¿Pero qué es una novela juvenil?

Uno de los sectores editoriales que más ha crecido es el de la literatura juvenil, base de la mayoría de planes escolares de lectura. En el siguiente artículo se presenta una reflexión sobre este tipo de novelas y damos algunas claves para identificar aquellas más adecuadas para la lectura conjunta de docentes y estudiantes.

Juan Carlos Suárez Revollar

Ciertos códigos destacan en las novelas juveniles. Pese a estar también presentes en las adultas, son característicos en las primeras y solo opcionales en las segundas. Suelen privilegiar la aventura, la facilidad de lectura, la trepidación de imágenes y, claro, un lenguaje sencillo, sin piruetas idiomáticas o lingüísticas. Tópicos recurrentes son la fantasía, los conflictos de maduración, la oposición entre el mundo infantil y el adulto, o los avatares del amor y la amistad. Y aunque también lo son en la novela clásica no juvenil, la diferencia está en su escritura más empática con el lector adolescente.

La novela juvenil opta habitualmente por personajes jóvenes, de edades afines a las del lector. Se asegura así que coincidan sus sentimientos, creencias, preocupaciones y modos de pensar. A menudo es más cercana a la acción que a la reflexión. Por eso durante siglos las novelas de aventuras —de Emilio Salgari, Julio Verne o Alejandro Dumas— fueron las favoritas de los lectores iniciáticos, quienes conforme avanzaban en su aprendizaje literario, cambiaban sus preferencias por libros más complejos, como los de Gustave Flaubert, León Tólstoi o Joseph Conrad. El paso de Dumas a Conrad requiere de varias etapas: digamos, con Oscar Wilde y Edgar Allan Poe en el intermedio. Esta calificación por niveles de dificultad no pone a uno por encima de los otros. La profundidad de cada autor obedece al desarrollo de sus propias preocupaciones estéticas y temáticas, independientemente de las premuras de sus editores, como ocurriera con Salgari.

La novela juvenil tiene un importante potencial comercial. Es la razón por la que cada vez más escritores incursionan en ella. En esa tentativa, algunos pliegan su literatura —que, no lo olvidemos, es una forma de arte— a fórmulas prefabricadas para alcanzar la aceptación de los adolescentes. Y aunque logren cierta lectoría, el producto suele estar lejos de la buena novela. ¿Quién no se ha topado con un autor que nos subestima como lectores y propone personajes repetitivos, de emociones predecibles y simplonas, que acaban en situaciones escasamente convincentes? Ese facilismo llega a plantear tramas recurrentes: un niño extraviado y su perro; un viaje inesperado; o un gran malentendido. Y van sazonadas por giros narrativos forzados: el perro ha desaparecido y el niño, en medio de su desesperanza, encuentra a un guía sobrenatural; el viaje se torna peligroso; o el malentendido quiebra las relaciones entre los personajes. Pero el desenlace —a través de coincidencias imposibles— nos lleva a una resolución feliz y al castigo del antagonista. ¿Cómo creer una realidad ficticia como esa, tan lejana de la realidad real? Se añade además una cuota de humor, a menudo innecesaria, rimbombante y de brocha gorda, asentada en golpes, caídas o bromas maliciosas, en vez de la ironía propia de la literatura de verdad. Y omite tercamente ciertos contenidos omnipresentes en la vida, que la buena literatura escamotea como simples silencios: desde la violencia y el sexo hasta la muerte o los conflictos religiosos. ¿A qué viene esa autocensura? A la creencia errónea de que un lector joven no debe tener contacto con aquellos aspectos de la condición humana que solo los adultos estaríamos en condiciones de comprender. El resultado es una novela superficial, y sus personajes, más que encarnar un simulacro de vida, son una mera representación de valores fingidos y lecciones morales artificiosas.

¿Cómo no recordar la lección de amistad e inconformismo —de aquel que nos incita a rebelarnos contra nuestro destino y superarnos como personas— de Tom Sawyer en medio de sus muchas diabluras? ¿Cómo no quedar marcados a fuego por la nobleza de espíritu del Quijote cuando se lanza a liberar a los reclusos, a quienes ha confundido con unos aldeanos en problemas? A su modo, Roald Dahl, J. K. Rowling o, con reparos, Jordi Sierra i Fabra, cultores contemporáneos de la novela juvenil, han seguido esa senda, pero con sus propias temáticas y estilos. Se trata de novelas que, por debajo de la lectura evidente, ofrecen algo más, entre líneas, solo detectable a través de la interpretación del lector alerta.

A fin de cuentas, sea juvenil o adulta, la literatura es una simulación de vida. En medio de los sueños, hace que nuestra existencia sea un poco mejor. ¿Qué otra cosa podríamos esperar de una novela?

Publicado en Muña de abril/mayo de 2016.

Crítica de literatura: Tradiciones en salsa verde, de Ricardo Palma

Portada de ‘Tradiciones en salsa verde’ en la edición venezolana de la Biblioteca Ayacucho (Caracas, 2007).

Un picante y licencioso giro de las Tradiciones Peruanas

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Ricardo Palma dedicó más de medio siglo a la escritura de la tradición, un género eminentemente americano al que dio forma y llevó a su máximo esplendor. A su humor e ironía se unen el uso de la oralidad y un lenguaje pulcro aunque satírico, lleno de sesgos idiomáticos locales y neologismos (pues Palma fue uno de los lingüistas más destacados en lengua castellana de la época).

Surgida antes de la consolidación del cuento-ficción en español (que la reemplazó por completo desde el segundo tercio del siglo XX), la tradición es el relato con fondo histórico creado a partir de un hecho real —por banal que fuera— y contado como una anécdota a la que se han añadido detalles ficticios para llenar los vacíos que la fuente documental u oral no registra. Palma la definió como «una de las formas que puede revestir la Historia, pero sin los escollos de esta».

