Las elecciones peruanas, la mafia y El Padrino

Edición de homenaje por el 50 aniversario de El padrino.

El paisaje deprimente de la política peruana no necesita buscar a los grandes teóricos de las ciencias políticas para poderlo comprender (es chiste, sí, búscalos y léelos). El tejido del poder suele partir de acciones delictivas. O si ese poder es heredado, de acciones delictivas cometidas por generaciones anteriores.

Si bien es solo una novela, qué bien define El padrino al juego del poder. Para entender la política peruana hay que verla como un entramado de familias con poder disputándose la riqueza y los favores del Estado, del país. Vistas con la cabeza fría son muy afines a las famiglias retratadas por Mario Puzo en El padrino.

Puede que leer una novela no nos enseñe nada. A mí, además de entretenerme muchísimo como fan de su versión fílmica, me ha dejado la incómoda sensación de reconocer en la Mafia italiana (o de donde sea) a la estructura del poder en el Perú.

Por cierto, sigo sin definir mi voto para esta elección. Me está costando encontrar al mal menor entre tantos males mayores. Ah, pero volviendo a la literatura, muy recomendada El padrino.

Opinión: El enemigo común

Escribe: Juan Carlos Suárez Revollar

¿Tiene algún sustento real la lucha contra la informalidad y la delincuencia que, según Henry López, el alcalde de Huancayo, encarnan los ciudadanos de Venezuela? Más bien se diría que anunciar a esta ciudad libre de venezolanos tiene otras motivaciones. La principal es una cierta simpatía hacia el régimen de Nicolás Maduro que no solo él, sino sus otros camaradas de partido nunca se han molestado en ocultar.

Desde que se inició la oleada migratoria desde Venezuela a toda América Latina la izquierda no está contenta. Y gran parte de ella ha orquestado una larga batalla mediática para satanizar a miles de personas que, antes que inmigrantes, tienen condición de refugiados y son la evidencia palpable de un sistema político y económico —otra vez— fallido.

¿Acaso una ciudad que se formó, creció y desarrolló gracias al empuje de miles de inmigrantes tendrá simpatía por una política que busca echar a gente que también vino de otras tierras?

Una estrategia más o menos efectiva que usan los caudillos para ganar popularidad es convencernos de la existencia de un enemigo común. Ayuda a unir naciones o pequeñas sociedades y las hace trabajar codo a codo para vencer y sobrevivir. Pero a menudo sirve también a esa clase dirigente para distraer de los problemas inmediatos, casi siempre originados por su incompetencia.

Dudo que proclamar la expulsión de venezolanos alcance a unir a Huancayo en una causa común. Muy al contrario, lo va a polarizar. ¿Acaso una ciudad que se formó, creció y desarrolló gracias al empuje de miles de inmigrantes tendrá simpatía por una política que busca echar a gente que también vino de otras tierras?

Publicado en portal de noticias Clandestino el 2 de abril de 2019.

Artículo relacionado:

Opinión: Inmigrantes

Opinión: Todos corruptos

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

La primera elección libre en el Perú después de más de una década, en 2001, significaba la renovación de la clase política. Por desgracia, y como lo muestran los escándalos de corrupción que involucran a todos los presidentes que gobernaron desde esa fecha, ha sido más de lo mismo.

Sobornos como el de la constructora Odebrecht han ocurrido en el pasado con una frecuencia que resulta desesperanzadora (véase para empezar, Historia de la corrupción en el Perú, de Alfonso W. Quiroz). Lo que diferencia a este hecho es la magnitud del escándalo y, claro, el nivel de poder de los agentes involucrados: desde presidentes y ministros hasta candidatos y banqueros.

Para que ese soborno pueda ocurrir se necesita la complicidad de funcionarios y autoridades. Es decir, se trata de una práctica sistemática y, horror, institucionalizada.

Llama la atención que la cultura del soborno a cambio de una buena pro —de la que Odebrecht, aunque a gran escala, también es parte— se encuentra con facilidad en casi cualquier nivel del Estado. He escuchado quejarse a contratistas y proveedores de gobiernos locales o entidades públicas de la necesidad de pagar bajo la mesa para ganar una licitación. De no hacerlo —repiten con impotencia y una pizca de cinismo— se contrataría a otro empresario menos escrupuloso con esta práctica. Pero hay más: para que ese soborno pueda ocurrir se necesita la complicidad de funcionarios y autoridades. Es decir, se trata de una práctica sistemática y, horror, institucionalizada.

¿Hay solución? No en el corto plazo. Pero empezaríamos con buen pie si como ciudadanos exigimos las sanciones que dicta la ley y, aunque no sea fácil, que votemos con más responsabilidad.

Publicado en la columna La libertad y el tiempo, en el diario Correo, el 4 de marzo de 2018.