A diferencia de las otras artes que también cuentan una historia, el teatro es el que más se acerca a una fusión de ficción y realidad. El actor teatral encarna una personalidad, una vida, una realidad diferente de la suya. Y debe hacerlo de manera que más bien sea el espectador quien crea en él.
Salvo excepciones, quienes cultivan el teatro en el Perú son grupos pequeños y de recursos limitados. A menudo, además de escribir, el dramaturgo también dirige e incluso actúa. Y no es raro ver a actores y directores cargar utilería y equipos poco antes de abrir el telón. No es una crítica. Fue así en tiempos de Shakespeare y Molière y seguramente también en los de Sófocles y Esquilo.
Oficializar un día especial en nuestro país —como el del teatro, la mujer, el niño o un vasto etcétera— suele significar que hay todavía un largo camino por recorrer. Una rápida excursión por colegios y edificios públicos nos revela una importante cantidad de teatros reconvertidos a auditorios y salones, todavía con el potencial de albergar telones y público. Convenzámonos de una vez de que hacer teatro en el colegio permite desarrollar muchísimas habilidades que harán de los jóvenes mejores profesionales y principalmente mejores ciudadanos.
*Artículo escrito por el Día Mundial del Teatro 2018.
Escribe: Juan Carlos Suárez Revollar
Fotos: Marco Miranda Zúñiga
¿Qué es Génesis sino un contrapunto, una coreografía de dos personajes cuya oposición crea cadencia y empatía su similitud? En la obra teatral de María Teresa Zúñiga Norero abundan los duetos que sostienen todo un relato, sean Zoelia y Gronelio (1993), Mades Medus (1999) o la más reciente, Una hora bajo el puente (2017). Pero mientras los ancianos Zoelia y Gronelio son esposos a los que la convivencia ha acabado por nivelar sus caracteres; y el joven Medus ha adquirido una cierta visión del mundo de Mades, el viejo; Power y Mouse, de Una hora bajo el puente, mantienen una causa común, lejana e inútil por la derrota.
En su novela La casa grande (Acerva, 2016) ya encontramos a dos personajes femeninos en una relación de complementariedad-oposición. Igual a Génesis, es la historia de una abuela y su nieta, pero contada desde el punto de vista de esta última, quien además es una niña (a diferencia de la joven Génesis) y alter ego de la autora. Así, el lector ingresa de su mano a un mundo infantil que se contrapone al de los adultos regido por la abuela.
La obra teatral de Zúñiga Norero destaca por sus personajes de rasgos peculiares en un ámbito alejado del convencional donde nosotros, gentes de carne y hueso, nacemos, vivimos y morimos. Zoelia y Gronelio ocurre en un contexto posapocalíptico; Mades Medus en un espacio circense, de actores itinerantes donde confluyen la realidad real con la de la ficción; y Una hora bajo el puente en un entorno marginal, tras una gran derrota que ha arrojado de la sociedad a sus protagonistas.
Génesis y Victoria, la nieta y la abuela, recorren una tierra en ruinas donde el peligro usual de guerras y desastres las mantiene cerca de la muerte. De los diversos temas abordados por la autora a lo largo de su obra, es acaso en Génesis donde la condición de mujer toma, más que en otras, el centro de la trama. Sin tratarse de un manifiesto feminista, es una historia que pone en agenda algunos de los males que por siglos han aquejado al género femenino. Pero en vez de mostrarse como víctimas, abuela y nieta afrontan el mundo con esa determinación de mujeres fuertes, muy recurrentes en la obra de María Teresa Zúñiga.
En vez de la busca y hallazgo de una nieta perdida, el otro tema de fondo en Génesis es la propia guerra con todas sus consecuencias: desde la pérdida del Estado de derecho y la anarquía hasta la destrucción y la muerte. Génesis y Victoria apenas se conocen, pues solo llevan tres días de haberse reencontrado (una reunión, empero, que saben no puede durar). Las diferencias entre una y otra rebasan sus respectivas generaciones. Tienen una percepción del mundo muy propia, reflejada en el significado que cada una da a acciones sencillas como la de cerrar los ojos: en Victoria sirve para eludir la horrible realidad, en Génesis para transformarla en un lugar mejor. O la muerte reflejada en una lápida cualquiera: irrelevante para la nieta, el rastro de una vida y su existencia en la memoria de sus deudos para la abuela.
Pero la mayor confluencia de ambas reside en su condición de mujer. Una condición, además, largamente sometida por una sociedad patriarcal, a la que se critica en la obra. Pone en boca de Génesis, por eso, que “una cosa es nacer mujer y otra hacerse mujer”. No es gratuito que otra arista de la relación entre abuela y nieta sea, precisamente, la de maestra y alumna. En La casa grande y en Génesis se percibe una vaga empatía y rasgos comunes de Zúñiga Norero con ambas abuelas, que ejercen la docencia, igual a ella. Quienes conocen a la autora estarán de acuerdo en una cierta propensión suya, formadora y pedagógica —también maternal—, con sus amigos cercanos y principalmente con los demás miembros del Grupo de Teatro Expresión.