A sus más de cuatrocientas tradiciones publicadas entre 1860 y 1918, se suma un pequeño grupo titulado Tradiciones en salsa verde. Manteniendo el mismo aliento que las otras, relatan hechos pícaros, casi impúdicos, de humor voluptuoso y escarnecedor. La edición príncipe y sus derivadas provienen de una copia mecanografiada que Palma obsequió en 1904 a su amigo Carlos Basadre, con la indicación de «no consentir que sean leídas por gente mojigata, que se escandaliza no con las acciones malas sino con las palabras crudas». No vieron la luz de manera oficial hasta 1973, pues Palma tenía la seguridad de que no estaban «destinadas para la publicidad», y por esa razón no aparecen entre las Tradiciones Peruanas Completas que hicieran su hija Angélica en 1924, ni en la de su nieta Edith, en 1953.

Se trata de 16 tradiciones brevísimas y dos composiciones satíricas en verso, precedidas por una dedicatoria, en cuyos títulos se puede encontrar palabras y palabrotas como «La pinga del Libertador», «La cosa de la mujer» o «El carajo de Sucre»: he ahí la razón de la aprensión de Palma por la reprobación que habría significado su difusión. En opinión de Alberto Rodríguez Carucci, el título sugiere que «nos encontramos ante unos textos condimentados con un aderezo picante, y con unos tonos subidos de color, maliciosos y chispeantes, quizás crudos, escabrosos y hasta obscenos».

Antes que un giro de tuerca o conclusión del relato —a la manera del cuento—, finalizan en su mayoría con un efecto cómico, similar al chiste o la chanza, que se asienta en el uso rimbombante de una palabrota o en anécdotas mínimas, habitualmente licenciosas.

Bajo la candente salsa verde de estas tradiciones, no solo reímos de respetados personajes históricos —entre ellos Bolívar, Sucre o Castilla—, sino también de religiosos y nobles. «Fatuidad humana», por ejemplo, relata «los polvos» del rey don Juan de Portugal, y hasta lo califica de «braguetero». Entre las digresiones que Palma solía utilizar para deslizar sus propias opiniones, tuvo la libertad de escribir: «sospecho que Patrocinio era tan puta como cualquier chuchumeca de Atenas», al referirse a la linda y ardiente mulata que llenaba de cuernos la cabeza de este desafortunado rey.

Destaca, además, un ánimo venenoso y burlón sobre el clero y el gobierno, tal cual ocurre con las asustadizas monjitas de «El lechero del convento», obligadas a escuchar de jodiendas y cascadas masturbatorias; o del Mariscal Ramón Castilla, quien destierra al amante de su hembra pretextando que su «gobierno no quiere aguantar cuernos», en «La moza del Gobierno».

Las dos composiciones poéticas —que aparecen bajo título individual— están conectadas al conjunto del libro porque su autoría se atribuye a Monseñor Cuero y Fray Francisco del Castillo, personajes de las tradiciones «El carajo de Sucre» y «Un Calembourg», respectivamente. En esta última aquel díscolo fraile se mete en problemas por comparar los cojones del padre provincial con los del chivato de Cimbal.

En el plano lingüístico, Palma se adelantó a los autores modernos que hurgaron en la jerga y el argot para retratar el lenguaje coloquial popular. Así, acopió para la literatura expresiones como «los riñones de la concha», o los americanismos «culear», «chucha», «cojudo» o «pájaro».

Cerca a los 40 años de publicadas, las Tradiciones en salsa verde siguen haciéndonos reír, ya sin rubor, de los chismes y rumores que circulaban siglos atrás en esta tierra criolla, de cuya historia Ricardo Palma se sirvió para inventar el género literario que le dio inmortalidad.

Publicado en suplemento cultural Solo 4, del diario Correo, el 1 de diciembre de 2012.

Crítica de literatura: La casa de cartón, de Martín Adán

Primera edición de ‘La casa de cartón’ (Perú, 1928), de Martín Adán.

Barranco por un artista adolescente

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

La casa de cartón es una novela. No una novela en el sentido estricto del género, sino en una forma experimental, revolucionaria, que sigue los audaces intentos narrativos de la época, llegados desde el otro lado del mar de manos de autores como James Joyce o Marcel Proust. Entre ellos, John Dos Passos había convertido a Nueva York en protagonista de Manhattan Transfer (1925). Lo hizo influido por Joyce, quien consiguió que Dublín, a través de un gran retrato colectivo de la ciudad, tomara rasgos palpables de personalidad.

Martín Adán —seudónimo de Ramón Rafael de la Fuente Benavides— empezó a escribir La casa de cartón en 1924 y la publicó cuatro años después. Más que en una historia, se centró en delinear a su protagonista: el distrito de Barranco, donde destacan el mar, el malecón, la ciudad. La estructura sigue un modelo de collage de cuadros breves donde, en forma de estampas, hace conocer al lector la geografía barranquina y a sus pobladores de inicios del siglo XX. Estas visiones se presentan desde la mente del personaje-narrador. Predomina en el libro una técnica recién desarrollada por Joyce en Ulises (1922): el monólogo interior y el fluir de la conciencia. Ese caos narrativo, agravado por la ambigüedad del tiempo, crea la impresión de que ocurre más lenguaje que acción. Pero en su borrosa trama se superponen muchas imágenes y personajes que llegan a un ritmo vertiginoso. Todo ello hace posible leer La casa de cartón como un poema en prosa, pero también como la moderna novela que es.

Martín Adán (1908 – 1985).

