Obituario: Carlos Villanes Cairo

¡Vuela, aviador, vuela!

Carlos Villanes Cairo ha muerto. A continuación, publicamos un testimonio-homenaje de Juan Carlos Suárez, quien fuera su editor, amigo y uno de los más cercanos conocedores de su obra literaria.

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

La noticia llegó de madrugada desde el otro lado del mar: Madrid, adonde se había ido a vivir desde la década del ochenta: Carlos Villanes Cairo había muerto. Aunque nuestra amistad tenía al menos una década, yo lo conocía desde años antes. Entonces los escritores para mí pertenecían a esa estirpe de gentes lejanas, a menudo solo reconocibles a través de densas biografías o ediciones distantes. Era difícil vislumbrar a la persona que hay inmersa en esa imagen gastada de escritor. Lo primero que leí de Villanes fue «Los allegados de la conquista», un breve cuento que ocurre a pocos kilómetros de mi ciudad. Y a través de él me fue posible entender que la literatura sí podía situarse en cualquier lugar.

Portada de la primera edición de la novela ‘Incendio en el Valle Azul’, de Carlos Villanes Cairo.

Esa pequeña puerta me dio acceso al mundo dispar y diverso que es su obra, donde cientos de personajes se mueven por países y épocas casi inaccesibles para nosotros los lectores, simples mortales. Y es precisamente la muerte uno de los catalizadores en la historia de sus protagonistas: jugarse la vida por un ideal, una hazaña o la simple voluntad de seguir adelante. Es el caso del aviador Matt Rust, en Destino: la Plaza Roja. Un muchacho que no espera demostrar nada, salvo conseguir lo que nadie ha logrado: atravesar el bloqueo aéreo soviético de la Guerra Fría y aterrizar su frágil Cessna en la Plaza Roja de Moscú. O la gesta de Marina, una anciana española que viaja hasta la Argentina de Jorge Rafael Videla para rescatar a su nieta de los esbirros de la dictadura, en Retorno a la libertad. Menciono estas dos novelas —queridísimas para su autor— porque me fue confiada su edición peruana y por eso mi filiación con ellas es mayor. A propósito de estos dos libros, también cabe mencionar otro tema recurrente en su obra: las dictaduras, contra las que nunca ocultó su aversión. Y ahora puedo mencionar una tercera novela ─aún inédita y cuyo título definitivo solo conocen sus herederos─ que me dio a leer en una versión sin terminar. Es sobre la dictadura de Alberto Fujimori y de largo aliento. Le tomó 12 años escribirla y, sospecho, tiene lo necesario para convertirse en su obra definitiva.

Sus primeros relatos recogen el imaginario andino oral, que en clave más bien literaria y fantástica, nos alcanzaban esa explicación siempre fascinante del origen de, por ejemplo, el cuy, en «El rubio hijo de Wallallo y su destino eterno» o la fertilización del ganado, en «Los illas del Santiago». Si bien algunos relatos de La fragelación de Toribio Cangalaya, La lluvia de cielo ajeno y principalmente Los dioses tutelares de las wankas son muestra de que no rehuía a la literatura fantástica, lo suyo era el realismo. Un realismo de datos, a menudo cercano a la crónica periodística, predominante en gran parte de su obra siguiente y que se mudó al género novela. Así, dos de las más logradas dentro de la literatura histórica son El esclavo blanco, sobre Miguel de Cervantes, y La espada invencible, sobre el Cid Campeador (que, ya amigos, me dio a leer bastante antes de su publicación). El saqueo de Machu Picchu corresponde a este mismo grupo. Superficialmente podrían verse como crónicas noveladas, pero finalmente vence la literatura en ellas.

La mayor lección que Carlos Villanes me dejó fue que es posible escribir una novela situada en cualquier espacio y tiempo, así el autor se encuentre físicamente lejos. El truco: los datos. En la formación periodística es lo primero que se aprende: buscar fuentes, contrastarlas y, con base en los datos, construir una historia. Su ejercicio como periodista tiene su huella en esta parte de su obra. Y se amplió en libros como Las ballenas cautivas, una breve novela de aventuras situada en el Polo Norte que el Villanes-de-carne-y-hueso nunca pisó, pero el Villanes-literato alcanzó a conocer al detalle. Y definitivamente, el oficio de periodista se encuentra más presente que en ninguna otra en su novela póstuma sobre la dictadura fujimorista.
Mención aparte son sus libros juveniles e infantiles. Demarcan con claridad el mundo de los adultos que a menudo colisiona con el de los niños protagonistas. Es el caso de Cortavientos o, la última que publicó en vida, Incendio en el Valle Azul, cuyo primer ejemplar impreso alcanzó a recibir cuando ya estaba en una cama de hospital. La aventura en estos casos no tiene a la muerte como desencadenante de los hechos, sino el coraje y la fuerza vital de sus pequeños héroes.

En algún momento reuní el valor para lanzarme a escribir una novela. Fueron dos años arduos. Y en ese proceso, Villanes me llamaba a menudo, curiosísimo por saber cómo iba evolucionando esa historia que, salvo detalles muy genéricos, yo me negaba a revelarle. Al concluirla se la di a leer a varios amigos muy cercanos, pero no a él. Y la causa era mi temor a su veredicto. Además de novelista, Villanes era un brillante crítico literario. Una sentencia desfavorable, por eso, significaría para mí el fin del sueño de aspirante a escritor. Como crítico, en efecto, Villanes hizo estudios de varias novelas de Ciro Alegría, su maestro, de cuya obra era especialista. Había sumado una bibliografía crítica extensa sobre, entre otros, César Vallejo, Ricardo Palma o Enrique López Albújar. Pero también de varios premios Nobel, uno de ellos, José Saramago, era además amigo suyo.

Cuando por fin le envié el manuscrito de mi novela, a la que tentativamente había titulado Hidalgos…, fue sugerencia suya cambiar esa palabra porque sonaba rimbombante y no necesariamente reflejaba el alma de la novela. En una larguísima conversación telefónica, me hizo varias observaciones —que corregí de inmediato—, pero el verdadero objeto de su llamada fue para animarme a publicar.

Al conocerlas, las personas nos resultan más complejas que su mera imagen. Y Carlos Villanes no era la excepción. Aún recuerdo su emoción cuando me contaba lo mucho que amaba la aviación y que estuvo a punto de ser piloto en vez de escritor. «También habría sido feliz», me dijo. Y recuerdo su risa pícara, llena de jovialidad, cuando bromeaba: habrías sido feliz, sí.

Entonces comprendí que era inevitable escribir en la primera página de Cautivos de mar y tierra —título que finalmente elegí para mi novela—: «A Carlos Villanes Cairo, maestro».

* Foto de cabecera: cortesía familia Villanes Córdova.

Publicado en Gatonegro N°37, abril de 2020.

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Crónica: Rescatadores de perros

Rocío Navarro Mendoza es fundadora del albergue Sueño Compartido. Aquí, junto a Ñawi, uno de sus 86 rescatados.

