Jane Eyre y Cumbres Borrascosas

Anne, Emily y Charlotte Brontë en una pintura de su hermano Patrick Branwell.

Juan Carlos Suárez Revollar

Es difícil no recordar Cumbres Borrascosas (Emily Brontë) a la hora de leer Jane Eyre (Charlotte Brontë) . Bastante menor es Agnes Grey (Anne Brontë), pese a sus evidentes méritos literarios. Las tres novelas se publicaron el mismo año: 1847. Aunque de distinta naturaleza, los puntos en común parecen ser mayores que las diferencias, pero son también coincidencias superficiales. Esa leve influencia tendría su origen en la propia gestación, pues fueron escritas al mismo tiempo, y por ello es posible que las tres hermanas conocieran las historias de las otras dos estando su redacción en proceso.

Acaso lo más saltante es ese ambiente lúgubre que se siente a lo largo de sus páginas, con ribetes góticos de encierro y represión hacia el protagonista. Heathcliff (de Cumbres Borrascosas) y Jane Eyre están desamparados —y a su modo, también Agnes Grey—, y llegan, por circunstancias de la providencia, a un lugar que no les pertenece. Viven bajo la protección de unas gentes que los detestan porque, en un momento de su vida, han perdido al alma caritativa que los acogió, y por eso se convierten en parias en su propia casa, atormentados por quien debiera cumplir las funciones de su hermano: Hindley en Cumbres Borrascosas, John Reed en Jane Eyre. Pero a diferencia de los personajes de Faulkner, quienes viven resignados a su destino en ese Yoknapatawpha de ensueños, ellos enfrentan al mundo, y aunque no vencen, adaptan a ellos parte de él.

Si bien de fondo realista, el clima gótico —y hasta fantasmagórico— de ambas novelas es inconfundible, y puede por momentos salir airosa en escenas de típicas historias góticas o de fantasmas: el mejor ejemplo, el caótico ambiente de encierro de El castillo de Otranto, de Horace Walpole.

El dato escondido en Jane Eyre, como si se tratase de un buen policial, se sostiene hasta su resolución. Es a partir de entonces —después de que Jane huye de la casa Rochester— que la novela pierde fuerza, al igual que la protagonista: ya no es la muchacha resuelta, libertaria, que enfrenta a su opresor, la tía Reed, o Mr. Brocklehurst en el internado; sino una lánguida mujer que cede a la imposición de su primo St. John.

Eso no ocurre en Cumbres Borrascosas, que desde la propia inserción de varios narradores —la base de su estructura— y el diseño de personajes sólidos y tan tangibles como la gente de carne y hueso, jamás decae el hilo narrativo ni el ascenso dramático. La trama —que tiene el aliento de una gran tragedia griega— salta entre pequeños pero cientos de hechos y ve pasar el tiempo de modo vertiginoso.

Leer ambas novelas como el anverso y el reverso de un díptico puede ser exagerado. La unidad de cada una es indiscutible. Solo las grandes creaciones son capaces de alcanzar vida propia y trascender al autor, al contexto, a la historia. Jane Eyre y Cumbres Borrascosas pertenecen a esa clase de ficciones.

Publicado en el Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo el 5 de mayo de 2012.

Vladímir Nabokov: Lolita

Primera edición de Lolita (Olympia Press. París, 1955) en dos tomos.

La nínfula y el hechicero

Juan Carlos Suárez Revollar

Vladímir Nabokov (1899-1977) redactó Lolita en inglés, luego de mudarse a Estados Unidos. La historia no es completamente original. A finales de 1939, cuando vivía en París, había escrito en ruso una novela corta con lo que sería el sustrato de Lolita, a la que llamó Volshebnik. Por considerarla imperfecta, destruyó el manuscrito, pero se salvó una copia que tiempo después él mismo ofreció a su editor, aunque no se publicó sino póstumamente (la versión en español lleva por título El hechicero).

En ambas novelas una mujer madura es desposada por un pedófilo —Humbert Humbert en Lolita, un personaje anónimo en El hechicero— solamente para tener cerca a su hija preadolescente y finalmente poseerla. Si bien el punto de vista común es el del pedófilo, en Lolita es este mismo quien cuenta la historia, en primera persona, mientras en El hechicero —donde todos los personajes son innominados— hay un narrador omnisciente que hábilmente incluye el sentir de su protagonista. La niña es el centro de las dos historias, pero de apenas participar en la primera, adquiere en Lolita una poderosa voluntad sobre los demás personajes, su propio destino y el curso de la historia, que continuará todavía largamente desde donde El hechicero tiene su desenlace.

Vladímir Nabokov (Rusia, 22 de abril de 1899 – Suiza, 2 de julio de 1977).

