Odebrecht y la impunidad

Por: Juan Carlos Suárez

Es difícil evitar una mirada pesimista al sistema de justicia —y no solo en el Perú— ante los delitos y crímenes de la clase política. A lo largo del siglo XX y en lo que va del XXI, los políticos que han podido ser condenados son más bien pocos si se comparan con todos aquellos que consiguieron eludir a la justicia y acabaron asilados o simplemente prófugos (basta ver los listados de criminales de lesa humanidad en cualquier parte del mundo). Sin contar a aquellos que lograron entorpecer y dar largas a los juicios e investigaciones hasta ser absueltos.

Mal que mal, Odebrecht nos hizo un favor: con su facilidad para codearse con la élite del poder y su poco escrúpulo a entregar sumas enormes, sentó las bases de lo que ahora constituye un proceso sin apenas antecedentes en América Latina. Pero lo más importante, le quitó la careta a una clase política acostumbrada a arengar sobre el honor y la honestidad en su trayectoria. Es posible que los sobornos de Odebrecht fueran un secreto a voces entre funcionarios de alto nivel. ¿Por qué nadie lo denunció?

Otro efecto importante que deja Odebrecht es el cambio en la configuración de poder para una próxima elección. Además de Ollanta Humala y Alejandro Toledo, dos fuerzas políticas determinantes en los procesos electorales desde la década del ochenta quedan anuladas: el APRA y, más recientemente, el fujimorismo. Ambos partidos se debatirán hoy día en una pugna interna que, incluso, podría acabar por borrarlos del mapa. Al menos en el APRA, la facción alanista no se resigna a perder el control del partido y ha recurrido a una acción no demasiado ética: lanzar la carrera política de un muchacho de 14 años, el hijo menor de Alan García, como su sucesor. Resulta de una teatralidad que linda con lo ridículo, tan similar a las sucesiones en monarquías y sectas religiosas. Desde ya, el APRA hace mal en retrasar una reestructuración. La única forma de evitar una estrepitosa derrota en la próxima elección es renovar totalmente su dirigencia partidaria. Postular viejos rostros daría un mensaje de continuismo, fatal en esta coyuntura.

Con el fujimorismo ocurre algo parecido. Keiko Fujimori —otra sucesora— nunca mostró la suficiente competencia para liderar un partido que, en algún momento, ostentó la mayor cuota de poder en el Perú. Acaso su hermano Kenji es más capaz en ese aspecto: muestra definitivamente ese carisma que Keiko no está preparada para representar. Pero eso no basta. Además de compartir el apellido con su hermana y su padre, también lleva encima el mismo pasivo político y los aliados-cómplices que tanto daño hicieron al Perú en la década del noventa. El retorno de la facción dura en el fujimorismo obedece solo a una acción desesperada. Pero también refleja una renovación interna que nunca ocurrió.

Erramos al reducir los problemas del Perú únicamente a las malas prácticas de una gran empresa contratista. La cultura del soborno a cambio de una buena pro —de la que Odebrecht, aunque a gran escala, también es parte— se encuentra con facilidad en casi cualquier nivel del Estado. He escuchado quejarse a pequeños contratistas y proveedores de gobiernos locales o entidades públicas de la necesidad de pagar bajo la mesa para ganar una licitación. De no hacerlo —repiten con impotencia y una pizca de cinismo— se contrataría a otro empresario menos celoso con esta práctica. Pero hay más: para que ese soborno pueda ocurrir, se necesita la complicidad de funcionarios y autoridades elegidas por voto popular. Es decir, se trata de una práctica sistemática y, horror, institucionalizada. No es gratuito, por eso, que en el estudio de Transparencia Internacional sobre la corrupción publicado en 2017, nuestro país aparezca tercero en América Latina entre los países donde se paga más sobornos.

Otra oportunidad que abre el proceso a Odebrecht es, precisamente, el enorme potencial de las colaboraciones eficaces para luchar contra la corrupción. Urge combatir los sobornos en las contrataciones del Estado a todo nivel. También son un secreto a voces las comisiones y diezmos pagados a funcionarios, alcaldes o gobernadores. Y esta vez, ya incluyéndonos como protagonistas, volveríamos a preguntar: ¿por qué ninguno de nosotros lo denuncia?

Como con Odebrecht, la corrupción en las contrataciones del Estado a nivel local obedece a un complejo entramado de favores políticos con el empresariado (a veces, también están involucrados otros agentes con intereses en su área de gestión: traficantes de tierras, de narcóticos, de madera y minerales o incluso tratantes de personas). Hablamos aquí de, por ejemplo, un arreglo entre alcaldes, gerentes municipales o regidores con pequeños contratistas que les pagan comisiones o les dieron aportes durante el proceso electoral. Se trata de montos que no suelen pasar de unos pocos miles de soles y que solo podrían notarse de hacer una sumatoria de las decenas de contratos de cada entidad pública en las que ocurren esos actos de corrupción.

Un elemento importante para el proceso a Odebrecht y la consiguiente caída de expresidentes, candidatos presidenciales y altos funcionarios involucrados fue que coincidiera con el caso Lavajuez. Solo así fue posible neutralizar la influencia de esos políticos a través de aquellos cómplices a los que por años fueron infiltrando en el sistema de justicia. Como Odebrecht por un lado y Lavajuez por otro, constituyen una muestra apenas de una corrupción fácil de detectar entre el conjunto de todas las contrataciones del Estado y el sistema de justicia peruano. Hay, entonces, un largo camino por recorrer.