Los salvadores

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

Cuando lo encontraron, un ojo le colgaba y en el otro tenía una catarata demasiado avanzada para curarse. Estaba desnutrido, muy enfermo y parecía haber vivido más tiempo que el promedio en perros. Con un nudo en el pecho, Rocío pensó que quizá lo mejor era dejarlo ir. En los cuatro años que llevaba rescatando perros, había visto morir a muchos porque la enfermedad o las lesiones ya eran irreversibles cuando llegaba para auxiliarlos. Mientras esperaba al veterinario, contempló la moribunda quietud del perro, que no dormía pese a tener su único párpado cerrado. Un mosquito revoloteaba sobre él y finalmente se posó cerca del ojo herido. Entonces el animal levantó una pata, se rascó la cabeza, una oreja y después el hocico. ¡Aún está en condiciones de espantar moscas!, pensó ella. ¿Realmente agonizaba? Ñawi —es el nombre que lleva ahora— hace su vida normal hasta donde su ceguera se lo permite. Convive en el mismo patio del albergue Sueño Compartido con otros 86 perros, todos con una historia igual de dolorosa que la suya. Pese a la exageración del número, ¡86!, parecen felices mientras esperan por un adoptante que tarda en aparecer y, para muchos, nunca llegará. Inconscientes de ese rechazo sobreentendido, veo retozar sobre la hierba a dos perros a los que falta una pata y a otro, más allá, cuya sillita de ruedas no le impide corretear con los demás. Y vuelve a mi mente algo que Rocío me dijo: por estos perros, por este albergue, lo ha sacrificado todo. Dejó su carrera, su trabajo y casi perdió a su familia. La pregunta surge sola: ¿cómo es posible que una persona lo deje todo por un animal?

Carolina Ramos de la Torre adoptó a un perro con el que logró un gran nivel de conexión.

Una opción de respuesta me la da Carolina Ramos de la Torre. Ella usa las palabras «hermano menor» y también «hijo» para referirse a su perro, un mestizo de color negro y gran corazón. También él fue salvado de la muerte: estaba entre la basura, dentro de un saco y al borde del sofoco. Su llegada cambió la vida de Carolina y su familia y se convirtió en una suerte de sostén emocional, que se potenció tras el fallecimiento de su madre. Es como si sintiese la tristeza y acudiese a un llamado, dice con el animalito en brazos, mientras este se acurruca contra su pecho.

En la relación de hombres y perros hay un estado —al que no todos consiguen llegar— donde se establece un fuerte lazo de comunicación, entendimiento mutuo y empatía. Quizá la palabra que buscamos sea «conexión». Una conexión como la que Rocío y Carolina han desarrollado y se refleja en un vínculo emocional, amistad y complicidad. Tan solo al mirarlos, siento como si hablasen, me entendieran y respondiesen, dice Fiorella Bernardillo. Apenas abre la puerta, toda una jauría sale disparada, feliz, estrechándose entre sí. Ella no tiene un albergue, pero sí la disposición de rescatar a los perros abandonados que se cruzan en su camino. Cuando se mudó de un departamento a una casa, ya criaba un perro necesitado de espacio. Después de encontrarlo, lo desparasitó y le hizo un corte de pelo. Aunque todavía estaba flaco, entendía que ya podía ser adoptado. Lo entregó, llena de desconfianza, a la recomendada por una conocida. Sus sospechas no se equivocaban: la mujer lo dejó extraviarse y Fiorella debió recorrer la ciudad por semanas en su busca. El animalito regresó a sus manos peor que la primera vez: su cuerpo estaba cubierto de llagas y tenía lesiones que hacían adivinar una violación. Fue difícil enseñarle a confiar otra vez, hacer que conviva con las personas y entienda que nadie volvería a hacerle daño. Recibió un nombre, esta vez definitivo: Chato, y se unió a los demás perros-amigos-hijos de Fiorella. Suman diez, ¡diez!, y ella reconoce que son casi demasiados. Por sus perros ha debido cambiar de casa más de una vez, la última desde una zona residencial a otra algo alejada pero mucho más espaciosa y tolerante con los animales. Flor Jáuregui, animalista desde hace 25 años, me dice más: si logras una conexión con tu perro, parecerá que entiendes su idioma. Si está herido, sentirás su dolor y percibirás en sus ojos aquello que te quiere decir. Ellos también tienen emociones, dice al recordar a Lucero, una perrita que ha marcado la vida de su familia. Era como una tercera hija. A veces casi se comportaba como un ser humano. Y lo más importante, su presencia ayudó a sanar a una de las niñas de un mal rarísimo que parecía no poder identificarse. De pronto compartían alegría, amor y la misma fuerza de vivir.

Fiorella Bernardillo tiene diez perros en casa, todos rescatados por ella misma.

Igual que con Fiorella, los primeros perros que Rocío rescató acabaron en su casa. Y como es natural, esto le trajo problemas familiares. Su fin era ayudarlos a recuperarse de la mala vida que habían llevado en las calles y encontrarles un adoptante. No siempre es fácil luchar contra el prejuicio de que es imposible adoptar a un perro adulto. Desde que son cachorros hasta su vejez, los perros son como niños, dice. Se les puede entrenar y es sencillo acostumbrarlos a asumir rutinas para adaptarse a los hábitos de su nueva familia. El problema es encontrar personas que no se echen para atrás pasados unos meses. Es recurrente, además, que algunos compren en el mercado de mascotas a un cachorro al que arrojan a la calle en cuanto ha crecido. En estos casos su esperanza de vida difícilmente supera las ocho semanas, ya sea porque son atropellados, se contagian de alguna enfermedad o simplemente por el hambre y el frío. Por estas razones, su albergue da en adopción a no más de cuatro adultos por mes. Mantener 86 perros requiere mucho trabajo y compromiso de sus dos ocupantes permanentes: Rocío Navarro y Frank Rodríguez, su pareja. Por fortuna, las necesidades de mano de obra se cubren con decenas de voluntarios que, principalmente en fines de semana, asisten para bañar a los perros, prepararles el alimento, dosificarles las vacunas y, lo más delicado, ayudar en el seguimiento de la calidad de vida de los adoptados con sus nuevos dueños. Me entero aquí, además, de que el albergue está pronto a mudarse, otra vez. Funciona en un inmueble alquilado, a las afueras de Huancayo. Pero ese no es su desembolso más importante. Ni siquiera la enorme cantidad de alimentos para 86 perros. Frank me explica que las medicinas se llevan el grueso del presupuesto. Aunque tienen ciertos ingresos, como algunas donaciones y las ventas al menudeo de accesorios para mascotas durante sus campañas dominicales, nunca es suficiente. Por eso, cada cierto tiempo él debe volver a ejercer la ingeniería, lo que le permite recapitalizarse para sostener los gastos del albergue por algunos meses más.