Llamada Dolores Haze, Lolita es una niña-mujer de doce años a la que Humbert caracteriza como nínfula (nymphet en el texto original). Su inconsciente perversidad —así intenta darlo a entender el narrador con ese especial tono suyo, entre cínico e irónico— tiene el poder de destruir a cuantos la rodean. El contacto inicial con Humbert es juguetón, pero según avanza la novela adquiere mayor dominio sobre él. Labra así su propia perdición, que toca fondo con Clare Quilty. Una última imagen suya, ya perdida su belleza, embarazada, arruinada y comprometida con un White Trash de futuro poco prometedor, es la que tanto desespera a Humbert.

Humbert es quien impone una relación furtiva a Lolita, a diferencia de a Annabel, la otra niña iniciática de su vida, cuando ambos tenían trece años, aunque entonces no la pudo consumar. Se trata del equivalente de Lolita, un personaje con características tan parecidas a las suyas, que da la impresión de tratarse del mismo. Algo similar ocurre entre Humbert y Quilty, pese a sus aparentes diferencias, que bien podrían ser meras invenciones del narrador. La tendencia de Humbert a alterar la realidad en su relato hace que el lector jamás tenga la seguridad sobre lo que es verdad y lo que no. Algo que refuerza esta impresión son las grandes coincidencias de la historia, como la oportuna muerte de la madre de Lolita —cabe la posibilidad de que él la asesinara—. Igualmente, Humbert resalta sus propios defectos y se muestra a sí mismo como un ser abyecto. Aquellos que le caen mal, además, son retratados de manera feroz y tienen un terrible final; su primera esposa, por ejemplo, quien acaba humillada hasta un nivel absurdo y muere al dar a luz, como parece ser el destino de toda nínfula. Otro indicio de que Humbert podría no decir la verdad son las temporadas que pasó en tratamiento psiquiátrico (Nabokov se aprovecha de esto para burlarse de psiquiatras y psicólogos, por cuya profesión sentía un desprecio nada gratuito).

Lolita está desamparada y no le queda más alternativa que sostener una relación con Humbert. Este la colma de regalos como una forma de ganar su afecto y de resarcir su propia culpa. Pero eso también significa que podrá exigir a cambio sus favores. Por eso lo suyo se convierte en una sucesión de transacciones y una pugna entre ambos en la que, aunque parece que Lolita sale bien librada, es más bien sometida a los deseos de su padrastro. Ello toma su cariz más patético cuando el narrador informa al lector que ella llora todas las noches. La particular atracción que Humbert siente por Lolita, y no por cualquier otra niña-mujer, se debe al perturbador, oscuro y perverso fondo incestuoso de la relación.

Apasionante y nebulosa es la persecución de la que es objeto Humbert por Gustave Trapp, un nombre ficticio del ficticio perseguidor. Y aquella presencia, infalible y permanente, de Quilty, no puede ser más fascinante y retorcida.

El testimonio autobiográfico de Humbert, que constituye el libro, se supone escrito para ser leído de manera póstuma. Un relato tan subjetivo como Lolita, que además tiene el agravante de ser contado por un maniático, neurótico y paranoico, nos crea esa duda, inquietante, de que nada es verdad, porque la realidad podría haber sido inventada por la mente perturbada del narrador.

Como en el resto de la obra de Nabokov, hay en la novela una bellísima prosa. Humbert se convierte en un personaje que inspira lástima, que se autodestruye y que, de la mano del lector, vive, ama y muere víctima de sus propias obsesiones.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 7 de abril de 2012.

Crítica de literatura: Stieg Larsson, «Millenium»

El reino de los malditos

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Una mirada rápida a las tres partes de la trilogía Millennium parecería mostrar que los personajes son, en todos sus niveles, infames gentes de alma retorcida, con desórdenes sicológicos, intolerancia, corrupción o simplemente avaricia, a las que Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist se empeñan en combatir. Cualquiera de las tres puede leerse de manera independiente, aunque hacerlo secuencialmente configura un todo de amplia solidez. Fueron publicadas poco después de la repentina muerte de su autor, el periodista y escritor sueco Stieg Larsson, con los distintivos títulos de Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire.

Lisbeth Salander es una heroína inconfundible: con una extraña moralidad y de temperamento indoblegable, es poco comunicativa, bajita y muy delgada, llena de tatuajes y piercings y con el cabello cortado a cepillo. Viste vaqueros negros y chaquetillas de cuero con broches de acero, a la usanza de los punkis. Gracias a su increíble habilidad para reunir información y a sus conocimientos informáticos, es capaz de acceder a cualquier computadora y, por ende, a los secretos de sus propietarios (sean estos sus rivales o aliados). Esa característica le permite un nivel de omnisciencia que no alcanza ningún otro personaje en toda la trilogía. Su partner —y a su modo, su contraparte— es el periodista Mikael Blomkvist, diestro investigador y cabeza de la revista Millennium, un medio independiente y muy comprometido a la hora de denunciar a corruptos, sinvergüenzas y rufianes. Es únicamente con la combinación de esfuerzos que ambos son capaces de hacer frente y vencer a aquellos despreciables empresarios, miembros del gobierno y hasta delincuentes cuyas actividades tienen un rasgo común: violan los derechos de los otros y, en la mayoría de los casos, son misóginos, racistas o sicópatas con poder. Pero Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist no están solos. Junto a ellos hay un puñado de personajes que se juegan el futuro profesional, y aun la vida, para defender a una desconocida, por ejemplo, de la injusticia de la que ha sido víctima a lo largo de su vida, primero por un intocable padre lunático y misógino, y después por unas autoridades corrompidas hasta niveles extremos. Ese es el «bien» y el «mal» que se ha retratado tan puntillosamente en la novela: el primero vulnerable, altruista y desinteresado, cuya única arma es el buen periodismo; y el segundo dotado del poder político más infecto, de manipulación, ocultación e incluso de control de la vida y la muerte.