Expresión ha sido clave en su producción teatral de los últimos 32 años, no solo por la logística para el montaje de sus obras, sino por la retroalimentación y el soporte emocional y familiar. Junto con ella y varios más, el grupo lo han integrado por todo ese tiempo su esposo Jorge Miranda y sus hijos Jorge Luis y Marco Antonio. Ellos asumen el rol de primeros lectores y críticos con una misma percepción estética del teatro como texto literario y guía para la construcción e interpretación de personajes y de la puesta en escena. En este proceso, la labor creativa suele ser conjunta y constante. Alguna vez María Teresa Zúñiga me dijo que sus piezas teatrales siempre estaban sujetas a cambio y mejora. Entendemos que esto se refiere más bien al montaje: he visto repetidas veces algunas de sus obras —unas son dirigidas solo por ella y otras por Jorge Miranda— y cada puesta en escena difiere de la anterior. Se trata de diferencias mínimas, claro, pero que refuerzan ligeramente el mensaje y el efecto sobre el espectador. Facilita estas variaciones que la autora recurre poco a la acotación, lo cual otorga mayor libertad de adaptación.
El teatro de María Teresa Zúñiga es pródigo en símbolos de cierta ambigüedad, que en el futuro permitirá versiones diversas y acaso opuestas según la percepción e interpretación de cada director. En Génesis, por ejemplo, podría mencionarse varios: la aparición del teléfono celular, a través del cual se manifiestan “ellos”, entidades omnipresentes e invisibles; el significado de los nombres “Génesis” y “Victoria”; o la idea de lo femenino asociado al color blanco: lejos de la carencia de mácula, en la obra adquiere el carácter de fragilidad porque es fácil de manchar, de deteriorar, de destruir. Esto se refuerza con la permanente evocación de las violaciones como otro de los riesgos. Se trata de un peligro cuasiexclusivo para la mujer y la mayor muestra de una vulnerabilidad determinada por el género, aun en tiempos de paz, pero crítica en situaciones extremas como una guerra.
¿Qué es Génesis, entonces? La abuela Victoria define esa palabra como “el origen de un nuevo nacimiento”. Pero la pieza teatral podría tomarse como un tributo a las millones de mujeres que, a lo largo del tiempo, debieron afrontar la guerra en calidad de supervivientes, víctimas o heroínas. Esas mujeres violadas o muertas de Nankín, Rusia y Berlín; del África Central y también las cautivas del ISIS; o las más cercanas de Manta y Vilca, en el Ande peruano, nos recuerdan que la violencia de género siempre se usó como acto de guerra. Entonces ella, la mujer, hace surgir un camino, el renacer constante de un nuevo principio. Así, la obra se une a esa estirpe de la literatura que rebasa el plano artístico y hace visibles los grandes problemas que persiguen desde sus inicios a la humanidad.
* Prólogo del libro Génesis (Lima, 2018), de María Teresa Zúñiga, editado por el festival de teatro Sala de Parto.
Era 1911. Ventura García Calderón (1886-1959) llevaba varios años en París, pero regresó al Perú por unos meses para adentrarse en la sierra de Ancash y buscar yacimientos de plata. Este episodio fue muy importante para su futura obra, pues recogió abundante material que le iba a servir para La venganza del cóndor, que se publicaría trece años después.
Título fundamental de la narrativa de García Calderón, se trata de un volumen que reúne 24 cuentos ambientados en las profundidades de un Perú salvaje, primitivo y místico, donde se impone la fuerza y la constante oposición entre razas, principalmente de blancos e indígenas.
Se ha acusado a García Calderón de hacer un retrato inexacto —y hasta caricaturesco— de los indígenas peruanos. Además de ellos, los cuentos de La venganza del cóndor tienen como personajes a gentes foráneas al mundo andino. A través de estos últimos, el Perú profundo es contemplado desde el exterior. Ese es su mayor acierto, pues sabedor de sus limitaciones en el conocimiento de la psicología del indígena, el autor evita el punto de vista de este y, más bien, usa el de los criollos y recién llegados, quienes se maravillan por una cultura que están lejos de comprender (lo cual, atinadamente, se refuerza).
El libro ofrece una visión eminentemente exógena, pero también muy crítica, de la interacción entre blancos e indios en las tres regiones naturales del país. Desde ya, se reconoce sus mundos enfrentados, en permanente colisión, en que los primeros oprimen a los segundos y ejercen sobre ellos una actitud hostil.
Los blancos son retratados como seres violentos, casi irracionales, armados siempre de un chicotillo y revólver. El salvajismo los hace matar y matarse entre sí, como en el cuento «En los cañaverales», donde asistimos al nacimiento de un tirano latifundista de esa clase. Pero también hay blancos que consiguen integrarse con la naturaleza y conocer parte de sus misterios debido a que no se le oponen, sino, al contrario, le ofrecen su respeto y devoción.
A este mundo en crisis se suma un nuevo elemento, llamado a restablecer el equilibrio: el misticismo, sobre el que los indios ejercen cierto dominio gracias a una suerte de alianza con las fuerzas de la naturaleza. Hay un saber impenetrable entre ellos y viven fusionados con su entorno terreno, pero también con el espiritual, de apus y poderosos antepasados. La naturaleza se muestra infalible, destructiva y feroz, y no se deja dominar. Acaba por igual con blancos e indios, negros y chinos.