Jamis Vilcapoma, madre de Fiorella Bernardillo, quien tiene tanto compromiso como ella para cuidar a sus diez perros.

Otro modo para rentabilizar el albergue es la terapia asistida con animales. Se trata de un método alternativo que busca una conexión de los pacientes con los perros y permite mejoras en el tratamiento del Alzheimer o el autismo. No solo podemos socorrer a los animales, dice Rocío. Ellos también lo hacen con las personas, como pasó conmigo. En lo vivido por Carolina y una de las niñas de Flor, la presencia de un perro las ayudó a alcanzar un estado psicológico saludable. El hombre puede superar la depresión y los traumas con solo tener un perro, afirma Rocío. Y Flor agrega que la naturaleza de estos animales es generosa y desinteresada: es el ser más confiable que pueda existir. Puede que alcanzar una conexión, entonces, no dependa exactamente del perro, sino de si la persona está dispuesta.

Después de su baño de fin de semana, los huéspedes del albergue se secan al sol.

A mi regreso al albergue, unos veinte perros vienen ladrando hacia mí. Casi pego un salto atrás, pero percibo en ellos esa felicidad, esa confianza —otra vez— en el ser humano. Y comprendo que no tienen intención de atacar. Al lado un par de muchachos bañan a un perro y, más allá, unas chicas reparten comida. Rocío y Frank están afanadísimos y apenas me prestan atención. Al verlos trabajar rodeados por tantos seres salvados de morir creo entender que dedicar una vida a los animales solo se explicaría por el amor hacia ellos. Y surge la pregunta: ¿qué será de estos perros el día en que, simplemente, ustedes ya no puedan más con el albergue? Rocío es tajante: eso nunca ocurrirá. Este será mi modo de vida hasta el final.

Si deseas hacer parte de tu familia a un perro del albergue Sueño Compartido (Huancayo, Perú), comunícate al 930470771.

* Esta crónica es parte de la serie Los héroes son otros.

Publicado en Gatonegro N° 23. Enero de 2019.

Crónica: Bosque de piedras de Viuda Lumi

El camino que une los distritos de Pucará y Pazos, al pie del bosque de piedras de Viuda Lumi.

Un pueblo de rocas y cielo

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

El bosque de piedras de Viuda Lumi se ubica en el distrito de Pucará, a unos 25 km de Huancayo (Junín, Perú), y a poca distancia de la frontera con el distrito de Pazos (Huancavelica, Perú).

Una primera sensación al poner los pies en Viuda Lumi es la soledad. Una soledad interrumpida por los coches que, cada treinta o cuarenta minutos, atraviesan pesadamente este camino que parece perderse entre la niebla del horizonte. Por aquí las rocas han adquirido formas a las que los pobladores reconocen como un sapo, un cóndor o, más allá, un ratón o una lagartija. Nos encontramos a 4200 m s.n.m. y a esta altura cualquier esfuerzo te pasa factura de inmediato. Y lo comprobamos al intentar ascender el cerro a pie.

Kilómetros abajo, un anciano nos dice que, hace más de un siglo, por aquí pasaron las tropas de Cáceres para vencer al ejército chileno. En efecto, estamos en la localidad de Marcavalle, muy cerca de donde ocurrió la célebre Batalla de Marcavalle y Pucará, durante la Guerra del Pacífico de 1879-1883. Pero el anciano también nos cuenta una leyenda sobre la formación de Viuda Lumi, que resulta otra variante del castigo divino recibido por la mujer del Lot bíblico.

Viuda Lumi significa en quechua wanka piedra de la viuda. Se encuentra en la parte más elevada del camino que une los distritos de Pucará y Pazos, uno perteneciente a la región Junín y el otro a Huancavelica. Por eso, debido a su altura, hay instaladas en las cumbres decenas de antenas que afean pequeñas porciones del paisaje, pero permiten estar comunicadas a las localidades de la zona. Salvo este detalle, la vista es imponente y grata la estadía. Prometemos regresar pronto.

Publicado en Bitácora N°60. Noviembre de 2018.

Crónica: El deporte, la política, la guerra

Adolf Hitler y sus socios durante los Juegos Olimpicos de Berlín 1936.

El deporte, la política, la guerra

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

En la siguiente crónica, el autor reflexiona sobre el papel de los deportes en la política mundial y los conflictos bélicos durante el siglo XX. Y nos cuenta cómo el deporte, aunque de naturaleza fraterna y libertaria, ha estado manipulado por diversos regímenes según sus conveniencias políticas. A la orden estuvieron desde presiones con amenazas solapadas hasta la institucionalización del doping.

Cuenta una leyenda que algunos pueblos resolvían sus diferencias con una primitiva pelota que debían llevar hasta su territorio para ganar. Lo hacían a golpes de puño y objetos contundentes y no era raro que el desafío acabase con heridos. Es un antecedente poco importante del fútbol salvo porque, en algún momento, los deportes reemplazaron a los enfrentamientos bélicos. Ocurrió, principalmente, durante la Guerra Fría, cuando los Juegos Olímpicos heredaron el cuadro medallero inventado por el régimen Nazi y se convirtieron en un nuevo campo de batalla. Los vencedores, a menudo, lo eran porque provenían de un país económica y tecnológicamente más fuerte. Desde entonces la inversión determinó los logros deportivos, ahora asunto político y de Estado. Atrás quedó esa época en que el esfuerzo y la perseverancia podían imponerse a la falta de recursos.

El estadounidense Jesse Owens, uno de los grandes triunfadores de los juegos olímpicos de Berlín 1936.

Muchos deportistas sufrieron las consecuencias de esa politización, que en algunos países llevó a una segregación social y étnica. Uno de los más dolorosos es el del austriaco Matthias Sindelar, futbolista judío que usó su enorme prestigio para desafiar a los nazis en el último partido de Austria como país, poco después de su anexión a Alemania. El Ministerio de Deportes del III Reich organizó un partido amistoso entre ambas selecciones. Secretamente, había prohibido marcar goles a los delanteros austriacos. Pero Sindelar anotó un gol y lo celebró danzando ante los funcionarios alemanes. Después de pasar a la clandestinidad moriría por un envenenamiento con gas de estufa. Nunca se aclaró si fue accidente, suicidio o asesinato.

El austriaco Mathias Sindelar, uno de los mejores futbolistas de la historia, y otra víctima de la política que se inmiscuye en el deporte.

Las dictaduras militares de las décadas del sesenta y setenta, en América Latina, también se sirvieron del fútbol. Un ejemplo es el Mundial de Argentina 1978, durante el gobierno del general Jorge Videla. Ese 6-0 a Perú que dio la clasificación a Argentina y dejó fuera de la copa a Brasil hizo surgir la sospecha de un arreglo por la junta militar argentina. Lo probado es que el campeonato de su selección ayudó a atenuar la impopularidad de Videla y a distraer de los problemas económicos y las graves violaciones a los derechos humanos. Algo similar ya había ocurrido con la Italia fascista de Benito Mussolini, sede de la Copa del Mundo en 1934. Para empezar, su selección tenía a cuatro argentinos y un brasileño, lo cual iba contra el reglamento de la FIFA. Hoy se sabe que ganaron sus partidos con sobornos, amenazas de muerte y una ayuda arbitral escandalosa.