Un tema central de la novela es la misoginia, extendida como una epidemia en todos los estratos sociales —sobre la que Lisbeth Salander es particularmente sensible—; pero también las feroces relaciones familiares y en particular las que van en la senda padre-hijo. Hay muchos personajes memorables, como Zala, en la segunda parte, a quien es imposible no relacionar con Kurtz, de El corazón de las tinieblas, así como el dueto Salander-Blomkvist.

Los hombres que no amaban a las mujeres es una historia en la misma línea que las de Agatha Christie. Se enmarca en el viejo subgénero policial del «recinto cerrado», pero en vez de una habitación o una casa, los hechos a investigar han ocurrido casi cuarenta años atrás en una isla. Si bien Millennium arranca como un policial convencional —al menos lo es en su armazón más superficial—, en la segunda y tercera parte de la trilogía se termina convirtiendo en un híbrido de novela de espionaje y thriller político, donde los personajes luchan contra un complot de magnitudes internacionales, y ocurren hechos de tal inverosimilitud que, a no ser por la extraordinaria pericia del autor, se estropearía la historia completa. Precisamente, la trama se ha construido siguiendo cánones formales propios de la novela de aventuras, con acción creciente, acentuada por la alternancia de hechos simultáneos —y a su vez, de puntos de vista— en los bloques aislados que son la base de su estructura; aunque, claro, Larsson incorporó también elementos de casi todos los subgéneros policiales.

La organización formal es sencilla, y a grandes rasgos, incluso lineal, salvo en los pequeños retrocesos al pasado para explicar algo más sobre un hecho o un personaje, lo cual dota de profundidad a cada arista de la historia. Las técnicas narrativas presentes son de lo más diversas, y abarcan desde aquellas más comunes, como el dato oculto (podría decirse que la trilogía completa está construida con base en el ocultamiento temporal de información al lector), hasta las cinematográficas: el ojo móvil, el travelling o la cámara lenta. Por eso secuencias enteras tienen un aparente caos en el punto de vista, que salta de un personaje a otro. Lo que no hace ininteligible a la novela es que Larsson jamás pierde el hilo conductor de la historia.

Muchas veces el éxito de difusión de una novela obedece a factores tan azarosos que difícilmente tienen que ver con su calidad. Pero en el caso de Millennium es perfectamente justo, como ocurriera en su tiempo con otras grandes novelas de Víctor Hugo, Tolstoi o Balzac.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4, del diario Correo, el 17 de marzo de 2012.

Crítica de literatura: Charles Dickens

Dickens, 200 años

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

«He nacido» es la frase inicial de David Copperfield, una de las novelas más bellas de Charles Dickens. Del nacimiento de este imprescindible escritor inglés (el 7 de febrero de 1812) se celebra en todo el mundo los dos siglos.
Charles Dickens (Inglaterra, 7 de febrero de 1812 – 9 de junio de 1870).

Leer a Charles Dickens es conocer a miles de personajes —y a veces, reconocerse en ellos— cuyo retrato linda entre la caricatura, por su carácter chispeante, y la profundidad extravagante de sus conflictos internos. Aun los malvados tienen asomos de bondad, porque en ellos no hay más que meras parodias del mal. No es difícil sentir simpatía por los antihéroes y villanos que pueblan sus novelas: Fagin, por ejemplo, el explotador de Oliver Twist; el despiadado Thomas Gradgrind, de Tiempos difíciles, cambiado por la adversidad; o el amargado Ebenezer Scrooge, de Cuento de Navidad, quien a lo largo de la historia, y tras algunas patéticas situaciones, sufre una transformación total.

Desde la publicación seriada de Los papeles póstumos del Club Pickwick, a partir de 1836, el éxito de sus novelas fue en aumento. Las aventuras del gordinflón, barrigudo y miope Samuel Pickwick y su pícaro sirviente, Sam Weller, son acaso el mejor homenaje al Quijote y Sancho. En esa senda, Historia de dos ciudades se constituye en una de sus novelas más ambiciosas. Es inolvidable la concatenación de aventuras, de caos y de horror que la forman, pero también de sentimientos tan humanos como la compasión o el amor.