La difusa historia es apenas sugerida por el narrador, un colegial innominado al que atormentan diversos conflictos. Al arrancar el libro tiene catorce y a la mitad «dieciséis años y el bozo crecido». Somos testigos de su maduración, su iniciación en el amor, su aprendizaje literario, su soledad y su interiorización del significado de la muerte. El personaje más palpable del libro (después de la ciudad) es Ramón (además el primer nombre del autor), quien como colega y cómplice, es también guía y, en cierta forma, rival del narrador —por haber poseído antes a Catita, una Penélope infiel «catadora de mozos», entusiasta por el placer antes que por sus ocasionales amantes—. Los paralelos entre ambos (además de con el propio autor) crean la perturbadora sospecha de que podría tratarse del desdoblamiento de un mismo individuo.

Martín Adán renuncia a la objetividad absoluta y la invisibilidad del autor, perseguidas por Joyce y Dos Passos, para construir un relato subjetivo e introspectivo, que hace preciso identificar los recovecos de la narración a fin de seguir el hilo de la historia.

Antes que retratar personajes, el libro reproduce, más bien, tipos. El paso de cada uno de ellos —incluso en sus fugaces apariciones— permite delinear una representación de la ciudad que los alberga, filtrada por la sensibilidad de artista adolescente del narrador. Existe la imagen constante de un Barranco cosmopolita, donde conviven limeños adinerados con pintorescos europeos que mantienen sus costumbres autóctonas. Pero, también, se halla un halo de integración y de referencias cruzadas —a través de Manuel, por ejemplo— entre lo europeo y lo nacional, entre París y Lima, entre el Moulin Rouge y el Jirón de la Unión. E igualmente, con los habitantes de otras partes del país, en particular de la sierra, retratados como personajes exóticos, vistos desde lejos y apenas insertos en la creciente urbe como obreros o empleadas domésticas, cuyo número a las afueras de la ciudad es cada vez mayor.

Edición publicada en Cuba de ‘La casa de cartón’.

En la subjetividad del narrador se aprecia el desgano y una casi sinrazón de vida. Ello es más notorio desde la muerte de Ramón, en que el relato se hace más difuso e intangible y pasa de la realidad aparente a una representación análoga a los sueños.

Aunque se les menciona con sarcasmo, aparecen a lo largo del libro referencias a decenas de autores cuya obra le sirve de base, especialmente Joyce y su personaje Stephen Dedalus, de Retrato del artista adolescente y Ulises, con los que guarda estrecha relación.

La casa de cartón no solo significó la inserción del contexto urbano en la novelística del país, sino el principal antecedente de los escritores de la generación del cincuenta, quienes, igual que Martín Adán, utilizarían las modernas técnicas narrativas provenientes de Europa y Estados Unidos para revolucionar la literatura peruana.

Publicado en suplemento cultural Solo 4 del diario Correo, el 03 de noviembre de 2012.

Crítica de literatura: Ventura García Calderón, La venganza del cóndor

Primera edición de ‘La venganza del cóndor’, publicada en Madrid en 1924.

La mirada exótica del Perú profundo

Juan Carlos Suárez Revollar

Era 1911. Ventura García Calderón (1886-1959) llevaba varios años en París, pero regresó al Perú por unos meses para adentrarse en la sierra de Ancash y buscar yacimientos de plata. Este episodio fue muy importante para su futura obra, pues recogió abundante material que le iba a servir para La venganza del cóndor, que se publicaría trece años después.

Título fundamental de la narrativa de García Calderón, se trata de un volumen que reúne 24 cuentos ambientados en las profundidades de un Perú salvaje, primitivo y místico, donde se impone la fuerza y la constante oposición entre razas, principalmente de blancos e indígenas.

Ventura García Calderón (1886-1959).

Se ha acusado a García Calderón de hacer un retrato inexacto —y hasta caricaturesco— de los indígenas peruanos. Además de ellos, los cuentos de La venganza del cóndor tienen como personajes a gentes foráneas al mundo andino. A través de estos últimos, el Perú profundo es contemplado desde el exterior. Ese es su mayor acierto, pues sabedor de sus limitaciones en el conocimiento de la psicología del indígena, el autor evita el punto de vista de este y, más bien, usa el de los criollos y recién llegados, quienes se maravillan por una cultura que están lejos de comprender (lo cual, atinadamente, se refuerza).

El libro ofrece una visión eminentemente exógena, pero también muy crítica, de la interacción entre blancos e indios en las tres regiones naturales del país. Desde ya, se reconoce sus mundos enfrentados, en permanente colisión, en que los primeros oprimen a los segundos y ejercen sobre ellos una actitud hostil.

Ilustración de Raúl Vizcarra para el cuento «Yacu-Mama», publicado en «Variedades» en 1923.

Los blancos son retratados como seres violentos, casi irracionales, armados siempre de un chicotillo y revólver. El salvajismo los hace matar y matarse entre sí, como en el cuento «En los cañaverales», donde asistimos al nacimiento de un tirano latifundista de esa clase. Pero también hay blancos que consiguen integrarse con la naturaleza y conocer parte de sus misterios debido a que no se le oponen, sino, al contrario, le ofrecen su respeto y devoción.

Ilustración de Raúl Vizcarra para el cuento «Yacu-Mama», publicado en «Variedades» en 1923.

A este mundo en crisis se suma un nuevo elemento, llamado a restablecer el equilibrio: el misticismo, sobre el que los indios ejercen cierto dominio gracias a una suerte de alianza con las fuerzas de la naturaleza. Hay un saber impenetrable entre ellos y viven fusionados con su entorno terreno, pero también con el espiritual, de apus y poderosos antepasados. La naturaleza se muestra infalible, destructiva y feroz, y no se deja dominar. Acaba por igual con blancos e indios, negros y chinos.