Es evidente que el factor Odebrecht aún no ha terminado por alterar el orden político en América Latina. Pero sí empieza a darnos la percepción de que es posible nivelar a las personas en cuanto al acceso a la justicia. Y recrea la esperanza de que, por fin, la recurrencia de la impunidad estaría comenzando a cambiar. Como siempre, podríamos ser optimistas en ese aspecto pero sin dejar de mantenernos vigilantes. Porque la historia nos ha enseñado que la clase política —casi— siempre se sale con la suya.

Publicado en Gatonegro N°26 de abril de 2019.

Opinión: Inmigrantes

Escribe: Juan Carlos Suárez Revollar

Los inmigrantes en nuestras ciudades de hoy son venezolanos, igual que hace unas décadas lo eran peruanos provenientes de poblados rurales. También ellos, entonces, enfrentaron un cierto rechazo, una cierta antipatía que aún perdura en forma de racismo y discriminación. Pero a diferencia de la vergonzosa hostilidad al inmigrante andino, en la del venezolano se suma un ingrediente político porque encarna la evidencia de una crisis humanitaria que la izquierda se empeña en negar.

El Perú es el resultado de una mezcolanza cultural riquísima, producto, precisamente, de la migración.

Es claro que el inmigrante llega con una identidad propia, que incluye el idioma, religión o raza, además de sus costumbres. Malentender su contacto con la identidad local origina la xenofobia y un nacionalismo irracional y, a menudo, con un sesgo egoísta en el mejor de los casos y homicida en el peor. En su ensayo Identidades asesinas, Amin Maalouf lo explica como una falta de tolerancia por el otro. Recordemos, en cambio, que el Perú es el resultado de una mezcolanza cultural riquísima, producto, precisamente, de la migración.

¿Pero los inmigrantes peruanos han contribuido con la sociedad actual? Consiguieron integrarse a la economía nacional, muchas veces sorteando las trabas de una formalización poco menos que imposible. Aportaron mano de obra en una industria todavía incipiente o fundaron pequeños negocios que dan empleo y pagan impuestos. Y, de a pocos, costearon educación, salud, construyeron viviendas. Sus hijos y nietos, hoy en día, ya con estudios técnicos o universitarios, son el motor de nuestro crecimiento.

Publicado en Correo el 11 de marzo de 2018

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Opinión: El enemigo común

 

Crítica de literatura: Sobre Honoré de Balzac

Honoré de Balzac (Tours, 1799 – París, 1850).

Nuestro propio Honoré de Balzac

Escribe: Juan Carlos Suárez Revollar

Todavía lo recuerdo: tenía dieciséis años y las ansias de saberlo todo. Leía muchas novelas, incluso aquellas malas que me hacían bostezar. Ahí estaba: era un volumen viejísimo, cuya portada había sido reemplazada por una cartulina amarilla sobre la que llevaba escritas, con plumón azulino, las palabras Papá Goriot (un ejemplar de la Colección Austral en la buena traducción de Joaquín de Zuazagoitia). Su lectura me conmovió más que cualquier otra novela hasta entonces. Un personaje en particular, Eugene de Rastignac, antihéroe genuino, ambicioso y trepador, cuyos contradictorios sentimientos lo decidían a enfrentar de tú a tú a París, me impactó tanto que cuando me topé de nuevo con él en La piel de zapa y más tarde en el breve díptico Estudio de mujer, sentí que saludaba a un viejo conocido. Creé un pasatiempo: marcar todas sus apariciones en La comedia humana (al que renuncié poco después, pues esa maniática búsqueda resultaba inútil, pero primordialmente porque me estaba estropeando el sencillo placer de la lectura). No creo haber tropezado con él más que en cuatro o cinco novelas. Después supe que aparece al menos en catorce, varias de las cuales devoré sin identificarlo: se me había escabullido. Lo mismo ocurrió con el afable Horace Bianchon, cuyo altruismo alguna vez quise, ingenuo yo, imitar. Se trata de uno de los personajes más decentes moralmente de toda La comedia humana, al que encontramos en veintitrés de sus noventa y un historias (quizá en más: nunca terminé de leerlas todas).

Me prometí aprender francés para leer a Balzac en su idioma —promesa que ojalá, mal que mal, cumpla algún día—, y también conseguir todos sus libros (los adquiría así ya los hubiese leído). Conté hace poco, risueño de mí mismo, decenas de títulos repetidos, en diferentes ediciones y traducciones, que acabaron apilados en mi biblioteca.

No me impresionó tanto Eugenia Grandet como sí ocurrió con La mujer de treinta años: una suerte de mosaico de textos disímiles unidos por un oscuro lazo para formar una novela, en cuya imperfección y escritura fragmentaria creo advertir un halo de grandeza. Me divierte no haber hallado —o acaso se me pasó por la exaltación durante la lectura— un momento de la vida de la protagonista en que tuviera los exactos treinta años del título. Para Rafael Cansinos Assens se refiere más bien a «esa edad crítica en que la mujer tiene un pasado a veces inolvidable» que «le ha creado un alma compleja y resabiada». Mucho más me entusiasmó Un episodio bajo el terror, brevísima novela, casi un cuento, cuyo final en medio de las persecuciones posteriores a la Revolución Francesa deja un sinsabor difícil de tragar que, posiblemente sin proponérselo, siembra en el lector ese pavor, ese repudio por los gobiernos tiránicos.

