Esos hombres que manipulan sueños
Juan Carlos Suárez Revollar
Como la literatura, el cine tiene la particularidad de servir de vía de evasión, de distracción, de escape a un nuevo mundo en que la ficción —y va inmerso en él el espectador, o en todo caso, el lector— nos permite vivir, al menos por unas horas, una aventura muy ajena a esa rutina chata, aburrida y sosa.
Sin embargo, y a diferencia de la literatura —en que es el escritor quien crea la trama y la narra—, en el cine el director se limita a contar, aun si fuese él mismo el autor del guión. Es en el proceso de rodaje y puesta en escena que llega el momento de maniobrar la historia. Por eso, aun si los temas abordados por distintos directores son similares, las diferencias pueden ser abismales. Cada uno, con su particular universo interior, hará que su respectiva película sea suya, y se convierta en un muestrario de algo personal, que dependa de sus propios demonios interiores, si cabe el término.
Así, mientras el cine de John Ford es aventurero y jovial —pero no por eso intrascendente—, el de John Huston aborda los grandes problemas de la humanidad, a manera de ensayo, y nos da una visión pesimista de la derrota. En ambos directores, los personajes son gentes sencillas que viven un gran acontecimiento. Hay mucho contraste, por ejemplo, con Ingmar Bergman, cuyo cine es bastante más intelectual: los problemas que aborda solo les ocurrirían a personajes cuyas necesidades primarias ya han sido solucionadas, pero les quedan otras nuevas, de índole tanto más íntimo.
Cada director somete a la trama —y a sus personajes— a sus dilemas personales. Así, el coreano Kim-Ki-Duk entremezcla la modernidad con la tradición, pero el sostén de sus historias son los conflictos autodestructivos de los personajes que, por su querer, llevan vidas marginales. Blake Edwards y Billy Wilder le buscaban el lado cómico a los problemas, y por eso, casi siempre, sus filmes son atractivos divertimentos —aun Sunset Boulevard, de este último: un burlesco, irónico y cruel retrato de Hollywood—. Dos directores norteamericanos de la actualidad son Clint Eastwood, con su correctísimo clasicismo y poderosos conflictos humanos; y Terrence Malick, con su épica autodialogante y reflexiva: sus personajes, pese a su sencillez, sicológicamente llegan a niveles místicos —en particular en La delgada línea roja—; y por eso la trama está supeditada a la mente de estos.
Orson Welles, Stanley Kubrick, Alfred Hitchcock y Jean Luc Godard, cada uno y por su lado, generaron grandes cambios en la cinematografía mundial, con su audaz experimentación.
La cinematografía le debe a aquellos que, como Kurosawa, Buñuel, Scorsese o Rosellini, y tantos otros, se han pasado la vida deconstruyendo historias que, de esa forma, pasen al celuloide y se conviertan en imágenes en movimiento, en sueños, y en aquello que quisiéramos revivir. Porque, claro, ese es el fin de la ficción: soñar.
Publicado en Función Continuada en febrero de 2012.