En algunos cuentos —como en «La selva de los venenos»— la superstición se impone a la lógica del relato y determina las decisiones de los personajes y su percepción del contexto. «Historias de caníbales», por su parte, lleva la barbarie a su máxima avanzada y la entremezcla con la mística y la superstición. Se trata de una interesante trama cuyo planteamiento iba a ser repetido por algunos autores para plasmar la inmersión del europeo insensato en las profundidades de la Amazonía hasta ser devorado por esta.
García Calderón se las arregla también para sugerir que el problema del indio es el inevitable hombre blanco. Una muestra es «Fue en el Perú», que con los códigos de la leyenda, cuenta el nacimiento de Jesucristo entre los indios. La opresión a los hijos de Judea es similar a la sufrida por los indios: viene de gentes poderosas y foráneas que les arrebataron lo que con justicia les pertenecía. Su trama desesperanzadora nos remite a «El gran inquisidor», de Fiodor Dostoievski.
Pero también mueve al autor el ánimo de escribir una literatura de denuncia social. Por eso el retrato de los personajes opresores —los curas, por ejemplo— es tan estereotipado e implacable. Estos relatos son los más débiles del libro.
El sexo es otra constante en estas tierras primitivas y obsesas. Por eso está tan presente en muchos relatos, como «Amor indígena», «Chamico», «El hombre de los 48 hijos» o, el mejor, «La llama blanca», que además del horrible retrato de indígenas zoofílicos y paganos, retoma el tema del «inaferrable fantasma» de la existencia humana, o Moby Dick.
La impecable prosa de García Calderón ayuda a disimular la violencia en un territorio donde la vida nada vale. Se toma además la libertad —tan literaria— de fabular, y esboza su propia visión del Perú profundo, no necesariamente como fue, sino como podría haber sido.
Tras varias décadas de ataques contra La venganza del cóndor —muchas veces por razones extraliterarias—, una nueva lectura, libre de ideologías y prejuicios, nos revela otro de los grandes libros que pueblan la narrativa peruana.
Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 6 de octubre de 2012.
La literatura oral ha constituido, desde el albor de los tiempos, la mejor forma de transmitir saberes e ideas de una generación a otra, a través de historias que funcionaban como parábolas o lecciones de vida. Con el paso de los años, y ya en tierras americanas, los conquistadores españoles comprendieron que podía utilizarse como una potente herramienta de control social.
Esa es una de las conclusiones que esgrime la escritora huancaína Isabel Córdova Rosas en su ensayo El diablo en la ideología del mundo andino. Pero la afirmación más relevante del estudio es que la figuración demoníaca y todas sus variantes no formaban parte del imaginario andino prehispánico, sino, más bien, fueron introducidas con la llegada de la cultura ibérica a la sierra central.
Debido al limitado alcance de las leyes para reglamentar el comportamiento de las gentes, había la necesidad de buscar una forma de rebasarlas para establecer reglas de conducta que eliminaran faltas como la lujuria, el incesto o cualquier otra actuación inmoral, como parte de un control social sistemático. Es entonces que se echó mano de las mitologías occidentales: la dualidad de Dios y el diablo para cumplir la función de castigar el comportamiento pecaminoso en una esfera mística y sobrenatural que rebase el alcance humano.
El mundo de los wankas prehispánicos —nos dice Córdova Rosas— estaba dividido en tres estadios: el superior, o de las deidades; el medio, de los hombres y animales; y el interno, de los muertos y gérmenes. «El diablo o demonio —agrega— no habita en ninguno de esos espacios», ni siquiera en el último, que «jamás podría ser considerado el lugar de castigo o el infierno de la civilización occidental». Eso prueba que el diablo no existía en el imaginario andino antes de la inserción de la cultura europea.
La primera identificación formal del término diablo —o supay— en quechua fue en 1608 por el jesuita Diego González Holguín. Para entonces ya se había incorporado su figuración entre los hombres andinos. Pero no se trata del mismo diablo europeo, sino de un personaje basado en este, que incluyó elementos tomados de las tradiciones locales para matizarlo, hacerlo más creíble y, específicamente, entendible y fácil de interiorizar. En la tarea de implantarlo en la cosmovisión del aborigen —nos dice Córdova Rosas— «intervino con un rol preponderante la literatura oral para establecer el control social. De esa forma, a la prédica, al sermón y al exorcismo se unieron relatos orales con los que se trataba de inculcar la existencia del demonio y los castigos a los que se verían sometidos quienes cayeran en sus redes».
El momento de la inserción del diablo al pensamiento colectivo andino habría sido cuando el español descubrió que pervivían diversos «actos litúrgicos aborígenes destinados a rendir culto a las deidades nativas», por lo que se recurrió al diablo como culpable de esa «actitud resistente a la ideología religiosa prehispánica». La autora afirma que «fue entonces cuando se aprovechó con eficiencia la mentalidad animista y supersticiosa del aborigen para inculcar, dentro de sí, una serie de mitos sobre el diablo, que la literatura oral se encargó de difundir, acrecentar, retocar y, en la mayoría de las veces, darle un carácter burlesco».