Dickens era capaz de retratar la miseria, la carencia y el mundo delincuencial, pero redirigiendo la atención hacia una historia siempre conmovedora con una carga altísima de emotividad. Pocos escritores podían llegar al lector como él. Puede que su secreto sea haber puesto la anécdota al servicio de este (como la publicación era seriada, solía adecuar la trama a las reacciones del público). Por eso en muchas de sus novelas son notorios los cambios repentinos en las circunstancias y el accionar de los personajes, y abundan las coincidencias inverosímiles que hacen posibles los finales felices, los castigos a los malvados o las recompensas a los sufridos y bondadosos. La Providencia era el propio Dickens, en la forma del criminal agradecido que juguetea con el destino de Pip, en Grandes esperanzas; o el fortuito encuentro de Oliver Twist con su pasado, y el trastoque que ello significa con su presente, en que triunfa el bien que él representa.

A diferencia de Honoré de Balzac, el otro gran novelista de la misma época, quien se centraba en personajes que terminaban siempre derrotados en sus intentos de ascender o de mantenerse en el gran mundo, los de Dickens vivían en la miseria y, por ello, tenían una motivación mucho más modesta. Mientras el primero reproducía tipos y los adaptaba a la realidad que él conocía, el segundo los disfrazaba hasta atenuar sus horrendos defectos, acentuando otros y haciendo de ellos tipos reconocibles, un tanto risibles, pero carentes de maldad.

Los personajes niños de Dickens tienen un constante halo de pureza —Nell de Almacén de antigüedades, y su equivalente, la protagonista de La pequeña Dorrit, o también Oliver Twist y David Copperfield—, pero también de desamparo y fragilidad. El contraste con algunos de los otros que los rodean (rufianes, sinvergüenzas, malvados) resalta esa imagen de inocencia.

De Dickens ha escrito Jorge Luis Borges que era «un hombre de genio», y que en su obra «no solo cultivó lo sentimental, sino lo humorístico, lo grotesco, lo sobrenatural y lo trágico»; y, por ello y más, «legó al mundo una galería de personajes que, sin dejar de ser un tanto caricaturales, son imperecederos también».

Dickens construyó una imagen completamente diferente de la Inglaterra victoriana. Pese al carácter sórdido de las situaciones que retrataba, predominaba una visión romántica del mundo. Muchos de los mejores momentos de toda la literatura se los debemos a él. Van doscientos años, y su vigencia continúa, perdurable y ya definitiva.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo el 11 de febrero de 2012.

Crónica: Sebastián Rodríguez, fotógrafo

El rostro de la antigua Morococha

‘El contratista Froilán Vega con su grupo de Chanquiris’. Foto: Sebastián Rodríguez.

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

La obra fotográfica de Sebastián Rodríguez, redescubierta hace muy poco gracias a la valiosa investigación de la norteamericana Fran Antmann, va ganando mayor importancia.

Nacido en Huancayo en 1896, su contacto con Luis Ugarte —el prestigioso fotógrafo limeño de quien fue asistente durante una década— consolidó su vocación. Ya en 1928 partió decidido a independizarse y llegó a Morococha, donde trabajaría por cuarenta años. La Cerro de Pasco Copper Corporation tomó sus servicios como fotógrafo oficial. Así, el primer contacto con Morococha de los nuevos mineros era la visita obligada al estudio de Sebastián Rodríguez, a fin de sacarse las fotografías para el registro de la compañía.

‘Velorio de un minero muerto a causa de un accidente’. Foto: Sebastián Rodríguez.

Además de esta labor, Rodríguez dedicaba sus tiempos libres a fotografiar la ciudad y sus habitantes. Gracias a esto, legó a la posteridad algunas bellas fotografías de la época, continentes de un poderoso fondo antropológico y, ahora, histórico.

‘El violador y su víctima’. Foto: Sebastián Rodríguez.

Desde la primera exposición de su obra, en 2007, en el Museo de Arte de Lima, su prestigio se ha ido afianzando, y ya se le compara con otro gran fotógrafo peruano: Martín Chambi.

El grueso de sus fotografías se tomó entre 1930 y 1940. Destacan, por ejemplo, la titulada ‘Grupo de mineros’, donde se puede observar las pésimas condiciones laborales y de seguridad de los trabajadores; ‘El contratista Froilán Vega con su grupo de Chanquiris’, que muestra fríamente la pirámide social del lugar, con las mujeres pallaqueras abajo, pues ganaban apenas medio jornal; ‘Velorio de un minero muerto a causa de un accidente’, con una escena ya habitual en un lugar donde la muerte era tan cotidiana; o la dolorosa ‘El violador y su víctima’, pieza maestra del conjunto, donde se ven retratados a un anciano, a una niña y a un gendarme de la época.