Hay en cada historia de La comedia humana una aureola de genialidad, que se comparte entre las más ambiciosas: Las ilusiones perdidas, Los parientes pobres o Historia de los trece, y las otras de alcance más modesto: El coronel Chabert, El elixir de larga vida o Una pasión en el desierto. Su valía reside en el monumental todo que sus pequeñas unidades conforman. Pero también, a que el alma humana es sondeada con la profundidad que solo conseguiría un escritor decidido a cumplir un papel análogo al del Creador.

Portada de Papá Goriot (escrita en 1834 y publicada el año siguiente).

El plan de La comedia humana contemplaba retratar a la Francia de su tiempo en sus diversos niveles y estratos. Sus clasificaciones comprenden desde las escenas de la vida privada, parisina y provinciana, hasta las de la vida política, militar y campesina, además de los estudios filosóficos y los analíticos. Aunque cada novela se circunscribe a alguna de estas categorías, hay tal cruce de historias, contextos y personajes, que su sumatoria concluye con una imagen integral de la sociedad, sea esta pasada o presente, occidental u oriental.

El talento de Balzac no se limitó a la invención de inolvidables historias y personajes que ganaban complejidad a lo largo de La comedia humana. Había en él una predisposición, una extraña tendencia fabuladora por reinventarlo todo, incluso su propia existencia. Vivió en medio de deudas a causa de sus gigantescos proyectos, siempre fallidos o, en el caso de la literatura, inconclusos debido a su repentina muerte (a La comedia humana le faltaron más de treinta títulos. Tampoco terminó los Cuentos donosos, de los que solo escribió las tres primeras Decenas y algunos cuentos sueltos de las otras siete). Las farsas rocambolescas —aunque inofensivas— que siempre contaba sobre sí a sus conocidos eran una suerte de prolongación de la ficción que era su mundo. Quizás la mitomanía solo se reserva para los escritores de genio. Los demás tendrían que abstenerse para evitar el ridículo.

Publicado en diario Correo de Huancayo el 5 de enero de 2013.

Opinión: El enemigo común

Escribe: Juan Carlos Suárez Revollar

¿Tiene algún sustento real la lucha contra la informalidad y la delincuencia que, según Henry López, el alcalde de Huancayo, encarnan los ciudadanos de Venezuela? Más bien se diría que anunciar a esta ciudad libre de venezolanos tiene otras motivaciones. La principal es una cierta simpatía hacia el régimen de Nicolás Maduro que no solo él, sino sus otros camaradas de partido nunca se han molestado en ocultar.

Desde que se inició la oleada migratoria desde Venezuela a toda América Latina la izquierda no está contenta. Y gran parte de ella ha orquestado una larga batalla mediática para satanizar a miles de personas que, antes que inmigrantes, tienen condición de refugiados y son la evidencia palpable de un sistema político y económico —otra vez— fallido.

¿Acaso una ciudad que se formó, creció y desarrolló gracias al empuje de miles de inmigrantes tendrá simpatía por una política que busca echar a gente que también vino de otras tierras?

Una estrategia más o menos efectiva que usan los caudillos para ganar popularidad es convencernos de la existencia de un enemigo común. Ayuda a unir naciones o pequeñas sociedades y las hace trabajar codo a codo para vencer y sobrevivir. Pero a menudo sirve también a esa clase dirigente para distraer de los problemas inmediatos, casi siempre originados por su incompetencia.

Dudo que proclamar la expulsión de venezolanos alcance a unir a Huancayo en una causa común. Muy al contrario, lo va a polarizar. ¿Acaso una ciudad que se formó, creció y desarrolló gracias al empuje de miles de inmigrantes tendrá simpatía por una política que busca echar a gente que también vino de otras tierras?

Publicado en portal de noticias Clandestino el 2 de abril de 2019.

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Opinión: Inmigrantes

Opinión: Días de teatro

Teatro del colegio María Inmaculada, vuelto a la vida. Con su capacidad para 270 espectadores, es uno de los más antiguos de Huancayo. En escena, ‘Una hora bajo el puente’, por el Grupo de Teatro Expresión (foto: Juan Carlos Suárez).

Escribe: Juan Carlos Suárez Revollar

A diferencia de las otras artes que también cuentan una historia, el teatro es el que más se acerca a una fusión de ficción y realidad. El actor teatral encarna una personalidad, una vida, una realidad diferente de la suya. Y debe hacerlo de manera que más bien sea el espectador quien crea en él.

Salvo excepciones, quienes cultivan el teatro en el Perú son grupos pequeños y de recursos limitados. A menudo, además de escribir, el dramaturgo también dirige e incluso actúa. Y no es raro ver a actores y directores cargar utilería y equipos poco antes de abrir el telón. No es una crítica. Fue así en tiempos de Shakespeare y Molière y seguramente también en los de Sófocles y Esquilo.