En algunos cuentos —como en «La selva de los venenos»— la superstición se impone a la lógica del relato y determina las decisiones de los personajes y su percepción del contexto. «Historias de caníbales», por su parte, lleva la barbarie a su máxima avanzada y la entremezcla con la mística y la superstición. Se trata de una interesante trama cuyo planteamiento iba a ser repetido por algunos autores para plasmar la inmersión del europeo insensato en las profundidades de la Amazonía hasta ser devorado por esta.

Ilustración de Clifford Webb del cuento «Yacu-Mama» para la edición británica de 1938.

García Calderón se las arregla también para sugerir que el problema del indio es el inevitable hombre blanco. Una muestra es «Fue en el Perú», que con los códigos de la leyenda, cuenta el nacimiento de Jesucristo entre los indios. La opresión a los hijos de Judea es similar a la sufrida por los indios: viene de gentes poderosas y foráneas que les arrebataron lo que con justicia les pertenecía. Su trama desesperanzadora nos remite a «El gran inquisidor», de Fiodor Dostoievski.

Pero también mueve al autor el ánimo de escribir una literatura de denuncia social. Por eso el retrato de los personajes opresores —los curas, por ejemplo— es tan estereotipado e implacable. Estos relatos son los más débiles del libro.

Ilustración de Clifford Webb del cuento «Chamico» para la edición británica de 1938.

El sexo es otra constante en estas tierras primitivas y obsesas. Por eso está tan presente en muchos relatos, como «Amor indígena», «Chamico», «El hombre de los 48 hijos» o, el mejor, «La llama blanca», que además del horrible retrato de indígenas zoofílicos y paganos, retoma el tema del «inaferrable fantasma» de la existencia humana, o Moby Dick.

La impecable prosa de García Calderón ayuda a disimular la violencia en un territorio donde la vida nada vale. Se toma además la libertad —tan literaria— de fabular, y esboza su propia visión del Perú profundo, no necesariamente como fue, sino como podría haber sido.

Tras varias décadas de ataques contra La venganza del cóndor —muchas veces por razones extraliterarias—, una nueva lectura, libre de ideologías y prejuicios, nos revela otro de los grandes libros que pueblan la narrativa peruana.

Portada de la primera edición francesa, publicada en París, en 1925.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 6 de octubre de 2012.

Crítica de literatura: Mario Vargas Llosa, Los cachorros

Portada de la primera edición de Los cachorros, de 1967.

La decadencia y el valor de la virilidad latinoamericana

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Los cachorros es una de las novelas cortas más impactantes del último medio siglo. Esta nueva afirmación —por ser estrictamente personal— puede sonar dudosa: constituye el pico más alto de la obra de Mario Vargas Llosa, quien alcanzó con ella un nivel de perfección formal y estructural que supera largamente al resto de sus novelas (algunas de las cuales son genuinas piezas maestras).

Publicada en 1967, abarca desde la niñez hasta la adultez de cinco amigos miraflorinos. El centro de la narración es un integrante tardío del grupo, Pichulita Cuéllar, y en particular, lo que acontece con él tras el accidente —su tragedia, como los grandilocuentes planteamientos del estadounidense William Faulkner—. Haber sido capado por el feroz perro del colegio constituye el final de toda una etapa para él. De ser el alumno más brillante, capaz, perseverante y promisorio del grupo, con un brillante futuro en ciernes, se convierte —por los privilegios que le otorgan sus padres y maestros como compensación— en holgazán, inseguro, grosero y antipático. La causa es clara: la carencia del miembro viril lo obliga a estar en permanente autoafirmación. Es decir, a pretender demostrar que es el más fuerte, intrépido y osado, cualidades todas muy asociadas con la masculinidad latinoamericana.

Los cachorros es un audaz experimento en la presentación formal de los puntos de vista y del narrador. Vargas Llosa cuenta la historia a través de un narrador-testigo que fluctúa entre los cuatro amigos de Pichulita Cuéllar; y también entre la primera y tercera persona. El narrador omnisciente y los cuatro personajes-narradores toman la posta del relato de oración en oración, y aun dentro de una misma frase.

Mario Vargas Llosa (Perú, 1936).

Gabriel García Márquez escribió que «en el primer párrafo de una novela hay que definir todo: estructura, tono, estilo, ritmo, longitud, y a veces hasta el carácter de algún personaje». Uno de los mejores ejemplos de tal afirmación se encuentra en el arranque de Los cachorros, donde se establece la multiplicidad de puntos de vista y de narradores-testigo, además del uso en una misma oración de la primera y tercera persona: «Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat».

La presentación cronológica de la novela es, en su mayor parte, lineal. Está organizada en seis capítulos, cada uno de los cuales comprende un ciclo de la vida del grupo: Cuéllar el niño modelo hasta el accidente; el inicio de la adolescencia; el final del colegio; desde los enamoramientos serios a la decepción con Teresita Arrarte; la desenfrenada y decadente vida del joven Pichulita Cuéllar hasta la resignación a quedar eunuco; y finalmente, los matrimonios y los umbrales del envejecimiento.

Pese a ciertas características individuales que insinúa el autor, los narradores mantienen más bien una personalidad grupal, que se superpone entre unos y otros, y absorbe a las respectivas novias en cuanto aparecen. Ya había un esbozo de este perfil entre los vecinos del Poeta, en La ciudad y los perros, aunque esta vez el tratamiento ha sido distinto, y el grupo ha ganado profundidad en desmedro de los individuos. Cuéllar es la excepción. Sus pensamientos y conflictos interiores nunca son revelados directamente, pero aparecen como indicios a partir de lo percibido por sus amigos, y de esa manera lo podemos conocer más que a nadie.

Vargas Llosa ha afirmado que Los cachorros es su obra con la mayor cantidad de interpretaciones críticas. Como en otros ejemplos de gran literatura, son todas válidas. Pero más que un significado o una tesis, se impone una breve novela que explora temas que también preocuparon a otros grandes novelistas de esta patria grande que es América Latina.