‘Grupo de mineros’. Foto: Sebastián Rodríguez.

La figura de Sebastián Rodríguez es vital para la historia morocochana, pues sus fotografías no sólo se muestran como piezas de excelente calidad estética sino, sobre todo, de extraordinaria validez documental. Más aún ahora que se inicia el reasentamiento de esta ciudad para dar paso a la modernidad.

Sebastian Rodriguez (autorretrato).

DATO:
Nació en Huancayo en 1896. Al acaecer su muerte en Morococha, en 1968, su familia debió entregar la casa en que vivieron y la mayor parte de sus pertenencias a la Cerro de Pasco Copper Corporation. En ese trajín se perdieron muchas de sus fotografías.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo el 5 de junio de 2010.

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Crítica de literatura: Demian, de Hermann Hesse

Mística y dualidad en un mundo velado

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Primera edición de la novela, publicada en 1919 con el seudónimo de Emil Sinclair.

La novela de aprendizaje alemana —o bildungsroman— de la primera mitad del siglo XX ha dado algunos títulos de muchísimo interés. Destacan Las tribulaciones del estudiante Törless (1906), Demian, historia de la juventud de Emil Sinclair (1919) y El tambor de hojalata (1959); de Robert Musil, Hermann Hesse y Günter Grass, respectivamente. Las tres abordan, con ópticas y estilos muy propios, temas completamente distintos. Mientras la de Musil es realista —al menos lo es en apariencia—, la de Grass se diluye por la mente perturbada del narrador; en tanto que en la de Hesse predominan las ideas sobre las acciones, lo cual es una constante en la obra de este autor.

Hermann Hesse no habría podido escribir Demian sin la influencia de las culturas india y china que recibiera de sus padres y abuelos, y en particular por el viaje a la India que hizo en 1911. La mística india está presente en la mayor parte de su obra posterior, ya sea como tema central o como atribuciones, guiños o acercamientos. Pero esta novela es también fruto de la guerra, que desencadenó en su autor una crisis que daría pie a su transformación personal y artística (fechada por él mismo a partir de 1915). En una carta de 1954, Hesse escribió que en «Demian —y también en Goldmund y El lobo estepario— el individuo se rebela contra el peso gigantesco del deber, y la naturaleza trata de salvaguardar sus derechos frente al espíritu, que en estos libros aparece intacto, y está la exigencia de que el hombre haga lo máximo de sí mismo o que, al menos, respete ese mundo espiritual».

Hermann Hesse (Alemania, 1877 – Suiza, 1962)

Como en toda bildungsroman, el paso a la adultez supone un proceso traumático. En Demian ello empieza a ocurrir con la aparición de Franz Kromer, quien representa el otro mundo, el del mal y la perversidad, el de la realidad tosca y violenta —aunque en una versión infantil. El tiempo ha demostrado que el mundo puede ser aun peor—. La función e importancia de este personaje, además de para torturar al entonces niño Emil Sinclair, es la de originar la evolución espiritual de este a un estadio superior. Ello ocurre a partir de su contacto con Max Demian, un extraño joven convencido de su sobrenaturalidad por su afinidad con el Caín bíblico y su extraordinario saber de ocultismo. Su madre, Frau Eva, tiene un pensamiento similar y tanto más profundo. Entre ambos conducen a Sinclair a un universo ideal, de creencias y nuevos conocimientos que le dan un sentido diferente a su vida. Pero los ideales no son alcanzables, no pueden serlo.

Pese a su escasa aparición, Frau Eva deja una marca a fuego en la historia, y la domina al menos en toda la tercera parte. Ella es el anverso de Demian, una suerte de segunda personalidad, pero de género femenino, capaz de redirigir hacia sí la oculta atracción homoerótica que siente Sinclair por aquél.

Demian es también el anuncio de un gran cambio en Europa: la destrucción de un mundo —o su símil: el «cascarón» roto por el pájaro que volará hacia Abraxas en la novela— para el surgimiento de uno nuevo. El libro, por cierto, se escribió poco antes de finalizar la I Guerra Mundial, sobre la que Hesse mostró su oposición. Ello le acarreó tal ataque de sus contemporáneos, que finalmente lo llevó al exilio. Posiblemente esto haya pesado para que su publicación sea bajo el seudónimo de Emil Sinclair.

El mayor mérito de la novela es su capacidad de persuasión, pese a la flagrante inverosimilitud de la historia. Ciertamente, la teatralidad de los personajes o la dualidad de significados reducida a meros discursos místicos pueden llegar a exasperar al lector. La novela está llena de símbolos; muchos personajes, como Demian y su madre, lo son; al igual que tantas más situaciones y analogías. Aunque es artísticamente inferior a El lobo estepario o El juego de los abalorios, se trata de una novela poderosa, que fuera adoptada junto a su autor por tantos jóvenes como tótem, como una obra que los marcó de por vida. Acaso en ello radica su enorme valor.