Oficializar un día especial en nuestro país —como el del teatro, la mujer, el niño o un vasto etcétera— suele significar que hay todavía un largo camino por recorrer. Una rápida excursión por colegios y edificios públicos nos revela una importante cantidad de teatros reconvertidos a auditorios y salones, todavía con el potencial de albergar telones y público. Convenzámonos de una vez de que hacer teatro en el colegio permite desarrollar muchísimas habilidades que harán de los jóvenes mejores profesionales y principalmente mejores ciudadanos.

*Artículo escrito por el Día Mundial del Teatro 2018.

Crítica de literatura: Génesis, de María Teresa Zúñiga

Victoria (María Teresa Zúñiga) y Génesis (María del Carmen Castro). Una puesta en escena del Grupo de Teatro Expresión bajo la dirección de Jorge Miranda Silva.

Un viaje hacia el nuevo principio

Escribe: Juan Carlos Suárez Revollar
Fotos: Marco Miranda Zúñiga

¿Qué es Génesis sino un contrapunto, una coreografía de dos personajes cuya oposición crea cadencia y empatía su similitud? En la obra teatral de María Teresa Zúñiga Norero abundan los duetos que sostienen todo un relato, sean Zoelia y Gronelio (1993), Mades Medus (1999) o la más reciente, Una hora bajo el puente (2017). Pero mientras los ancianos Zoelia y Gronelio son esposos a los que la convivencia ha acabado por nivelar sus caracteres; y el joven Medus ha adquirido una cierta visión del mundo de Mades, el viejo; Power y Mouse, de Una hora bajo el puente, mantienen una causa común, lejana e inútil por la derrota.

En su novela La casa grande (Acerva, 2016) ya encontramos a dos personajes femeninos en una relación de complementariedad-oposición. Igual a Génesis, es la historia de una abuela y su nieta, pero contada desde el punto de vista de esta última, quien además es una niña (a diferencia de la joven Génesis) y alter ego de la autora. Así, el lector ingresa de su mano a un mundo infantil que se contrapone al de los adultos regido por la abuela.

Génesis (María del Carmen Castro) en la puesta en escena del Grupo de Teatro Expresión.

La obra teatral de Zúñiga Norero destaca por sus personajes de rasgos peculiares en un ámbito alejado del convencional donde nosotros, gentes de carne y hueso, nacemos, vivimos y morimos. Zoelia y Gronelio ocurre en un contexto posapocalíptico; Mades Medus en un espacio circense, de actores itinerantes donde confluyen la realidad real con la de la ficción; y Una hora bajo el puente en un entorno marginal, tras una gran derrota que ha arrojado de la sociedad a sus protagonistas.

Génesis y Victoria, la nieta y la abuela, recorren una tierra en ruinas donde el peligro usual de guerras y desastres las mantiene cerca de la muerte. De los diversos temas abordados por la autora a lo largo de su obra, es acaso en Génesis donde la condición de mujer toma, más que en otras, el centro de la trama. Sin tratarse de un manifiesto feminista, es una historia que pone en agenda algunos de los males que por siglos han aquejado al género femenino. Pero en vez de mostrarse como víctimas, abuela y nieta afrontan el mundo con esa determinación de mujeres fuertes, muy recurrentes en la obra de María Teresa Zúñiga.

Victoria (María Teresa Zúñiga) en la puesta en escena dirigida por Jorge Miranda Silva.

En vez de la busca y hallazgo de una nieta perdida, el otro tema de fondo en Génesis es la propia guerra con todas sus consecuencias: desde la pérdida del Estado de derecho y la anarquía hasta la destrucción y la muerte. Génesis y Victoria apenas se conocen, pues solo llevan tres días de haberse reencontrado (una reunión, empero, que saben no puede durar). Las diferencias entre una y otra rebasan sus respectivas generaciones. Tienen una percepción del mundo muy propia, reflejada en el significado que cada una da a acciones sencillas como la de cerrar los ojos: en Victoria sirve para eludir la horrible realidad, en Génesis para transformarla en un lugar mejor. O la muerte reflejada en una lápida cualquiera: irrelevante para la nieta, el rastro de una vida y su existencia en la memoria de sus deudos para la abuela.

Pero la mayor confluencia de ambas reside en su condición de mujer. Una condición, además, largamente sometida por una sociedad patriarcal, a la que se critica en la obra. Pone en boca de Génesis, por eso, que “una cosa es nacer mujer y otra hacerse mujer”. No es gratuito que otra arista de la relación entre abuela y nieta sea, precisamente, la de maestra y alumna. En La casa grande y en Génesis se percibe una vaga empatía y rasgos comunes de Zúñiga Norero con ambas abuelas, que ejercen la docencia, igual a ella. Quienes conocen a la autora estarán de acuerdo en una cierta propensión suya, formadora y pedagógica —también maternal—, con sus amigos cercanos y principalmente con los demás miembros del Grupo de Teatro Expresión.

Victoria y Génesis durante los ensayos para la puesta en escena dirigida por Jorge Miranda Silva.

