado en Bitácora N°46, de setiembre de 2017.

Obra fotográfica: El camino a Salcahuasi

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Para llegar al distrito de Salcahuasi, ubicado en Tayacaja (Huancavelica, Perú), se debe partir de Huancayo (Junín, Perú) y recorrer unos 85 km al nororiente. Toda esta zona pertenece al Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM).

Cabe señalar que el camino es bastante accidentado. Pero lo compensan las buenas vistas, la variedad de pisos ecológicos, así como una flora y fauna diversa y exhuberante.

Laguna de agua oscura

Datos EXIF
Cámara: Nikon D3000
Lente: Sigma 17-50
f/14
1/30 s
ISO 100
Revelado con Adobe Lightroom

Ciertos seres muy cerca del cielo

Datos EXIF
Cámara: Nikon D3000
Lente: Sigma 17-50
f/5.6
1/320 s
ISO 100
Revelado con Adobe Lightroom

La niebla, la soledad, la muerte

Datos EXIF
Cámara: Nikon D3000
Lente: Sigma 17-50
f/5.6
1/2500 s
ISO 100
Revelado con Adobe Lightroom

Un sapo se abre camino entre la niebla

Datos EXIF
Cámara: Nikon D3000
Lente: Nikkor 35mm
f/2.2
1/220 s
ISO 100
Revelado con Adobe Lightroom

Fotografías tomadas por Juan Carlos Suárez Revollar el 27 y 28 de mayo de 2017.
© Todos los derechos reservados.
Para adquirir una licencia de uso de estas imágenes puede escribirnos a suarezrevollar@gmail.com