Hemingway & Faulkner en Los cachorros

Hay dos características saltantes de la prosa de Ernest Hemingway y William Faulkner. Mientras en el primero se encuentran diálogos sencillos, vivaces, construidos en contrapunto y aparentemente triviales pero de gran significación; en el segundo está la escritura densa, de oraciones extensas, donde diestramente se salta de punto de vista o de tiempo narrativo. Mario Vargas Llosa tomó ambas formas de contar una historia y, en un genial híbrido que es Los cachorros, integró las formas dialógicas y la fluidez narrativa de Hemingway en la compleja maraña —construida a partir de la intercalación de técnicas— de Faulkner (también habría que destacar como un antecedente los apartados titulados «El ojo de la cámara», de la Trilogía USA, de John Dos Passos).

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 8 de setiembre de 2012.

Crítica de literatura: Marguerite Duras, El amante

El amante se publicó en 1984 y fue ganadora del Premio Goncourt.

La difusa línea entre el placer y la muerte

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

El amante es una de esas novelas que cuentan, de manera obsesiva, un corto periodo de la vida de su protagonista. Está construida a partir de la evocación de recuerdos fragmentados de la narradora, un personaje innominado que —el lector adivina— sería una figuración de la propia Marguerite Duras. Esas reminiscencias se superponen y convierten al tiempo en algo caótico, que salta años y décadas enteras en un mismo párrafo. Pero aquel sustrato temporal está siempre estancado en un presente difuso, marchito, que anticipa lo que vendrá: un futuro tanto más decadente. Por eso la frase «demasiado tarde» —que se repite incesantemente— es la clave de la estructura en la novela.

La historia es sencilla: una adolescente de familia francesa venida a menos —en la colonia de la Indochina de los años treinta— se hace amante de un joven chino rico. Como pequeños chispazos aparecen a lo largo de la novela trozos de esa relación, que se extenderá por un año y medio.

Desde el mismo momento en que la muchacha sube por primera vez a la limusina del desconocido chino a quien hará su amante, ella se independiza, se desliga de la familia disfuncional a la que pertenece y detesta. En esa senda, busca degradarse más, y lo hace con un amante de una raza oprimida por la suya. Pero él es un chino rico que puede permitirse gastar grandes sumas en esa gente que lo desprecia, acentuando así la humillación.

La muchacha somete al amante. No lo quiere ni le importa. Apenas lo desea y eso basta. El deseo y el placer son sus instrumentos para hacerle daño, para destruirlo. La desgracia es el símil del placer que obtiene de su amante. El placer es desgracia.

Hay una aspiración insistente de la autora por retratarse como niña-mujer, como una muchacha presurosa por emanciparse —a través de la maduración— de su horrible familia. La práctica del sexo le permite hacerse adulta y conseguir que su familia dependa de ella. Se sabe predestinada por la fatalidad. No la elude, la espera con estoicismo, con la satisfacción de saber que significará su liberación. El fracaso y la decadencia también contaminan al amante. Él también empieza a vivir de falsas esperanzas.

Marguerite Duras (1914-1996).

Marguerite Duras juega permanentemente con los contrastes y semejanzas. El parecido entre el endeble hermano menor y el amante, y la preferencia de la muchacha por ellos, es elocuente. Pero la fortaleza y carácter de esta se alinean más bien con el hermano mayor a quien odia. Hay una oposición inquebrantable entre ambos, un rencor causado por sus propias afinidades, sus propias similitudes.

El personaje más memorable de la novela no es el amante chino, ni siquiera el hermano mayor, sino la madre. Se trata de una mujer abnegada, nostálgica por un pasado opulento, que busca desesperadamente volver a ser rica. Se embarca por eso en las más desquiciadas empresas, condenada desde el principio a fracasar en todas. Ella es la artífice del desastre, de ese mal hijo mayor y de aquel hijo menor predestinado a morir aplastado «por la vida llena de vida del hermano mayor».

La imagen de Hélène Lagonelle es equivalente a la narradora y permite delinearla mejor. Inconsciente de su belleza, de su sensualidad, su cuerpo está listo para un placer que no le interesa. Solo ansía volver a ser la niña de mamá.
La muerte es una presencia inminente en toda la historia. Su función es destacar los atisbos de vida que todavía quedan entre unos personajes acabados. Concluida la lectura, solo cabe pensar que El amante es una breve y bellísima novela que debe contarse entre lo mejor de la obra de Marguerite Duras.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 11 de agosto de 2012.

 

William Faulkner, la obra

William Faulkner (Missisipi, 25 de setiembre de 1897 – 6 de julio de 1962).

William Faulkner, a 50 años de su muerte

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

El creador de Yoknapatawpha City, William Faulkner, falleció hace cincuenta años. Su poderosa influencia ha marcado la literatura universal de la segunda mitad del siglo XX, así como la obra de los escritores del Boom. Discípulos suyos son desde Juan Carlos Onetti y Gabriel García Márquez hasta Juan Rulfo y Mario Vargas Llosa.

William Faulkner (Missisipi, 25 de setiembre de 1897 – 6 de julio de 1962) ambientó su obra en Yoknapatawpha City, un polvoriento y ficticio territorio sureño, ubicado en Missisipi, donde han de vivir los Sartoris, los Compson, los Snopes, los Coldfield, los Sutpen y otras tantas familias integradas por los inolvidables personajes que constituyen, piedra sobre piedra, el universo faulkneriano. Se trata de unas tierras donde la guerra de secesión se ha llevado el antiguo esplendor de los grandes señores, ha destruido las plantaciones, empobrecido las arcas y liberado a los esclavos. Aún así, se siguen manteniendo los códigos de honor, las marcadas clases sociales e incluso las viejas costumbres.