La mano de Dios (y de Maradona), en México 86. Acaso el partido de fútbol emblema en la historia de los campeonatos del mundo del desquite tras una guerra perdida.

Fue el régimen de Adolf Hitler uno de los primeros que vio los deportes como maquinaria de propaganda para demostrar su superioridad racial. Por eso dio prioridad a la organización de los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 y a la preparación de sus deportistas. Estos habían sido elegidos según los cánones étnicos que harían tristemente célebre al nazismo. Que obtuvieran la mayoría de medallas tiene su razón en haber conjugado una gran inversión con un entrenamiento serio y disciplinado. Pero como en todo deporte, un método no siempre da el mismo resultado. El Perú de Lolo Fernández venció a la invencible Austria, aunque el partido fue anulado, dicen, por mediación de Joseph Goebbels, mano derecha de Hitler. Y en la prueba insignia de las olimpiadas —los cien metros planos— ganó el afroamericano Jesse Owens, cuya victoria sería usada por los Aliados como propaganda antinazi durante la guerra.

El Perú de Lolo Fernández. La selección peruana de fútbol fue otra víctima del régimen Nazi en los Juegos Olímpicos de 1936.

La rivalidad deportiva entre los bloques soviético y capitalista —después de la guerra— se agudizó desde la década del sesenta, cuando llegó la distensión y las armas nucleares dejaron de ser exclusividad de Estados Unidos. Antes de eso, incluso, las Alemanias divididas habían enviado sus delegaciones a los Juegos Olímpicos con una sola bandera. El rol del Estado en los deportes ya no se limitaba al financiamiento y las labores burocráticas. Se hacía necesario obtener triunfos y demostrar al mundo que los mejores elementos de su población, los deportistas, eran superiores a los del enemigo. La Unión Soviética tenía un programa de entrenamiento durísimo; pero Alemania del Este quiso dar un paso más que su socio. Inició, entonces, el programa más sofisticado de desarrollo de fármacos para mejorar el rendimiento deportivo. Se sabe que reclutó a dos mil médicos solo para la investigación. Como resultado, desde 1968 hasta 1989 formó deportistas exitosísimos en los Juegos Olímpicos, solo detrás de la Unión Soviética en el medallero desde Montreal 1976. Tiempo después se sabría que fue gracias al oral-turinabol, medicamento rico en testosterona que aumenta la fuerza, la agresividad y la resistencia.

El estadounidense Lance Armstrong, despojado de sus triunfos por dopaje en los siete Tour de Francia de 1999 a 2005. Personifica, acaso, el mayor fraude en el ciclismo y los deportes (foto: Roberto Bettini).

Con el fin de la Guerra Fría y la reunificación de Alemania, en 1989, miles de médicos expertos en dopaje quedaron sin empleo e iniciaron un peregrinaje por todo el mundo en busca de equipos deportivos que los acogiesen. Para entonces los nuevos medicamentos libraban una carrera con la capacidad de detección de las pruebas antidoping, siempre tardías y poco eficaces. Por ejemplo el ciclismo tiene decenas de campeonatos declarados desiertos, años después, al descubrir que los ganadores se doparon. Pero resulta que también lo hicieron el segundo puesto, y el tercero, y el cuarto…

Llegamos, entonces, a quienes entrenan por amor al deporte y a su patria, independientemente de los triunfos. Y a quienes triunfan porque se prepararon con esfuerzo y perseverancia, pese a la falta de recursos, una constante en países como el Perú. También recordamos a Hugo Sotil cuando se saltó la prohibición de su club español para incorporarse a la selección peruana y ganar la final en la Copa América con un equipo de afrodescendientes y mestizos (producto del modelo de reivindicación de Juan Velasco Alvarado). Y al vecino Diego Armando Maradona, polémico y a veces impresentable, cuando después de la Guerra de las Malvinas jugara por su selección contra Inglaterra y le anotara dos goles: uno, el más bonito jamás marcado en una copa del mundo; y el otro, con una mano del desquite, porque las derrotas en el campo de batalla son más dolorosas que en una cancha deportiva.

Publicado en Gatonegro N°17 de junio de 2018.

Crónica: Sebastián Rodríguez, fotógrafo del minero morocochano

‘Grupo de mineros’. Foto: Sebastián Rodríguez. Archivo Familia Rodríguez Nájera.

Sebastián Rodríguez, fotógrafo del minero morocochano

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Este año se cumple medio siglo de la muerte del fotógrafo huancaíno Sebastián Rodríguez. Su obra, redescubierta hace poco gracias a la investigación de la estadounidense Fran Antmann, constituye uno de los archivos fotográficos más valiosos de la actividad minera en un país en vías de desarrollo a inicios del siglo XX.

Hay una imagen vivaz, tierna e imponente en cada una de las fotografías que Sebastián Rodríguez tomó a lo largo de más de 40 años en el asiento minero de Morococha (provincia de Yauli, en la región Junín). Nacido en Huancayo en 1896, entró en contacto muy joven con el prestigioso fotógrafo limeño Luis Ugarte, para quien trabajó como asistente a lo largo de una década. Fue a través suyo que consolidó su vocación. Poco después de independizarse —ya en 1928— acabó emigrando a una pequeña ciudad minera de la sierra central: Morococha.

La fundación de Morococha se remonta a mediados del siglo XVIII. Con cierres y reaperturas, funcionó a lo largo de los años con algunas de las peores condiciones laborales en el sector minero. Sin embargo, el importante movimiento económico que significaba atrajo a obreros, técnicos, negociantes y grandes empresarios. Para finales del siglo XIX su población superaba el medio millar, pero se consolidó cuando la Morococha Mining Company aglutinó la mayor parte de sus operaciones. Fue Cerro de Pasco Copper Corporation —era la misma empresa con nuevo nombre— la que tomó los servicios de Sebastián Rodríguez para el registro de sus empleados. Uno de los primeros contactos con Morococha de los nuevos mineros era la visita al estudio fotográfico a fin de ser retratados para el archivo de la compañía. Rodríguez desempeñó ese trabajo durante 40 años hasta que le fuera robada su vieja cámara Agfa. Para la estudiosa Fran Antmann eso le afectó tanto que podría ser una de las causas de su muerte, acaecida en 1968.