Expresión ha sido clave en su producción teatral de los últimos 32 años, no solo por la logística para el montaje de sus obras, sino por la retroalimentación y el soporte emocional y familiar. Junto con ella y varios más, el grupo lo han integrado por todo ese tiempo su esposo Jorge Miranda y sus hijos Jorge Luis y Marco Antonio. Ellos asumen el rol de primeros lectores y críticos con una misma percepción estética del teatro como texto literario y guía para la construcción e interpretación de personajes y de la puesta en escena. En este proceso, la labor creativa suele ser conjunta y constante. Alguna vez María Teresa Zúñiga me dijo que sus piezas teatrales siempre estaban sujetas a cambio y mejora. Entendemos que esto se refiere más bien al montaje: he visto repetidas veces algunas de sus obras —unas son dirigidas solo por ella y otras por Jorge Miranda— y cada puesta en escena difiere de la anterior. Se trata de diferencias mínimas, claro, pero que refuerzan ligeramente el mensaje y el efecto sobre el espectador. Facilita estas variaciones que la autora recurre poco a la acotación, lo cual otorga mayor libertad de adaptación.

Portada del libro ‘Génesis’ (Lima, 2018), de María Teresa Zúñiga, una edición del festival Sala de Parto y el Teatro La Plaza.

El teatro de María Teresa Zúñiga es pródigo en símbolos de cierta ambigüedad, que en el futuro permitirá versiones diversas y acaso opuestas según la percepción e interpretación de cada director. En Génesis, por ejemplo, podría mencionarse varios: la aparición del teléfono celular, a través del cual se manifiestan “ellos”, entidades omnipresentes e invisibles; el significado de los nombres “Génesis” y “Victoria”; o la idea de lo femenino asociado al color blanco: lejos de la carencia de mácula, en la obra adquiere el carácter de fragilidad porque es fácil de manchar, de deteriorar, de destruir. Esto se refuerza con la permanente evocación de las violaciones como otro de los riesgos. Se trata de un peligro cuasiexclusivo para la mujer y la mayor muestra de una vulnerabilidad determinada por el género, aun en tiempos de paz, pero crítica en situaciones extremas como una guerra.

¿Qué es Génesis, entonces? La abuela Victoria define esa palabra como “el origen de un nuevo nacimiento”. Pero la pieza teatral podría tomarse como un tributo a las millones de mujeres que, a lo largo del tiempo, debieron afrontar la guerra en calidad de supervivientes, víctimas o heroínas. Esas mujeres violadas o muertas de Nankín, Rusia y Berlín; del África Central y también las cautivas del ISIS; o las más cercanas de Manta y Vilca, en el Ande peruano, nos recuerdan que la violencia de género siempre se usó como acto de guerra. Entonces ella, la mujer, hace surgir un camino, el renacer constante de un nuevo principio. Así, la obra se une a esa estirpe de la literatura que rebasa el plano artístico y hace visibles los grandes problemas que persiguen desde sus inicios a la humanidad.

* Prólogo del libro Génesis (Lima, 2018), de María Teresa Zúñiga, editado por el festival de teatro Sala de Parto.

Crónica: Rescatadores de perros

Rocío Navarro Mendoza es fundadora del albergue Sueño Compartido. Aquí, junto a Ñawi, uno de sus 86 rescatados.

Los salvadores

Texto y fotos: Juan Carlos Suárez Revollar

Cuando lo encontraron, un ojo le colgaba y en el otro tenía una catarata demasiado avanzada para curarse. Estaba desnutrido, muy enfermo y parecía haber vivido más tiempo que el promedio en perros. Con un nudo en el pecho, Rocío pensó que quizá lo mejor era dejarlo ir. En los cuatro años que llevaba rescatando perros, había visto morir a muchos porque la enfermedad o las lesiones ya eran irreversibles cuando llegaba para auxiliarlos. Mientras esperaba al veterinario, contempló la moribunda quietud del perro, que no dormía pese a tener su único párpado cerrado. Un mosquito revoloteaba sobre él y finalmente se posó cerca del ojo herido. Entonces el animal levantó una pata, se rascó la cabeza, una oreja y después el hocico. ¡Aún está en condiciones de espantar moscas!, pensó ella. ¿Realmente agonizaba? Ñawi —es el nombre que lleva ahora— hace su vida normal hasta donde su ceguera se lo permite. Convive en el mismo patio del albergue Sueño Compartido con otros 86 perros, todos con una historia igual de dolorosa que la suya. Pese a la exageración del número, ¡86!, parecen felices mientras esperan por un adoptante que tarda en aparecer y, para muchos, nunca llegará. Inconscientes de ese rechazo sobreentendido, veo retozar sobre la hierba a dos perros a los que falta una pata y a otro, más allá, cuya sillita de ruedas no le impide corretear con los demás. Y vuelve a mi mente algo que Rocío me dijo: por estos perros, por este albergue, lo ha sacrificado todo. Dejó su carrera, su trabajo y casi perdió a su familia. La pregunta surge sola: ¿cómo es posible que una persona lo deje todo por un animal?

Carolina Ramos de la Torre adoptó a un perro con el que logró un gran nivel de conexión.

Una opción de respuesta me la da Carolina Ramos de la Torre. Ella usa las palabras «hermano menor» y también «hijo» para referirse a su perro, un mestizo de color negro y gran corazón. También él fue salvado de la muerte: estaba entre la basura, dentro de un saco y al borde del sofoco. Su llegada cambió la vida de Carolina y su familia y se convirtió en una suerte de sostén emocional, que se potenció tras el fallecimiento de su madre. Es como si sintiese la tristeza y acudiese a un llamado, dice con el animalito en brazos, mientras este se acurruca contra su pecho.