El barroquismo del lenguaje es peculiar en Faulkner. Sus extensas oraciones, construidas con base en frases grandilocuentes, tienen el ánimo de ser notables, siempre relevantes. El estilo, podría decirse, recoge el mismo aliento de la tragedia griega, cuya atmósfera, además, se incorpora en casi toda su obra.

William Faulkner en la famosa foto tomada por Henri Cartier-Bresson en 1947.

Aunque desde sus primeras novelas ya se vislumbraba su gran talento —el también escritor y su maestro, Sherwood Anderson, ya estaba peleado con él, pero lo seguía «considerando una promesa»—, fue a partir de El sonido y la furia (1929) que alcanza uno de sus mayores picos. No es su mejor novela, pero sí su experimento más audaz. Dividida en cuatro partes, en ella los planos narrativos y los puntos de vista se abordan de tal forma que el orden lógico de la narración llega a ser caótico. Desfilan por sus páginas personajes imperecederos como Caddy, Quentin o Benjy, y reviven los mismos conflictos que Esquilo, Sófocles y Eurípides plasmaron en sus tragedias. Aunque Faulkner negara conocerla antes de la redacción de El sonido y la furia (los estudiosos encontrarían un ejemplar suyo fechado en 1924), la influencia de Ulises, de James Joyce, recorre toda su obra, pero es más que notable en esta novela. A partir de entonces, y en un lapso menor a una década, escribió sus mejores trabajos. Santuario (1931) es más sencilla estructuralmente, y era apenas apreciada por él, pero fue otra de sus piezas maestras. En esta novela la violencia y la decadencia —una constante en el mundo faulkneriano— imperan hasta niveles nunca vistos. Todos los personajes son malvados, psicópatas, endebles, idiotizados o cobardes. La frágil Temple Drake parece condenada a ser víctima de Popeye y sus secuaces, y su desfloración —para Mario Vargas Llosa el cráter de la novela— es una secuencia inolvidable por lo salvaje y horripilante, aunque también por lo hechicera.

Escrita después pero publicada poco antes, Mientras agonizo (1930) representa una serie de piruetas estructurales en que el punto de vista es el verdadero protagonista. Sobre una historia —como siempre— truculenta, poco menos de una veintena de personajes dominan el respectivo capítulo a través de su fluir de la conciencia. Así, hechos sencillos toman gran complejidad al volverse a contar desde nuevas perspectivas.

Entre sus mejores novelas podría citarse Luz de agosto (1932), con su aparente aliento a novela decimonónica, por ser menos atrevida en el uso de la tecnología narrativa. Y en Desciende Moisés (1942) e Intruso en el polvo (1948) continúa con esta forma de escribir. Sin embargo, salta a la vista la evolución que ha ocurrido en Faulkner: ya no es el joven dispuesto a pulverizar, a través de la técnica, toda la literatura conocida, pues la ha interiorizado y equilibrado con la historia a contar.

Es poco menos que imposible elegir una sola de las obras de Faulkner. En él la totalidad —desde Pilón (1935) y ¡Absalón, Absalón! (1936) hasta la trilogía de los Snopes (de 1940 a 1959) y Las palmeras salvajes (1939), con su famosa traducción de Jorge Luis Borges— es un imperativo. Faulkner hizo cuanto se le antojó con la literatura, y legó a la posteridad, directamente o a través de sus discípulos, grandes enseñanzas sobre el arte de narrar.

Imprescindibles / William Faulkner

Santuario (1931)
Escrita, según palabras del propio William Faulkner, como «la más horrible historia que pudiera imaginar», esta novela muestra a un puñado de personajes repulsivos por su maldad, psicopatía, idiotez o cobardía (y en algunos casos, todo junto). Cuenta la historia de Temple Drake, una guapa adolescente que huye en busca de aventuras y cae en manos de un grupo de rufianes liderados por Popeye. Desde entonces, ocurren desde asesinatos y secuestros hasta violaciones y linchamientos. Pero la magia de Faulkner hace que todo esto hechice al lector, tal cual hicieran los grandes novelistas del siglo XIX.

Luz de agosto (1932)
Es la historia de Lena Grove, quien con un bebé en el vientre, sale en busca del hombre que le prometió matrimonio. Aunque continúa la misma experimentación estructural y técnica que en el resto de su obra, en Luz de agosto William Faulkner ya ha alcanzado un equilibro entre el fondo y la forma. Una historia en que las pasiones humanas pueden llevar a la condenación, como la sentida por Miss Burden hacia Joe Christmas, por lo cual el linchamiento y la castración parecen ser la única salida. Se trata de una de las mejores novelas del ciclo de Yoknapatawpha.

El sonido y la furia (1929)
Junto con Ulises, es uno de los mayores experimentos narrativos en lengua inglesa. El caos a partir de la yuxtaposición de los puntos de vista y el tiempo conforman una historia llena de ruido y de furia. El poderoso arranque, en que toda la primera parte de la novela es vista a través de los ojos de un idiota (Benjy), es más que peculiar, y ha abierto puertas nunca vistas en la literatura. La grandilocuencia del honor recubre cada uno de los truculentos hechos que la componen, y las íntimas pasiones, el amor incestuoso y la tragedia son una constante.

Publicado en el Suplemento Cultural Solo 4, del diario Correo de Huancayo el 7 de julio de 2012.

 

Sobre Carlos Fuentes: obituario

Carlos Fuentes (11 de noviembre de 1928 – 15 de mayo de 2012).

Carlos Fuentes: el ajuste de cuentas con la historia

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Carlos Fuentes ha muerto. Su obra, prolífica, comprometida y genial, lo colocó a la vanguardia del boom de la literatura latinoamericana.