Córdova Rosas ha identificado al menos seis categorías de la figuración demoníaca en la narrativa oral: diablos, condenados, mulas, jarjarias, joljolias y uman tactas. Destacan los relatos donde el diablo es más bien burlado y el héroe de la historia —que por sus características, sería más bien un antihéroe— sale bien librado y dueño de una inmerecida recompensa. Pero también hay una connotación erótica, pues el diablo siempre seduce a las mujeres que muestran predisposición demasiado lasciva o ambiciosa, por un lado, o ingenua y crédula por otro.
El ensayo de Córdova Rosas demuestra que la riqueza de las culturas —en particular la andina a través de la narración popular— se encuentra en su capacidad de impregnarse de las otras antes que colisionar con ellas. Esa es la magia que irradia la literatura.
Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 29 de setiembre de 2012.
“Gran parte de lo que escribo procede de mis sueños”
Entrevista y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar
Conversamos con Ugo Velazco, ganador del concurso «El cuento de las mil palabras» 2018 —premio organizado por la revista Caretas— con «El bonsái Kobayashi» y autor del volumen de cuentos con el mismo título. En la siguiente entrevista nos habla de este libro y, además, nos contó sobre su método de trabajo en narrativa breve y gran parte de lo que ha sido la construcción de su obra literaria.
Al ver la cantidad de publicaciones que has hecho en tan poco tiempo, uno se lleva la imagen de que eres un escritor muy prolífico.
Escribo desde los 18 años, cuando estaba en la universidad. Yo escribía narrativa, pero nadie lo sabía. Todos creían que solo hacía poesía. Escribía sin tener demasiadas lecturas; si vale el término, empíricamente. A los 20 años entregué mis cuentos a un amigo y me dijo que debía publicarlos. Publiqué mi primer cuento en 2012, en El tiempo de los muertos. Entonces tenía un conjunto de 25 cuentos. Es un libro que tuvo tres ediciones ya agotadas.
¿Cómo alternas tu producción literaria entre el cuento y la poesía?
A los catorce años empecé escribiendo un cuento feo, horrible. Yo no sabía lo que era un cuento. Aprendí de Oswaldo Reynoso. Escribo poemas desde los 15 años, una poesía muy adolescente. En la universidad constituí un grupo literario, centrado principalmente en la poesía. Era para nosotros más emotiva, más directa. Entonces yo escribía cuentos en forma oculta; poesía y cuento al mismo tiempo. Leía a narradores pero más a poetas. Ambos géneros pueden calificarse diferentes, pero en el fondo tienen muchas semejanzas, son parientes muy cercanos.
La mayoría de tus cuentos abordan temas fantásticos, pero también tienen un cierto halo de absurdo.
Sucede que gran parte de lo que escribo procede de mis sueños. He heredado ese don de mi madre que, creo, tiene algo de bruja. Ella me enseñó a interpretar los sueños. Es como si yo estuviese consciente y tomando nota de lo que sueño. Mi cuento «El sobre rojo» es absurdo porque salió de un sueño. Al despertar le di forma, quité, agregué, pero el sueño está ahí. Parto del supuesto: «¿qué pasaría si un objeto del sueño llega a trasponer ese umbral y aparece en la realidad?».
Otros cuentos del libro también tienen un ambiente muy de pesadilla, desde «El bonsái Kobayashi», «La pesca» o «La tía Berenice»…
O también el cuento «Rigoberto ya estaba muerto», que toca el tema de la brujería, el daño, el maleficio; en este caso, del hijo contra el padre. Hay ahí una atmósfera tétrica. Mi segundo libro, precisamente, se titula El daño; donde hay otro cuento que trata de un danzante de tijeras y un hechizo.
En los cuentos de El bonsái Kobayashi tú tienes preferencia por los personajes narradores, e incluso se diría que son ellos los protagonistas.
Me gusta la primera persona porque se acerca más al lector. Hay como un diálogo entre ambos, como cuando alguien cuenta un chisme a otro. No me gusta la tercera persona porque se entromete.
Otro aspecto que llama la atención es el de tus protagonistas, a menudo niños, que se desplazan al espacio de un personaje ya mayor y extremadamente enigmático.
Mis personajes preferidos son siempre niños y ancianos. Los veo mucho más interesantes que los jóvenes o adultos. Los niños son la representación de lo puro, lo nuevo, lo ingenuo. Y los viejos están al otro lado; a puertas de conocer aquello que tanto tememos e ignoramos. Un viejo no solo representa la sabiduría, sino posiblemente el conjunto de todos los vicios y males que ha acumulado a lo largo de su existencia. Hacerlos encontrar en un cuento no solo es interesante, sino necesario. Por ejemplo en «El bonsái Kobayashi», el niño es asimilado, poseído, transformado por el viejo.
Se respira en estos cuentos un ambiente de decadencia: hay casas que están por caer, objetos acumulados y empolvados por los años y el desuso.
El tiempo es para mí un tema muy inquietante, terrorífico. En mi libro El tiempo de los muertos hablo de la taxidermia, o desapariciones. Inconscientemente siento que es un mecanismo de defensa para hacer frente al paso del tiempo. Me asusta el paso del tiempo y que nosotros no podamos hacer nada. Por su causa se muere la gente. Las casas viejas o los objetos empolvados son una manifestación del paso del tiempo.