Publicado el 21 de enero de 2012 en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo.

Crítica de literatura: Oquendo. Espejo para ciegos imaginarios (de Gerardo Garcíarosales)

Simbolismo y cosmogonía andina*

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

La primera vez que leí a Herman Melville comprendí que la literatura admite, a partir de su génesis, multitud de significados. El uso de los símbolos permite al autor dotar a su obra de esa ambigüedad que, a flor de piel en su escritura, está lista para que cada lector, desde su propia individualidad —un mundo personal y privado—, pueda interiorizar las dos, tres, acaso decenas, cientos o miles de interpretaciones, todas válidas, y todas acordes con su respectivo lector.

Menciono a Melville porque durante su lectura experimenté una serie de emociones que ahora, transformadas por el tiempo y, seguramente, por esa extraña lógica que la adultez nos da, he vuelto a sentir con la lectura de Oquendo. Espejo para ciegos imaginarios (Zeit Editores, 2010). Pero lo que en Melville es un agente destructor, escurridizo y lejano, «el inalcanzable fantasma de la existencia humana», como este definió a Moby Dick, la enigmática ballena blanca —a la que conviene dejar pasar de lejos, bajo riesgo, de lo contrario, de dejar la vida—; en Gerardo Garcíarosales (Jauja, 1944) es más bien la cosmogonía andina vista desde una óptica diluida en un mundo onírico, o aun metafísico. El misticismo que se respira a través de sus páginas ha escamoteado el significado real que el autor ha concebido, y se ha tornado en una irrealidad lista para ser confrontada por el lector desde sus propias creencias y, claro, desde su propia percepción.

Eso mismo trasunta el poema «Espejo para ciegos imaginarios», continente de versos oscuros que, pese a ello, busca aclarar aquello que el autor, intencionalmente, ha callado, porque de por sí ya ha dicho, y mucho: «El espejo para ciegos imaginarios donde se reflejan nuestras veleidades / cambió el orden de aquellas defectuosas demarcaciones […] / La inadvertida presencia de la razón empezó su lenta consagración».

Gerardo Garcíarosales (Jauja, 1944). Foto: Jorge Jaime

La poética de Garcíarosales refiere también, como ocurre en el poema «Menudas medusas en la espesura del vacío», el atosigamiento que el vacío, gigantesco e incomprensible, cubre todo espacio posible e impide la concepción de la escurridiza realidad, tornada en mundo subjetivo: «Detengo mis pasos y veo al soñador que se disolvió sorpresivamente. / Calculo la ruta de sus alas y sus ojos llenos de vientos minerales / dejan para nuestra contemplación cinco metros de realidad / y nos divertimos como menudas medusas en la espesura del vacío».

El mundo andino es vuelto a comprender, ya aceptado como un espacio, como «el espacio», en que los mitos y el misticismo han absorbido la realidad, y es a través de ellos la única forma de entenderlo.

Carlos L. Orihuela escribió que en este libro el autor «se ha desviado hacia el espejo personal, hacia la autocontemplación turbada y el desvelo introspectivo». Por eso mismo, y del modo regular para la naturaleza humana —pues el poeta es humano, a su pesar—, este teme al fin de la vida. Ejemplo de ello es «Extraviados mis irreverentes años»: la muerte, tan cercana y temida, se cierne inevitable, lista para consumir, de un solo zarpazo, hasta el último resquicio de la memoria, del recuerdo y el pasado. Pero ese pasado ha perdido sustancia, ya los años, largos y tediosos, se han reducido a apenas recuerdos.

Garcíarosales me dijo una vez que «un poeta se renueva constantemente, pues la creatividad no es un acto ocioso ni de bohemia intrascendente. El escritor va experimentando a cada instante entre el vivir constante de la existencia». Estoy convencido que no le falta razón, y Oquendo. Espejo para ciegos imaginarios es la mejor prueba de ello.

DATO:
Un libro fundamental de la obra de Gerardo Garcíarosales es Luna de agua, que ha sido publicado este mes por el sello Acerva Ediciones en una bonita edición corregida y aumentada. Forma parte de la colección Pasiones narrativas, que reúne lo mejor de la literatura de la Región Centro.

* Texto leído durante la presentación del libro, en mayo de 2011.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el sábado 10 de diciembre de 2011.

Crítica de literatura: Exiliados (de James Joyce)

Almas derrotadas en busca del exilio

Juan Carlos Suárez Revollar

Primera edición del drama ‘Exiliados’, de James Joyce.

La importancia de la obra de James Joyce para la narrativa del siglo XX es enorme, aunque afirmarlo suene a verdad de Perogrullo. Su influencia en cada nueva novela o cuento, directamente o a través de sus seguidores —aquellos que, como William Faulkner o John Dos Passos, tomaron sus técnicas y las desarrollaron y ampliaron—, es más que notable.