Carlos Fuentes es aquel joven provocador que, igual que los entonces cuasidesconocidos Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, escribiría según sus propios cánones, a contracorriente de la literatura de su país. Lideraron así, los tres, la revolución de los cincuenta y sesenta que fue el boom, y que hizo de la literatura latinoamericana —esa patria grande, tan semejante entre nación y nación— la mejor del mundo durante esos años.

Primera edición de La muerte de Artemio Cruz (1962).

Desde La región más transparente se vislumbra aquel estilo suyo, inconfundible, de despachar de un plumazo años y décadas enteras. La historia de su país: un México en formación, lleno de conflictos, luchas, muertes, disputas por el poder, aplastan al individuo y le quitan la libertad de elegir su destino. Sus personajes están, por ello, obligados a adaptarse y a padecer esa condenación que es la busca de la supervivencia en una sociedad echada abajo incesantemente.

Carlos Fuentes cimentó su obra en la historia política de su país. Por eso es tan habitual ver en él rastros de un revisionismo frío, feroz, que despelleja por igual a sinvergüenzas y farsantes, a cobardes y víctimas, a políticos y patrones, a débiles y hambrientos.

Su obra recoge las técnicas introducidas y desarrolladas por James Joyce, John Dos Passos y William Faulkner, pero atenuadas por un estilo muy personal, que hace de la lectura una experiencia amena y vitalizante, al mismo tiempo que pesimista y dolorosa. Cuánta diferencia hay entre los monólogos interiores de La muerte de Artemio Cruz y los pensamientos caóticos de Leopold Bloom, en Ulises; los primeros encantadores y sugestivos, los segundos descorazonadores por su dificultad. Pero ambos libros tienen en común aquella genialidad de las grandes novelas.

Para Carlos Fuentes el pasado era tan o más importante que el presente, pues este se deriva de aquel. Por eso la totalización del tiempo es una constante en sus libros. Y aunque el simbolismo de la cultura mexicana —y también latinoamericana— cala en cada una de sus novelas, su obra es tan universal como las ficciones de Balzac o Cervantes, dos de sus referentes más importantes.

La fuerza de su pluma, esgrimida en Terra Nostra, reconvierte la historia en un enjambre de la desesperación, en que el orden cronológico es despedazado para erigir sobre él una nueva secuencia temporal, como en Cambio de piel.
Aunque uno de izquierdas y el otro de derechas, posiblemente Carlos Fuentes fue el escritor del boom más afín a Mario Vargas Llosa en cuanto a lucidez y a la apasionada defensa de su postura política. Uno de los grandes ejes de sus obras más ambiciosas es precisamente la política: la materia prima de La muerte de Artemio Cruz o Los años con Laura Díaz.

Destaca en Carlos Fuentes su prolijidad y la versatilidad de su pluma. Era capaz de mudar de estilo y de temática en cada uno de los muchos subgéneros que abordó, que van desde la novela histórica y política —a la que corresponde lo mejor de su obra— hasta la ciencia ficción y el horror, con la muy destacable Aura, una pequeña y desconcertante novela gótica. Sin contar, claro, las decenas de piezas teatrales y guiones originales y adaptados que escribió, que sirvieron para rodar algunos de los filmes más valiosos de la cinematografía mexicana.

Hay un sitial reservado para él en la historia de su país y Latinoamérica, y otro, tanto mayor, al lado de aquellos escritores que hicieron de la literatura un mundo de ilusiones listas para ser soñadas.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo el 19 de mayo de 2012.

Jane Eyre y Cumbres Borrascosas

Anne, Emily y Charlotte Brontë en una pintura de su hermano Patrick Branwell.

Juan Carlos Suárez Revollar

Es difícil no recordar Cumbres Borrascosas (Emily Brontë) a la hora de leer Jane Eyre (Charlotte Brontë) . Bastante menor es Agnes Grey (Anne Brontë), pese a sus evidentes méritos literarios. Las tres novelas se publicaron el mismo año: 1847. Aunque de distinta naturaleza, los puntos en común parecen ser mayores que las diferencias, pero son también coincidencias superficiales. Esa leve influencia tendría su origen en la propia gestación, pues fueron escritas al mismo tiempo, y por ello es posible que las tres hermanas conocieran las historias de las otras dos estando su redacción en proceso.

Acaso lo más saltante es ese ambiente lúgubre que se siente a lo largo de sus páginas, con ribetes góticos de encierro y represión hacia el protagonista. Heathcliff (de Cumbres Borrascosas) y Jane Eyre están desamparados —y a su modo, también Agnes Grey—, y llegan, por circunstancias de la providencia, a un lugar que no les pertenece. Viven bajo la protección de unas gentes que los detestan porque, en un momento de su vida, han perdido al alma caritativa que los acogió, y por eso se convierten en parias en su propia casa, atormentados por quien debiera cumplir las funciones de su hermano: Hindley en Cumbres Borrascosas, John Reed en Jane Eyre. Pero a diferencia de los personajes de Faulkner, quienes viven resignados a su destino en ese Yoknapatawpha de ensueños, ellos enfrentan al mundo, y aunque no vencen, adaptan a ellos parte de él.

Si bien de fondo realista, el clima gótico —y hasta fantasmagórico— de ambas novelas es inconfundible, y puede por momentos salir airosa en escenas de típicas historias góticas o de fantasmas: el mejor ejemplo, el caótico ambiente de encierro de El castillo de Otranto, de Horace Walpole.

El dato escondido en Jane Eyre, como si se tratase de un buen policial, se sostiene hasta su resolución. Es a partir de entonces —después de que Jane huye de la casa Rochester— que la novela pierde fuerza, al igual que la protagonista: ya no es la muchacha resuelta, libertaria, que enfrenta a su opresor, la tía Reed, o Mr. Brocklehurst en el internado; sino una lánguida mujer que cede a la imposición de su primo St. John.