Como se trataba del único fotógrafo de la ciudad, no era raro que también se ocupase de registrar eventos familiares, matrimonios, grupos de trabajadores o, lo más característico: funerales, pues los accidentes y, por consiguiente, las muertes, eran muy habituales. El grueso de sus fotografías las tomó entre las décadas de 1930 y 1940. Destacan, por ejemplo, la titulada ‘Grupo de mineros’, donde se puede observar las pésimas condiciones laborales y de seguridad; ‘El contratista Froilán Vega con su grupo de Chanquiris’, que muestra la pirámide social del lugar, con las mujeres pallaqueras abajo, pues ganaban apenas medio jornal; ‘Velorio de un minero muerto a causa de un accidente’, con una escena ya habitual en un lugar donde la muerte era cotidiana; o la dolorosa ‘El violador y su víctima’, pieza maestra del conjunto, donde se ven retratados el anciano perpetrador, la niña víctima y dos guardias civiles.

El folclorólogo huancaíno Luis Cárdenas Raschio (1933-2012), quien también fuera fotógrafo y propietario de uno de los archivos fotográficos más valiosos de toda la región Junín, lo recordaba como un personaje algo retraído pero muy amable. “De Sebastián Rodríguez aprendí algunas técnicas”, me contó antes de fallecer. “Entonces la fotografía era privilegio de pocos, pero igual no se negaba a enseñar”.

Para Andrés Longhi, del colectivo Ojos Propios, Sebastián Rodríguez es a Junín como Martín Chambi a Cusco. “Sebastián Rodríguez es el fotógrafo del coraje: coraje el suyo, coraje el de su familia; coraje el que inspiró a tantos a trabajar por difundir sus fotografías”, añade.

Además del robo de su cámara, también afectó a su obra fotográfica la salida obligada de su familia de Morococha, pues la casa que ocupaban les fue requerida por la empresa. En ese trajín, gran parte de su archivo se deterioró o se perdió. Cuentan que hasta hace no mucho, era posible comprar algunas fotos suyas en Morococha y los alrededores.

Aunque ya era algo reconocido, a mediados de los noventa la estudiosa Fran Antmann inició la recopilación y difusión de su obra. Pero fue el empuje de Amanda Rodríguez Nájera, su hija, el que permitió continuar con esa labor de divulgación gracias a conversatorios, publicaciones y exposiciones que impulsó.

Hay un gran trasfondo antropológico en cada una de sus fotografías que aún se conservan. Hoy en día su obra ha ganado un enorme valor documental, histórico y, sobre todo, artístico. Desde la primera exposición en el Museo de Arte de Lima (MALI), en 2007, el prestigio de Sebastián Rodríguez se ha ido afianzando y ya se le equipara con otro gran fotógrafo peruano: Martín Chambi. Sus fotografías constituyen el mejor legado que podría recibir el lugar donde nació: Huancayo, una ciudad donde sus descendientes y muchos de sus admiradores todavía vivimos.

Publicado en Gatonegro N° 16. Junio de 2018.

 

Crónica: El escarabajo de Volkswagen en Huancayo

Escarabajo en las alturas de Pucará (Huancayo).

Esos agujeros al pasado que surcan la ciudad

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

—Por donde sea que vayamos haznos llegar bien —susurra José en la soledad de su taller. Pero no está exactamente solo. Junto a él está aparcado su Volkswagen blanco. Contempla sus faros circulares, el borde del capó ovalado bajo el parachoques metálico y le parece que el auto le esboza una sonrisa. José Casahuillca Taipe repara escarabajos todos los días, pero al finalizar la semana cambia su mameluco de mecánico por el de competición. Aquella tarde tiene una carrera, y su escarabajo se porta de maravilla. Regresa a casa con el trofeo de ganador bajo el brazo. Y a la mañana siguiente el auto no enciende. «Es como si estuviese cansado», dice. «Debe de querer su mantenimiento, su revisión. Le gusta que se le engría». Para José un escarabajo tiene como vida propia. «Si tú le conversas, le hablas, te va a llevar a donde sea», afirma tajante.

Rolando Nuñez Medrano también participa en competiciones de escarabajos. Se compró por curiosidad uno del año setenta y siete y le gustó tanto que ahora tiene tres. Los usa indistintamente, no solo para las carreras, sino también para la vida diaria. «Son simples de manejar, agradables. Con ellos se siente la conducción», dice. En efecto, en un escarabajo la menor maniobra impacta en los ocupantes: desde un bache, un frenazo o una breve demora al operar los cambios. Y pese a lo incómodo que podría resultar para alguien poco familiarizado, puede que sea justo eso lo que apasiona a sus propietarios. «La idea es manejar tú y no que el carro lo haga todo», agrega. Por esa sencillez mecánica un escarabajo es fácil de reparar. Pero también hace necesario que el conductor tenga nociones básicas de mecánica. «En una ocasión fui hasta Huancavelica para auxiliar a un cliente», dice José. «Seis horas de viaje para que todo el problema sea un simple cable que se había soltado por el movimiento».

Robert Monge Larrea tiene su escarabajo desde hace nueve años. «Poco a poco le acabas agarrando cariño, se establece un lazo muy fuerte con él», dice. Y también lo fue reparando, agregándole complementos, modernizándolo. Su escarabajo cuenta con sensores de retroceso, frenos de disco y un sistema audiovisual al que envidiaría un auto del año. Se gastó al menos veinte mil soles y no lo lamenta. Igual que José, Robert opina que en la actualidad el concepto de económico para referirse a un escarabajo ya es un mito. «Los autos modernos, con su sistema de inyección sí ahorran combustible», afirma. «El escarabajo podría ser económico solo en el precio de las autopartes o a la hora de adquirirlos».

Miguel Angel Villaverde adquirió su escarabajo hace trece años y no planea deshacerse de él. «Si se puede, cuando mi hijo crezca será su nuevo dueño», dice, aunque tampoco le entusiasma cambiarlo por un vehículo moderno. Hace no mucho dejó en ridículo a cuatro camionetas durante un viaje. Un deslizamiento de tierra se había llevado media carretera. Con cierta sorna, los otros conductores lo animaron a que probara a atravesar el lodo. «Tu carro es chico», le dijeron. «Si se planta, lo empujamos». Pero su escarabajo pasó sin problemas. «Y al llegar el turno de las camionetas, todas se trancaron. Ni siquiera activando el 4×4 pudieron pasar», sonríe, da una palmada cariñosa al techo granate de su auto. Dos colegiales señalan su escarabajo desde lejos. «Sapo rojo», exclama uno. «Es guindo», le corrige el otro. Intercambian pellizcos indignados, un pequeño empujón. Finalmente ríen, siguen amigos, continúan su camino.

Hubo una época en que los escarabajos casi desaparecieron de las ciudades, a mediados de la década del noventa. «En ese tiempo pasábamos el día mirando las paredes del taller, a veces sin un solo cliente», dice José. Pero pronto la gente retomó su gusto por los Volkswagen. Había que recuperarlos desde condiciones de desuso, a veces de chatarra, y restaurarlos. Es casi imposible encontrar en el Perú un escarabajo fabricado después de 1987, cuando Brasil cesó su producción y solo quedó la opción mexicana. ¿El Estado podría impedir su circulación por un tema de antigüedad? Para José eso es remoto. «Basta ver el parque automotor de Europa y Estados Unidos; allí aún circulan unos sapitos increíbles», dice. «Los repuestos se siguen fabricando en distintos países, y en marcas nuevas que no dejan de aparecer».