Si bien Ulises y la dificilísima Finnegans Wake constituyen la avanzada de la experimentación en la técnica narrativa, a su modo, Retrato del artista adolescente y Dublineses se aproximan a la novela y al cuento a la usanza de Maupassant, Flaubert o Balzac.

Pero Joyce no solo fue un extraordinario narrador. Escribió también, junto a un puñado de bellos poemas, un drama excepcional. Su pieza teatral Exiliados, escrita en 1915, además de ofrecer una trama poderosa, se sirve de una serie de sencillas anécdotas que, en conjunto, sondean el alma y el ser hasta niveles críticos.

Exiliados parte de cuatro personajes —intensos, extraños, sufrientes, dubitativos, en fin, humanos— que, con sus conflictos íntimos —que se amplían y, enseguida, se afectan entre sí—, recrean una historia extraña, de clima demoledor y perturbado.

El más intenso de los personajes, y quien sirve de soporte a toda la trama, es Richard Rowan, el escritor, quien por su carácter y sus actitudes extravagantes, va arrastrando a los otros tres, la esposa (Bertha), el amigo (Robert) y la antigua amante de este (Beatrice), a un juego autodestructivo y maniático.

James Joyce (Dublín, 1882 – Zúrich, 1941).

El centro del conflicto es la pureza de Bertha, a quien este ha consentido y hasta alienta a serle infiel con Robert. En un plano metafísico, la posesión de Bertha sería el vínculo definitivo entre aquellos. Joyce lo explica como la naturaleza del amor para el alma que, «al igual que el cuerpo, puede tener virginidad. Entregarla en el caso de la mujer, y tomarla en el del hombre, es el verdadero acto del amor». Al ser el alma incapaz de amar de nuevo, no puede, tampoco, y salvo en un plano meramente carnal, servir Bertha como agente vinculante entre ambos hombres.

Pese a la poca participación de Beatrice —equivalente a la de Dante— en la acción, su rol es como un huracán: ella fue el primer intento fallido de unir a Robert y Richard. Su regreso la muestra destruida por dentro, pero también resignada a ello. Beatrice es a Bertha —como Robert a Richard—, un intento de aproximación fracasado. Ella y Robert quisieran ser como Bertha y Richard, pese a la imposibilidad de ello, y a que estos últimos se saben poca cosa, distintos, pero poca cosa al fin.

El tema de la obra es la infidelidad, pero no como la de Madame Bovary, Anna Karenina o El eterno marido. Se trata de una infidelidad espiritual, mística, que sobrepasa a la mera posesión del cuerpo. Exiliados tiene todo el aliento de la tragedia griega y, al igual que Esquilo, Joyce pone en relieve más de esos desperfectos de la naturaleza humana que hacen tan necesaria a la literatura.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4, del diario Correo, el 5 de noviembre de 2011.

Crítica de literatura: Triste, solitario y final (de Osvaldo Soriano)

La ficción en la ficción

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Triste, solitario y final se publicó en 1973.

Es difícil no imaginar al argentino Osvaldo Soriano (1943-1997) en su papel de fabulador mientras se lee Triste, solitario y final. Se trata de una novela extravagante, muy fresca y original, publicada en 1973. Desde el inicio nos topamos con un doble juego entre realidad y ficción, que hace añicos la línea que las divide. El protagonista es el propio autor, o más bien, un supuesto Osvaldo Soriano, también argentino, también escritor, que también escribe una novela sobre Laurel y Hardy (los de la teleserie El gordo y el flaco). Acabado de llegar a Los Ángeles, ha tomado contacto con un envejecido y derrotado —patético más bien— Philip Marlowe, el entrañable detective de un puñado de historias del norteamericano Raymond Chandler, quien se hiciera particularmente famoso por sus dos obras maestras: El sueño eterno y El largo adiós.

Triste, solitario y final se aproxima a esa clase de novelas que hacen de la ficción, como tal, su razón de ser. Un par de ejemplos cogidos al azar: El Quijote o Niebla. En ambas, en un momento dado, sus autores aparecen representados —y son objeto de irónica burla—, e interactúan con los personajes. Triste, solitario y final va más allá, pues involucra a gentes verídicas, de carne y hueso, pero que por su naturaleza, viven también entre la realidad de sus propias vidas y aquella que les toca representar: son actores en la factoría de sueños que es Hollywood, desde Laurel y Hardy, hasta John Wayne y Charlie Chaplin. El retrato de ese mundo en la novela dista, por ejemplo, del cínico y frívolo que hace Norman Mailer en The Deer Park, y más bien se lo torna teatral, grotesco, ridículo, pero en el sentido (o el sinsentido) que tomaría dentro de una de aquellas viejas comedias del cine de los veinte.
Además de la dualidad que ha adquirido por ser una ficción hasta su máxima expresión, Triste, solitario y final toma ciertas distancias de las historias de Chandler. El punto de vista es uno de los más saltantes, pues recae en Soriano y no en Marlowe. Igualmente, el narrador es omnisciente, a diferencia de El largo adiós o El sueño eterno, contadas en primera persona.