Eso no ocurre en Cumbres Borrascosas, que desde la propia inserción de varios narradores —la base de su estructura— y el diseño de personajes sólidos y tan tangibles como la gente de carne y hueso, jamás decae el hilo narrativo ni el ascenso dramático. La trama —que tiene el aliento de una gran tragedia griega— salta entre pequeños pero cientos de hechos y ve pasar el tiempo de modo vertiginoso.

Leer ambas novelas como el anverso y el reverso de un díptico puede ser exagerado. La unidad de cada una es indiscutible. Solo las grandes creaciones son capaces de alcanzar vida propia y trascender al autor, al contexto, a la historia. Jane Eyre y Cumbres Borrascosas pertenecen a esa clase de ficciones.

Publicado en el Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo el 5 de mayo de 2012.

Vladímir Nabokov: Lolita

Primera edición de Lolita (Olympia Press. París, 1955) en dos tomos.

La nínfula y el hechicero

Juan Carlos Suárez Revollar

Vladímir Nabokov (1899-1977) redactó Lolita en inglés, luego de mudarse a Estados Unidos. La historia no es completamente original. A finales de 1939, cuando vivía en París, había escrito en ruso una novela corta con lo que sería el sustrato de Lolita, a la que llamó Volshebnik. Por considerarla imperfecta, destruyó el manuscrito, pero se salvó una copia que tiempo después él mismo ofreció a su editor, aunque no se publicó sino póstumamente (la versión en español lleva por título El hechicero).

En ambas novelas una mujer madura es desposada por un pedófilo —Humbert Humbert en Lolita, un personaje anónimo en El hechicero— solamente para tener cerca a su hija preadolescente y finalmente poseerla. Si bien el punto de vista común es el del pedófilo, en Lolita es este mismo quien cuenta la historia, en primera persona, mientras en El hechicero —donde todos los personajes son innominados— hay un narrador omnisciente que hábilmente incluye el sentir de su protagonista. La niña es el centro de las dos historias, pero de apenas participar en la primera, adquiere en Lolita una poderosa voluntad sobre los demás personajes, su propio destino y el curso de la historia, que continuará todavía largamente desde donde El hechicero tiene su desenlace.

Vladímir Nabokov (Rusia, 22 de abril de 1899 – Suiza, 2 de julio de 1977).

Llamada Dolores Haze, Lolita es una niña-mujer de doce años a la que Humbert caracteriza como nínfula (nymphet en el texto original). Su inconsciente perversidad —así intenta darlo a entender el narrador con ese especial tono suyo, entre cínico e irónico— tiene el poder de destruir a cuantos la rodean. El contacto inicial con Humbert es juguetón, pero según avanza la novela adquiere mayor dominio sobre él. Labra así su propia perdición, que toca fondo con Clare Quilty. Una última imagen suya, ya perdida su belleza, embarazada, arruinada y comprometida con un White Trash de futuro poco prometedor, es la que tanto desespera a Humbert.

Humbert es quien impone una relación furtiva a Lolita, a diferencia de a Annabel, la otra niña iniciática de su vida, cuando ambos tenían trece años, aunque entonces no la pudo consumar. Se trata del equivalente de Lolita, un personaje con características tan parecidas a las suyas, que da la impresión de tratarse del mismo. Algo similar ocurre entre Humbert y Quilty, pese a sus aparentes diferencias, que bien podrían ser meras invenciones del narrador. La tendencia de Humbert a alterar la realidad en su relato hace que el lector jamás tenga la seguridad sobre lo que es verdad y lo que no. Algo que refuerza esta impresión son las grandes coincidencias de la historia, como la oportuna muerte de la madre de Lolita —cabe la posibilidad de que él la asesinara—. Igualmente, Humbert resalta sus propios defectos y se muestra a sí mismo como un ser abyecto. Aquellos que le caen mal, además, son retratados de manera feroz y tienen un terrible final; su primera esposa, por ejemplo, quien acaba humillada hasta un nivel absurdo y muere al dar a luz, como parece ser el destino de toda nínfula. Otro indicio de que Humbert podría no decir la verdad son las temporadas que pasó en tratamiento psiquiátrico (Nabokov se aprovecha de esto para burlarse de psiquiatras y psicólogos, por cuya profesión sentía un desprecio nada gratuito).

Lolita está desamparada y no le queda más alternativa que sostener una relación con Humbert. Este la colma de regalos como una forma de ganar su afecto y de resarcir su propia culpa. Pero eso también significa que podrá exigir a cambio sus favores. Por eso lo suyo se convierte en una sucesión de transacciones y una pugna entre ambos en la que, aunque parece que Lolita sale bien librada, es más bien sometida a los deseos de su padrastro. Ello toma su cariz más patético cuando el narrador informa al lector que ella llora todas las noches. La particular atracción que Humbert siente por Lolita, y no por cualquier otra niña-mujer, se debe al perturbador, oscuro y perverso fondo incestuoso de la relación.

Apasionante y nebulosa es la persecución de la que es objeto Humbert por Gustave Trapp, un nombre ficticio del ficticio perseguidor. Y aquella presencia, infalible y permanente, de Quilty, no puede ser más fascinante y retorcida.

El testimonio autobiográfico de Humbert, que constituye el libro, se supone escrito para ser leído de manera póstuma. Un relato tan subjetivo como Lolita, que además tiene el agravante de ser contado por un maniático, neurótico y paranoico, nos crea esa duda, inquietante, de que nada es verdad, porque la realidad podría haber sido inventada por la mente perturbada del narrador.

Como en el resto de la obra de Nabokov, hay en la novela una bellísima prosa. Humbert se convierte en un personaje que inspira lástima, que se autodestruye y que, de la mano del lector, vive, ama y muere víctima de sus propias obsesiones.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 7 de abril de 2012.