Entonces un chico de unos dieciocho años llega a bordo de un Volkswagen beige. Su padre se lo acaba de dejar en herencia. «Me quedé botado de camino a Concepción», se queja. Pero casi de inmediato sonríe, chasquea la lengua: «Y en eso se estacionó un sapo azul y bajó un viejito de los de terno y sombrero. Movió unas mangueras del motor y lo hizo arrancar».

—Siempre es así —dice José—. Cuando un sapito está en problemas los otros le van a ayudar.

Huancayo y los amantes del escarabajo
Se cuentan, al menos, cuatro clubes en Huancayo que aglutinan a los aficionados a estos simpáticos autos. Destacan Cave-Huancayo (filial local del club con presencia nacional) y Vocho Club Huancayo, ambos abiertos y de participación libre. Además de facilitar a sus miembros el intercambio de información para la restauración de sus vehículos, organizan carreras, exposiciones y —lo que les da más orgullo aunque exhiben menos que sus escarabajos— diversas obras sociales.

Tips si deseas adquirir tu primer escarabajo
• En el mercado peruano pueden fluctuar entre los cuatro y nueve mil soles. Pero no hay que confiar solo en el precio. Es necesario que un conocedor de confianza te asesore, o podrías acabar comprando un carro maquillado.
• Si notas que estás tratando con un revendedor, debes prestar más atención. Ellos conocen muchos trucos para ocultar defectos que más tarde podrían costarte miles de soles.
• Obligatoriamente lleva el vehículo adonde un mecánico que mida la compresión del motor. Si supera los índices de 80 funcionará todavía por un tiempo. Lo ideal es que se encuentre por encima de 90.
• Si ha sido traído de Lima, revisa concienzudamente el piso y los largueros. La humedad de la costa hace estragos en el metal. Si hay corrosión su reparación podría costarte entre dos y tres mil soles. En estos casos la mano de obra es muchísimo más cara que los repuestos.
• Revisa también los neumáticos y que las puertas no estén colgadas. Si la pintura o el tapiz están muy nuevos, hay que desconfiar. Un baño de pintura oculta los defectos, pero al cabo de algunas semanas se comenzará a pelar y podrías encontrarte con daños estructurales cuya reparación superaría el precio del vehículo.
• La documentación es muy importante. Cuida que esté a nombre del vendedor, que las series del motor y el chasís coincidan con la tarjeta de propiedad y que no tenga multas ni órdenes de captura.
• Si deseas restaurarlos al estado de un escarabajo clásico te tocará invertir al menos diez o quince mil soles más.

Publicado en Sobre Ruedas & Motores N°6. Julio de 2016.

Crónica: Ciclismo en Huancayo, esos hombres máquina en dos ruedas

Competidores huancaínos junto con representantes de Colombia y Bolivia en la Vuelta Ciclística Internacional Orgullo Wanka.

Esos hombres máquina en dos ruedas

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

Fotos adicionales: Cortesía Vuelta Ciclística Internacional Orgullo Wanka

Con cada vez más frecuencia, ciclistas huancaínos obtienen premios nacionales e internacionales. Desde hace décadas, este deporte en Huancayo ha sufrido cambios que ya lo colocan en una línea de profesionalización. Acompáñanos en este reportaje sobre el estado actual del ciclismo y de las ventajas de andar en bicicleta.

En algún momento la historia de cada ciclista es la misma: el muchacho que contempla fascinado a quienes ya practican el deporte y decide que también se lo pasaría bien pedaleando por la carretera. En una ciudad mediana como Huancayo, los ciclistas conforman una pequeña comunidad que rebasa las rivalidades propias de la competición. Así, es natural verlos intercambiar experiencias y consejos —además de repuestos y accesorios— independientemente del color de sus maillots.

Ronald Ventura Torres dejó de competir hace diez años, pero eso no significa que haya abandonado el ciclismo. Después de una trayectoria con participaciones internacionales, volvió a los recorridos dominicales de sus inicios. «La bicicleta te da libertad», dice. «Puedes ir a donde quieras y detenerte para admirar paisajes a los que no accederías en carro o a pie. Incluso extraviarte en medio de los cerros, lejos de cualquier parte, es una aventura».

El Centro de Alto Rendimiento

Convertirse en ciclista de élite no solo implica entrenar al menos cinco horas diarias, sino sacrificar ese encanto de los paisajes que se tienen tan… tan cerca. Tienes que pasar de largo por aquellos senderos que se meten al interior del valle y limitarte a mantener la atención en la carretera —que casi siempre es la misma— y en el ritmo cardiaco, tiempos y distancias. Antes y ahora, «una constante ha sido el entrenamiento a solas, muchas veces estableciendo las jornadas por instinto o por el binomio ensayo-error», agrega Ronald. La razón: la carencia en Huancayo, hasta hace muy poco, de entrenadores que ofrezcan asesoría y soporte en planes de preparación adaptados a cada conformación física. Pero este panorama ha comenzado a cambiar gracias a la puesta en marcha del Centro de Alto Rendimiento. Su consigna es obtener resultados positivos para el Perú en los próximos Juegos Deportivos Panamericanos con los cuatro ciclistas que han sido seleccionados en la región Junín. Y, claro, sus especialistas también ofrecen consejo y asesoría a los demás ciclistas que los requieran.

Si bien ya existía en otras ciudades, el Centro de Alto Rendimiento de Huancayo comenzó a funcionar desde hace poco más de veinte meses. Contar para la preparación con entrenadores, médicos, psicoterapeutas o asistentes sociales cambia el estado de semidesamparo en que suelen trabajar nuestros deportistas. «Cuadrar el rendimiento del ser humano con el de una máquina, en este caso una bicicleta, es ciencia», afirma el promotor deportivo Johnny Romero, «eso incluye la resistencia al viento, la alimentación o el manejo del estrés en el deportista durante la competición».

Las competiciones

La Vuelta Ciclística Internacional Orgullo Wanka, que acaba de celebrar su séptima edición, se ha convertido en una de las competiciones más importantes del país. Su organizador, Johnny Romero, es dirigente del equipo Romero33 y, principalmente, un entusiasta del ciclismo. Para él, «Huancayo es una tierra generosa en cuanto a potencial para desarrollar ciclistas de alta competición».

Abilio Lázaro Valdés es promotor deportivo y, también, exciclista. Es además organizador del Desafío Alta Sierra, competición de montaña que recorre los territorios de Concepción, Comas y Cochas, y cuya vigesimosegunda edición se celebró en setiembre último. «Promover competiciones puede ser una iniciativa personal, pero requiere de una asociación público privada», dice.