En la relación de hombres y perros hay un estado —al que no todos consiguen llegar— donde se establece un fuerte lazo de comunicación, entendimiento mutuo y empatía. Quizá la palabra que buscamos sea «conexión». Una conexión como la que Rocío y Carolina han desarrollado y se refleja en un vínculo emocional, amistad y complicidad. Tan solo al mirarlos, siento como si hablasen, me entendieran y respondiesen, dice Fiorella Bernardillo. Apenas abre la puerta, toda una jauría sale disparada, feliz, estrechándose entre sí. Ella no tiene un albergue, pero sí la disposición de rescatar a los perros abandonados que se cruzan en su camino. Cuando se mudó de un departamento a una casa, ya criaba un perro necesitado de espacio. Después de encontrarlo, lo desparasitó y le hizo un corte de pelo. Aunque todavía estaba flaco, entendía que ya podía ser adoptado. Lo entregó, llena de desconfianza, a la recomendada por una conocida. Sus sospechas no se equivocaban: la mujer lo dejó extraviarse y Fiorella debió recorrer la ciudad por semanas en su busca. El animalito regresó a sus manos peor que la primera vez: su cuerpo estaba cubierto de llagas y tenía lesiones que hacían adivinar una violación. Fue difícil enseñarle a confiar otra vez, hacer que conviva con las personas y entienda que nadie volvería a hacerle daño. Recibió un nombre, esta vez definitivo: Chato, y se unió a los demás perros-amigos-hijos de Fiorella. Suman diez, ¡diez!, y ella reconoce que son casi demasiados. Por sus perros ha debido cambiar de casa más de una vez, la última desde una zona residencial a otra algo alejada pero mucho más espaciosa y tolerante con los animales. Flor Jáuregui, animalista desde hace 25 años, me dice más: si logras una conexión con tu perro, parecerá que entiendes su idioma. Si está herido, sentirás su dolor y percibirás en sus ojos aquello que te quiere decir. Ellos también tienen emociones, dice al recordar a Lucero, una perrita que ha marcado la vida de su familia. Era como una tercera hija. A veces casi se comportaba como un ser humano. Y lo más importante, su presencia ayudó a sanar a una de las niñas de un mal rarísimo que parecía no poder identificarse. De pronto compartían alegría, amor y la misma fuerza de vivir.

Fiorella Bernardillo tiene diez perros en casa, todos rescatados por ella misma.

Igual que con Fiorella, los primeros perros que Rocío rescató acabaron en su casa. Y como es natural, esto le trajo problemas familiares. Su fin era ayudarlos a recuperarse de la mala vida que habían llevado en las calles y encontrarles un adoptante. No siempre es fácil luchar contra el prejuicio de que es imposible adoptar a un perro adulto. Desde que son cachorros hasta su vejez, los perros son como niños, dice. Se les puede entrenar y es sencillo acostumbrarlos a asumir rutinas para adaptarse a los hábitos de su nueva familia. El problema es encontrar personas que no se echen para atrás pasados unos meses. Es recurrente, además, que algunos compren en el mercado de mascotas a un cachorro al que arrojan a la calle en cuanto ha crecido. En estos casos su esperanza de vida difícilmente supera las ocho semanas, ya sea porque son atropellados, se contagian de alguna enfermedad o simplemente por el hambre y el frío. Por estas razones, su albergue da en adopción a no más de cuatro adultos por mes. Mantener 86 perros requiere mucho trabajo y compromiso de sus dos ocupantes permanentes: Rocío Navarro y Frank Rodríguez, su pareja. Por fortuna, las necesidades de mano de obra se cubren con decenas de voluntarios que, principalmente en fines de semana, asisten para bañar a los perros, prepararles el alimento, dosificarles las vacunas y, lo más delicado, ayudar en el seguimiento de la calidad de vida de los adoptados con sus nuevos dueños. Me entero aquí, además, de que el albergue está pronto a mudarse, otra vez. Funciona en un inmueble alquilado, a las afueras de Huancayo. Pero ese no es su desembolso más importante. Ni siquiera la enorme cantidad de alimentos para 86 perros. Frank me explica que las medicinas se llevan el grueso del presupuesto. Aunque tienen ciertos ingresos, como algunas donaciones y las ventas al menudeo de accesorios para mascotas durante sus campañas dominicales, nunca es suficiente. Por eso, cada cierto tiempo él debe volver a ejercer la ingeniería, lo que le permite recapitalizarse para sostener los gastos del albergue por algunos meses más.

Jamis Vilcapoma, madre de Fiorella Bernardillo, quien tiene tanto compromiso como ella para cuidar a sus diez perros.

Otro modo para rentabilizar el albergue es la terapia asistida con animales. Se trata de un método alternativo que busca una conexión de los pacientes con los perros y permite mejoras en el tratamiento del Alzheimer o el autismo. No solo podemos socorrer a los animales, dice Rocío. Ellos también lo hacen con las personas, como pasó conmigo. En lo vivido por Carolina y una de las niñas de Flor, la presencia de un perro las ayudó a alcanzar un estado psicológico saludable. El hombre puede superar la depresión y los traumas con solo tener un perro, afirma Rocío. Y Flor agrega que la naturaleza de estos animales es generosa y desinteresada: es el ser más confiable que pueda existir. Puede que alcanzar una conexión, entonces, no dependa exactamente del perro, sino de si la persona está dispuesta.