Y precisamente el tiempo protagoniza «Las casualidades no existen», un cuento de ciencia ficción que nos remite a Aldous Huxley, pero principalmente al Arthur Clarke de El centinela y 2001. Una odisea del espacio…
Leer a Huxley hizo que mi temor al tiempo se hiciera casi patológico. Yo he sido siempre pesimista. Por más que el ser humano se esmere en hacer bien las cosas, nuestro destino ya está marcado. Soy muy aficionado a la astronomía y siempre me aterraron los agujeros negros. Por eso me preguntaba para qué estamos aquí, quizá nunca debimos haber existido. Los mismo me pasa cuando leo el Apocalipsis, porque también quería ser sacerdote.
¿Aún crees en Dios?
Sí, pero mi dios es extraterrestre. No es el dios cristiano. Empecé por ahí, pero ahora creo que es una gran mentira. Si hay un dios, debe ser uno muy parecido a nosotros, solo que con un nivel de desarrollo muchísimo más adelantado. Un poco de ahí es de donde sale el cuento «Las casualidades no existen». Si padecemos el impacto de un cometa o asteroide, yo me pregunto qué probabilidad hay de que en todo este infinito universo dos cuerpos choquen, habiendo tanto espacio. Si sucede, tiene que ser premeditado por alguien con potestad sobre los astros. Nosotros somos el proyecto de alguien. En mi cuento, la imagen del dios no es omnipotente, porque él tiene un baúl. Y este dios se parece a mi abuelo. Cuando yo era pequeño tenía prohibido entrar a un cuarto en casa de mis abuelos donde había un baúl antiguo.
Ya en cuanto a tus preferencias de autor, ¿solo escribes cuentos fantásticos o tienes relatos realistas aún no conocidos?
El 95 % de lo que escribo es fantástico o absurdo. La razón es porque la fantasía me ofrece más posibilidades y recursos para construir una ficción. El realismo, por otra parte, me limita. Yo le tengo un poco de recelo, quizá porque cuando iba a la universidad leía mucha literatura rusa contestataria, política, reivindicativa, y no me puedo quitar de la cabeza esa figuración de literatura realista.
¿En qué se diferencian tus cuentos de los de, digamos, Borges, Cortázar o Arreola?
Cuando publiqué El tiempo de los muertos me dijeron que eso era Borges, aunque cuando escribí ese libro apenas había leído un par de cuentos suyos. Mis cuentos, por el hecho de ser literatura fantástica, guardan mucha relación con lo que se ha escrito antes. No creo ser tan original en ese sentido. Sí tengo cierta originalidad en el sentido de que mis cuentos hablan de desapariciones, más que de la muerte. Para mí la desaparición es más trágica que la muerte, porque es un poco absurda. Por ejemplo en «La tía Berenice», en cuanto a la desaparición de Cintia, solo está en el ámbito de la fantasía que se convirtió en una gata. O que la convirtieron. Pero lo importante es que ha desaparecido. Dejó de ser humana para ser un animal. En la muerte al menos queda el consuelo de tener un cuerpo, pero cuando uno desaparece, hay absurdo. Mis cuentos se orientan hacia eso.
¿Cómo manejas el desenlace en los cuentos del libro y en tu estilo general como narrador?
Me cuesta bastante. El final es la cereza del pastel. Si no manejas un buen final, lo que has ido construyendo con esmero podría fracasar. Yo prefiero los finales abiertos, porque la vida es así. Siempre seguirá ocurriendo algo después. También hay finales absurdos, como la renuncia en «El sobre rojo», es una locura que aparezca en la realidad un sobre que el personaje soñó. O quizá renuncia por estrés, porque el trabajo lo estaba aplastando. El mejor final es uno que fluye naturalmente, que no sea ambiguo, pero que tampoco deje satisfecho al lector. Yo no quiero a un lector que sea feliz al momento de terminar mis cuentos. Quiero a un lector con más dudas que cuando empezó a leer, y que me odie, que reniegue.
Me da la impresión de que el libro se ambienta en una especie de Huancayo o en una ciudad inventada que se le parece muchísimo.
Sí, mi escenario es Huancayo, es nuestra región. No por regionalista, sino porque es lo que yo conozco. Pero no es un Huancayo realista, al pie de la letra. He construido una ciudad paralela donde pueden pasar estas historias. Tengo un cuento donde mi personaje se sitúa entre el Jirón Loreto y la Calle Real, donde hay un reloj desde hace años que siempre me ha inquietado. El Huancayo que describo es muy parecido al real.
¿Para terminar, a qué otros autores percibes como futuros clásicos en la literatura de Junín?
En poesía estamos en una escasez tremenda. No podría decir un nombre de alguien que ya tenga una voz poética, pero sí hay algunos que tienen cierto valor. Clara Trilce tiene poemas muy buenos. Y por lo que he podido ver en estos últimos años, ha habido un aumento de narradores, pero no creo que estén trabajando con la disciplina necesaria. Pareciera que lo toman como un hobbie o un medio para tener presencia en los medios o redes sociales. Sin embargo, si yo tengo que hablar sobre un trabajo serio, en primer lugar está tu novela [Cautivos de mar y tierra]. Me parece que con su aparición, el año pasado [2017], se ha recuperado una línea que había descendido en calidad. Yo como editor he recibido montones de novelas, pero que realmente eran el borrador del borrador. Pero tu libro ha marcado una distancia enorme y sirve como modelo para los jóvenes que están escribiendo ahora en cuanto a la calidad estricta y tratamiento de la imagen y muchas cosas. Hay también un muchacho que escribió varias novelas inéditas, Jefferson Gomez, con el que tengo muchas expectativas. En cuento es muy bueno. Hay otro, Eduardo Tácunan, que me recuerda a mí cuando era universitario. Él tiene mucho talento y un uso del lenguaje serio y que, si le pone mucha disciplina, será toda una promesa.