La importancia de las competiciones rebasa el mero hecho de conocer qué ciclista es el mejor. Su función es más bien servir de incentivo para un entrenamiento constante, además de permitir, a través de los premios, rentabilizar la práctica del ciclismo. Ronald Ventura opina que «en los últimos años se ha ido reduciendo su número». Al no haber competiciones, «el nivel de los ciclistas acaba por decaer». Abilio Lázaro es de la misma opinión, aunque destaca las ventajas de organizarlas: «potencia los atractivos turísticos del territorio de un gobierno local y moviliza la economía. Competidores y visitantes consumen hotelería, alimentos y hasta artesanía del lugar». Y agrega que «eso se deriva en una buena imagen para cualquier gestión».

Medio de locomoción

Si bien Huancayo no parece la ciudad más amigable con el uso de la bicicleta, sí cuenta con la ventaja de sus distancias cortas y algunas vías alternas a las zonas de tránsito vehicular más denso. «Huancayo tiene todo el potencial para un uso eficiente de la bicicleta», afirma Lázaro. «Los recorridos urbanos habituales son de dos kilómetros, a veces de tres. A una velocidad moderada no te cansas y apenas transpiras». Johnny Romero, por su parte, cree que «no deberíamos llenar la ciudad de carros. Se puede manejar bicicleta desde los dos años hasta los cien. Es hora de pensar en una ciudad más limpia y sana».

Y volvemos al muchacho fascinado con recorrer las carreteras en bicicleta. Con muchísimo trabajo, inversión y voluntad, podría convertirse en el próximo campeón nacional de ciclismo. O elegir ser solo ese ciudadano responsable con el ambiente, convencido en que no usar automóviles reduce las emisiones y beneficia la salud. Puede que sea este último quien más falta hace en momentos de tanto apuro para el planeta.

Publicado en Gatonegro N° 9. Setiembre de 2017.

Crónica: A Tayacaja Nororiente en bicicleta

La mayor parte del camino se abre paso entre quebradas y de cerro en cerro.

Un paraíso entre montañas

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

 Pocos lugares tan cercanos a Huancayo ofrecen la magia y belleza del nororiente de Tayacaja (Huancavelica), que ahora forma parte del VRAEM. Aunque la ruta es difícil, sus paisajes y pisos ecológicos bien lo valen. Acompáñanos en esta travesía a bordo de una bicicleta.

Un recorrido accidentado y hasta peligroso no basta para anular el encanto de los caminos rurales. Y son perfectos si lo tuyo es explorar espacios nuevos con la naturaleza de protagonista. Nuestro punto de partida es Huancayo y la llegada, 101 km adelante, el paraje de Chiquiac, una quebrada arenosa y ardiente a 1180 m s.n.m., por cuyo centro pasa un río Mantaro fortalecido por decenas de arroyos y torrentes a los que ha engullido. Apenas salimos debemos subir 25 km hasta los 4500 m s.n.m., en San Marcos de Rocchac. Rodar en bicicleta por la puna en pleno invierno es mala idea si no estás lo bastante abrigado. Y sabemos que nos espera un descenso largo, en el que la temperatura podría bajar hasta -10 grados.

La construcción de la carretera Huancayo-Huachocolpa, en el noreste de Tayacaja, tiene una historia que han vivido al menos cuatro generaciones. Empezó en la década del sesenta, cuando solo existía una vía de herradura por la que se debía caminar durante tres días. Una alternativa eran las avionetas que despegaban de Huamancaca Chico y, media hora después, descendían en una pista angosta al borde del Mantaro, en el paraje de Ukuchapampa. Fue una buena opción hasta que, tras años de jugarse la vida al aterrizar, una de ellas acabó en el río y ahuyentó a las otras. Hoy el transporte es solo terrestre y, aparte de las minivan para pasajeros, predominan las camionetas 4×4, que tardan no más de cuatro horas hasta el destino que planeamos, y otras tres si se quiere llegar a Huachocolpa.

Una segunda subida tiene su recompensa con la maravillosa vista de las lagunas gemelas de Kylli, de perturbadoras aguas negras. Numerosas leyendas azuzaban el miedo a ellas: una interconexión subterránea entre ambas, un daño latente a partir de las seis de la tarde o a que tocar sus orillas era la muerte. En la actualidad, en la menos temida de las dos, se desarrolla la industria piscícola.

Al poco de llegar a Huari se nubla y una suave niebla cubre el horizonte. Optamos por seguir hasta Acobamba para almorzar, donde nos recibe una bandada de loros, que será seguida por muchísimas otras hasta nuestro destino. Desde este punto la orografía pedregosa hace más duro bajar. Ya estamos en un piso tropical, por lo que los mosquitos no tardan en aparecer.

La mayor parte del camino se abre paso entre quebradas, salvo cuando se asciende por el borde de abismos con más de un kilómetro de fondo. Por allí discurre un río cristalino que cambia de nombre conforme avanza: Acobamba, Chalwas o Toroccasa. Se dice que hay pesca abundante en sus aguas, pero varios letreros lo prohíben. Cruzarlo ya no es un problema gracias a los puentes de acero y concreto que contrastan con los dos palos largos, apenas anchos como una rueda, de los años noventa.

Una subida ligera inicia en Matibamba, a 1650 m s.n.m., y seguirá constante hasta nuestro destino. La baja velocidad sirve para notar al borde del camino cientos de nichos que nos han acompañado desde que partimos. «Es porque alguien murió ahí», nos repite un poblador. Atravesamos Manchay, pueblo célebre por su producción de plátano, chirimoya y palta, y llegamos a Potrero. La subida se hace más dura desde K’erquer, solo grata por la cercanía de la puesta de sol.

Estos pueblos han alcanzado ciertos beneficios desde el Estado a partir de su inclusión al Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM). Pero el perjuicio es mayor debido a la aprensión por calificarse ruta del narcotráfico, lo cual los descarta como opción para el turismo vivencial, rubro en que tienen enorme potencial.

Atravesamos el pueblo de Loma con los últimos rayos de sol y aceleramos para arribar a San Antonio antes del anochecer. Las camionetas que nos rebasan ya llevan las luces encendidas y hacemos lo propio con nuestras lamparitas a pilas. Aunque el destino se ve desde el cerro en que nos encontramos, resulta un largo tramo que se interna en una gran quebrada que a su vez contiene otras más.

Una ducha tibia y la cena caliente no bastan para reparar el agotamiento. Dejamos el descenso a Chiquiac para la mañana siguiente. Estamos a 2300 m s.n.m. Desde aquí el Mantaro es apenas una raya sinuosa entre dos enormes montañas secas, cubiertas por cactus, y con un arroyo de aguas salinas imposibles de beber. Cuentan que antes de hacerse carrozable, este camino era el más difícil de atravesar. Pronto el sol calienta el suelo arenoso y aumentan los mosquitos. Llegamos al río, a 1180 m s.n.m. A lo lejos, cuatro cables son lo único que queda del gran puente colgante de Chiquiac, que en otro tiempo fuera la piedra angular del transporte para todas las comunidades de la zona.