Después de su baño de fin de semana, los huéspedes del albergue se secan al sol.

A mi regreso al albergue, unos veinte perros vienen ladrando hacia mí. Casi pego un salto atrás, pero percibo en ellos esa felicidad, esa confianza —otra vez— en el ser humano. Y comprendo que no tienen intención de atacar. Al lado un par de muchachos bañan a un perro y, más allá, unas chicas reparten comida. Rocío y Frank están afanadísimos y apenas me prestan atención. Al verlos trabajar rodeados por tantos seres salvados de morir creo entender que dedicar una vida a los animales solo se explicaría por el amor hacia ellos. Y surge la pregunta: ¿qué será de estos perros el día en que, simplemente, ustedes ya no puedan más con el albergue? Rocío es tajante: eso nunca ocurrirá. Este será mi modo de vida hasta el final.

Si deseas hacer parte de tu familia a un perro del albergue Sueño Compartido (Huancayo, Perú), comunícate al 930470771.

* Esta crónica es parte de la serie Los héroes son otros.

Publicado en Gatonegro N° 23. Enero de 2019.

Crítica de literatura: Tradiciones en salsa verde, de Ricardo Palma

Portada de ‘Tradiciones en salsa verde’ en la edición venezolana de la Biblioteca Ayacucho (Caracas, 2007).

Un picante y licencioso giro de las Tradiciones Peruanas

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

Ricardo Palma dedicó más de medio siglo a la escritura de la tradición, un género eminentemente americano al que dio forma y llevó a su máximo esplendor. A su humor e ironía se unen el uso de la oralidad y un lenguaje pulcro aunque satírico, lleno de sesgos idiomáticos locales y neologismos (pues Palma fue uno de los lingüistas más destacados en lengua castellana de la época).

Surgida antes de la consolidación del cuento-ficción en español (que la reemplazó por completo desde el segundo tercio del siglo XX), la tradición es el relato con fondo histórico creado a partir de un hecho real —por banal que fuera— y contado como una anécdota a la que se han añadido detalles ficticios para llenar los vacíos que la fuente documental u oral no registra. Palma la definió como «una de las formas que puede revestir la Historia, pero sin los escollos de esta».

A sus más de cuatrocientas tradiciones publicadas entre 1860 y 1918, se suma un pequeño grupo titulado Tradiciones en salsa verde. Manteniendo el mismo aliento que las otras, relatan hechos pícaros, casi impúdicos, de humor voluptuoso y escarnecedor. La edición príncipe y sus derivadas provienen de una copia mecanografiada que Palma obsequió en 1904 a su amigo Carlos Basadre, con la indicación de «no consentir que sean leídas por gente mojigata, que se escandaliza no con las acciones malas sino con las palabras crudas». No vieron la luz de manera oficial hasta 1973, pues Palma tenía la seguridad de que no estaban «destinadas para la publicidad», y por esa razón no aparecen entre las Tradiciones Peruanas Completas que hicieran su hija Angélica en 1924, ni en la de su nieta Edith, en 1953.

Se trata de 16 tradiciones brevísimas y dos composiciones satíricas en verso, precedidas por una dedicatoria, en cuyos títulos se puede encontrar palabras y palabrotas como «La pinga del Libertador», «La cosa de la mujer» o «El carajo de Sucre»: he ahí la razón de la aprensión de Palma por la reprobación que habría significado su difusión. En opinión de Alberto Rodríguez Carucci, el título sugiere que «nos encontramos ante unos textos condimentados con un aderezo picante, y con unos tonos subidos de color, maliciosos y chispeantes, quizás crudos, escabrosos y hasta obscenos».

Antes que un giro de tuerca o conclusión del relato —a la manera del cuento—, finalizan en su mayoría con un efecto cómico, similar al chiste o la chanza, que se asienta en el uso rimbombante de una palabrota o en anécdotas mínimas, habitualmente licenciosas.

Bajo la candente salsa verde de estas tradiciones, no solo reímos de respetados personajes históricos —entre ellos Bolívar, Sucre o Castilla—, sino también de religiosos y nobles. «Fatuidad humana», por ejemplo, relata «los polvos» del rey don Juan de Portugal, y hasta lo califica de «braguetero». Entre las digresiones que Palma solía utilizar para deslizar sus propias opiniones, tuvo la libertad de escribir: «sospecho que Patrocinio era tan puta como cualquier chuchumeca de Atenas», al referirse a la linda y ardiente mulata que llenaba de cuernos la cabeza de este desafortunado rey.

Destaca, además, un ánimo venenoso y burlón sobre el clero y el gobierno, tal cual ocurre con las asustadizas monjitas de «El lechero del convento», obligadas a escuchar de jodiendas y cascadas masturbatorias; o del Mariscal Ramón Castilla, quien destierra al amante de su hembra pretextando que su «gobierno no quiere aguantar cuernos», en «La moza del Gobierno».

Las dos composiciones poéticas —que aparecen bajo título individual— están conectadas al conjunto del libro porque su autoría se atribuye a Monseñor Cuero y Fray Francisco del Castillo, personajes de las tradiciones «El carajo de Sucre» y «Un Calembourg», respectivamente. En esta última aquel díscolo fraile se mete en problemas por comparar los cojones del padre provincial con los del chivato de Cimbal.