Vladímir Nabokov (1899-1977) redactó Lolita en inglés, luego de mudarse a Estados Unidos. La historia no es completamente original. A finales de 1939, cuando vivía en París, había escrito en ruso una novela corta con lo que sería el sustrato de Lolita, a la que llamó Volshebnik. Por considerarla imperfecta, destruyó el manuscrito, pero se salvó una copia que tiempo después él mismo ofreció a su editor, aunque no se publicó sino póstumamente (la versión en español lleva por título El hechicero).
En ambas novelas una mujer madura es desposada por un pedófilo —Humbert Humbert en Lolita, un personaje anónimo en El hechicero— solamente para tener cerca a su hija preadolescente y finalmente poseerla. Si bien el punto de vista común es el del pedófilo, en Lolita es este mismo quien cuenta la historia, en primera persona, mientras en El hechicero —donde todos los personajes son innominados— hay un narrador omnisciente que hábilmente incluye el sentir de su protagonista. La niña es el centro de las dos historias, pero de apenas participar en la primera, adquiere en Lolita una poderosa voluntad sobre los demás personajes, su propio destino y el curso de la historia, que continuará todavía largamente desde donde El hechicero tiene su desenlace.
Llamada Dolores Haze, Lolita es una niña-mujer de doce años a la que Humbert caracteriza como nínfula (nymphet en el texto original). Su inconsciente perversidad —así intenta darlo a entender el narrador con ese especial tono suyo, entre cínico e irónico— tiene el poder de destruir a cuantos la rodean. El contacto inicial con Humbert es juguetón, pero según avanza la novela adquiere mayor dominio sobre él. Labra así su propia perdición, que toca fondo con Clare Quilty. Una última imagen suya, ya perdida su belleza, embarazada, arruinada y comprometida con un White Trash de futuro poco prometedor, es la que tanto desespera a Humbert.
Humbert es quien impone una relación furtiva a Lolita, a diferencia de a Annabel, la otra niña iniciática de su vida, cuando ambos tenían trece años, aunque entonces no la pudo consumar. Se trata del equivalente de Lolita, un personaje con características tan parecidas a las suyas, que da la impresión de tratarse del mismo. Algo similar ocurre entre Humbert y Quilty, pese a sus aparentes diferencias, que bien podrían ser meras invenciones del narrador. La tendencia de Humbert a alterar la realidad en su relato hace que el lector jamás tenga la seguridad sobre lo que es verdad y lo que no. Algo que refuerza esta impresión son las grandes coincidencias de la historia, como la oportuna muerte de la madre de Lolita —cabe la posibilidad de que él la asesinara—. Igualmente, Humbert resalta sus propios defectos y se muestra a sí mismo como un ser abyecto. Aquellos que le caen mal, además, son retratados de manera feroz y tienen un terrible final; su primera esposa, por ejemplo, quien acaba humillada hasta un nivel absurdo y muere al dar a luz, como parece ser el destino de toda nínfula. Otro indicio de que Humbert podría no decir la verdad son las temporadas que pasó en tratamiento psiquiátrico (Nabokov se aprovecha de esto para burlarse de psiquiatras y psicólogos, por cuya profesión sentía un desprecio nada gratuito).
Lolita está desamparada y no le queda más alternativa que sostener una relación con Humbert. Este la colma de regalos como una forma de ganar su afecto y de resarcir su propia culpa. Pero eso también significa que podrá exigir a cambio sus favores. Por eso lo suyo se convierte en una sucesión de transacciones y una pugna entre ambos en la que, aunque parece que Lolita sale bien librada, es más bien sometida a los deseos de su padrastro. Ello toma su cariz más patético cuando el narrador informa al lector que ella llora todas las noches. La particular atracción que Humbert siente por Lolita, y no por cualquier otra niña-mujer, se debe al perturbador, oscuro y perverso fondo incestuoso de la relación.
Apasionante y nebulosa es la persecución de la que es objeto Humbert por Gustave Trapp, un nombre ficticio del ficticio perseguidor. Y aquella presencia, infalible y permanente, de Quilty, no puede ser más fascinante y retorcida.
El testimonio autobiográfico de Humbert, que constituye el libro, se supone escrito para ser leído de manera póstuma. Un relato tan subjetivo como Lolita, que además tiene el agravante de ser contado por un maniático, neurótico y paranoico, nos crea esa duda, inquietante, de que nada es verdad, porque la realidad podría haber sido inventada por la mente perturbada del narrador.
Como en el resto de la obra de Nabokov, hay en la novela una bellísima prosa. Humbert se convierte en un personaje que inspira lástima, que se autodestruye y que, de la mano del lector, vive, ama y muere víctima de sus propias obsesiones.
Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 7 de abril de 2012.