El nuevo puente es atravesado por algunas camionetas cubiertas de polvo. Su destino es ahora el mismo que el nuestro: Huancayo. Fueron muchos kilómetros y voluntad. El Perú tiene tanto que ofrecer.

Publicado en Bitácora N°46, de setiembre de 2017.

Crónica: Sebastián Rodríguez, cronista del minero morocochano

«Grupo de mineros», una de las fotografías del archivo de Sebastían Rodríguez.

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Hace 44 años partió a la eternidad el fotógrafo huancaíno Sebastián Rodríguez, pero sus obras, las fotos que tomó a lo largo de su existencia, lo mantienen vivo.

 

Hay una imagen vivaz, tierna e imponente en cada una de las fotografías que Sebastián Rodríguez (Huancayo, 1896 – Morococha, 1968) sacó a lo largo de más de 40 años en el asiento minero de Morococha, provincia de Yauli, región Junín.

Siendo muy joven, había aprendido en Lima algunas técnicas básicas de fotografía junto al prestigioso Luis Ugarte, pero se vio obligado a emigrar a la sierra en busca de trabajo. En ese trajín llegó a Morococha, un asiento minero situado a medio camino entre Lima y Huancayo, dos ciudades con las que tuvo intensa relación.

«El contratista Froilán Vega con su grupo de Chanquiris», una de las fotografías de Sebastían Rodríguez (Archivo familia Rodríguez Nájera).

El folclorólogo huancaíno Luis Cárdenas Raschio (1933-2012), quien fuera fotógrafo y propietario de uno de los archivos fotográficos más valiosos de toda la región, lo recordaba como un personaje algo retraído pero muy amable. “De Sebastián Rodríguez aprendí algunas técnicas”, nos contó poco antes de fallecer. “Entonces la fotografía era privilegio de pocos, pero igual no se negaba a enseñar”.

Sebastián Rodríguez se ocupaba en fotografiar a todos los trabajadores que llegaban a Morococha para emplearse en la empresa Cerro de Pasco Copper Corporation. Se trataba del único fotógrafo de toda la ciudad, así que no era raro que también se ocupara de registrar eventos familiares, matrimonios, grupos de trabajadores, o lo más característico: funerales, pues los accidentes, y por consiguiente las muertes, eran habituales.

«Velorio de un minero muerto a causa de un accidente», una de las fotografías de Sebastían Rodríguez (Archivo familia Rodríguez Nájera).

El enorme valor antropológico de su obra ha quedado marcado a fuego en cada una de las fotografías suyas que aún se conservan, pese a que muchas se deterioraron o perdieron tras su muerte y la salida obligada de su familia de Morococha, pues la casa que ocupaban les fue requerida por la empresa.

Aunque ya era algo reconocido, a mediados de la década de los noventa la estudiosa Fran Antmann inició la recopilación y difusión de su obra. Pero fue el empuje de Amanda Rodríguez Nájera, su hija, el que permitió continuar con esa labor de divulgación gracias a conversatorios, publicaciones y exposiciones que impulsó.

«El violador y su víctima», fotografía de Sebastían Rodríguez (Archivo familia Rodríguez Nájera).

Para Andrés Longhi, fotógrafo del colectivo Ojos Propios, Sebastián Rodríguez es a Junín como Martín Chambi a Cusco. “Sebastián Rodríguez es el fotógrafo del coraje: coraje el suyo, coraje el de su familia; coraje el que inspiró a tantos a trabajar por difundir sus fotografías”, añade.

El robo de la vieja cámara Agfa de Sebastián Rodríguez acabó con su carrera. Fran Antmann sugiere que fue una de las causas de su muerte. Hoy sus fotografías constituyen el mejor legado que podría recibir la ciudad donde nació, en la que sus descendientes todavía viven.

Sebastian Rodriguez (autorretrato. Archivo familia Rodríguez Nájera).

Publicado en Portal Web Radio Programas del Perú el 28 de abril de 2012.

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El rostro de la antigua Morococha

‘El contratista Froilán Vega con su grupo de Chanquiris’. Foto: Sebastián Rodríguez.

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

La obra fotográfica de Sebastián Rodríguez, redescubierta hace muy poco gracias a la valiosa investigación de la norteamericana Fran Antmann, va ganando mayor importancia.

Nacido en Huancayo en 1896, su contacto con Luis Ugarte —el prestigioso fotógrafo limeño de quien fue asistente durante una década— consolidó su vocación. Ya en 1928 partió decidido a independizarse y llegó a Morococha, donde trabajaría por cuarenta años. La Cerro de Pasco Copper Corporation tomó sus servicios como fotógrafo oficial. Así, el primer contacto con Morococha de los nuevos mineros era la visita obligada al estudio de Sebastián Rodríguez, a fin de sacarse las fotografías para el registro de la compañía.

‘Velorio de un minero muerto a causa de un accidente’. Foto: Sebastián Rodríguez.

Además de esta labor, Rodríguez dedicaba sus tiempos libres a fotografiar la ciudad y sus habitantes. Gracias a esto, legó a la posteridad algunas bellas fotografías de la época, continentes de un poderoso fondo antropológico y, ahora, histórico.

‘El violador y su víctima’. Foto: Sebastián Rodríguez.

Desde la primera exposición de su obra, en 2007, en el Museo de Arte de Lima, su prestigio se ha ido afianzando, y ya se le compara con otro gran fotógrafo peruano: Martín Chambi.

El grueso de sus fotografías se tomó entre 1930 y 1940. Destacan, por ejemplo, la titulada ‘Grupo de mineros’, donde se puede observar las pésimas condiciones laborales y de seguridad de los trabajadores; ‘El contratista Froilán Vega con su grupo de Chanquiris’, que muestra fríamente la pirámide social del lugar, con las mujeres pallaqueras abajo, pues ganaban apenas medio jornal; ‘Velorio de un minero muerto a causa de un accidente’, con una escena ya habitual en un lugar donde la muerte era tan cotidiana; o la dolorosa ‘El violador y su víctima’, pieza maestra del conjunto, donde se ven retratados a un anciano, a una niña y a un gendarme de la época.

‘Grupo de mineros’. Foto: Sebastián Rodríguez.

La figura de Sebastián Rodríguez es vital para la historia morocochana, pues sus fotografías no sólo se muestran como piezas de excelente calidad estética sino, sobre todo, de extraordinaria validez documental. Más aún ahora que se inicia el reasentamiento de esta ciudad para dar paso a la modernidad.

Sebastian Rodriguez (autorretrato).

DATO:
Nació en Huancayo en 1896. Al acaecer su muerte en Morococha, en 1968, su familia debió entregar la casa en que vivieron y la mayor parte de sus pertenencias a la Cerro de Pasco Copper Corporation. En ese trajín se perdieron muchas de sus fotografías.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo el 5 de junio de 2010.

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