Caricatura del argentino Osvaldo Soriano (1943-1997).

Marlowe precisa de una mención aparte. De lo frío y extremadamente correcto que era, se ha convertido en un romántico frustrado, resignado y derrotado. En el pasado —que conocemos por la obra de Chandler— jamás recibía pagos por adelantado ni mucho menos incentivos. Si bien duro por fuera, era un alma generosa que no dudaba en arriesgarse o perjudicarse por aquello en que creía. Podía hacer desplantes a las femme fatales más bellas si estas intentaban envolverlo para obstaculizar su investigación. En Triste, solitario y final todo eso ha cambiado. Pero no es por inconsecuencia del personaje ni por falta de pericia del autor. Es simplemente porque, como en el propio Soriano, se trata de apenas una apariencia, de un supuesto Philip Marlowe.

El mayor mérito de la novela es su flirteo entre la realidad aparente y la ficción pura. Si bien por eso puede hastiar un poco, Triste solitario y final es un logrado divertimento que, burlesco y satírico, urde una historia de novela, de ficción, de un mundo en que las fantasías —realistas después de todo— pueden ocurrir. Al fin y al cabo, ¿no es esa la función de la novela?

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el sábado 22 de octubre de 2011.

Crítica de literatura: Sostiene Pereira (de Antonio Tabucchi)

Esa oculta pasión por la libertad

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Sostiene Pereira fue publicada en 1994.

Contextualizada en la dictadura semifascista de Oliveiro Salazar, Sostiene Pereira (1994), del italiano Antonio Tabucchi (Pisa, 1943), es una novela política —acaso la mejor de las dos últimas décadas—, y un valioso documento sobre la represión a las libertades del individuo —a través de los ciudadanos que espiaban a sus vecinos y eran confidentes de la policía salazarista, por ejemplo— durante el «Estado Novo», que mantuvo sometido a Portugal por más de cincuenta años.

La narración es peculiar: está construida en forma de declaración, donde un anónimo interrogador deja constancia por escrito de aquella verdad que Pereira sostiene: su historia, en la Lisboa de 1938, seguramente acusado de algo (este dato queda oculto hasta el final de la novela). A través de ese personaje velado que hace de narrador, hay fragmentos en que el autor interviene con opiniones y juicios.

Pereira es un personaje solitario, resignado, indiferente y apolítico. Guarda una maniática fidelidad por su esposa muerta, a cuyo retrato habla y hasta hace consultas. En la página cultural de un periodiquito al servicio del régimen que está a su cargo —el Lisboa—, se ha convertido en poco menos que un elemento inofensivo, meramente decorativo, que trabaja desde su casa. Su mayor acto de sedición se limita a traducir y publicar a Maupassant y a Balzac, autores cuasivetados solo por ser franceses.

Antonio Tabucchi (Italia, 1943).

El elemento de quiebre se da con la aparición de Monteiro Rossi, un joven al que Pereira contrata para ser su asistente como redactor de necrológicas (obituarios adelantados), pero que, de manera misteriosa y, en complicidad con su encantadora noviecita (más bien influido por ella), tiene una activa militancia política de lucha contra el régimen. Pereira se asume, sin buscarlo, como protector de este joven, cuyo ardor político lo perturba y exaspera, pero a quien nunca despide pese a su flagrante incompetencia. No quiere reconocer que hay una suerte de complicidad entre ambos —se establece una difusa relación padre-hijo—, y por eso su acto final parece ser un ajuste de cuentas con el régimen.

El apoliticismo de Pereira es solo aparente. Si bien intenta ser neutral, el régimen lo asquea, aunque se cuida de guardárselo para evitar complicaciones. Entonces la novela, más que el relato de un cambio en su postura política, es el de su paso de la apatía y pasividad a una activa participación política «en contra de un sistema cuya asfixiante coerción y crueldad se le acaban de revelar, y arriesga en ello su libertad y, acaso, la vida» (Mario Vargas Llosa, «Héroe sin atributos»). Ese cambio no llega solo. También va abandonando, en aquel proceso, el recuerdo de la esposa muerta, así como muchas de sus antiguas costumbres.

Sin ser una novela militante —como la mayor parte de la literatura soviética de propaganda: desde Gorki hasta Ostrovski—, Sostiene Pereira es el mejor ejemplo de que la buena literatura no tiene por qué ser apolítica y, más bien, contener un profundo discurso libertario sin estropear por eso su alcance artístico. Al fin y al cabo, la pasión por la libertad puede estar a flor de piel o, como en Pereira, oculta, pero lista para actuar en el momento justo.

Publicado en Suplemento Cultural Solo 4 del diario Correo, el 1 de octubre de 2011.