«Juan Carlos Suárez Revollar nos entregó una inquietante y divertida novela: Cautivos de mar y tierra. Consignemos que estamos ante una primera novela marcada por la madurez. El autor ha sabido calibrar el paso del tiempo y no ha sido presa del apuro por publicar. Suárez cumple con la máxima de la ficción: perfilar personajes. Nuestro autor nos presenta a Franz Von Carnap y Matías Serna, dos jóvenes que huyen de enemigos comunes por el Congo Belga ad portas de la Primera Guerra Mundial. En la interacción de estos dos personajes Suárez se posiciona como un autor de oficio, pero también nos hace levantar las cejas ante forzadas metáforas, obedientes a la denuncia sobre la colonización. Más allá de este reparo, no me hago problemas: Suárez es el autor revelación del 2017».
* Fragmento. Para leer el artículo completo da clic en el siguiente enlace.
Conversamos con Juan Carlos Suárez, crítico literario, escritor y director desde hace siete años de Acerva Ediciones, quien nos habla sobre el mundo editorial, la literatura y las políticas de lectura en Junín y el Perú.
¿El 2016 fue un buen año para el mercado editorial de nuestra región?
Si bien Junín no tiene índices de lectoría tan altos como otras regiones, veo con buenos ojos que se está avanzando en ese aspecto. No tenemos ya solo una, sino dos ferias del libro, institucionalizadas y con largas perspectivas de futuro. En ese crecimiento de la lectoría hay un mayor consumo de autores locales, varios de ellos con una obra igual de relevante que los mejores escritores del país. Además hay iniciativas privadas y desde el Estado para promover la comprensión lectora y la lectura en general. Los resultados se verán en el largo plazo, y serán positivos.
Es evidente que el mercado editorial, con el plan lector, se ha visto favorecido en los últimos años. ¿Ese beneficio también abarca a la comprensión lectora del alumno?
Ahí terminamos dependiendo de la pericia del docente. Los hay buenos y muy comprometidos con su labor, capaces de sacar partido incluso de libros no tan buenos. Pero qué hacemos con aquellos cuyas miles de ocupaciones no les permiten estudiar a fondo el libro que se está leyendo. Recordemos que los docentes están entre los profesionales con mayor carga laboral y emocional. Por eso es importante que el libro se defienda solo, que sea atractivo, interesante y, lo más importante, que contenga esos conflictos humanos propios de la gran literatura.
¿El plan lector está siendo bien aplicado en nuestra región?
He visto el trabajo de docentes que han conseguido no solo un nivel altísimo de comprensión, sino además el involucramiento de sus estudiantes en la trama y hasta ese estado con el que sueña todo autor: cambiar la vida del lector a través de una novela. Quizá se podría tomar esas experiencias como referente para planes piloto. A nivel de la región percibo una voluntad de hacer bien las cosas, aunque en la política nacional tenemos la tendencia a reducir las horas de literatura por otras materias. ¿Menos ficción e imaginación por más lógica y especialización? ¿Eso no nos deshumaniza un poco?
¿La selección de escritores que hace la Dirección Regional de Educación es atinada?
La esencia del plan lector se supone una elección democrática de cualquier lectura entre alumnos y docentes. En cuanto a acertar, es subjetivo. Una persona puede tener en gran estima un libro que, simplemente, marcó su vida, y lo defenderá porque a su entender es genial. Pero luego resulta ser un best seller de autoayuda al que los críticos consideran mugre editorial. ¿A quién le creemos, al crítico o a ese lector? Lo que la DREJ hace es sugerir algunos títulos para un concurso de comprensión lectora. Varias novelas de Acerva fueron seleccionadas en ese grupo y han arrojado buenos resultados. Eso se explica porque son libros muy empáticos con el lector joven.
¿Alguna vez te han pedido «comisiones» para conseguir la lectoría de tus libros en alguna institución educativa?
A menudo lo que condiciona la lectura de los libros no es su calidad sino las comisiones e incentivos. La prueba son los escándalos de corrupción que han involucrado a algunas editoriales grandes. Pero pese a las sanciones, siguen funcionando y no les va mal. Tampoco se percibe una política del Estado para contrarrestarlo. Lo bueno es que en el sector educación hay mucha gente honesta con la que sí se puede trabajar sin caer en prácticas que, aunque te harían crecer como empresa, te degradarían como persona.
¿Y qué nos dices de la piratería?
La piratería es oportunista y pelea con ventaja. Ellos eligen qué imprimir de acuerdo a la demanda, y cuentan con la logística y canales de distribución más eficientes del rubro editorial. Los libros de Acerva pirateados tenían altos niveles de lectoría. Y en cuanto apareció la versión pirata, las ventas cayeron en 90 %. No importa lo barato que se venda un libro, ellos pueden ofrecerlo por muchísimo menos. He visto versiones de nuestros libros que no les habrían reportado ni diez o quince céntimos de rentabilidad por ejemplar. Entonces ahí ya no se percibe solo un ánimo de lucrar, sino de demolerte por haber osado enfrentarlo con una edición original y bonita de cinco soles.
Si bajar el precio de un libro hasta ese nivel no es la solución, ¿cuál sería entonces?