En el plano lingüístico, Palma se adelantó a los autores modernos que hurgaron en la jerga y el argot para retratar el lenguaje coloquial popular. Así, acopió para la literatura expresiones como «los riñones de la concha», o los americanismos «culear», «chucha», «cojudo» o «pájaro».

Cerca a los 40 años de publicadas, las Tradiciones en salsa verde siguen haciéndonos reír, ya sin rubor, de los chismes y rumores que circulaban siglos atrás en esta tierra criolla, de cuya historia Ricardo Palma se sirvió para inventar el género literario que le dio inmortalidad.

Publicado en suplemento cultural Solo 4, del diario Correo, el 1 de diciembre de 2012.

Crítica de literatura: La casa de cartón, de Martín Adán

Primera edición de ‘La casa de cartón’ (Perú, 1928), de Martín Adán.

Barranco por un artista adolescente

Por: Juan Carlos Suárez Revollar

La casa de cartón es una novela. No una novela en el sentido estricto del género, sino en una forma experimental, revolucionaria, que sigue los audaces intentos narrativos de la época, llegados desde el otro lado del mar de manos de autores como James Joyce o Marcel Proust. Entre ellos, John Dos Passos había convertido a Nueva York en protagonista de Manhattan Transfer (1925). Lo hizo influido por Joyce, quien consiguió que Dublín, a través de un gran retrato colectivo de la ciudad, tomara rasgos palpables de personalidad.

Martín Adán —seudónimo de Ramón Rafael de la Fuente Benavides— empezó a escribir La casa de cartón en 1924 y la publicó cuatro años después. Más que en una historia, se centró en delinear a su protagonista: el distrito de Barranco, donde destacan el mar, el malecón, la ciudad. La estructura sigue un modelo de collage de cuadros breves donde, en forma de estampas, hace conocer al lector la geografía barranquina y a sus pobladores de inicios del siglo XX. Estas visiones se presentan desde la mente del personaje-narrador. Predomina en el libro una técnica recién desarrollada por Joyce en Ulises (1922): el monólogo interior y el fluir de la conciencia. Ese caos narrativo, agravado por la ambigüedad del tiempo, crea la impresión de que ocurre más lenguaje que acción. Pero en su borrosa trama se superponen muchas imágenes y personajes que llegan a un ritmo vertiginoso. Todo ello hace posible leer La casa de cartón como un poema en prosa, pero también como la moderna novela que es.

Martín Adán (1908 – 1985).

La difusa historia es apenas sugerida por el narrador, un colegial innominado al que atormentan diversos conflictos. Al arrancar el libro tiene catorce y a la mitad «dieciséis años y el bozo crecido». Somos testigos de su maduración, su iniciación en el amor, su aprendizaje literario, su soledad y su interiorización del significado de la muerte. El personaje más palpable del libro (después de la ciudad) es Ramón (además el primer nombre del autor), quien como colega y cómplice, es también guía y, en cierta forma, rival del narrador —por haber poseído antes a Catita, una Penélope infiel «catadora de mozos», entusiasta por el placer antes que por sus ocasionales amantes—. Los paralelos entre ambos (además de con el propio autor) crean la perturbadora sospecha de que podría tratarse del desdoblamiento de un mismo individuo.

Martín Adán renuncia a la objetividad absoluta y la invisibilidad del autor, perseguidas por Joyce y Dos Passos, para construir un relato subjetivo e introspectivo, que hace preciso identificar los recovecos de la narración a fin de seguir el hilo de la historia.

Antes que retratar personajes, el libro reproduce, más bien, tipos. El paso de cada uno de ellos —incluso en sus fugaces apariciones— permite delinear una representación de la ciudad que los alberga, filtrada por la sensibilidad de artista adolescente del narrador. Existe la imagen constante de un Barranco cosmopolita, donde conviven limeños adinerados con pintorescos europeos que mantienen sus costumbres autóctonas. Pero, también, se halla un halo de integración y de referencias cruzadas —a través de Manuel, por ejemplo— entre lo europeo y lo nacional, entre París y Lima, entre el Moulin Rouge y el Jirón de la Unión. E igualmente, con los habitantes de otras partes del país, en particular de la sierra, retratados como personajes exóticos, vistos desde lejos y apenas insertos en la creciente urbe como obreros o empleadas domésticas, cuyo número a las afueras de la ciudad es cada vez mayor.

Edición publicada en Cuba de ‘La casa de cartón’.

En la subjetividad del narrador se aprecia el desgano y una casi sinrazón de vida. Ello es más notorio desde la muerte de Ramón, en que el relato se hace más difuso e intangible y pasa de la realidad aparente a una representación análoga a los sueños.

Aunque se les menciona con sarcasmo, aparecen a lo largo del libro referencias a decenas de autores cuya obra le sirve de base, especialmente Joyce y su personaje Stephen Dedalus, de Retrato del artista adolescente y Ulises, con los que guarda estrecha relación.

La casa de cartón no solo significó la inserción del contexto urbano en la novelística del país, sino el principal antecedente de los escritores de la generación del cincuenta, quienes, igual que Martín Adán, utilizarían las modernas técnicas narrativas provenientes de Europa y Estados Unidos para revolucionar la literatura peruana.

Publicado en suplemento cultural Solo 4 del diario Correo, el 03 de noviembre de 2012.