Nuevamente, esa es una función del Estado. A su modo, la piratería suple también el rol del Estado de dar acceso a los libros. Si no hay una política de mantener bibliotecas públicas, ¿cómo hará alguien para estudiar con un libro que cuesta setecientos o mil soles? Hemos llegado a un punto de equilibrio entre Estado e informalidad, en este caso, la piratería. No creo que a algún funcionario le interese alterar eso, habiendo otras prioridades.
¿Quiénes son los autores locales más auspiciosos?
Citaría a dos, Augusto Effio, quien pese a su brevísima obra publicada, es el mejor narrador que ha dado Junín. Es un autor al que debemos prestar muchísima atención. María Teresa Zúñiga, por su parte, si bien es reconocida como una de las mejores dramaturgas peruanas, es también una gran narradora. Prueba de eso es su novela La casa grande, que ha recibido muy buenos comentarios dentro y fuera del país. Luego vienen los autores, digamos, consagrados, como Villanes Cairo o Rivera Martínez. Pero lo que se ve ahora es una transición generacional. Hay muchos jóvenes que están escribiendo. Y lo están haciendo bien. En unos años tendremos una nueva literatura de Junín más consolidada.
¿Qué nos traerás para este 2017?
Tenemos algunos títulos en proceso de edición. El más inmediato, y que ya lleva tiempo en espera, estimo para bien, es Mi tío el cura, de José Oregón Morales. Ha tenido varias versiones y una larga gestación. Pero ya está lista para su publicación. Además tenemos tres proyectos adicionales cuya publicación decidiremos en el transcurso del año. En el mundo editorial debemos ser pacientes y tener tino. Por fortuna, ya van siete años de Acerva, y prometedoras perspectivas, además.
Publicado en revista El Huacón, edición 180, del 9 de enero de 2017.
Aunque ya había publicado un par de libros, Diego Eguiguren (Lima, 1989) mantiene aquel perfil bajo del creador a quien no interesa demasiado ceder en la libertad artística de su obra a cambio de alcanzar mayor difusión.
Esa es la primera impresión que deja su nuevo trabajo, Colección privada (Editorial Micrópolis, 2012). El libro rebasa la clasificación de microficción. Se trata de un volumen de narraciones, significativas individualmente, pero de gran valor si se ven como un todo. El personaje central, un Diego ficticio, alter ego del autor —pero no por eso el Diego de carne y hueso que escribió el libro—, a través de breves reflexiones y retazos de su vida, conduce al lector, entre anécdota y anécdota, a esa corta temporada en el infierno en la que se encuentra.
El mundo que el personaje narrador esboza pasa por un punto de vista colmado de desaliento. A lo largo del libro el lector va conociéndolo, en un mano a mano con él, evocando y viviendo sus recuerdos.
Si bien Colección privada se promociona como un volumen de narraciones breves, por su forma y fondo parece acercarse más bien a la novela corta. El libro recuerda a una de aquellas nouvelles experimentales, caóticas, que afloran cada cierto tiempo. De manera irregular se esboza una historia muy personal, como escrita para el propio autor.
La presencia de Charles Bukowski ha dejado una marca a fuego en Colección privada. El personaje narrador es un paria del mundo, que vive por el arte, ajeno a todo; a su modo, es un hedonista, un exégeta de sí mismo.
Aunque la mujer perdida del relato aparece y desaparece, se mantiene omnipresente a lo largo del libro, como una sombra infalible y dolorosa. Por su causa, de pronto al narrador no le queda más que una sufriente supervivencia.
El lenguaje altamente formal es otra característica del libro. Eguiguren usa combinaciones de palabras poco usuales en el habla común. Esta tendencia se nota, incluso, en los diálogos de los otros personajes.
La particular visión del narrador convierte el mundo en algo afín a él; por eso todos hablan, piensan o sienten como él.
El protagonista es un ser vencido a medias: no tiene perspectivas ni esperanzas, pero se niega a abandonar el ruedo. Ese es su aspecto más heroico, una sucesión de instantes en que se resiste a la derrota.
Su futuro se figura no tener importancia para él; ya su historia parece estar acabada. ¿No hay más? En realidad, sí debe de haber, o al menos es lo que queda como una oscura sugerencia al final del relato.
Publicado en Suplemento Cultural Solo 4, del diario Correo, el 25 de agosto de 2012.
El primer libro de Alberto Benza, A la luz de la luna, muestra que es posible configurar toda una historia en un microcuento de apenas unas decenas de palabras, siguiendo las reglas canónicas de la narrativa breve y el cuento. En este nuevo libro se pasa de lo breve a lo hiperbreve. Señales de humo reduce tanto la extensión de cada historia que se corre el riesgo de perder la significación. Y he ahí el mérito del libro. Las microficciones que lo conforman dicen siempre algo, tienen significación y cuentan una historia.
Pertenece a esa clase de ficciones ambiguas, de finales abiertos, que abren multitud de significados afines a su respectivo lector. La fugacidad de la extensión se contrapone con la impresión de la significación que deja: muchas veces imprecisa, en la que apenas se sugiere y se da un mínimo de información. Es tarea del lector descifrar el misterio.
Los integrantes de Micrópolis han comprendido muy bien esa forma de escribir. Cada uno a su modo, cultiva la microficción usando la ambigüedad, en ocasiones, como base de la anécdota. De entre ellos, Benza ha echado mano de este recurso con mayor frecuencia.
Texto leído durante la presentación del libro en Lima.